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LAS FLORES danzaban en el aire, con un ligero balanceo en sus finos dorsos. Los pétalos se separaban de sus bases y revoloteaban junto a los copos de nieve, fríos y sólidos, bailando para depositarse en la tierra; dónde descansarían del viento y su gélida marea. 

De cierta manera, parecían tener un final agradable, aunque muchas de ellas acabaran cayendo en las rendijas de las alcantarillas o en las carreteras, siendo aplastadas por los vehículos. 

Él, quien veía con una inclemente grisácea mirada el insondable cielo, se reflejaba con aquellas que no descansaban en la nívea masa que formaba el invierno. Sabía que era como las que terminaban por humedecerse de los copos cristalinos, agrietándose y perdiendo el color. Yacientes y olvidadas.

Sin embargo, cuando veía los ojos de su pequeña criatura, acunada entre las mantas, y con la piel sonrosada por el frío, sabía que aún cuando estuviera perdido entre el escozor del invierno, debía hacerla refulgir de entre sus espinas.

Caminando con ligeras pisadas, que se hundían en la nieve, observó el reloj; las agujas se movían con lentitud, y suavidad. Parecidas a los latidos erráticos de su corazón, que solamente buscaban enredarse en los brazos de una perdida alma. Sanarse con ella, o hundirse con el fantasmagórico ente que robaba sus anhelos.

El pasado año había sido bastante difícil tras la muerte de su mujer. No había familia de sangre que lo pudiese apoyar, pues por su lado únicamente estaba él. Por parte de su mujer, a la que una vez llamaron familia, habían rechazado todo contacto con él y su pequeña criatura. Claramente dolidos por la muerte de su hija, él los entendía. Ya era suficiente monstruo con sus propios demonios, como para serlo aún más otros.

Realmente, la familia de su mujer, nunca había estado de acuerdo con la relación de ellos. Por él. Nunca había estado clara la razón, podría ser desde que fue él quien les robó a su hija o hermana, o simplemente por la razón de provenir de sangre asiática. Por eso, tampoco querían a la bebé y aunque tuvieron muchos problemas en vida con su mujer, si cuando estaba viva no los querían ver, actualmente mucho menos. 

Se rascó detrás del cuello. Tuvieron la modestia de enviarle una tarjeta, que buscaba darle apoyo tras la muerte de su mujer y que si alguna vez necesitaba algo, llamarán a ese número. Pero él era demasiado orgulloso para eso.

Miró el sol a través de las nubes, y recordó aquel cabello anaranjado, parecido al atardecer de un bonito día. 

Divagando en la absurdidad del silencio, todo aquello ya no importaba. Solamente eran memorias grabadas, pensamientos y declaraciones que nada más quedarían en el aire y en los recónditos de su cabeza. 

Mostrando una expresión cálida a su hija, el reflejo del dolor se clavó en sus grisáceos ojos, enmarcando aquella cicatriz en su lado derecho. Una agonizante mirada, de un cadáver, que veía como última esperanza los ojitos color nube de su pequeña. Los mismos a los suyos.

Por mucho que tratara de dejar su pasado atrás, habían algunas cosas que no podía desatar de su arraigada y latente simbólica muerte. Su tiempo de vida se había detenido aquella noche. Y no podía hacer al reloj continuar de nuevo, ni siquiera permitirle dar un último "tic-tac"

Los sonidos se repetían en los recónditos de su cráneo: el metal de las llaves al entrar; el silencio de los pasillos; sus pisadas repiqueteando contra la madera; su voz llamándola con alegría de verla; un silencio y sin respuesta; los llantos incesantes en el piso superior. 

Los objetos descolocados, fuera de su lugar; los cristales brillantes y, la sangre chorreante y húmeda en el suelo; tocada por la punta de sus zapatos de charol. El chirrido pegajoso de sus pies, retrocediendo; el jadeo proveniente de sus labios, incapaz de asimilar lo que veía; el estruendo de sus rodillas al golpear el suelo y, el arañazo de sus uñas en su rostro, asustado y horrorizado. 

Todo instante glorificado con sonido, fue uno detrás de otro, y grabado en su mente de forma mecanizada. Respirando forzosamente, trató de calmar su agitado corazón. 

Uno, dos, la sangre en sus manos temblorosas; tres, cuatro, el frío que emanaba a su lado; cinco, seis, la frialdad de sus lágrimas al caer en sus mejillas; siete, ocho; nueve, los llantos de su hija; diez.

Vuelta de nuevo a la realidad. 

Nieve, farolas, un pálido cielo azul nublado sobre su cabeza. Las flores apastadas por los vehículos. Sus manos sobre el carrito que llevaba a su pequeña. El vaho que proveía de sus propios labios coral.

Debía ir a trabajar, y como todas las mañanas, llevaba a su pequeña criatura al cuidado de una amiga, mientras él terminaba su turno.

Su hija dormía plácidamente. Con su cabello negro, más largo durante el último año, sin embargo, apenas alcanzando para hacerle pequeños moñitos. Era monísima. Un ser puro que provenía de sus espinas y sangre.






Tras su debido tiempo, alcanzó el edificio dónde dejaría a su hija mientras trabajaba. Sobando sus manos bajo los guantes de cuero, tocó el telefonillo de metal. El pitido que llamaba al piso se hizo presente, y entonces la voz de su amiga resonó en su oído. Un ligero "adelante" se oyó, y él no tardó en entrar con el cerrar de la puerta a su espalda.

Contó los pasos hasta el ascensor, aunque realmente no le hacía tanta falta pues ya se los sabía de memoria. Pulsó al segundo y sin querer verse en los espejos tras él, porque se creía indigno de siquiera llamarse persona, salió directo a la puerta de su amiga. Esta lo recibió con un gesto de mano y una sonrisa perlada en sus labios carmín.

Al adentrarse en el hogar ajeno, fue directo al servicio a lavar sus manos para sacar a su pequeña del calor en el que se encontraba. La acunó entre sus brazos y reposando un casto beso en su frente, que se decoraba con ligeros mechones negros; se la entregó a la otra. Sin decir nada, bajo su rostro serio, sacó varios biberones de leche y se dispuso a guardarlos en la nevera, para cuando fuera la hora de darle de comer, y la encargada de cuidar a su bebe, simplemente tuviera que calentar la leche en una cazuela.

Retiró, además, pañales, talcos, toallas, y mantas para el cuidado. Dejándolo todo sobre una mesa de madera, en la sala de estar; se vio realizado. Solo entonces, la otra adulta que cuidaba de la pequeña, llamó su atención con un suspiro exhausto.

—Sabes que no hace falta, Levi —le dijo—. Aquí ya hay suficientes teteros y, puedo preparar su leche con facilidad. Llevo cuidándola durante estos últimos meses, y por lo tanto, ya tengo bastantes cosas aprendidas. Además, Moblit también ha estado comprando toallas para ella y mantas para abrigarla. No hace falta que traigas más, y pierdas tiempo en eso. Estoy para ayudarte, así que, deja que me encargue completamente.

Este la vio con sus ojos grises, de una forma curiosa y agradecida. —Eso ya lo sé, Hange, simplemente, quiero facilitarte el trabajo, y no me cuesta nada dejarte los teteros listos y demás cosas. También tienes que ocuparte de tu trabajo y ella puede robar mucho tiempo. 

—Pero es mi trabajo y por su cuidado me pagas mucho más de lo que yo necesito —señaló, jugando con los dedos de la pequeña que dormía en sus brazos—. Quiero quitarte tanta responsabilidad que sobrellevas, Levi. Al menos, intentarlo.

El llamado, Levi Ackerman, observó los anteojos brillantes de la otra y su corto cabello recogido en una cola, que desprendía mechones rebeldes. 

Llevando los ojos al cielo, asintió a lo que decía. —Ya sabes..., que después de eso, quiero mantener todo bajo control. No quiero que los demás carguen conmigo. O mi hija, y esto ya es mucho pedir.

Hange le dejó una mirada comprensiva y dejando un suspiro, renegó a lo tozudo que era su amigo y, a veces, lo tan inepto que resultaba para entender las bien intencionadas acciones de los demás. 

Pinchando las mejillas regordetas de la pequeña, le dijo: —¿Quién quiere que le lea historias de guerreros y gigantes titanes, otra vez? —soltó con un tono de voz que se acostumbraba a tomar con los bebes. Agudo y algo aniñado.

El padre de la pequeña no tardó en colocarse sus guantes de nuevo, bajo los mechones negros que recubrían sus párpados. —Avísame si sucede cualquier cosa, y si viene Moblit, recuérdale que debe lavarse las manos antes de tocarla.

—Sí —confirmó su amiga con una baja risa—, cualquier cosa te aviso. Debo preparar unos informes para el museo, pero la mantendré como siempre bajo mi ala.

Él asintió, y con la rapidez con la que había llegado, se marchó hacia su trabajo. Lugar en el que permanecía mayoritariamente todos los días de su vida.

La compañera de gafas observó a su amigo por la ventana, mientras acunaba a la bebe; iba vestido con una gabardina oscura y un temple demacrado en su pálido rostro. Aquello instaló un pinchazo de pena en su corazón. 

Eso dejó un regusto amargo en su estómago. Recordó lo tanto que había cambiado aquel de cabello azabache. Lo tanto que sus tan vivos ojos grises se habían transformado con el tiempo, y ahora no eran más que unas perlas sin vida, sin color, sin ganas de continuar en aquel mundo. 

Con la simple y única motivación de terminar aquel ciclo de dolor; de dar un cierre a esa canción sin terminar; de encontrar su verdad, y así, finalmente, despedirse con sus últimas lágrimas, aquellas tan limitadas.




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¡Hola, hola, mis azules corazones! 

Por fin, tenemos nuevo capítulo de mi amado Levi Ackerman. Basado en el antiguo años atrás publicado y corregido completamente. Que he vuelto a corregir, aja.

 Aún siendo esta historia ya antes publicada, me he decidido a renovar la escritura y algunos puntos en la trama. Espero y para lo que antiguos lectores, puedan notar el cambio en mi escritura con los años. 

Respecto a los viejos separadores que antiguamente usé, se publicarán en un apartado de gráficos al final de la novela. Sin más que decir, espero anden impacientes esperando por las nuevas actualizaciones.

all the love, 

ella.

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