El Pueblo del Oasis
Después de salir decía aldea, no había nada más que kilómetros y kilómetros de arenisca roja que tapizaba la superficie del lugar. Parecía que el planeta era un desierto solamente, y que el mapa y la burbuja de agua eran un engaño, pero Otome afirmaba que el desierto tenía un límite y que sí había ciudades civilizadas o modernizadas en el planeta, pero a Gwen le costaba creer cuando lo único que apreciaba a donde quiera que volteaba eran kilómetros de la misma tierra de color rojo.
Pasaron como cinco minutos solamente, y el gran calor abrazador estaba afectando a Gwen poniéndola a tambalearse y estar tan cerca de caerse del lomo del Gormen con cada metro que avanzaba, pues para tener apariencia de rinoceronte se movía tan rápido como un caballo de carreras.
A lo lejos, se podían ver las puntas de lo que parecían ser edificios, y aunque Gwen tuviera el consuelo de que si había ciudades, estaban sumamente lejos de la primera ciudad ligeramente civilizada o que siquiera tuviera casas que no fueran hechas de telas sostenidas por ramas.
Gwen pudo recuperarse del intenso calor que la azotaba y pudo ver a lo lejos una parte que no era desierto: había palmeras, casas de madera cubiertas con hojas y se podía ver irradiar una luz verde azulada proveniente de ese pequeño pueblo. Otome se acercó a la oreja del Gormen y le susurró algo en un idioma diferente al que había usado con los guardias, y el Gormen empezó a bajar la velocidad. Iba trotando directo hacia el oasis, lo cual parecía sumamente favorable.
Había un camino de arena que empezaba de una duna dando hacia lo que parecía ser una aldea dentro del oasis. El Gormen fue siguiendo el camino hasta llegar al oasis.
En una parte del oasis había un letrero sostenido por dos largas palmeras que decía «OASIS, EL LUGAR MÁS REFRESCANTE EN TODO EL DESIERTO». Después de ese letrero había muchas cabañas hechas de madera con techos de hojas de palmera, varias redes de pescar colgadas de las palmeras y lo que parecía caer una herrería.
Habían llegado a la entrada, y el Gormen se detuvo a un lado del letrero de bienvenida gigante. Otome se bajó de la criatura y le dijo algo en lo que pareció ser el mismo dialecto que con el que le había hablado recientemente. El Gormen se quedó firme, luego Gwen se bajó un poco mareada y sumamente acalorada. Una brisa pasó junto a las dos y Gwen se sintió completamente bien, como si ese aire le hubiera retirado toda sensación de mal. Cruzó el letrero de bienvenida y vio a otros seres con aspectos más inusuales que los de la especie de Otome. Las mujeres vestían vestidos que les llegaban hasta las rodillas de colores traslúcidos, los hombres camisetas de tirantes con pantalones largos o cortos, y los niños y niñas iguales que a los de su género. En vez de usar colores anaranjados ellos usaban distintas tonalidades de azúl así como su color de piel.
Mientras iba caminando, de repente Otome la tomó de la muñeca bruscamente y la hizo volver afuera del letrero. Se alejaron de la entrada y se pusieron detrás del Gormen.
—¡Escucha bien! —dijo Otome bastante seria—. Este no es un viaje de placer, no puedes vagar por ahí como si fueras materia invisible, debes tener mucho cuidado con quién estás ahora.
Gwen la miró confundida, al no saber mucho no sabía qué debía o no debía hacer en esos momentos, pues solo tenía curiosidad por saber un poco más sobre el lugar al que tal vez no volvería, si tenía suerte. Otome la soltó y se dirigieron a la entrada de Oasis.
Cuando llegaron nadie le dio importancia a su llegada, pero luego varios pueblerinos empezaron a fijar su mirada en Gwen, lo que más temía se había vuelto realidad otra vez. Pasaron junto a varias cabañas, y mientras caminaban pudieron ver un poco lejos lo que era en verdad una herrería. Siguieron caminando y la gente no dejaba de observarla.
Se habían detenido enfrente de una cabaña con cortinas hechas de piedras amarradas entre enredaderas. Tenía un aspecto como el de la tienda de Osilia, por un momento Gwen pensó que fueron allí porque tal vez la persona o ser que se encontrara ahí dentro era familiar de Otome y debían despedirse. La cabaña no tenía guardias, lo cual se le hizo muy raro a Gwen.
Otome acercó su oído derecho a unas cortinas que cubrían la entrada, y se empezó a escuchar unos ligeros y casi imperceptibles sonidos. Otome se abrió paso entre las cortinas y entró. Gwen intentó entrar pero esta vez Otome la detuvo en vez de insistir en que pasara.
—No puedes entrar —sacó la cabeza abriendo la cortina con una mano—, voy a hablar de algo importante con el que está aquí, y no puedo dejar que oigas algo de lo que voy a hablar con él —voltéo la cabeza hacia el interior de la cabaña.
—¿Por qué no? —dije Gwen intentando nuevamente entrar a la cabaña.
—Solo... espera aquí, por favor —retiró su cabeza y su mano, y al instante cerró las cortinas.
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