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14. Heartbeat

—Papito, hay un señor en el jardín.

Faustina era tímida, de hablar suave, así que el hombre tardó unos segundos en entender la frase y sus implicaciones. Levantó la mirada del libro infantil a medio leer para examinar el rostro de la niña. Una sombra de miedo teñía los enormes ojos dorados que no se despegaban de la oscuridad del jardín, una mueca de preocupación fruncía los diminutos labios y la naricilla. Entre las almohadas esponjosas, la cama enorme y su peluche favorito, la figura de la criatura era aún más frágil, desprotegida en su inocencia y juventud.

Una oleada de afecto golpeó el corazón del hombre, arrancándole una sonrisa mientras apartaba el objeto para acercarse a uno de los grandes ventanales. Su reflejo le devolvió la mirada, el cansancio de los años alcanzándole a la mitad de su vida. Suspiró, apartando los pensamientos llenos de falsas esperanzas y de sueños rostro. Volvió la atención a la oscuridad.

Afuera de las luces externas, la noche en la casa de campo era tan impenetrable incluso para sus ojos tan agudos. Era invierno, en la época del año donde los días nublados eran la normalidad. La forma de los árboles, de los muebles del jardín, incluso los límites de las montañas a su alrededor eran imposibles de separar una a otra de los restos de la penumbra. Frunció la nariz, un aroma repulsivo a comida putrefacta metiéndose en la ventilación de la casa. El padre abrió la boca, el gesto de girar a su hija y decirle un "Debió ser un mapache que cruzó por la luz, amor" cuando, por el rabillo del ojo, lo vio.

Una serie de recuerdos y memorias lo paralizaron frente al vidrio. Recortado entre las sombras de la noche por una luminiscencia propia, una forma humanoide aguardaba en medio de las sillas del patio. El hombre, aún así, lo reconoció. El ligero rumor de latidos era inconfundible, como la voz de un viejo y muy querido amigo. La intensidad de dos puntos rojos solo pertenecían a una persona, incluso en su malevolencia. Un ser humano que llevaba más de siete años muerto.

El padre contuvo un estremecimiento, hipnotizado por ese fantasma de su pasado. El instinto exigía escapar, marcharse con su hija y la servidumbre lo más lejos de esa bestia. Pese a la advertencia natural, su cuerpo no respondía sino a la añoranza y a la curiosidad por la presencia del espectro.

Su postura estaba inclinada a la derecha, allí donde el brazo colgaba en una forma antinatural. Su cuerpo parecía dibujado por oleo, faltantes y sobrantes dependiendo en qué parte descansaras los ojos. El padre creyó recordar el cadáver que debió identificar tras el rescate de la explosión, los restos similares a los de la sombra del pasado frente a él. Sus pensamientos buscaron explicación en la lógica, luego en las historias de su infancia y de los múltiples viajes de la adolescencia.

En su mente apareció la imagen de una criatura llena de odio que incluso desafía a la Muerte para maldecir a los vivos. Un Renacido. El terror recorrió su espina dorsal como un escalofrío, el frío de dedos muertos iguales a una caricia en su propia alma. Suspiró en lugar de gritar, su aliento empañó la superficie frente a su rostro. Sin apartar la mirada, limpió el vidrio y volvió su atención a la figura.

Sus rodillas temblaron al fijarse en el espacio vacío entre las sillas. Ladeó la cabeza, su voz controlada ajena a los latidos al borde del infarto en su pecho.

—Monita, hoy irás con los sirvientes a la casa de los abuelos. —Al sentarse en la cama, sentó a la niña en el regazo mientras tomaba el abrigo tirado en la silla rosada de princesa. La envolvió, medias y zapatos siguiéndole en la preparación.

En pocos minutos, la casa quedó vacía ante los ojos del hombre. Ahora en la sala, las luces del vehículo familiar pronto se alejaron en dirección a la salida de la propiedad. Tomó una enorme bocanada de aire, la quietud de la casa pronto interrumpida por el tintineo de una botella de vino al vaciarse en dos copas. El padre de la familia tomó ambas y las llevó frente a mesa principal. Posó una frente al espacio contiguo a su propio.

En silencio, las luces se apagaron en cuanto ocupó su espacio en el mullido sillón. Los latidos volvieron, el ritmo del tambor envolviéndolo con su arrullo. Dio un sorbo a su copa, un temblor apenas visible controlando su mano. Parpadeó, el ácido sabor calmándole suficiente para no saltar en su sitio al girar y encontrarse con el renacido, sentado en la oscuridad a su lado.

De cerca, la peste era aún peor. La visión una pesadilla. Controló el movimiento de sus hombros, no así la arcada que lo dominó. La carne todavía aferrándose a los huesos colgaba a los lados, moscas y gusanos en pleno festín. Adivinaba hueso, cartílago, músculo en los sitios donde antes existió piel suave bajo sus dedos. Su rostro también era una masa monstruosa, los ojos ahora dos luceros en un rojo de odio y de deseo, parte de las mejillas arrancada ahora una sonrisa terrible. Su cabello rubio era una masa de sangre oscura.

El padre estiró su mano, sus palabras llenas de arrepentimiento y añoranza. La textura del cadáver era parecida al caucho, su corazón rompiéndose de nuevo al renovarse la magnitud de la pérdida. Llevó la copa a sus labios, acabando el resto del contenido. Tosió, secándose los labios con la manga de la camisa.
—Gracias por haber esperado a que todos se fueran. —Cerró los puños sobre sus rodillas. Luchó contra las lágrimas—. En especial, gracias por no haber tocado a mi hija. Siempre fuiste tan... Correcto, incluso en tus venganzas.

La figura no formuló palabra. Los latidos eran su única voz.

—No tengo derecho a perdirte nada, pero no dañes a Haneul. Él está cuidando a tu primo, Federico. No tiene nada que ver conmigo después de lo que pasó... —El eco de sus palabras siguió a la aceleración de los latidos. Amenazaba con ahogar los ruegos. Subió la voz, quebrándose por la presión—. ¡Fue mi idea! ¡Yo te maté, yo quería verte muerto! ¡Y no ha pasado un día que no lo sienta!

La confesión tragó consigo el sonido de los latidos. El renacido parpadeó y estiró su mano al hombre. Tocó su mejilla un instante antes de entrelazar sus dedos con una mano. Señaló afuera, al campo, a los caminos oscuros, a las cascadas cercanas de violentas entrañas y traicioneras aguas.

El hombre asintió, su rostro lleno de lágrimas mientras una sonrisa aliviada cruzaba su expresión. Al ponerse en pie ya no sintió miedo. Sin molestarse en ponerse los zapatos, siguió afuera a la bestia sin sentir el frío de la noche.

A su espalda, las luces se encendieron en la sala y el sonido de los animales nocturnos volvió a llenar el espacio del renacido. En la copa todavía llena se reflejó la figura de la pareja adentrándose en la boca de la penumbra. La pareja fue devorada por la noche y solo permaneció la serenidad de un camino oculto entre los árboles.

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