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12. Somnophilia

«¿Te digo la verdad? Siempre me ha dado curiosidad que me toquen mientras duermo»
Fueron esas sus palabras frente a la fogata del último verano de su adolescencia, en ese campamento improvisado a orillas del largo y bajo el manto de las estrellas. Las llamas brillaban en las superficies de las latas tiradas en la arena, el contorno de los árboles de una oscuridad rojiza. Solo eran dos figuras demasiado ebrias para discernir la verdad o la mentira de sus palabras.


El resto de los veraneantes estaba en las habitaciones, tirados en distintas partes de la propiedad u ocultos en otro tipos de actividades. Recordaba estirar la mano en dirección a la cabellera rubia y atrapar un mechón entre los dedos. Aún saboreaba la cerveza de su lengua, el aliento cálido contra sus labios helados por el aire nocturno. El calor de su cuerpo contrastaba con la húmeda arena en su espalda. Los sucesos eran un misterio incluso de sus propias memorias, los efectos del alcohol consumieron la primera vez de su relación.


Sin embargo, los siguientes eventos estaban tan frescos como al día siguiente. En algún punto de la medianoche, abrió los ojos. Su piel estaba cubierta de escalofríos, bañada en la luminosidad de las estrellas y de la luna. El lago, el cielo y el bosque eran una acuarela de negros, grises y blancos con toques de prusiano aquí y allá. La oscuridad había devorado cualquier signo de vida, el muelle y el sonido de los animales ausentes del mundo. Al sentarse, hipnotizado por el movimiento de la tinta del lago, un suspiro lo alertó.


La figura de cabellos rubios dormía desnuda a su lado, el oro de las hebras y el rosa pálido de sus labios únicos colores de ese nuevo universo. Ninfa o mancebo, imposible a primera vista era distinguir, aunque no por ello menos quita alientos. La sobrenaturalidad de su belleza era acorde a esa visión de claroscuros, su respiración tan suave que era imposible distinguirla del canto del viento entre las copas de los pinos.


En esa forma, el testigo solo pudo rendirse a la adoración que despertaba en su pecho. De su coronilla a sus pies, de sus labios a las partes delicadas, todo ello probó hasta que el ser y sus quejidos hicieron eco en la noche con el ritmo de las olas golpeando el muelle. Ambrosía brotó de cada parte, dulce mil de los dioses alimento prohibido para un simple ser humano.


Al despertar, la ninfa ahora mancebo parpadeó por el brillo del sol. Su cuerpo de nuevo vestido, cálido entre unos brazos fuertes alrededor de su figura. Piernas entrelazadas, cabellos en una sola melena, los eventos de la noche anterior resurgieron en su mente y colorearon sus mejillas. Hundió el rostro en los pliegos de la camisa contraria, el aroma a cebada, a sudor y a su propio sexo despejándole el dolor de cabeza.

El ritmo de los suaves ronquidos a su espalda era tranquilizador, sincero. Casi tentaba volver a dormirse y esperar, desear, que otra vez el sueño superara la timidez y manos grandes acariciaran su forma como la de un objeto delicado.

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