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03. Bootlicking

Las aves cantaban bajo la luz del sol de media tarde, la gran casa entre los videños como fondo de sus existencias. Llenas de vida, de grandes plumas blancas y negras, se bañaban en las múltiples fuentes de piedra manchada por el paso del tiempo. 

Sus pequeños cuerpos saltaban en las estatuillas llenas de moho, en los bancos de los caminos adoquinados como laberintos en el patio. Comían de los arbustos de moras, de las grandes frambuesas. Alguna incluso robaba pan todavía tibio de la rejilla frente a los hornos de piedra, los nidos en las ramas de los árboles frutales llenos de migas.

 En cuanto agotaban el calor del día, se transformaban en la pesadilla de la servidumbre y buscaban espacio en las vigas de los techos altos, en los recovecos llenos de telarañas. Plumas, excrementos y restos de comida caían sobre los antiguos muebles de madera, las pesadas alfombras, ¡incluso en la cabeza de un sirviente distraído! 

Así que, durante ese verano de plumas y de tardes calurosas, los amos acostumbraron a permanecer en sus habitaciones en cuanto el frío del mar se colaba bajo las rendijas de las puertas. Dentro de esas paredes, cada uno vivía su existencia sin interesarles lo que ocurría en la vida del resto de la familia. El padre en su despacho, la madre en su estudio y el niño, ahora un hombre recién formado, en la salita adjunta a su cuarto.

En las paredes de colores sobrios, decoración mínima pero de gusto, las sombras de dos personas chocaban en la castidad de las cortinas. El más alto de ambos mantenía un férreo agarre de la tela, impidiéndole siquiera un asomo al exterior de sus asuntos personales. Su otra mano mantenía sus dedos clavados en el cuello de la camisa contraria, impidiéndole alejarse más de unos centímetros.

—Mm... nghh...

—Shhh...

—Las paredes son gruesas. Solo bésame. Nadie nos interrumpirá. 

—Carletto, eres tan...

—Silencio. ¿O quieres dormir con las aves?

Estallaron en risas, el chasquido de los besos reanudándose más húmedo, más brusco. Sus dientes chocaban, sus lenguas rozándose al tiempo de sus rodillas. Respiraban el mismo aliento cálido entre suspiros y aspiraciones. Los dedos soltaron la tela y se entrelazaron con la mano de su amante, abrazándose como si estuvieran al borde del abismo y ambos fueran a caer.

 Pese a la brusquedad de sus movimientos, la ternura chispeaba en las miradas que se dedicaron al separarse. El más alto sonrió, sus cabellos tan rubios de un tono anaranjado en la luz tornasol del atardecer. 

Carletto, de cabellos castaños y grandes ojos dorados, buscó su sitio contra su pecho. Ninguno de los dos era un hombre delgado o débil, pero siempre se sentía delicado cuando aferraba el cuerpo de su amante y sentía la fuerza contenida de esos músculos. Suspiró, su presencia relajando las barreras que acostumbraba a tener levantadas.

—Carletto... ¿Estás seguro de qué quieres hacer esto?

Asintió sin alejarse, sus dedos largos de artista ya jugando con la hebilla del pantalón ajeno. Entreabrió apenas los ojos, el líquido de oro en su iris igual al fuego de su sonrisa.

—Si. Lo prometiste, así que hasta el final ¿O tienes dudas sobre mi propio compromiso contigo?

—Claro que no, pero... Son tus padres.

—¿Ahora tienes moralidad? Prometiste seguir mis instrucciones sin chistar.

Carletto soltó un bufido, su sonrisa torcida al poner distancia entre ambos y sentarse en el bordillo de la ventana. Ojos verdes siguieron su movimiento, sin brillo iguales a los de un muerto. Ubicó su lugar a los pies del amo de la casa, una rodilla en el suelo y otra flexionada contra su pecho. En su reverencia, besó las yemas que colgaban con desgana.

—... Sí, lo prometí y lo voy a cumplir. —La cabellera era del mismo tono cremoso de los querubines de las iglesias, pero la sombra sobre su mirada era igual a la de los demonios—. Solo ámame como ahora, como siempre, y eliminaré cualquier obstáculo a tu paso. Cada instrucción seguiré al pie de la letra.

Carletto respondió al alzar una de sus botas a la altura de su rostro, obligándolo a observarlo al empujar su barbilla. Su sonrisa era ahora una mueca llena de torceduras y de segundas intenciones. El esclavo de sus deseos se estremeció, inseguro si de gusto o de miedo. O una combinación de ambos.

—Lame mi bota. Y luego, esta noche, asesina a mis padres. Hazme libre.

De inmediato, el hombre llevó la boca entreabierta a la punta brillante y pulida de los botines. Primero tanteó la superficie con la lengua. Apretó la cara en una mueca, sus hombros tensos por la repulsión. ¿Cuántas superficies tocó? ¿Cuántos líquidos salpicaron y yacían secos en el cuero? El asco palideció sus labios y mejillas, pero su aura solo transmitía determinación cuando dio una larga lamida. 

Su cuerpo dejó de estremecerse tras el primer beso, su adoración liberada. Lamió los espacios de la suela, besó y acarició los cordones. Acarició el hueso del tobillo, la forma blanca del calcetín. Su boca subió poco a poco por la pantorrilla, el muslo. Deslizaba su mano por el mismo camino hasta acabar en medio de las piernas. 

En un movimiento, colocó ambas piernas sobre sus hombros y hundió el rostro en el bulto de sus pantalones. La dureza rozaba su mejilla. Mareado, buscó un aliciente a la realidad. Al encontrar otra vez la mirada de su amo y señor, dio una larga aspiración para que su mundo solo oliera, luciera y fuera Carletto. 

Carletto no parpadeó en ningún momento. Alzó otra vez el zapato, ahora espejo. En el rastro húmedo de la bota, al fin se identificó con el monstruo que siempre chispeaba en el retrato de sus antepasados, sus mejillas sonrojadas y su lujuria palpable por el derramamiento de sangre.

Imaginó los cuerpos de sus padres sin vida tirados a los pies de la cama mientras él, libre y rico, satisfacía su propia sed en el cuerpo de su compañero.

Soltó una carcajada, dedos hundidos en la cabellera rubia como un señor con su perro de caza preferido.

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