[Yerno]
Ocho dió un paso en medio del aula y cuando tuvo la mirada de los integrantes frente a sus ojos, se quiso dar media vuelta.
Todavía seguía sin creer que había cambiado al club del manejo de la ira de manera voluntaria.
— Ocho, ¿Quieres decirnos que te hizo querer entrar al club? – Preguntó amable el profesor dándole una palmada en la espalda al pelinegro.
— Yo... – Ocho agachó la mirada.
Entre los integrantes del club se encontraba nada más ni nada menos que la madre de Gumball.
— Respira, tómate tu tiempo. – Alentó nuevamente el profesor.
— Yo hice algo terrible. – Comenzó a narrar. — Solía estar en el club de los rechazados, y... Decidí con mis compañeros hacerle algo cruel a un chico que rechazó nuestra invitación. Ese chico estaba a punto de evitar que lo humillaramos en internet, pero a último segundo lo detuve. Desde ese entonces, la culpa no me deja de carcomer...
Ocho guardó silencio unos segundos, sintiendo que estaba hablando de más.
— Puedes continuar. – El profesor incentivó.
— Yo... Si no me hubiera dejado llevar por la ira que sentía en esos momentos, pude haber intentado hablar con mis amigos y decirles que eso era llevar las cosas demasiado lejos y... No lo sé.
— Tranquilo, nadie aquí va a juzgarte. Entonces, ¿Quieres arreglar las cosas con ese chico que dices?
— Más que arreglar las cosas, quiero disculparme. Pero no sólo con él. – Ocho miró de manera indirecta a Nicole. — Pero... Dudo mucho que me perdonen.
— Te prometo que al final de este curso, podrás al menos intentar. De mientras, toma asiento.
Ocho se sintió incómodo, creyó que se quedó parado por horas al darse cuenta que el único asiento disponible estaba en la esquina donde se hallaba Nicole.
Apretando sus manos, fue a sentarse sin dirigirle la palabra y bajando su mirada al pupitre.
Ocho le tenía bastante aprecio a su madre, era la única que lo cuidaba desde que su difunto padre los dejó. Por eso, para él no había peor blasfemia que meterse u ofender a la madre de otra persona.
Y eso había hecho en su arrebato de ira hacia Gumball. De manera indirecta lastimó a su madre publicando ese vídeo editado y vergonzoso de su propio hijo.
Luego de quince minutos donde Ocho no despegó su vista de la pizarra donde el profesor explicaba un tema, el pelinegro escuchó cómo un papel era depositado en su pupitre.
Cuando miró el papel, vió que estaba doblado, había una nota en ella.
"Te perdono"
Ocho volteó a su compañera de asiento y recibió una mirada comprensiva. El pelinegro apretó el papel en sus temblorosas manos mientras decía "gracias" con sus labios sin emitir sonido.
Había dado el primer paso.
Las semanas fueron pasando y Ocho se encontraba en una nueva rutina en sus sábados.
Las horas en el club de manejo de la ira le hacían sentir en un lugar tranquilo. Claro, no faltaba los días donde ciertos compañeros (o él mismo) perdían los estribos por la impaciencia cuando tocaban temas delicados, pero se sentía menos sólo desde que comenzó a hablar con la madre de Gumball.
Para él, Nicole era alguien genial. Trabajaba, sabía artes marciales, y aún si tenía un espíritu fuerte y dominante, sabía ser cariñosa y amable con los que quería.
Aunque claro, sus problemas de temperamento estaban casi a su mismo nivel.
Había veces donde los dos se aburrían de las largas explicaciones y se ponían a discutir en broma sobre quién ganaría de los dos si estuvieran en una pelea.
Otras veces, Ocho hablaba sobre como su madre estaba orgullosa del progreso que estaba mostrando.
Y Nicole contaba anécdotas graciosas que le ocurrían a su familia a lo largo de la semana. Ocho admitía en silencio que sus historias favoritas eran las que tenían a Gumball de protagonista.
— ¿Y bien, Ocho?, ¿Pudiste hablar con mi hijo hoy?
Oh, ahí estaba la pregunta que le hacía un nudo en el estómago al pelinegro.
— No. Cada vez que quiero acercarme, algo raro ocurre y Gumball pasa de mi existencia, ¡Y ya lo he intentado por más de un mes! Quizás solo deba dejar las cosas en paz y dejarlo así... – Ocho acostó su cabeza en el pupitre, ocultando su cara.
— Cariño, no digas eso. – Nicole colocó una mano en su hombro. — Te aseguro que podrás arreglar las cosas con él, ya le diste suficiente tiempo para que se enfriara la situación, debes seguir adelante.
— Pero, ¿Cómo lo hago? Siempre está hablando con alguien en la escuela, y cuando intento saludarle me evita.
— Quizás necesitas buscar un lugar que no sea la escuela para tratar de hablar con él. Cómo nuestra casa.
Ocho levantó la mirada del pupitre viendo sin creer a la madre de Gumball.
— ¿De verdad?, ¿Me dejaría ir a su casa para disculparme?
— Claro. – Nicole sonrió. — Y no te preocupes, voy a asegurarme de que Gumball no escape.
Ocho jaló su asiento a unos centímetros del pupitre de Nicole para darle un rápido abrazo.
— ¡En serio, muchas gracias!
— Disculpen, ¿Todo bien allá atrás? – El profesor habló llamando la atención.
Ocho se separó de inmediato con la cara roja y agachando la mirada, eso había sido vergonzoso.
— ¡¿Y que si está pasando algo?!, ¿¡No tienes que dar una clase?! – Nicole gritó con el puño en alto, haciendo que el profesor se encogiera del miedo.
Ocho alcanzó a soltar una pequeña risa. De verdad, Nicole era asombrosa.
— ¿Y cuando podría ir a su casa? – Ocho murmuró.
— ¿Qué te parece hoy mismo, después de esta clase?
Ocho quedó en silencio. Esperaba tener tiempo para prepararse en una semana o dos.
Quizás no estaba listo.
Cuando la familia Watterson (a excepción de Gumball, porque no tenía club), se reunió en los pasillos para irse a casa, casi todos se sorprendieron de que Nicole estuviera acompañada de Ocho.
El pelinegro recibió la mirada de miedo del padre Watterson y las miradas de decepción de los hijos.
Nicole tuvo que darle un empujón a Ocho para que se acercara y pudiera hablar.
El pelinegro dió una disculpa profunda. Manteniendo la frente en alto y aceptando su parte de responsabilidad por haber ayudado al club de los rechazados. Aclaró que, apenas pudiera disculparse con Gumball, dejaría la casa y no los volvería a molestar si eso querían.
La disculpa duró unos largos cinco minutos. El primero en acercarse fue Darwin, diciendo que fue valiente al ser el único en disculparse del extinto club de los rechazados. Luego fue el padre de Gumball, quién dió un abrazo rápido (y aplastante) al pequeño Ocho. Y al final estuvo Anaís, que estaba cruzada de brazos y con sus orejas agachadas.
— Sigo sin perdonar lo que hiciste, pero no soy Gumball. Te aconsejo que tengas lista una disculpa más corta si no quieres que se aburra.
Ocho lo aceptó. Era obvio que no recibiría el perdón de todos tan rápido. Pero era suficiente.
Estando en el auto de los Watterson, el ambiente se volvió más ameno y fácil para platicar. La media hora de viaje se había sentido veloz para Ocho. Estuvo compartiendo bromas con Darwin y el padre de Gumball, y teniendo pequeñas platicas con Anaís con respecto a informática.
Al final lo que necesitó para ganarse el perdón de la hermana menor fue prometerle que le enseñaría lo que sabía sobre fuentes y códigos de información al momento de hackear una página.
Cuando el auto se detuvo, todas las risas se esfumaron en Ocho para ser remplazadas por una sensación de sequedad en su garganta. Habían llegado a la casa.
Cómo estaba en el asiento trasero, entre Anaís y Darwin, salió apenas la niña saltó del auto y Darwin le dió una palmada en la espalda. A este punto, se había vuelto su manera para calmar sus nervios.
Ocho salió del coche para caminar a la entrada y esperar a que Nicole abriera la puerta. Notó que las luces estaban encendidas, pero las cortinas estaban cerradas. Se preguntó cuál iba a ser la reacción de Gumball apenas lo viera.
— Ya llega... – Nicole no pudo terminar de hablar ya que vió a su hijo en el sofá.
Ocho se acercó y vió a Gumball dormido. Estaba con la boca abierta, el suéter levantado hasta arriba del estómago, las piernas abiertas y con un brazo colgando del sofá mientras con el otro abrazaba protectoramente el control remoto. La televisión cerca de él estaba encendida y solo se veían unos créditos pasar a lo largo de la pantalla.
Ocho dió un trago seco y forzado, algo dentro de él se revolcó ante la escena.
¿En qué momento Gumball se había vuelto tan lindo?
— ¿Deberíamos despertarlo? – Preguntó Richard picando la mejilla de su hijo.
— Déjamelo a mi. – Habló Nicole. — Niños, ¿Sabían que conseguí boletos para Daisylandia?
— ¿¡Daisylandia!? – Gumball despertó de golpe, sentándose de rodillas en el sofá, volteando a ambos lados para ver los dichosos boletos.
La sonrisa de Gumball se fue apenas vió a toda su familia junta y con un invitado extra.
— ¿Ocho?, ¿Pero qué...?
— Sé que tienes muchas dudas hijo, pero ¿Porqué no vas a tu cuarto y platicas con él para que te explique?
— Mamá, ¿Qué no recuerdas que él...? – Gumball no pudo evitar murmurar entre dientes.
— Si, todos los sabemos hijo. Pero al menos trata de darle una oportunidad.
— Pero...
— Gumball. – La madre Watterson presionó.
El chico gato suspiró rendido. Caminó hacia las escaleras sin esperar a Ocho y entró a su habitación.
— Puede que esto haya sido mala idea. – Ocho habló finalmente.
— Se le pasará pronto. – Nicole se hizo a un lado. — Ahora ve, Gumball te espera.
Ocho asintió antes de ir corriendo a las escaleras. Observó los cuartos cerrados hasta que encontró una puerta abierta que dejaba ver luz.
Gumball estaba sentado en la cama, balanceando sus pies en el borde, su cola se movía pausadamente entre las sábanas y tenía la mirada agachada.
Ocho dió un respiro profundo antes de entrar.
— Hola Gumball.
El peliazul gritó del susto.
— Espera, ¡¿Puedes hablar?!
— Claro que puedo hablar. – Ocho miró confundido a Gumball. — ¿Qué pensabas?
— No lo sé, es la primera vez que te oigo hablar. Se siente raro...
— ¿Tiene algo de malo mi voz?
— ¡No, no, no! ¡Tu voz es excelente, me gusta! – Gumball entró en pánico.
— Si no tuviera voz, ¿Cómo podría disculparme? – Ocho se cruzó de brazos.
— ¿Cómo que disculpa? – La voz de Gumball se suavizó.
— Bueno, yo... Venía a disculparme por lo que sucedió con... Ya sabes, todo el asunto del club de los rechazados.
Ocho quiso golpearse por ese intento de disculpa. ¿Qué había sido eso?
¡Había ensayado tantas veces ese momento y lo tiró a la basura!
— ¡Oh, te refieres a eso! – Gumball se acordó. — Eh, no te preocupes. Casi nadie vió el vídeo.
— ¿Qué? – El pelinegro preguntó sin entender. — ¡Pero lo mandamos a los correos de toda la escuela!
— Viejo, seamos honestos. Casi nadie ve los correos escolares, ni siquiera los profesores. La mayoría del tiempo solo mandan spam de volantes y anuncios que a nadie le importa.
— Entonces... ¿Nadie lo vio?
— Bueno, hubo una que otra persona que lo vió. Pero no se creyeron la edición y lo eliminaron.
— ¡Pero nos aseguramos de que el modelo se pareciera a ti!
— ¡Lo sé, hasta yo quedé sorprendido!, Incluso me culparon a mi. Preguntaron si yo había subido ese vídeo para llamar la atención, ¿Puedes creerlo? – Gumball se cruzó de piernas y brazos de manera indignada.
— Así que hasta el final, el último plan del club de los rechazados fue un fracaso... – Ocho tenía sentimientos encontrados.
Por un lado, le alegraba saber que la reputación de Gumball no se arruinó, pero por otro, todo ese esfuerzo que dió al final con su equipo de marginados, había sido en vano.
— ¿A qué te refieres?, ¿Ya no estás en el club?
— No. Desmantelamos el grupo. Uno se fue al club de rol mágico, otro se fue a nado sincronizado, hasta Boberto me preguntó si quería unirme al club de Física, pero rechacé.
— Entonces, ¿Ya no estás en un club?
— Sobre eso... Estoy en el club de manejo de la ira.
— Espera un segundo. – Gumball entrecerró sus ojos. — Conozco ese club... ¡El profesor Pequeño da clases ahí!
— Ajá... ¿Algo más? – Ocho siguió esperando.
Gumball se frotó el mentón con la mano.
— Ahora que lo mencionas... No, no se me ocurre nada.
Ocho quería ahorcar a Gumball, pero tomó un profundo respiro antes de perder la cabeza.
Quizás las clases del club fueron creadas para tener paciencia ante la lentitud de Gumball.
O a Gumball en general.
— Tu mamá está en el club. – Ocho soltó secamente.
Gumball jadeó sorprendido, juntando finalmente las piezas enormes de rompecabezas en su cerebro.
— ¡Así que por eso venías con mamá!
— No puede ser...
— ¿Qué?
— No. No es nada. No es nada. – Ocho se repitió para sí mismo. — Lo único que quería era disculparme, incluso si ahora sé que nada de lo que hizo el club valió la pena... Te hicimos daño, Gumball. Yo te hice daño. Y estoy arrepentido por lo que hice. Espero que alguna vez me perdones. Y si no puedes, lo comprendo totalmente.
Gumball se quedó callado ante la disculpa. Ver a Ocho abriéndose de aquella manera hacia él, era algo nuevo.
Aunque seguía siendo más sorprendente para él que pudiera hablar.
— Solo te perdonaré si te disculpas por algo en específico. – Gumball habló luego de un silencio largo.
— ¿Sobre qué?
— Cuando estaban subiendo el vídeo y traté de detenerlos, a último segundo me saltaste encima. Estabas tan cerca mío que sentí cómo me respirabas el cabello. – El peliazul apretó sus manos encima de sus piernas avergonzado.
Ocho, en cambio, sintió un bochorno por haber recordado eso. Cada vez que se encuentra en un estado intenso, no se da cuenta de sus acciones hasta tiempo después. Cómo odiaba que ese momento había llegado.
— ¡Oh, Santo cielo, de verdad lamento eso!, ¡Te juro que actúe sin pensar en ese momento! – Ocho comenzó a lanzar disculpas de izquierda a derecha, quedando más rojo por la falta de aire cuando hablaba.
Gumball sonrió, no pudo evitar reírse, haciendo que la lluvia de disculpas se detuviera. Ocho trató de respirar nuevamente, solo escuchando cómo el peliazul seguía riendo mientras se acostaba en la cama para apretarse el estómago.
La risa de Gumball no lo ofendía, pero le hacía sentir extraño.
— Entonces... ¿Me perdonas?
Gumball dejó de reír paulatinamente, todavía con una sonrisa decorando sus labios y un leve rubor en las mejillas.
— Claro. Solo promete que me harás compañía los sábados. Es algo aburrido quedarme en casa mientras todos están en sus clubes.
— Pero... – Ocho quería recordarle a Gumball que el sí tenía un club. Pero la mirada irresistible del chico gato había hecho que no lo pensara mucho. — ¡Por supuesto, sí, me encantaría!
— Perfecto. – Gumball murmuró entre un bostezo. — Si quieres, el lunes podemos platicar sobre qué podríamos hacer.
— Claro... – Ocho mencionó también. Podía apreciar cómo poco a poco Gumball entrecerraba sus ojos, tratando de quedarse despierto. — ¿Te importa si me acuesto con...?
Ocho no terminó su oración porque cayó en cuenta de qué diablos estaba preguntando. Se mordió la lengua antes de que se le ocurriera seguir hablando.
— Sí, lo que digas... – Gumball volvió a hablar somnoliento, movió su cuerpo unos centímetros, acostándose de lado, esperando a que el peso de Ocho hundiera el colchón.
Ocho miró de manera inconsciente la puerta. Sentía que no debía abusar de la amabilidad de los Watterson quedándose a dormir y molestándolos más de lo que había hecho.
Sentía que era más que suficiente que Gumball lo hubiera perdonado.
Pero aún con todo eso, el sentimiento más fuerte en su interior, lo jalaba a inclinarse a su egoísmo para quedarse con Gumball.
— Bien, solo será un minuto. – Ocho habló a lo bajo, sabiendo que el chico gato no lo escucharía.
El pelinegro tomó lugar en la cama, quedando frente a frente con Gumball. El peliazul estaba pacíficamente en el séptimo sueño nuevamente.
Ocho movió con suavidad los mechones de cabello que estorbaban la cara de Gumball, rosando levemente las mejillas con el dorso de su mano. Un cosquilleo a través de esa mano lo cubrió por completo.
Ocho trataba de convencerse de que eran los nervios de tener un nuevo amigo.
Y como el buen amigo que era, se quedó dormido a lado de Gumball, luego de admirarlo en silencio por varios minutos.
Nicole entró a la habitación en silencio, miró a los dos chicos durmiendo en la misma cama, estaban rosando la punta de sus manos y tenían una cara pacífica.
La madre Watterson pensaba despertarlos para preguntarles si querían cenar algo, pero no tuvo el corazón de molestarlos.
Mucho menos porque escuchó toda la conversación.
Había hecho una buena elección con Ocho.
Le gustaba para el futuro de su hijo.
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