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[Manejo de la ira]

El señor Pequeño es conocido por ser alguien relajado que siempre trata de ver el lado positivo de las cosas, pero hasta él sabía que tener a Ocho en sus sesiones de terapia (impuestas por el director, debido a las múltiples quejas de profesores y alumnos), era un total reto.

Y más cuando Ocho se veía totalmente desinteresado. Y ese día, era uno de varios.

— ¿Tienes alguna duda? – Trato de ser amable el profesor guardando una cartulina que utilizó para su exposición.

— ¿Puedo irme ya? – Ocho estaba cruzado de brazos, su mirada apática no había cambiado en las dos horas de sesión.

— Adelante... – El señor Pequeño hizo un ademán para señalar la puerta. — ¡Pero antes de que te vayas, tengo una propuesta para ti!

— No me interesa, gracias. – Ocho siguió su camino hacia la puerta, pero el profesor de pelos blancos y esponjados se interpuso.

— Por favor, al menos escucha. – El señor Pequeño inhaló antes de hablar. — Quisiera proponerte un reto, algo divertido que te incentive a ser mejor persona.

— No me dejara ir hasta que lo escuche, ¿Verdad?

— No.

Ocho suspiró mientras se frotaba la cara con su mano.

— Continúe.

— Estoy dispuesto a meterme en problemas por está decisión pero, en vista de que necesitas poner en práctica lo que hemos estado hablando en las últimas sesiones sobre encontrar tu paz interior alrededor de otros, lo haré. – El peliblanco puso una mano en el hombro de Ocho. — Mira, si llegas a pasar 24 horas con un compañero de tu salón sin enojarte, sin destruir propiedad ajena y sin amenazar de muerte a alguien, te dejaré faltar por el resto del mes a las sesiones.

— ¿Solo un día?, ¿No está bromeando? – Ocho entrecerró los ojos por lo bien que sonaba ese trato.

— Por mi honor de consejero estudiantil, te juro que cumpliré mi palabra si llegas a lograrlo. – El mayor alzó su mano en forma de promesa. — Pero para asegurar que en verdad estuviste con alguien, debes traer pruebas. Pueden tomarse fotos, o incluso grabar un vídeo de un minuto donde tu compañero explique que hicieron a lo largo del día.

Ocho exhaló molesto por esa parte. Sabía que no sería fácil.

Pero era mejor que aguantar las cintas vhs de baja calidad y las cartulinas que hablaban sobre el autocontrol.

— Lo haré. En este punto, ya no necesito estás estúpidas sesiones.

Alumno y maestro se tomaron de la mano para sellar el trato, ¿Qué tan difícil podía ser?





"Okey, quizás esto era un poco difícil"

A Ocho se le olvidó que su reputación seguía en pie. Una reputación tan aterradora que hacía a sus compañeros correr apenas se acercaba.

Intentó al principio con Terry, pero la chica fóbica a los gérmenes se fue a encerrar en la enfermería apenas lo vió.

Intentó con Tobias, quién estaba a punto de aceptar, pero mientras hablaban en el patio, una pelota le golpeó en la cabeza y fue forzado a irse temprano a casa.

Intentó con Molly... Sí, no estaba tan desesperado. Ni siquiera lo intentó.

Y los pocos alumnos que se quedaron en el salón en la hora del receso, pasaron de él.

Se supone el chiste de la actividad era encontrar paz alrededor de la gente, pero ¿Cómo podía hacerlo si la gente no se dejaba acercar?

Estaba comenzando a hartarse. Peor aún, estaba molesto.

Rendido, decidió ir nuevamente al patio para sentarse en una de las bancas y ver quién podía ser un buen candidato. No pensaba desperdiciar esa oportunidad para dejar esas absurdas sesiones de terapia, ¡El problema no era él, era el resto de la gente que era muy idiota y lo hacían perder la cabeza fácilmente!

"¿Y si soborno a alguien?
No. No creo que haya alguien tan desesperado por dinero como para pasar tiempo conmigo. Ya lo confirmé"

Ocho suspiró mientras agachaba la cabeza, ¿Qué iba a hacer? Tampoco podía pedir que un alma caritativa le cayera del cielo.

— ¡Ya lo tengo, ya lo tengo! – Una voz llamó la atención de Ocho.

Frente a él, Gumball, Darwin y Banana Joe estaban jugando con una pelota de plástico. Miró con cierta envidia esa escena.

Se quedó viendo a los chicos que ignoraban su existencia, hasta que Banana Joe, en medio de su juego, decidió lanzar la pelota lo más alto que pudo para que Gumball fuera cegado por el sol cuando alzara la mirada.

Por desgracia, había funcionado. El peliazul, en su intento de atrapar la pelota, retrocedía sin mirar sus pasos.

Y esos pasos lo hicieron caer encima de Ocho.

El pelinegro no tuvo tiempo de reaccionar. Cuando abrió sus ojos, solo podía ver la espalda de Gumball.

Gumball soltó un quejido de dolor mientras sentía la bola de plástico golpearle en la frente. Le costó un par de segundos darse cuenta quien había amortiguado su caída.

— ¡Lo siento, lo siento, lo siento, no sabía que la pelota iba hacia a ti! – El chico gato entró en pánico quitándose de encima y tomando la mano de Ocho para ayudarlo a levantarse.

El pelinegro sintió la mano áspera y algo sudada de Gumball jalarlo, en cualquier otra situación ni siquiera hubiera aceptado la ayuda, pero la calidez contraria era indescriptiblemente cómoda.

Por inercia, Ocho terminó acostando su cabeza en el pecho del peliazul. Ahora ese agradable calor no se limitaba a su mano, también se extendía por el resto de su cuerpo. Podía escuchar los latidos frenéticos y nerviosos de Gumball retumbando en el pecho.

"¿Yo provoqué eso?"

— Uh... ¿Ocho? – La voz temblorosa del chico gato hizo que alzara la mirada. Desde sus ojos, Gumball se veía lindo con las orejas agachadas y sus mejillas rojas.

¿Había mencionado además el olor a pasto mojado y moras azules que lo deleitaba?

Juraba que su corazón estaba latiendo con la misma intensidad que el de Gumball. Y aún así, estaba en calma.

Toda la molestia que acumuló a lo largo del día se disipó. Quería seguir sintiéndose así.

— Gumball, ven conmigo. – Habló Ocho después de separarse unos centímetros del pecho ajeno.

— ¿Qué? Pero, estoy jugando con Darwin y... – El peliazul se tragó sus palabras al sentir la mirada oscura y penetrante de Ocho conectarse con la suya. Solo pudo sonreír incómodo. — ¿Sabes qué?, ¡Creo que lo entenderán!

— Excelente. – Sin soltar sus manos, Ocho llevó a Gumball de regreso al interior de la escuela.

Aún si su cara no lo expresaba, sentía cierto regocijo al saber que Gumball eligió quedarse con él en vez de sus amigos.

Estaba de regreso en la apuesta.







Para la pena de Ocho, tuvo que separar sus manos con Gumball cuando el receso terminó. Pero eso no le impidió pedirle que se sentaran en las sillas del fondo del salón para seguir juntos. Gumball aceptó con nervios, pero Ocho no tardó en aclarar que no lo molestaría.

A los cinco minutos, el peliazul estaba con semblante cansado por escuchar hablar a la señorita Simian.

Ocho no lo había notado antes, pero Gumball tenía la manía de morder su lápiz cada vez que no entendía un problema de matemáticas, le gustaba girar ese mismo lápiz como si fuese una hélice de helicóptero cuando se aburría, y acostaba su cabeza en el pupitre junto con sus brazos (cómo el felino que era) cuando amenazaba con dormirse en la clase.

Y así ocurrió, luego de dos horas, Gumball se quedó dormido y desparramado en su asiento.

— No te preocupes, siempre hace eso cuando toca historia. – Habló Sara en el asiento del frente, ocultando su cara con un libro de la misma materia.

— ¿Y tú como sabes?

La chica rubia solo sonrió aguantando una risa morbosa antes de regresar su mirada al frente.

"Eso fue raro"

Ocho miró lo pacífico que era Gumball con los ojos cerrados. Una extraña urgencia de tocarlo se hizo presente en su interior. El cabello peliazul era un desastre, pero al mismo tiempo se veía suave.

Miró al frente para ver si la señorita Simian estaba cerca, pero se alivió al ver que se había quedado dormida también en su propia explicación.

Con más confianza, pasó sus dedos por el cabello de Gumball, en efecto, era bastante suave. Tan suave, que no se limitó con sus dedos y toda su mano comenzó a acariciar la melena peliazul de manera pausada.

Podía haber un escándalo alrededor suyo en esos momentos, y no se daría cuenta por lo distraído que estaba con Gumball y los ronroneos que comenzaba a soltar de manera involuntaria.

"Ojalá esto fuera eterno"

El cerebro del pelinegro reaccionó con ese pensamiento instantáneo. Debía tomar una foto.

Sin quitar una de sus manos, Ocho alcanzó su celular y le dió leves golpes en el hombro con éste a su compañera rubia.

— Oye, ¿Puedes hacerme un favor?

Ni siquiera tuvo que terminar su frase ya que Sara le había arrebatado el celular para tomar 20 fotos hacia él y Gumball. Al terminar la ráfaga de fotos, la chica regresó el celular como si nada.

— La foto número 15 es la más decente. Solo pido a cambio que me des una copia para mi base de datos personal. – Sara murmuró.

— Uh... ¿Gracias? – Ocho contestó a lo bajo mirando nuevamente su celular.

Todas las fotos se veían excelentes, casi exactas, ¿Tenían una diferencia?

Igualmente iba a quedarse con todas la fotos.





Al terminar las clases, Ocho se había dado cuenta de un enorme problema. No tenía un plan para pasar 24 horas con Gumball. No sabía qué lugares le gustaba, cuáles eran sus pasatiempos y ni siquiera sabía cómo preguntarle.

El siempre detestó ser alguien empalagoso. Por ello estaba contra la espalda y la pared, ¿Cómo le pedía quedarse con el sin que sonase extraño?

Nuevamente, una molestia comenzó a crecer dentro de su pecho.

— O-Ocho, me estás lastimando la mano... – Gumball habló entre dientes.

El pelinegro reaccionó y miró a su compañero. Olvidó que, apenas saliendo del salón, le pidió que volvieran a juntar manos, y accidentalmente le estaba apretando la mano con mucha fuerza.

— ¡Lo siento! Me perdí por un momento. – Ocho tosió falsamente. — ¿Qué harás ahora?

— Pues... Tenía planeado hacer un maratón de películas con Darwin después de clases, pero canceló a último segundo por estar con Alan. – Gumball apretó su otra mano en un puño mientras miraba amenazante al chico santo pasar por los pasillos. — Así que, no tengo nada.

— ¿Tienes algo contra Alan?

— Oh, no, para nada. Solo es tan perfecto que me hace sentir mal conmigo mismo, y eso hace que solo quiera que sufra de una manera dolorosa para que se le quite esa estúpida sonrisa y aprenda lo horrible que es ser un mortal.

Ocho miró sorprendido al peliazul por esa declaración.
Al parecer Gumball sabía también cómo ser intenso.

— Entonces... ¿Qué te parece si hago el maratón de películas contigo? Así le demostraras a Darwin que cometió un error al haber cancelado planes contigo por haberse dejado cegar por Alan.

— ¿Cómo un plan de venganza? – Gumball jadeó emocionado juntando ahora sus dos manos a Ocho.

— Podrías llamarlo así. – Ocho sonrió. — De paso, podemos tomar fotos para restregarselo en su cara.

— ¡Eres un genio! – Gumball no aguantó la urgencia de abrazar al pelinegro.

Ocho se preguntaba en medio del abrazo si era normal que, entre amigos, tuviera la necesidad de ir más lejos.

"Nos tomamos de las manos, toque su cabello mientras dormía y ahora estamos compartiendo un abrazo, ¿Qué más lejos podía llegar?"

— Perdón, no sabía que te estaba asfixiando. – Gumball se separó incómodo del abrazo tomando de los hombros a Ocho.

— N-No, estoy bien, estoy bien.

— Claro que no, estás muy rojo de la cara. Avisa a la próxima cuando te estés quedando sin aire. No quisiera matarte antes de terminar nuestro plan. – Gumball bromeó caminando a la salida de la escuela.

Ocho tocó su mejilla con una mano, ciertamente estaba caliente.

Pero no lo odiaba.

En las largas horas donde Gumball estuvo arrastrando a Ocho por todo el centro comercial, el pelinegro no paraba de tomar fotos junto a su amigo con la excusa de que era parte del plan. Pero, en el fondo, solo quería hacerlo. Quería que esos momentos donde Gumball le sonreía solo a él duraran para siempre.

Tomó fotos donde estaban en el supermercado buscando botanas y discutiendo sobre qué bolsa de frituras era superior.

Y otras donde Gumball navegaba por los pasillos estando dentro del carrito de compras.

Y una más donde el policía que vigilaba el supermercado los perseguía.

También tomó fotos estando en la tienda de Larry para rentar los discos. Los dos se la pasaron una hora en una larga fila y estuvieron tomando foto a los títulos de las películas en los estantes, pero colocando su mano en medio de los títulos para que se leyera otra cosa.

Y para terminar su día en el centro comercial, Ocho invitó a Gumball a comer unas hamburguesas y aprovecharon para tomarse más fotos donde simplemente estaban riendo o jugando a duelos de espadas con las papas fritas.

Ocho no sabía que se estaba perdiendo de tanto al pasar tiempo con Gumball, se estaba divirtiendo como nunca y no había tenido la necesidad de golpear algo en toda la tarde. Estaba haciendo progreso.

Lo único que podía arruinarle el buen humor era que alguien intentara molestarlo en su salida con Gumball.

Y eso ocurrió.

Fue tan fugaz que hasta él tardó en reaccionar cómo había ocurrido.

Estaban en la salida del centro comercial. Estaba ayudando a Gumball a cargar las cosas que estuvieron comprando. Pero al doblar un esquina, todo se fue al carajo.

Los bravucones con los que solía pelear Ocho todo el tiempo en la escuela se le quedaron viendo. Peor aún, voltearon sus miradas a Gumball.

Obviamente empezó a recibir reclamos de esos mismos matones, diciendo que se había ablandado, que se volvió un cobarde desde que lo mandaron a las sesiones de terapia, y que ya no podían respetarlo como antes.

Ocho recuerda haber inhalado y exhalado para ignorarlos. No necesitaba eso, no cuando lo estaba haciendo tan bien. Pero no pudo contenerse cuando comenzaron a hablar mal de Gumball.

Solo bastó que uno de esos idiotas se acercara al espacio personal del chico gato para que Ocho le rompiera la nariz. Luego le lanzó las bolsas de cosas a Gumball mientras pedía que huyera.

Y no se detuvo ahí.

Aún si eran cuatro, Ocho les ganó fácilmente, dando golpes feroces que les aseguraba a los matones unas facturas de huesos largas y muchos moretones. Y en las pocas veces que él recibía daño, seguía golpeando como si apenas lo hubiesen tocado.

Por suerte, el mismo guardia que estaba vigilando el supermercado de la entrada fue a detener la pelea y llamó la atención de los bravucones diciendo que vió todo de lejos.

Dejaron libre a Ocho al reconocer que solo se estaba defendiendo y con Gumball dando testimonio de lo sucedido.

Llegaron cerca del anochecer a la casa Watterson, pero el ambiente se había arruinado. Ocho se sentía culpable por hacer que su amigo lo viera en ese estado.

Y Gumball decidió seguir el silencio para no molestarlo. Pero no pudieron continuar así cuando Nicole los vió y encontró que Ocho estaba herido.

Cómo era de esperarse, Nicole atendió las heridas del pelinegro en la sala, preguntándole que había pasado. Gumball lo estuvo acompañando en silencio porqué sabía que si intentaba huir, su mamá lo obligaría a quedarse.

Ocho dió una larga e incómoda explicación, queriendo que la tierra se lo tragase cada vez que entraba en detalle de lo que había hecho para defender a Gumball mientras éste se ocultaba en una esquina asustado.

Lo que no esperó Ocho, fue que la mamá de Gumball lo comprendiera.

— Cariño, hay veces donde no tendrás opción y tendrás que defenderte. Y eso está bien. Claro, siempre hay que buscar primero una opción donde se pueda dialogar y resolver el conflicto sin lastimar a nadie. Pero en este tipo de situaciones, me alegra que hayas defendido a mi hijo dándole una paliza a esos buenos para nada.

— Mamá... – Gumball murmuró avergonzado.

— Tu no digas nada jovencito, sigo sin creer que en una pelea de dos contra cuatro dejaste que tu amigo cargara con la pelea.

— ¡Pero esos tipos eran enormes!

— Gumball, esto va a dañar mi orgullo, pero incluso yo siendo un enano, pude con ellos. – Ocho argumentó.

— Exacto, ¿Dónde quedaron esas clases de defensa personal que te enseñé? – Nicole se cruzó de brazos.

— Mamá, si utilizara las técnicas de defensa que me enseñaste, sería buscado por al menos veinte países.

— ¡Eso no es cierto!, Sabes muy bien que en Rusia todavía es legal.

Ocho miró con gracia la pequeña discusión. Mientras más escuchaba, menos atención le prestaba a los moretones que tenía.

Al final el maratón de películas terminó cancelada, pero tuvo un mejor premio. Quedarse a dormir en el cuarto de Gumball.

Lo único que tuvo que hacer fue decirle a su madre que estaba bien y que se quedaría con Gumball en la noche. Obviamente evitando mencionar la pelea.

Y como el mundo se sentía arrepentido, Ocho tuvo la dicha de dormir en la misma cama con Gumball, con la excusa de que necesitaba reposar sus heridas.

Igualmente, Gumball no se negó y se acurrucó a su lado.

El día siguiente había llegado, y si no fuera porque Nicole le recordó, Ocho hubiera olvidado pedir la mitad de las fotos que tomó Gumball ayer.

Fue una oportunidad tan buena que terminó cambiando números celulares con el chico gato.

Cuando llegaron a la escuela juntos, las miradas se posaron en Ocho por cómo se veía. Pero por primera vez, a Ocho le dió igual lo que pensarán los demás.

Solo tomó de la mano a Gumball hasta que llegaron al salón del señor Pequeño.

Iba a necesitar un testigo para explicar porque se veía tan golpeado.

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