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8

Los acordes de la guitarra sonaban con suavidad en medio de la solitaria sala de música, la calma de la dulce melodía era acentuada por los colores anaranjados y ocres que se filtraban por los enormes ventanales de la sala y hacían brillar todo con un filtro de nostalgia.

Aida tocaba su instrumento con los ojos cerrados, sintiendo cada nota sobre sí misma, completamente ensimismada en la música y ajena a los ojos curiosos de Meera, su única espectadora.

— Tocas muy bien. –mencionó la castaña cuando la canción terminó.

— Gracias. –la contraria sonrió, dejando de tocar para ahora dedicarse a afinar las cuerdas de la guitarra.

— ¿Quién te enseñó?

— Mi papá. –una sonrisa se formó instantáneamente en los labios de Aida — Nos solía tocar canciones a mi mamá y a mí cuando yo era niña, él me enseñó a tocar cuando era muy joven, y de ahí yo comencé a tocar por mi cuenta.

— Tú papá suena como un buen hombre. –Meera no puedo evitar sonreír al igual que la rubia.

— Sí. –la rubia suspiró con nostalgia mientras acomodaba la guitarra de nuevo para seguir tocando. – Lo era.
La sonrisa de la castaña se desvaneció casi al instante, sintiéndose incómoda de un momento a otro.

— Lo siento. –fue lo único que atinó a decir.

— No te preocupes, fue hace años. –la ojinegra le quitó interés al asunto mientras seguía tocando.

Un silencio algo incómodo se hizo presente en la sala, tal parecía que el sonido melódico de la guitarra era ya insuficiente para lidiar con la tensión entre ambas chicas.

— ¿Por qué estás aquí? –preguntó Meera con el único propósito de disipar el silencio, ganándose la atenta mirada de la rubia.

— Tengo anorexia nerviosa del tipo…

— No me refería a eso. –interrumpió abruptamente — ¿Por qué estás aquí? Tu detonante.

Aida bajó la vista hacia las cuerdas de la guitarra, mordiendo su labio inferior casi al instante, sintiendo la pesada mirada de aquellos ojos grises sobre ella y confirmando que era mejor ser la observadora que la observada.

— Antes de venir aquí yo iba a una escuela especial, una academia de baile muy prestigiosa internacionalmente. –la rubia comenzó a relatar sin dejar de tocar su instrumento, dando un aire nostálgico al ambiente — No era un lugar al que ibas por un hobby o alguna actividad para hacer por las tardes. Ahí iba gente completamente comprometida con el baile, gente que quería hacer de la danza su trabajo. Yo incluida. –la emoción de Aida se iba haciendo notar en la manera en que contaba los hechos, todo gracias a los bellos recuerdos que le venían a la mente — Siempre me gustó bailar, la sensación que tenía al moverme al ritmo de la música era como si mi cuerpo pudiera absorber el sonido, el terminar agotada luego de darlo todo, sentir que solo era yo y la melodía fluyendo a través de mí. Bailar sobre un escenario como si no existiera nada más y al terminar escuchar los aplausos de la gente, gritando mi nombre, vueltos locos por mi actuación. – a Aida en verdad le hubiera gustado mantener su sonrisa durante más tiempo, pero los recuerdos comenzaron a volverse menos animosos — Pero luego venía el tras bambalinas.

— ¿El tras bambalinas? –repitió la castaña.

— “Lo hiciste excelente, Aida, lástima que ese leotardo te hiciera ver como una salchicha”, “necesitas bajar de peso, nadie quiere ver una gorda en el escenario”, “deja de comer, pareces una vaca”, “o bajas de peso o pierdes tu solo”, “si no puedes mantener el peso de una bailarina entonces está claro que no quieres ser una” —la rubia fue variando sus tonos de voz, de agudo a grave, burlones y estrictos, recordando los insultos y regaños que sus compañeras y profesores le repetían constantemente — Me harté de que me llamaran gorda, así que comencé una dieta tras otra, aumenté las horas de ejercicio, comencé a contar calorías. Antes de darme cuenta, pase de comer poco a no comer nada. Aprovechaba que mi mamá trabajaba todo el día y tiraba la comida que me dejaba preparada, iba a la escuela muy temprano en la mañana y usaba el gimnasio antes de que tuviera que practicar y volvía a hacer ejercicio antes de irme a casa, usaba sudaderas y pantalones anchos todo el tiempo, así conseguía que mi mamá no se diera cuenta de que estaba perdiendo peso. No sé cuánto tiempo estuve así, pero sin duda fueron varios meses con esa rutina.

— Y te descubrieron por algún descuido. –supuso Meera.

La rubia se carcajeó amargamente ante la predicción de la contraria, ocasionando que esta frunciera el ceño y se cruzara de brazos.

— Hubiera preferido que fuera así, pero no podía ser tan fácil. –Aida agachó la cabeza, sus ojos tristes y su rostro cansado por sus recuerdos — Me desmayé en medio de una práctica de baila. Solo estaba bailando con mis compañeras cuando de repente sentí que todo se movía y ¡pum!, al piso. Me hubiera gustado que se quedara en eso, pero me tuvieron que llevar al hospital porque tuve un paro cardiaco, mi corazón estaba trabajando con lo mínimo y no resistió la actividad física. Luego desperté en el hospital con mi mamá llorando al lado mío mientras el doctor le decía sobre mi condición, y lloró más cuando me negué a comer la comida del hospital. No paraba de decir que me iba a volver una cerda de nuevo, eso le destrozó el corazón a mi mamá, y a mí me destrozó verla llorar.

El silencio incómodo regresó, ninguna de las dos se atrevía a hablar esta vez, simplemente mantenían los ojos apartados la una de la otra, pero al final, fue Aida la que decidió retomar la palabra.

— Quiero salir de aquí y volver a casa con mi mamá. Regresar a la academia a hacer lo que me gusta hacer. Eso me sirve de motivación cada que tengo que volver a comer, cada que debo mirarme al espejo. Pensar que pronto volveré a mi vida normal.

— Volver a tu vida normal. –Meera saboreó las palabras ajenas en su boca, mirando con cierto odio a la contraria hasta que habló exaltadamente — ¿¡Y luego de eso qué!? — la rubia miró a Meera sin entender el veneno de sus palabras — Vas a salir y va a ser igual que antes, o incluso peor. Tus compañeras te van a insultar de nuevo, tus profesores ya no confiaran en ti, tu madre seguirá trabajando todo el día, tu padre va a seguir muerto, ¡todos van a saber que eres una anoréxica que necesita supervisión para no morirse! —la crueldad de las palabras hizo que Aida tensara las cuerdas de la guitarra casi al punto de romperlas, pequeñas lágrimas comenzaban a formarse en sus ojos.

Los ojos grises de Meera reflejaban su molestia, la ira que guardaba en su interior y que, parecía, había estado guardando por un buen tiempo, pero Aida notó algo además de la furia y el rencor. Se percató de lo cristalino de aquellos grises orbes, la forma en que parecían estar a punto de desbordarse al igual que los suyos. Entonces entendió que Meera no estaba hablando desde el enojo, sino desde el miedo. Tenía miedo de que todas sus palabras se cumplieran, pero que la protagonista de las mismas no fuera Aida, sino ella misma.

Aida suspiró y esbozó una pequeña sonrisa que desconcertó por completo a la castaña, para luego, seguir tocando suaves melodías con su guitarra, desviando completamente su atención lejos de Meera.

— Tal pareces que tienes una visión un poco desesperanzadora de todo esto.

— O tal vez tu eres demasiado optimista.

— En cualquiera de los casos, una de las dos está equivocada. –miró directamente a Meera, sin quitar la superficial sonrisa que la acompañaba — Pero, aun así, voy a arriesgarme para ver si yo tengo la razón.

Meera formó de manera inconsciente una mueca de molestia, incapaz de entender a Aida ni su forma de pensar.

— Haz lo que quieras entonces, me largo de aquí.

Y así lo hizo. Meera se marchó por su lado y Aida se quedó tocando hasta que el sol finalmente quedó oculto tras el horizonte, ambas con distintos pensamientos surcando sus mentes, pero un mismo sentir surgiendo y comenzando a quemar dentro de ellas. La curiosidad.

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