25
No había día en que Aida no despertara en las mañanas a causa de los reclamos matutinos de Mirian, o de las discusiones mañaneras que la azabache mantenía con Dana. En el año que se mantuvo internada en la clínica las voces de sus amigas se convirtieron en su despertador diario, por lo que fue inusual para ella volver a despertar en su cuarto individual, con un beso de su madre en la frente, el inconfundible perfume floral que se desprendía de ella y las suaves caricias que sus manos dejaban sobre su rubia cabellera.
Frotó sus ojos y se estiró con pereza sobre la cama, todavía sintiéndose rara al ser despertada de una manera tan tierna, pese a que ya llevaba una semana en casa. Aun así, no tenía queja alguna, había extrañado despertar en su habitación y ver la cara sonriente de su mamá por las mañanas.
Su mañana prosiguió con un desayuno rápido junto a su mamá, la cual parecía estar más nerviosa que ella misma por el hecho de reiniciar en la academia de danza. Los profesores decidieron mostrarse indulgentes con ella por primera vez en su vida y le permitieron reintegrarse con su antiguo grupo, aunque claro, las clases extra los sábados no era opcionales.
Su mamá la acompañó hasta la parada de autobuses y esperó con ella por alrededor de diez minutos, sintiéndose un poco culpable al no poder acompañarla a su primer día de regreso a la academia, pero Aida no tardó en consolarla diciéndole que ella comprendía y que aun así estaba feliz. La madre abordó su autobús, no sin antes dejar un sonoro beso que se quedó marcado en la mejilla de su hija a causa de su labial rojo, despidiéndose con la promesa de ahorrar para comprar un auto para poder llevarla todos los días a la escuela.
En el camino fue imposible para la rubia el dejar de morderse el labio por culpa de los nervios, aunque intentara disiparlos manteniendo la vista en las ventanas de bus, admirando el paisaje y a la gente haciendo sus actividades matutinas mientras la música se colaba por sus auriculares, haciendo lucir todo como un montaje de una película.
La ruta se le hizo extremadamente corta en esta ocasión, no sabía si por los nervios del regreso o por todo el tiempo que llevaba sin subirse a un autobús. Aterrada pero emocionada, caminó las pocas calles que separaban la parada de su escuela, quedándose congela en la entrada y viendo el gran edificio beige de cinco pisos alzarse frente a ella, haciéndola sentir pequeña.
No iba a mentir, estuvo a punto de vomitar tan solo de los nervios que le dieron al estar de nuevo ahí, pero el miedo se comenzó a disipar poco a poco cuando sintió unos brazos envolverla desde atrás y un peso extra apoyándose en su espalda.
— ¡Qué bueno que estás aquí, te extrañé muchísimo! –sintió los brazos apretarla con más fuerza al momento en que la voz de Hana se volvía quebradiza, a punto de llorar.
La rubia se giró hacia la contraria y esta no tardó en volver a abrazarla, haciéndole cosquillas en el cuello con los negros cabellos.
— Vamos, no llores. –le sonrió luego de apartarla ligeramente, las manos de la más bajita aún sobre sus hombros y su labio inferior temblando. — Se te va a escurrir el rímel. –apartó con su pulgar una de las gruesas lágrimas.
— No es rímel, son ojeras. –y sin dar más explicación, se lanzó a ella para abrazarla nuevamente.
Aida se quedó perpleja por el nuevo abrazo, sintiéndose cálida de nuevo por el afecto que su amiga, desde la infancia, le brindaba. Los nervios se alejaron al momento en que correspondió el abrazo, las dos chicas sonriendo por reencontrarse luego de tanto.
Se separaron poco después, la de pelo negro se apresuró a quitarse las lágrimas que escapaban de sus bonitos ojos azules y le dedicó una sonrisa a la contraria.
— Entremos.
Era momento de que Aida retomara la vida que había dejado en pausa. Sabía que sería difícil, pero para su suerte, no estaba sola.
En medio de mi procrastinación, encontré una página japonesa para comparar alturas e hice la escala de las chicas:
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