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15

— Muy bien, hemos terminado por hoy.

Aida suspiró aliviada al escuchar las palabras provenientes de la doctora Lidia y sentir como el aparato para chequear su presión era retirado de su brazo.

La chica tronó su cuello de un lado a otro mientras la mujer de gafas redondas y cabello corto hacia unas rápidas anotaciones en una agenda sobre su escritorio.

— ¿Y bien, que tal estoy? –preguntó Aida luego de segundos de silencio.

La rubia se mordió el labio inferior y tamborileó los dedos sobre su muslo al no obtener respuesta rápida y tan solo escuchar ligeros y rápidos susurros de la doctora al escribir en su agenda.

La mayor dejó repentinamente la libreta cerrada sobre su escritorio y se giró a la chica con una sonrisa sincera.

— Felicidades, Aida, solo necesitas cinco kilos más para entrar en tu peso normal.

Las palabras de la mujer automáticamente iluminaron la cara de la rubia, quien sonrió de oreja a oreja dejando que sus hoyuelos se marcaran sobre sus mejillas.

— Ya puedes irte, pasaré los resultados del chequeo a tu expediente. Tú síguete esforzando así, estás a nada de salir.

La doctora adoptó una pose animosa, con su mano vuelta puño y una sonrisa victoriosa dedicada para la menor, quien no podía borrar su expresión de genuina alegría.

— ¿Una paletita? –le tendió el bote de cristal con caramelos a la menor, quien se puso completamente seria antes de tomar una paleta de cereza.

— Hasta la próxima, doctora. –se despidió la chica con una sonrisa y con el caramelo en la boca.

El buen humor de Aida al dejar el consultorio era innegable, saboreando el dulce en su boca mientras tarareaba una canción recién inventada, sintiéndose cada vez más cerca de la libertad y de su amorosa madre.

Todo parecía tan lindo y perfecto para ella ese día que hasta podía jurar que nada podría hacer desaparecer su buen humor. Al menos así fue, hasta que se encontró con algo que la hizo suspirar con desgano.

Un detalle que a Aida nunca le gustó de la clínica fue el hecho de que mantuvieran tan limpias y relucientes las ventanas, por el simple hecho de que podía ver su reflejo al toparse con una. Eso la hacía caer de golpe, el darse cuenta de que no podía evitar entristecer cada que veía su reflejo.

La doctora le había dicho que eran solo cinco kilos y ya, y sin duda se notaba que estaba cerca de un buen peso. Sus muslos habían regresado a lo que eran antes, no muy carnosos, pero sin duda no estaban esqueléticos como cuando entró a la clínica por primera vez, los sentía rozarse ocasionalmente al caminar, no como antes. Sus brazos se notaban más fuertes, sus mejillas de nuevo rosadas y los pechos volviendo a su tamaño de siempre; no muy abundantes, aunque tampoco inexistentes, asomando por la tela blanca de la holgada blusa. Pensaba que sin duda le faltaba el factor músculos, definitivamente iba a recuperar su abdomen marcado y extremidades atléticas en cuanto volviera a bailar.

Una parte de ella estaba dichosa y contenta por el progreso que su cuerpo iba tomando, pero otra seguía angustiada por esa subida de kilos, gritándole desde el interior de su cabeza que debía hacer algo al respecto, que no podía seguir subiendo.

Fue en un impulsó comandado por esa voz que se sacó el dulce de la boca y lo tiró casi con terror dentro de un cesto de basura, arrepintiéndose al instante por haberle hecho caso. Sabía que su cuerpo estaba sanando a un ritmo diferente que su mente, y que sanar el segundo iba a ser más difícil, pero no debía caer. Ella era fuerte y debía resistir.

Se prometió eso a sí misma, ser fuerte y pelear contra esa voz, manteniendo la esperanza de una salida rápida de la clínica y prometiéndose no dejar ni una sola miga de comida en su plato esa noche al cenar.

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