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Septiembre, 2019.

Cuando era niña me apasionaba explorar sitios desconocidos. A menudo inventaba alguna excusa para salir de casa y perderme en un bosquecillo que había en el vecindario. El lugar no era la gran cosa, pero a mi mente de niña le parecía la mismísima Selva del Amazonas. Cada día descubría un nuevo árbol, o una nueva liebre o un nuevo paisaje; lo anotaba todo en una agendita rosada que llevaba conmigo a todos lados. No sé si me creía exploradora, detective o algo por el estilo.

Una vez fui con mamá al centro comercial y me escabullí mientras ella hablaba con una cajera; tampoco hice nada malo, me dediqué a pasear por las tiendas mirando los logotipos de las marcas, y a esconderme en los huecos bajo las escaleras para escuchar las conversaciones de la gente. El asunto fue que mamá se alarmó y, al cabo de un rato, ni nombre era anunciado por los altavoces del lugar. Ni que decir que esa fue la última vez que me llevó de compras.

Por desgracia, con el paso de los años mi espíritu aventurero se había esfumado como el sentido común en un libro de Literatura Erótica. No era que no me pareciera interesantes descubrir parajes desconocidos, lo que me atormentaba era todo lo que podía salir mal en el acto. Y, ciertamente, en aquel momento podían salir mal un montón de cosas: estaba perdida en un oscuro callejón situado en algún punto de Madrid.

¿Cómo diantres había terminado envuelta en aquel embrollo?

Lo triste que era que todo se debía a un paquete de hojas blancas, o mejor dicho, a la ausencia del mismo. Algunos eran adictos al alcohol o la nicotina, yo en cambio necesitaba de una hoja en blanco para escribir antes de irme a la cama. De otra forma me era imposible conciliar el sueño. Por norma general llevaba conmigo un paquete para casos de emergencia, pero lo había extraviado en la mudanza desde Barcelona. Por si mi desgracia no fuese suficiente, había olvidado mi móvil en el apartamento así que estaba abadonada a mi suerte en aquella gran y desconocida ciudad. Dependía del resto de transeúntes para orientarme, pero ellos no parecían ir por la labor. 

¡Había que ver lo insolidaria que era la gente!

Con un cabreo del demonio contemplé los edificios en la acera contraria. Había de todo, incluso un local de masajes que aseguraba seguir las técnicas orientales, pero ni el más mínimo rastro del famoso supermercado. La oscuridad de la noche le daba a la calle un aspecto tétrico, y la única iluminación provenía de unas cuantas bombillas colocadas en las entradas de locales . Aquella parecía la típica escena de película de terror en la que la protagonista es devorada por un perro infectado por un parásito alienígena. Y con la suerte que llevaba la idea no era del todo descabellada.

Fui dando tumbos por lo que sentí como una maternidad. Me ardían los pies, estaba sedienta y tenía ganas de estrangular a alguien. Estuve a punto de tirar la toalla cuando finalmente lo ví. La edificación resltaba en la oscuridad de la noche, con su letrero luminoso y el amplio aparador de cristal que parecía reflejar la luz de la luna. Era una construcción moderna de dos niveles, ambos pintados en tonalidades de blanco y negro. La oscuridad hacía imposible distinguir otros detalles. Un pequeño estacionamiento se extendía frente al negocio, aunque estaba vacío.

Atravesé la puerta de entrada casi corriendo y a duras penas pude contener un grito de alegría. La cajera, una señora de facciones asiáticas que rondaría los cincuenta años, me miró como si fuese un fenómeno de circo. No pudo haberme importado menos. Estaba en mi nube de felicidad de la que no permitiría que nadie me bajara. Me dirigí directamente a la sección de artículos escolares, en busca del bendito paquete que tantas dificultades había causado. Mi ánimo fue decayendo con el paso de los minutos, a medida que continuaba buscando sin ningún resultado. Aquello tenía que ser una pesadilla.

¿Acaso algún ángel se había aficionado a hacerme vudú? ¿Cómo si no se explicaban tantas desgracias en una misma noche?

Estaba sumida en un profundo remolino de autocompasión cuando él hizo su aparición. Estaba situado en un estante al final del pasillo, oculto tras una montaña de cajas de lápices. El nuestro fue un encuentro digno de final de película de Disney, la típica escena en la que los protagonistas se acercan corriendo a cámara lenta mientras el resto del mundo se difumina para darles mayor énfasis. O al menos así me sentí hasta que un imbécil se interpuso en mi camino. El chico me arrolló como si su vida dependiese de ello. Nuestras cabezas impactaron en un escandaloso "pum", e incluso nuestras rodillas batallaron por ver cuál era la más dura y resistente. Ni que decir que yo me llevé la peor parte en aquel intercambio.

Trastabillé hacia atrás, a punto de perder el equilibrio. En cuanto estuve segura de que no terminaría repatingada en el suelo, le planté cara al culpable de mis dolencias. Lo miré de la forma más seca, uraña y malrollera que pude, aunque, para mi sorpresa, él me observaba de la misma forma. Nuestra batallas de miradas se prolongó por un rato, oportunidad que aproveché para analizarlo con atención.

El chico parecía tener mi edad, o puede que fuese uno o dos años mayor. Era alto, no del tipo de alto que te hacen sentir como una babosa contemplando el Empire State, pero me superaba en al menos diez centímetros. Su complexión era delgada, lo que unido a su estatura, le daba una aspecto desgarbado y larguilucho. Su pelo, de un intenso color rojo, contrastaba drásticamente con su tez pálida y ojos azul eléctrico.
En otras circunstancias habría reconocido que el chico era mono, bastante mono, quizás hasta atractivo; pero en aquel momento eso daba igual.

Alcé la barbilla con altanería, en espera de una disculpa, gesto o cualquier señal que indicase arrepentimiento por parte de mi agresor. Dicha señal nunca llegó, es más, me atrevería a asegurar que el chico me observaba de forma expectante. ¿Qué diantres se supone que tenía que decir? Era él quien había sido un inconsciente descuidado.

—¿No piensas disculparte? —Los dos hablamos al mismo tiempo, un detalle que me fastidió de sobremanera.

—¿Y por qué se supone que debería disculparme? —pregunté tras una pausa.

—No sé, puede que por estar desorientada y no prestar atención a tu entorno. Me da igual si eres aficionada a golpearte contra la pared, pero preferiría que no molestaras a los que intentamos comprar con prudencia.

—¿¡Molestar a quién!? —bramé indignada—¡Es evidente que la única "molestada" soy yo! Igual por tu culpa tengo una rodilla facturada, o peor aún, contusiones en el cerebro.

—¡No seas exagerada! —replicó el, restándole importancia a mis palabras.

—Aquí el único exagerado eres tú, que eres un inconsciente, atropella-chicas e incapaz de pedir perdón.

—Mira..., —La voz del chico denotaba desprecio— si eres una niñata con demasiado tiempo libre y ganas de discutir, ése es tu problema. No obstante, algunos tenemos responsabilidades por cumplir.

¡Lo que una tenía que tolerar! Resultaba que aquel pamplinas ridículo y chanchullero tenía el valor de ofenderme a mí, a la diva más regia del planeta Tierra.

—¡Niñata tu abuela la del pueblo! —exclamé, ofendida— ¿Con qué moral cuestiones mi edad cuando tú, precisamente, no pareces ser mayor que yo?

—Pero es evidente que he aprovechado el tiempo mucho mejor que tú —habló con la voz cargada de suficiencia.

Tuve que contenerme para no ceder ante la descomunal ola de furia que me estremeció. ¡Por la gloria de Megan Maxwell! Aquel chico se estaba  buscando conocer mi lado más oscuro. Decidí irme de allí, era lo más prudente que podía hacer si no planeaba terminar la noche en una comisaría acusada por cargos de asesinato. Le dirigí una última mirada de absoluto desprecio, de ésas que salían desde dentro y eran capaces de helar al mismísimo Sol. Después, con todo el diverío y dioserío del mundo, me di la vuelta y caminé hasta el estante del paquete de hojas. Tomé el último y me alejé caminando con la cabeza bien en alto.

¡Como tenía que ser! ¡Ese tipejo no merecía que gastara mi tiempo en él!

Apenas avancé un par de metros antes de que una voz me obligara a detenerme, y sí, para mi desgracia esa voz pertenecía al atropella-chicas.

—¡Eh! ¡Espera! —Me di la vuelta, dispuesta a poner los puntos sobre las íes, pero mis planes sufrieron un ligero contratiempo.

Él estaba cerca, tan cerca que pude distinguir cada tonalidad en sus ojos y sentir su aliento rozar mi mejilla. Por un instante la furia se disipó de mi mente, cada reclamo o contestación se  esfumó a una velocidad alarmante. Quedé prendada por su cercanía, y por la inesperada corriente de calidez que esta despertó en mi piel. Claro, que la debilidad sólo fue momentánea y al siguiente segundo la Aurah vengativa regresó.

—¿Qué quieres? —espeté.

—De ti nada, pero ese paquete de hojas es mío.

¡Ahí si que no! Podía pasar por alto que fuese un maleducado, pero por encima de mi cadáver le entregaría el paquete que tanto trabajo me había costado conseguir.

—¡Y una mierda pinchada en un palo! —exclamé fuera de mis cabales— El paquete de hojas es mío como que me llamo Aurah Flores.

—Llámate como quieras, pero las hojas seguirán siendo mías por derecho —Él se acercó hasta que nuestras miradas estuvieron frente a frente.

Pero si ése individuo esperaba intimidarme con esa bazofia de amenaza, entonces lo llevaba claro. Todavía no sabía a quién se estaba enfrentado.

—Si quieres un paquete de hojas, mueve tus piecitos y busca otro supermercado, cariño. Porque éste —Levanté el paquete de hojas con chulería— es mío, y un tipo odioso, borde y antipático como tú no va a quitármelo.

—¡Inmadura! —Esa única palabra se sintió como un golpe directo en el estómago.

Sin lugar a dudas, a partir de ese momento aquel ser sería archivado en mi cerebro para el título de "Tipo Borde y Autosuficiente Que Intentó Robarme las Hojas", o TBYAQIRLH, de forma abreviada. Se había ganado el apodo a pulso.

—¡Que te den! —Tras esas finas y distinguidas palabras, me dirigí a la caja administradora sin mirar atrás ni una sola vez.

El TBYAQIRLH intentó llamarme, pero  lo ignoré descaradamente. Cuando faltaba poco para que llegara a mi destino, él me detuvo poniendo su mano sobre mí hombro.

—¡No voy a darte el bendito paquete de hojas! —escupí las palabras como si fueran ácido.

—¡Espera! ¡Quiero disculparme! —Me detuve para lanzarle una escéptica mirada— He sido un imbécil, podíamo haber llegado a un acuerdo desde el comienzo.

—No voy a contradecirte respecto a lo de que eres un idiota —dije—, pero tú y yo no vamos a llegar a ningún acuerdo. Contrario a lo que pueda pensar tu egoísta mente, necesito estas hojas muchísimo más que tú.

—En ese caso podríamos dividir las hojas a la mitad. —insistió el— Los dos saldríamos beneficiados.

Una bombilla imaginaria se prendió en mi cerebro al escuchar la última parte. Vacilé por un instante, recordando lo honesto que me pareció al disculparse. No obstante, el desprecio con que me habló en un comienzo, dirigiéndose a mí como si estuviera un escalón por encima, inclinó la balanza hacía mi lado menos compasivo.

—Tienes razón, —hablé con fingida amabilidad al tiempo que ultimaba los detalles de mi improvisado plan— tu oferta es lo más justo para ambos. También me gustaría disculparme por mi comportamiento.

Él me dirigió una deslumbrante sonrisa que me hizo sentir un ápice de arrepentimiento, pero ya era demasiado tarde. Cuando tomaba una decisión no me echaba atrás ni el mismísimo Persie Jackson. Lo reconocía, era obstinada y cabezota como la que más. Y lo cierto es que me encantaba ser así aunque a menudo esas cualidades me trajeran más de un par de problemas. Pagamos el paquete a medias y, a propuesta mía, decidimos abrirlo en la acera frente al supermercado. Me mostré solicita y amable en el trayecto, asegurándome de que no sospechara de mis verdaderas intenciones.

—¿Tienes algo que pueda usar para cortar? —preguntó el TBYAQIRLH tras pasar un rato forcejeando con el cierre del paquete.

—Sí —mentí, al tiempo que abría mi bolso y fingía que buscaba algo en él.

Le entregué lo primero que vi, que resultó ser un pañuelo con más años que Matusalén que usaba para limpiarme la tinta de los dedos al escribir. Justo como había planeado, el tomó el pañuelo de forma vacilante y como consecuencia tuvo que darme el paquete de hojas. No tuve que aguardar demasiado para llevar a cabo la última parte de mi plan, porque el TBYAQIRLH pareció hipnotizado por el trozo de tela. Aquella fue la oportunidad que había esperado: aseguré mi agarre sobre el paquete, inspiré una buena cantidad de aire y corrí en dirección a lo desconocido.

La adrenalina se extendió por mis venas como una droga. El aire impactaba mi rostro y me sentía ligera. Corrí incluso más fuerte. Lo más probable era que el TBYAQIRLH estuviera persiguiéndome mientras maldecía a mis antepasados, pero, sinceramente, eso me la repampinflaba. ¡Él no me pillaba ni harta vino! Llevaba practicando atletismo desde que iba en pañales y precisamente mi especialidad eran las carreras de velocidad.

—¡Vete a la mierda! ¡Por borde y autosuficiente! —grité a todo pulmón en medio de aquel oscuro callejón.

Me sentía la emperatriz del planeta Tierra.

Continué corriendo por un rato hasta que, jadeante, me detuve. Me apoyé en la pared, en un intento por recuperar el aliento. Una sonrisa de satisfacción de extendió en mi rostro al pensar en lo que acababa de hacer. ¡El TBYAQIRLH iba a acordarse de mí por el resto de su vida! Sin embargo, mi felicidad no fue muy duradera porque me tocó enfrentarme a un pequeño inconveniente: no tenía la menor idea de dónde estaba ni de cómo me las arreglaría para regresar a mi apartamento.

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