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XII. Lo que dejas detrás.

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   Las botas de Sao retumbaban en la madera negra del Olympe de Gouges, el ambiente estaba tenso desde que Lilith y compañía partieron hacia Apis, por el simple hecho de que ya sabían que se les avecinaba a su regreso. Ya no estaba Wilhelm para cocinar por las noches en el Corazón, ni Meena practicando arquería con ayuda de Marina. Octubre ya no recolectaba cristales y piedras preciosas para Jolly. Por costumbre Sao miraba hacia arriba, el mirador vacío siempre la tomaba por sorpresa.

   La capitana viajaba seguido al continente para encontrarse con Cressida, ya sea en el sótano de la Escuela para Niñas del Hogar de Vulpes o en el vacío y frío hogar de Meena y Wilhelm. La joven estaba destrozada, aquella muchacha que Grimn había ordenado asesinar era casi como una hermana para Cressida. Ahora, el rostro de Nabila era uno más en un mar de dibujos en el sótano de la escuela. Su hermana, Heba, siempre colocaba alhelíes morados en los altares, la flor favorita de su fallecida hermana. En cambio, sus padres decidieron aferrarse a las historias del oso que había acabado con su vida... si creían en esa historia al menos podían llorarla en público.
   En los últimos meses habían tenido múltiples bajas. Intentaban hacerle frente a los Centinelas, pero eran como demonios, casi parecían no sentir dolor. Disfrutaban con la brutalidad innecesaria, los niños tenían pesadillas de que se metían en sus casas por las noches, sus padres no sabían cómo calmar sus miedos. Miedos, que alguna vez el propio Bloque Negro había protagonizado. Los padres y madres no sabían cómo consolar a los niños, porque el temor también se colaba en sus propios huesos.

   El propio Sauro se sentía incómodo ante la presencia de estos Centinelas. Estaba orgulloso de Grimn, del escuadrón creado y entrenado por él, pero eso no significaba que quería verlos. Su existencia le tranquilizaba, pero su presencia lo ponía de los nervios.

   Sao caminó por la cubierta con paso lento y autoritario, observando a su tripulación preparándose, armando nuevos altares para las Diosas Olvidadas y afilando sus dagas. Bajó las escaleras saludando con la cabeza a aquellas que se cruzaban en su camino, y pronto la oscura madera se transformó en colores. Siguió bajando y bajando, algunos felinos maullaron al verla, hasta que el barullo de las armas se volvió casi insoportable. Ingresó en la armería donde quince jóvenes entrenaban el arte de la espada y el escudo, continuó su camino por el centro de la habitación mientras los entrenamientos siguieron a su alrededor sin incordiar su paso. Llegó hasta el final donde Marina se encontraba en el suelo, fabricando flechas con velocidad; a cada minuto, una nueva flecha. A su lado, Okoye sentada en una hamaca colgante, una niña ciega de once años, con enormes ojos oscuros y piel oscura, casi tan negra como la obsidiana. Limpiaba un mosquete descargado.

   Ambas agacharon la cabeza en señal de respeto. Luego de dulces saludos cordiales y charla cotidiana, Marina tomó la iniciativa:

   —Dime que te preocupa, Sao.

   La mujer suspiró en respuesta, observando el lugar. De tanto arsenal almacenado no podían verse las paredes, del techo colgaban objetos filosos y munición. Se volvió y observó a Okoye, la joven niña era de Mare Turtur, fue rescatada de un buque de carga que la había secuestrado... su familia no la quiso de vuelta. Más tarde descubrieron que la pobre niña había sido vendida y enviada a su comprador en Vulpes. Las vigilantes en Mare Turtur incendiaron su casa con sus padres dentro.

   —Cressida necesita armas... —anunció mientras le acariciaba el cabello trenzado a la niña, esta sonrió en respuesta—. Ve a jugar fuera, Okoye —ordenó con dulzura—. Dile a las otras niñas que se sumen contigo, que hace un día precioso. Más tarde les enseñaré a pescar.

   Okoye pegó un salto al oír que Sao jugaría con ellas, la abrazó con fuerza y corrió hacia la salida, esquivando espadas con facilidad gracias a su oído acostumbrado. Marina tomó el mosquete y lo arrojó a un baúl cercano, que rebosaba de estos, muchos obsoletos por el óxido del mar.

   —Es exactamente esto lo que me preocupa... las estamos salvando de un destino horrible, pero se están criando en la guerra —continuó Sao mientras ocupaba el lugar de Okoye—. Traigo una lista en el bolsillo donde especifica las armas que tengo que llevar para ocultar en un colegio de niñas. Armas, que las maestras de éstas utilizarán. Maestras, madres y abuelas que vendrán desde las comarcas a buscar a las niñas... Yo las recibiré con las manos vacías, vendrán con la esperanza de encontrarlas. No son guerreras, Marina.

   Una de las jóvenes que entrenaba cayó al suelo, enredando sus pies descalzos en las alfombras, entre risas sus compañeras la ayudaron a levantarse. Sao y Marina las observaron, luego la segunda dijo:

   —No somos capaces de darles a las niñas, pero les daremos lo necesario para vengarlas. —Marina se volteó hacia ella, e inclinándose ligeramente hacia adelante le tomó la mano. Zheng Yi Sao la acarició con su pulgar.— Cressida... ¿Cuántas necesita?

   —Suficientes para un ejército entero —respondió la bella mujer, extendiéndole un papel amarillento, doblado muy pequeño.

   Esa misma tarde Sao ahogó sus penas en agua salada. Junto a siete niñas, la mayor de doce años, la menor de tres. Pescaron hasta el cansancio mientras a su alrededor muchas meditaban. Cuando la noche llegó los entrenamientos acabaron y las tripulantes comenzaron a tocar música, preparar la cena, bailar y jugar. Sao había bajado a la cocina a ayudar un rato, quitaba las espinas de los atunes con rapidez con una daga negra mientras reía de los chistes de las cocineras. Como de costumbre cenaron todas juntas en el salón más grande, protegidas de la helada brisa marina.

   En la noche se retiró a su camerino, suspiró divertida al observar su cama repleta de gatos dormidos. Su mirada se desvió a una mancha en uno de los tablones de madera, sangre de Lilith. Recordaba esa noche a la perfección: la noche en que Meena había llegado a su vida, casi acabando asesinada por Lilith. Esa noche Sao le permitió a Lilith al fin visitar Verum. Parecía algo tan lejano e insignificante.

   Un escalofrío recorrió su columna vertebral y se sobresaltó por la puerta que se abrió de golpe. Jolly ingresó encorvada, con su pollera y camisa de miles de capas. Cargaban tantos anillos, collares, brazaletes, amuletos y aretes que no podías creer que una anciana aparentemente tan frágil cargara con todo ese peso. Estaba descalza como siempre, y su rostro lleno de líneas rosadas con las que había nacido. Parecían tatuajes tribales o pintura de guerra.

   —¡Jolly! —se quejó Sao como una adolescente mientras revoleaba los ojos y la observaba sentarse en una silla mecedora, puesta ahí solo para ella.— Me has dado un susto enorme ¡hazme saber cuándo ingresarás!

   —Te he limpiado el culo cuando eras solo un bebe quejica, puedo entrar sin tocar sí quiero. Ya no eres un bebe, pero lo quejica se te quedó —soltó la anciana, sentándose trabajosamente—. ¡Niña, este camarote está helado!

   Sao la miró desganada y se acostó en el suelo a su lado, automáticamente un pesado gato blanco se acostó sobre su pecho, ronroneando. Jolly sacó una moneda de su cabello y con un chasquido de los dedos la arrojó a la leña, automáticamente un fuerte fuego se encendió. Silencio, sólo el crepitar de las llamas con el quebracho, hasta que la anciana comenzó a reírse, Sao la siguió.

   —Pero... —dijo entre risas ahogadas, Sao—. ¿De qué te ríes, abuela?

   —Cuando eras...

   —...una niña quejica —dijeron ambas al mismo tiempo, riendo.

   —...cada vez que encendía el fuego —continuó solo Jolly—, llorando me rogabas que te enseñara a hacerlo. Te enfadabas cuando te lo negaba y tus madres me regañaban.

   —Al día de hoy no sé cómo lo haces.

   —Una bruja nunca revela sus secretos.

   Continuaron en el mismo silencio, suave, conocido y cómodo.

   —Estás preocupada —afirmó Jolly—. Navegas del asco cuando estas preocupada.

   —Gracias.

   —Agitas la marea cuando no estás en paz.

   —Lo sé —respondió Sao, alargando las vocales.

   —De todas maneras, las olas no estaban tan calmas hace tanto tiempo...

   —Lo odio —respondió en un susurro Sao, ambas pensando en Lilith.

   Jolly observó a Sao, quien siempre volvía a ser joven cuando estaban solas. Dejaba de lado su papel de capitana protectora, y se dejaba cuidar.

   —¿Crees que la niña volverá?

   —¡Jolly! ¿pero, qué dices? —Zheng Yi Sao se sentó y la miró ofendida.

   —Lo que pienso.

   Ambas se observaron con el ceño fruncido.

   —Estoy preocupada, niña. Lilith tiene una devoción muy grande por Makra y Durga. Un lazo muy fuerte puede nacer de algo así... me recuerda a Rekjo —Jolly continúo hablando, mientras enredaba sus dedos en sus largos collares y Sao negaba con la cabeza, observando las danzantes llamas.— Que las Diosas me perdonen, pero sabes que los Tejedores son egoístas.

   Tejedores era la palabra con la que las generaciones más ancianas se referían a los Dioses. En tiempos antiguos la manipulación en los actos a veces podía sentirse con fuerza, casi palpable, de la misma manera que Freyja lo había sentido. Con el tiempo las religiones no fueron tan fuertes como antes, debilitando los vínculos en la mayoría de la gente, excepto en los más devotos.

   Jolly se dio cuenta que no respondería, y comenzaba a tener sueño. Se preparó para ponerse de pie, rápidamente Sao se paró a su lado y la ayudó. La anciana le agradeció, mientras le daba unas palmaditas en el brazo. Esta, era diminuta, con el cabello cubierto de canas grises. Estiró los brazos hacia el rostro de Sao y presionó la nariz contra su mejilla con fuerza, en señal de cariño. Sao sonrió con ternura.

   —Me retiro, Zheng. Hablaré un rato con tus madres antes, que hoy hay eclipse lunar y es más fácil comunicarse con el otro lado —susurró mientras se dirigía a la salida. Abrió la puerta y salió, pero antes de cerrarla anunció—: No importa cuánto mires la mancha de sangre, jamás desaparecerá, no esa. Ya te lo he dicho... más sabe la bruja por vieja que por bruja.

   Cerró la puerta y el fuego se apagó automáticamente cuando ella dejó la sala. Sao dejó salir un largo suspiro y se dirigió a la cama, apagando las velas que iluminaban el camarote, resistiendo la tentación de observar una vez más la mancha.

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   Sauro estaba de pie con los brazos estirados y las piernas separadas sobre una tarima dorada, rodeado de espejos con marcos tallados en madera. El salón de costura era circular, sobresalía del castillo sobre el acantilado. Repleto de telas, montones de lana, trajes a medio hacer, telares enormes, mesas costureras y maniquíes en diferentes posiciones heroicas. Una pequeña claraboya justo encima donde el modelo se paraba iluminaba a la perfección la habitación entera gracias a los espejos.
   Tres jóvenes doncellas giraban en torno al Rey, mientras Zervus observaba y apuntaba medidas en un pequeño cuaderno, susurrando órdenes a las jóvenes aprendices. Ajusta aquí, una puntada allí, un colgante de sal por estos lados...
   El traje comenzaba a tomar forma, haciendo parecer a Sauro del doble de tamaño. Este quería el traje más espectacular visto, lo mismo que pedía siempre, por lo cual sus prendas terminaban siendo cada vez más ridículas y pesadas. Montones y montones de tela le agregaban unos cuantos kilos. Él aseguraba que esta era una ocasión como ninguna otra.

   Kaira y la tripulación regresarían justo para el Día de Serendipia, y ese año el Rey cumplía sesenta años. Lo que lo convertía en el reinante más longevo de la historia de Serendipia.

   Victoriano había dejado a su séquito preparando todo, listo para su llegada. El caos estaba por todos lados: ensayos, decoraciones, limpiezas, y más llenaban las calles. Llenando el vacío que los ausentes habían dejado atrás. Cressida se estaba encargando de salir por las noches para ocuparse de las tareas que Meena solía llevar a cabo, dirigiendo a las vigilantes de Vulpes.
   Entre el séquito de Victoriano y las acciones de Cressida, mantenían la rueda girando y nadie sospechaba nada.

    Vilkas, quien se encontraba de pie detrás del Rey, se había convertido en su perrito faldero. Sauro creía que era cosa suya, se consideraba un hombre admirable, pero Vilkas lo había planeado así. Aprovechando el viaje de Farkas y Grimn, ingresó en el espacio vacío ganándose la confianza del Rey. Día a día se encargaba de enumerarle los crímenes ocurridos, la respuesta de Sauro era siempre la misma: El Bloque Negro.

   Había un pequeño inconveniente que Vilkas no había planeado: el acercamiento de Lorenza hacia él. A pesar de que los encuentros de Kaira y la Reina eran casi nulos, aún disfrutaba de atormentarla día a día. Con su malévola diversión fuera de alcance se había vuelto un pesado obstáculo para Vilkas. Constantemente lo invitada a eventos, reuniones y bailes, metiéndolo de lleno en la vida de la realeza. El hombre se había mostrado confuso, pero aprovechó la oportunidad al instante, el problema es que temía ligeramente por su seguridad. Lorenza aprovechaba cuando el Rey salía de la habitación para enviarle miradas sugestivas al consejero, Vilkas. Si esto llegaba a oídos del Rey, su cabeza rodaría por la nieve.

   La noche llegó y en el teatro privado del palacio se llevó a cabo la cena. Amigos del Rey (todos ancianos) y sus jóvenes esposas fueron invitados a una velada extravagante, como las que acostumbraban la mayoría de las noches.
   En el escenario se representaba una dramática historia, con bailarines, cantantes y gimnastas. El postre llegó: una pequeña pirámide de arándanos cubiertos en chocolate negro, espolvoreados por el oro más fino. Vilkas se relajó en su asiento y observó a los invitados disfrutar el manjar. Sus ojos se posaron en el Rey, con el rostro lleno de chocolate reía de las actuaciones y golpeaba la mesa como si hubiera insectos en esta.
   Sonriendo Vilkas probó el postre, satisfecho de ver a Sauro tragarse cada una de las piezas. Sao y las doncellas del reino se habían organizado para parar la locura a la que Kaira era expuesta en las noches: Con dosis diminutas introducían un inocente veneno en cada cosa que el Rey se llevaba a la boca. No lo mataría, ni aunque se bebiera un litro de este veneno, pero con su ingestión diaria se le ralentizaría el corazón y perdería el apetito sexual, junto con la posibilidad de tener una erección.

   Lamentablemente aún no habían llegado a ese punto, las doncellas le aseguraban con tristeza a Vilkas. Además, cada vez que comía, por unas horas estaba de un humor más dócil y manejable, momento en los que Vilkas aprovechaba y poco a poco aflojaba la seguridad de Vulpes y se ganaba la confianza del Rey para descubrir la locación de la llave del sótano.

   Tarde esa misma noche, Vilkas ayudaba a Zervus en la cocina a bajar unas pesadas cajas de vino en la bodega, por el placer de la buena compañía. La anciana siempre se negaba a recibir ayuda ya que esto le podía costar una paliza de parte de la Reina, pero el castillo se sentía sombrío sin la presencia de Camila y Kaira. Vilkas por su lado no estaba acostumbrado a no pasar las tardes acompañado de Farkas. Por lo cual, tarde en las noches, cuando no se encontraba con Zheng Yi Sao, mantenían largas conversaciones en la inmensa cocina.

   —Mi niña no ha querido decirme qué sucederá cuando regresen a Vulpes, señor —susurraba Zervus, mientras acomodaba las botellas del Viñedo del Rey en sus respectivos lugares—. ¿Sería usted tan amable de aclararme?

   Con la voz distorsionada por el esfuerzo, Vilkas respondió mientras bajaba las empinadas escaleras:

   —Soy más novato que usted en todo esto. —Dejó la caja en el suelo y se sacudió la nieve de la ropa.— Pero le aseguro que solo se provocará lo necesario. Los pueblerinos vendrán a exigir justicia, las cosas cambiarán.

   —Las cosas se les irán de las manos —aseguró Zervus, negando con la cabeza, ligeramente decepcionada.— Ya se les han ido... entre venenos y mentiras.

   Vilkas la miró confuso, entendía que para la anciana era difícil, pero a veces se expresaba de tal manera que parecía que excusaba al reino.

   —¿Las cosas le parecen justas ahora? ¿no quiere que cambien? —susurró él, ligeramente acusador.

   Ella lo observó con los ojos bien abiertos y como un susurro salió de la bodega, él la siguió y a continuación cerró la trampilla que se encontraba en el suelo de la cocina. La señora comenzó a limpiar sobre lo limpió y dejó todo a punto para el desayuno de la mañana siguiente, dándole la espalda. Vilkas la observó y se dirigió hacia la puerta.

   —Buen descanso, Madame Zervus.

   —Señor... es que tengo miedo por todas nosotras, por todas mis muchachas —respondió ella dándose la vuelta, apretando un trapo gris en sus manos, pero él ya se había ido.


   Un bostezo atacó a Vilkas, mientras este subía la escalera caracol de bronce en el gran salón. Cuando al fin estaba por llegar a su alcoba una helada mano rosada lo tomó de la camisa a medio desabrochar y lo empujó contra una pared con suavidad.

   —¡Ey! —gritó él. Fue callado por unos labios pintados de rojo que le dieron un beso. Era Lorenza, a Vilkas se le heló la sangre.

   —Consejero Vilkas, lo estaba buscando. Acompáñeme a mi alcoba —dijo ella demandante y seductora.

   Él comenzó a toser con fuerza, fingiendo un fuerte resfriado. Ella se alejó asqueada, pero él aun así continuó, mientras que con las manos se disculpaba. Con la garganta rasposa por la tos provocada le respondió:

   —Me siento honrado, Su Majestad, pero me temo que debo rechazar. A pesar de los años transcurridos mi cuerpo no se acostumbra a la nieve de Vulpes... de todas maneras, mañana debo despertarme antes de la luz del alba ya que iré a visitar a mi esposa.

   El rostro de Lorenza se desfiguró en un signo de rabia y asco, incluso miedo. Vilkas reprimió una sonrisa. Las creencias de Serendipia impedían a una mujer cortejar a un hombre casado, esto se consideraba una ofensa directa hacia los Dioses, el castigo era un supuesto heredero maldito. Esto solo aplicaba a las mujeres, los hombres por supuesto no tenían pecados que los ataran a reprimir nada. Ser infiel a sus maridos se castigaba con la horca, pero al fin y al cabo ella era la Reina: sus amantes le temían, por lo cual mantenían la boca cerrada.

   —¿Está casado?... ¿Cómo explica que no viva aquí con usted?

   —Oh... —dijo él, se aclaró la garganta y continuó con gran seguridad—. Verá: ella no quería abandonar nuestra flota, ya que ha pasado prácticamente toda su vida navegando. Vive en Marítima Regio, donde la visito a diario.

   —La quiero aquí en el Día de Serendipia. —Lorenza se dio media vuelta y desapareció.

   Vilkas maldijo por lo bajo, debería buscar una impostora que lo ayudara o convencer a Sao de correr el riesgo y aprovechar la oportunidad de infiltrarla en el castillo. Se sobresaltó al oír un jarrón que estallaba en el pasillo por donde Lorenza se había marchado. En ese momento Vilkas agradeció que Kaira se encontraba fuera, y que no sufriera la desmedida furia de su madre. 


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