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II. Vigilantes de la noche.

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   La joven de dieciocho años corría sobre los tejados y saltaba de una casa a otra, ayudándose de barrotes y cornisas. El único sonido que generaba al pasar era el de su respiración y el insistente tic-tac de un reloj. La nieve caía sobre ella y la ciudad en un suave susurro.

   Completamente vestida de negro, con unas pesadas botas, una camisa de lana y unos pantalones de marinero. Llevaba una máscara de madera que representaba el rostro de una cabra montés con sus largos cuernos curvos. Su llamativa mirada era lo único que podías ver de su rostro. Su cuerpo estaba repleto de tatuajes en tinta blanca o roja: dragones, hadas, Diosas, flores y abejas. Sus orejas puntiagudas relucían a causa de los múltiples aretes que cargaban.

   Durante sus misiones nocturnas se recogía el cabello en dos moños, los sostenía con ganzúas que la ayudarían en caso de necesitar forzar alguna cerradura. Sin embargo, solía llevar su cabello suelto e inflado, al natural. Poco a poco lo dejaba crecer, lo llevaba por la mitad de la espalda. Sus rizos anaranjados, con mechones rubios infiltrados, brillaba bajo la luz de la Luna.
   De sus cinturones colgaban sus dos revólveres pesados, los mismos de siempre, mientras que su hermosa daga Aela se encontraba en una vaina sobre uno de sus muslos. Siempre llevaba oculta en su vestimenta múltiples navajas diminutas.

   Continúo corriendo, iluminada por la luz de la Luna llena, esquivando gatos y aves. Cuando su agudizado oído oyó un llanto de súplica.

   Automáticamente cambió la trayectoria, haciendo sonar ligeramente las tejas que pisaba. No tardó mucho en encontrar a la autora de aquel sonido. Una mujer con la barriga hinchada por un embarazo era arrastrada por un corpulento hombre hacia un oscuro callejón.
   Lilith se puso en posición al borde del tejado, justo encima del hombre. Se agachó como un felino y saltó: cayó a espaldas del atacante, y con un rápido golpe detrás de las rodillas lo hizo caer al suelo. Él y la mujer gritaron de sorpresa.

   Como si de una señal se tratara, siete hombres emergieron de la oscuridad directo hacia Lilith, con navajas, martillos o sus propios puños. Ella los observó confusa por unos segundos, pero sin perder el tiempo desenfundó sus armas y apuntó a sus costados. Comenzó a disparar mientras giraba sobre su propio eje. Logró herir de gravedad a tres, y derribar a otro antes de que la alcanzaran. Con un golpe en la muñeca de la joven una de las armas cayó al suelo, ante esto Lilith golpeó con la culata de la otra el brazo del muchacho que la había atacado mientras sentía como tres pares de mano intentaban neutralizarla.
   Sacando dagas de entre su ropa para clavarla en los cuerpos de sus atacantes, golpeando narices con sus puños, doblando brazos y pateando rodillas, Lilith luchó contra los cuatro hombres al unísono hasta que solo quedó en pie el primero de todos.

   A pocos metros de distancia se enderezaron mientras unos cuervos graznaban. Ambos con la respiración entrecortada se observaron agotados, cubiertos de heridas y sangre ajena, rodeados de cuerpos moribundos se tomaron unos segundos de tregua para recuperar la compostura. La mujer los observaba escondida en una esquina del callejón, temerosa.

   —Eres una mujer —dijo el hombre con un hilo de voz, incrédulo, mirándola con desprecio de abajo hacia arriba.

   —Soy tu condena. —Lilith se movió tan rápido que el hombre murió casi sin darse cuenta. El último proyectil de su revólver le atravesó el cráneo de lado a lado. El humo del arma se elevó en la fría noche, acompañado del aliento de Lilith. Silencio puro.

   La joven embarazada gritó, pero de pena. Salió de entre las sombras con un caño con el cual intentó golpear a Lilith, quien la miró confusa antes de esquivarla sin esfuerzo alguno mientras colocaba una a una, con manos ágiles y rápidas, balas nuevas en el tambor del arma. Cuando la mujer ejecutó el movimiento para golpearla se sorprendió de sentir un tirón y observar que le habían arrebatado el objeto. Se dio la vuelta y observó a una joven que se arrancaba del rostro una máscara blanca aterradora, carente de expresiones. Estas mascaras eran utilizadas por el Bloque Negro para proteger sus identidades con más eficacia. Algunas utilizaban rostros de animales, o rostros sin rasgos, espeluznantes para cualquiera. Otras preferían representar a las bestias, hadas, dragones, duendes y más.

   Meena la observó con cara de fastidio y el caño en la mano. Vestía sus ropas habituales: una larga falda, un suéter de lana (tejido por Kaira), y un pañuelo atado cubriéndose parte del cabello y la frente. Toda la vestimenta era de color negro, provocando que sus ojos verdes, y el bindi de Cuerno de Sol entre sus cejas, resaltaran.

   —Tienes suerte de estar embarazada —dijo sin una pizca de paciencia, con un poco de aburrimiento—. Porque me gusta hacer sangrar la nariz de la gente.

   Entre las dos jóvenes vestidas de negro la mujer se quedó inmóvil sin saber que hacer.

   —¿Qué estás haciendo? —Le dijo Lilith confusa, mientras se arrancaba su propia máscara para fulminar a la mujer con la mirada. Era la primera vez que sucedía algo así.

   —¡Están asesinando hombres inocentes! —chilló estresada la desconocida—. ¡Los Dioses las juzgarán!

   Las Diosas nos tendrán misericordia, pensó Lilith, mientras se agachaba para recoger su daga del suelo. Limpió la sangre en su pantalón y volvió a colocarla en el soporte de su muslo. Meena arrojó el caño hacia una esquina y con un suspiro le dijo:

   —Nosotras somos las que vinimos a juzgar, somos el hacha y el verdugo. No asesinamos inocentes, limpiamos el mundo de escorias que vinieron a esta tierra a atentar con nuestra libertad. —Meena no estaba de humor. Volvía de visitar a Kaira, esa noche se había enterado de las inmundicias de Sauro. En ese mismo momento la Princesa se encontraba sentada en las escaleras del sótano, jugueteando con su collar... apunto de escuchar a una niña en el sótano.— Ahora vete. No quiero enterarme de que vuelvas a participar de algo así, o habrá consecuencias.

   La mujer automáticamente comenzó a correr hacia la calle principal. Tropezó y se le cayó la barriga, que resultó ser un cojín. Se dio la vuelta y observó a las muchachas: Lilith la observaba incrédula, Meena fastidiada.
   Se puso de pie e intentó huir, pero con un movimiento rápido Meena tensó su arco y disparó una flecha que atravesó el muslo de la mujer. Esta gritó y se arrastró hasta que al llegar a la esquina vio a los Centinelas que patrullaban las calles. Acudieron en su ayuda, mientras ella les hacía señas con los brazos. Un vecino de uno de los edificios de aquel callejón les había informado de la pelea y ahora acudían dispuestos a acabar con las supuestas delincuentes que habían aterrorizado la ciudad los últimos tres años.

   Segundo después de captar su atención la mujer huyó despavorida, aterrorizada por los mismos Centinelas.

   Después de los sucesos de la boda real, un grupo de hombres sin nombre había comenzado un duro entrenamiento, brutal. Ganando fuerza y habilidades, perdiendo humanidad y empatía, complicando las tareas del Bloque Negro. Sin embargo, sólo parecían importarles los asesinatos a manos de ellas, mientras parecían ignorar a las mujeres y niñas desaparecidas.

   Los rumores decían que Grimn Agares tenía otro proyecto entre manos.

   Los Centinelas llegaron a la carrera con sus ballestas en mano para encontrarse con un callejón vacío, regado de cadáveres y heridos. Su armadura era espeluznante, inspirada en las filosas puntas del muérdago, a menudo salpicadas de rojo. De grandes hombros, afilado metal en amenazantes puntas y de naturaleza violenta. Su yelmo, lleno de escamas y espinas apenas dejaba ver sus ojos, el único rastro de humanidad que podías encontrar en aquella armadura.

   Meena y Lilith se encontraban ya a veinte tejados de distancia, caminando tranquilamente. A pesar de que Lilith era la que acababa de luchar, ambas tenían el mismo aspecto deplorable.
   Lilith caminaba dando ligeros saltos. Con sus manos enumeraba diferentes acontecimientos que le habían llamado la atención en los últimos meses, era la primera vez que podían asegurar que las habían emboscado sin duda.

   —Suficiente teníamos ya con los Centinelas —sentenció, acomodando los cabellos que se le salían del moño—. Ahora debemos lidiar con estos aficionados. Ya de por si era malo que no hicieran nada para tirar el sistema abajo, volviéndose parte del problema. —Se dio la vuelta y siguió caminando de espaldas, mirando a Meena con una sonrisa, quien caminaba observando el suelo.— ¡Están dementes por defender un sistema opresor!

     Al no obtener respuesta y observar el semblante triste de su amiga, la tomó de la mano para que parara de caminar.

   —Meena, ¿Qué sucede? —Lilith intentó encontrar la respuesta en sus ojos, mientras sus cejas se arqueaban apenadas.

   Meena la observó en silencio, iluminadas por la luz de la Luna, bajo la vigilancia de las golondrinas, odiaba lo que tenía que contarle y detestaba apagar su iluminadora felicidad. Pero, Kaira le había rogado que fuera ella quien le contara a Lilith, a Wilhelm y a Sao.
   Meena ya sabía, pensaba la Princesa, lo que le sucedía se había vuelto real y no quería ocultarle nada a aquellas personas que se habían vuelto su familia. Sin embargo, realmente no quería verbalizar aquellos actos, por lo cual le había pedido ese favor a Meena.

   —Lilith, tenemos que hablar —dijo al fin, observando como automáticamente su amiga comenzaba a abrir y cerrar las manos, nerviosa.

   La Luna llena se ocultó detrás de unas pesadas nubes, cargadas de agua helada. Los truenos no tardaron en resonar.

   Al oír la noticia, Lilith estuvo al borde de un ataque de pánico. Comenzó a correr hacia el castillo, desesperada. Lo único que podía oír era el tic-tac de Aela, su daga; parecía llamarla, decirle que manchara su brillante hoja con la sangre de Sauro. Meena la seguía, pero la velocidad de su amiga era impresionante. En cuestión de segundos el despejado cielo nocturno había quedado atrás, dando paso a una tormenta que agitaba sus ropas con fuertes vientos.

   —¡Lilith! —gritaba detrás de ella—. ¡Para, por favor!

   Continuaron corriendo y saltando. Meena tenía el corazón en la boca y Lilith el rostro empapado por las lágrimas. La vista se le nubló a causa de estas, por lo que no vio la teja que estaba floja. Al pisarla se resbaló, el costado de su cuerpo golpeó las tejas cubiertas de nieve y comenzó a caer hacia el suelo. Meena la vio desaparecer entre los tejados, gritando su nombre.

   Desde un tejado más bajo, dos manos huesudas la atajaron deteniendo su caída. Lilith miró hacia abajo, viendo de lo que se había salvado, luego con sus manos tocó los fríos dedos de su salvador y se dio la vuelta para mirarle el rostro. Debido a la oscuridad solo pudo ver unos ojos azules que la observaban divertidos a través de unos lentes dorados de cristal. Reconoció enseguida a aquella figura que parecía vigilarla por las noches. Siempre podía verla a la lejanía, en esquinas oscuras, observando sus crímenes. Lilith había intentado acercarse centenares de veces, pero siempre se le escurría.
   Había comenzado hace unos pocos años, al principio Lilith se mostraba bastante paranoica al respecto, terminó por acostumbrarse. No le había contado nada a nadie, sabía que a veces ella veía cosas que el resto no era capaz de ver... y no estaba segura de que aquello fuera real.

   En completo silencio, aquellos ojos desaparecieron en la oscuridad. Lilith podría haberlos seguido, pero estaba demasiado aturdida. Al fin Meena llegó al bordillo donde había visto a Lilith caer, y se encontró con su amiga de pie en una pequeña cornisa, inmóvil y sola.
   Saltó y cayó a su lado, logró tomarla de ambos brazos antes de que volviera a escapar. Sin tener idea alguna del salvador de su amiga.

   —¡Lilith! —Le dijo con dulzura—. ¡Para!

   —¡No! —soltó entre dientes. Lilith abría y cerraba las manos, mientras temblaba e intentaba zafarse del agarre de Meena.— Voy a matarlo, así terminaremos con todo esto.

   —Sabes que no es verdad. —Lentamente, Meena comenzó a abrazarla con fuerza, mientras las manos de su amiga se calmaban poco a poco.— Lo convertirán en un mártir y la opresión será más fuerte que nunca... Conoces la historia.

   Lilith sollozaba, Meena limpiaba cada una de las lágrimas que caían, mezclándose con la sangre y el agua de la lluvia helada.

   —Quiero ayudarla, no se merece esto. —Lilith no pudo evitar pensar en su madre.— Estoy cansada de este mundo... —susurró.

   —Vamos a cambiarlo.

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   Comenzó a llover. En el Granero de los árboles durmientes, Sao dormía en una cama de paja, solo cubierta por una sábana blanca y con el cabello alborotado. A su lado, Vilkas de pie frente a la ventana fumando un habano la observaba. Sus largas pestañas, sus arrugas, el arco de su nariz y el color de sus labios le encantaban.

   Un relámpago iluminó la fría habitación, el trueno que lo siguió hizo temblar los muros. Zheng Yi Sao se acomodó en sueños mientras con sus manos buscaba a Vilkas. Este se acercó en silencio y se recostó a su lado. Suavemente comenzó a acariciar su cabello, mientras la observaba.

   —Dime tus secretos —le susurró el hombre.

   La habitación se iluminaba a cada rato por la tormenta, mientras el granero entero temblaba. En uno de los temblores una de las lámparas cayó al suelo, haciéndose añicos al instante.
   Prácticamente dormida, Sao se incorporó en la cama y apuntó hacia esa dirección con un mosquete que tenía a su lado en el suelo. Vilkas se sobresaltó ligeramente, pero ya estaba acostumbrado a esa clase de reacciones. Suavemente le quitó el arma de la mano y la colocó en el suelo.
   Sao lo miró soñolienta.

   —Hola —dijo con la voz ronca. Sonriente.

   —Hola —respondió él, con ojos de amor.

   Luego de unos segundos, Vilkas volvió a hablar:

   —Dime tus secretos.

   Las palabras dichas parecieron despertar a Sao, se acomodó el cabello y se puso su camisa escotada negra. Mientras se abrochaba los botones, Vilkas le colocó un cigarrillo en la boca y se lo encendió.

   —Zheng... —suplicó él.

   —No, Vilkas —dijo ella, determinante. Se puso de pie y recogió su corsé.

   Él la siguió con la mirada sin decir nada. Ella se puso su falda negra hasta el suelo y comenzó a atarse el intricado corsé negro brillante, negando con la cabeza, mientras sus pensamientos iban a mil por hora. Luego lo miró y exclamó dolida:

   —¿No es suficiente para ti?

   —Tú eres más que suficiente, Zheng. Pero no sé quién eres, no te entregas a mí, cuando yo te he revelado todo de mí.

   —¡Esa fue tu elección! —respondió ella, acomodando sus exuberantes senos y colocando bien en su sitio el corsé.

   —Si, lo sé. Lo hice porque te quiero, y quiero darte todo lo que soy.

   En silencio se miraron. Ella lo observó, mientras su cigarrillo se consumía lentamente. Se calzó sus botas sin acordonarse y se acercó a él, señalándole con un dedo acusador.

   —Sabes quién soy. Soy aquella mujer que mataría por su familia, que le encanta la lluvia y trenzar tu cabello. Conoces mis temores, besas cada lunar en mi cuerpo y sabes cómo hacerme sonreír en cuestión de segundos. —Mientras ella le gritaba, él la observaba enamorado y apenado.— ¡Es todo lo que hay!

   »Todo lo que soy, es todo lo que tengo. No tengo nada más para darte. Mi historia y mi pasado no importan.

   —No me importa quien fuiste, o que haces en la oscuridad del mar... Solo quiero un futuro contigo, Zheng, pero no me alcanza con noches robadas de vez en cuando. Nos hemos conocido hace tres años y de alguna manera seguimos donde comenzamos.

   Sao se quitó el cigarrillo ya diminuto de los labios y lo arrojó al suelo donde lo aplastó con su bota izquierda. Levantó la vista, tomó de la barbilla a Vilkas y lo besó brevemente. Comenzó a marcharse, pero antes de salir por la puerta oyó que él le decía:

   —Mantienes nuestro amor encerrado en estas cuatro paredes, como si de un sucio secreto se tratara.

   Zheng Yi Sao se fue. Directo hacia la casa de Meena y Wilhelm, quería buscar ya mismo a Lilith y volver al Olympe de Gouges de inmediato. Pero una sensación en el pecho le dijo que no podría ser así. Quedaba poco tiempo para el amanecer.

   No le gustaba discutir con Vilkas, menos sabiendo que él tenía razón. La siguiente vez que se encontraron luego de la boda Vilkas le exigió saber que estaba sucediendo o jamás volverían a verse. Ella cedió, su alma le decía que no podía permitirse perderlo, le contó sobre el sistema opresor de Serendipia y su historia oculta, borrada de los libros. Simplemente le dijo que ella y su familia intentaban cambiar eso. Él le exigió más, pero ella solo le rogó que no interfiriera, que jamás lo entendería viniendo de otras tierras.

   Con mucho pesar, Vilkas aceptó las migajas de información que se le dieron. Ignorando las leyendas del Bloque Negro, los asesinatos, los ataques a los barcos reales cada año y el verdadero destino de las debutantes. Con los años comenzó a obtener más información, tenía un fuerte presentimiento que todo estaba conectado con su amada, pero sabía que la única manera era que ella le revelara la verdad. Sin embargo, no tenía idea absoluta del sótano del castillo, ya que con su llegada se había perdido la tradición de las debutantes.

   Aquel día cuando regresó al castillo, él y Farkas tuvieron una larga conversación. No podían marcharse inmediatamente, sus naves habían quedado obsoletas luego de tan larga travesía... con suerte, en unos años podrían construir una flota nueva para dejar ese oscuro reino, atrás. Ninguno lo admitió, pero no estaban dispuestos a hacerlo, ni por todo el oro del mundo, ni por más podrido que estuviera cada hogar de aquella ciudad.
   Esa era la magia de la región de Serendipia, una vez que llegabas te atrapaba como un anzuelo a un pez. Su mágica belleza hipnotizaba a cualquier que tuviera complejo de salvador. Vilkas sería paciente, hasta que Sao le revelara sus secretos y le dejara unirse a la lucha. Farkas simplemente sentía que no podía abandonar a la Princesa, si lo hacía, su madre la mataría.

   Luego de casi una hora caminando la lluvia paró, aún faltaba una hora para el amanecer. Sao al fin divisó el puerto, y luego La Choza destartalada, pequeña. En dos horas aparecerían los primeros pescadores, entre ellos: Wilhelm. Aceleró el paso, no podía permitirse que los ciudadanos la vieran vestida de negro, pensó, mientras cubría su rostro con su pañuelo negro (el cual prefería antes que una máscara) y acomodaba su sombrero, al que le seguía faltaba un trozo.

   La luz de la Luna, que poco a poco se ocultaba, se filtraba entre los mástiles y las velas. El suelo permanecía húmedo debido a las olas que golpeaba la pasarela de madera y un suave olor a pescado se olía en el ambiente. Lograban disminuir el hedor con ungüentos de hierbas y canela con los que barnizaban el puerto entero.

   La mujer llegó hasta la puerta hinchada por la humedad de la cabaña. Su diseño se basaba en piedras y quebracho. Todo tenía un tono verdoso a causa del musgo y verdín, incluidas las tejas del tejado, donde podían verse antiguas goteras cubiertas con tablones.
   Poco a poco Meena y Wilhelm, reparaban su hogar que habían conseguido a muy buen precio, gracias a su deplorable estado.

   Tocó la puerta con suavidad, unas seis veces, en un ritmo pausado. Meena respondió en seguida y a Sao le tomó solo un segundo saber que algo no estaba bien. Le dio un beso en la frente a la joven, quien le sonrió con dulzura, ingresó en la estancia y observó el panorama.
   Al entrar te encontrabas con un fogón donde siempre colgaba una olla oxidada. Dos sillas de gruesas patas apuntaban hacia el fuego, con una mesa ratona entre ellas. Detrás, a la izquierda, se podía ver una débil escalera donde Lilith permanecía sentada, abrazando sus piernas mientras se contenía para no abrir y cerrar las manos con nerviosismo. Ya había limpiado sus heridas, pero su rostro seguía hinchado. A la derecha una mesa larga acumulaba herramientas de cocina y asesinos.
    Detrás de la escalera una puerta llevaba a la armería, la cual disimulaban como cuarto de baño. Allí creaban y guardaban sus pociones y venenos, afilaban y limpiaban sus armas y armaduras. El piso de arriba era aún más pequeño debido a la forma del tejado; un angosto pasillo: a cada lado una puerta con una habitación.

   Zheng Yi Sao aspiró el dulce olor de las hierbas secas que colgaban en ramilletes del tejado y se acercó al fuego para calentarse las manos. Lilith levantó la vista, al verla corrió hacia ella para abrazarla con un puchero de niña pequeña en sus labios.

   La mujer la rodeó con sus fuertes brazos y le besó la coronilla.

   —Aquí estoy, cariño —le susurró—. Tranquila, todo estará bien.


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