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I. Lienzo en blanco.

⊱ ☽    Prólogo   ☾ ⊰


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   —Lo único que siempre quise es que me quieran tanto como yo les quiero.

   —Te quieren —afirmó.

   —No. Soy tolerada, jamás querida.


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⊱ ☽   Trece años antes   ☾ ⊰

   El lucero del alba dio paso a una nevisca, como cada mañana en la inmensa ciudad de Vulpes. Las mujeres salieron junto con el sol a limpiar las calles. La noche anterior había sido el Día de Serendipia y Luna nueva, los hombres habían festejado hasta el cansancio la grandeza de sus tierras. En pocos días llegarían unas jóvenes debutantes de otras comarcas, dignas de ascender en la sociedad. Se celebraría el baile más extraordinario del año, pero las mujeres esperaban con ansia el siguiente acontecimiento: el Festival de las Flores, su única noche de libertad.

   Zervus, la gobernanta y ama de llaves del Palacio de los Zorros, doncella principal de la Reina; preparaba un baño de hierbas con propiedades curativas para Kaira, a quien había criado como si de su propia hija se tratara. Con sus callosas manos arrugadas agregaba una cucharada de esencia de vainilla en el agua humeante. Un rayo de luz matutino entraba por la claraboya del tejado, provocando que su cabello blanco, antaño rubio, brillara. Tenía un rostro dulce y unos ojos tan negros como la noche.

   Sauro dormía en su gran alcoba llena de lujos, la cual era solo para él. A veces, cuando le apetecía llamaba a Lorenza para que le hiciera compañía, otras llamaba a alguna doncella. Tenía preferencia por las más jóvenes, su favorita siempre fue Camila (una de las hijas biológicas de Zervus), incluso cuando creció. La joven lo consideraba una maldición, a diferencia de lo que Sauro creyera.

   El Rey había pasado la noche entera en vela, disfrutando y festejando. Regresó a sus aposentos mucho después del amanecer.

   Lorenza estaba en el jardín privado, aún con su camisón de dormir blanco, debajo de un pesado abrigo de piel de bisonte. Le gustaba estar allí y pintar hermosos cuadros que luego colgaba por los pasillos del castillo. Se encontraba sentada en el bordillo de la fuente, a su lado un atril con un lienzo en blanco. Los rayos de luz se filtraban entre el laberinto de plantas del jardín con tal claridad e intensidad que sentías que podías estirar la mano, tomar uno y guardarlo en tu bolsillo.

   Esa mañana la Reina no tenía inspiración. Kaira había cumplido siete inviernos desde su nacimiento y todavía no había logrado quedar embarazada otra vez. Le tenía aprecio a la niña, pero no demasiado. Ella quería un heredero digno del trono, no una hija que estorbara. Comenzaba a creer que la Princesa le había destruido el interior.

   Si al aparecer la Luna menguante volvía a sangrar, acudiría a un curandero para que la ayudara. Estaba decidida.

   —Madre —dijo Kaira de repente, detrás del lienzo.

   La Reina se inclinó ligeramente, asomándose por el costado del atril. Su pequeña hija de siete años llevaba el cabello húmedo y suelto, olía a hierbas y almendras. Zervus acababa de darle un baño y llevaba una falda marrón chocolate, larga hasta el suelo, junto con una camisa abullonada verde con bordados blancos. Una pequeña y delicada capa verde manzana abrigaba sus frágiles hombros. Lorenza frunció el ceño al ver el colgante de zorro que llevaba su hija, era la primera vez que lo veía.

   —Buen amanecer, Kaira —respondió, mientras le indicaba a la niña que se sentara a su lado—. ¿Has descansado?

   Kaira no respondió, se sentó en el borde de la fuente. No quería romper la promesa que le había hecho a su padre, pero sentía dolor y le daba vergüenza decirle a Zervus, a pesar de que ella la cuidaba desde que había nacido.

   Lorenza la miró esperando una respuesta y levantó las cejas, en señal de interrogación.

   —Madre... —repitió Kaira, al borde de las lágrimas.

   —¿Qué pasa, Kaira? —Lorenza estaba perdiendo la paciencia, su tono lo delataba.

   El viento comenzó a soplar y las hojas de los arbustos se agitaron furiosos. El lienzo se tambaleó ligeramente.

   —Padre me hizo daño... —susurró Kaira llorando, con un puchero. Se sentía fatal por romper la promesa que le había hecho a su padre, de no contarle a nadie.

   —Bueno. —Lorenza suspiró aburrida, le sacudió el cabello. Se volteó hacia el lienzo en blanco para observarlo, de pronto tenía inspiración. Sin mirar a su hija, continuó—: A veces los hombres se enojan, y suceden cosas... Ve a jugar a tu alcoba.

   —Pero mamá, me hizo daño aquí —insistió, sorbiendo su nariz. Señaló su falda—. Y me duele.

   Lorenza se dio la vuelta y miró hacia donde indicaban sus manos, luego la miró a los ojos, grandes, inocentes y apenados. Antes de que Kaira supiera qué pasaba recibió un golpe con el revés de la mano de su madre. Asustada, cayó hacia atrás y se hundió en la fría agua de la fuente.

   Su madre jamás le había hecho daño hasta ese día.

   Mientras el agua se infiltraba en sus pulmones, dándole una sensación de quemadura en el pecho, pensó: seguramente la estaba castigando por romper su promesa. 


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