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33 - Días de infierno

A medida que resonaba por todo el pasillo cómo Emma tocaba la puerta de la habitación que ella misma compartía con Quentin, James se quedó mirando la pulsera que ella llevaba puesta en su muñeca derecha. Era de perlas blancas y negras, intercaladas como si de un juego de ajedrez se tratara.

Él recordó, a pesar de conocerla hacía muy poco tiempo, cómo ella fue, por momentos, muy valiente y seria, pero luego alegre y despreocupada. Podía ser algo espeluznante, pero en el caso de ella hacía que James quede fascinado e intrigado por lo que iban a vivir esos días de infierno venideros.

Estaba seguro de que vendrían. Y pensar en eso era terrorífico. Lo peor era que no podía evitar que quede dando vueltas por su mente a todo momento.

James estaba pensando en eso en el mismo momento en el que Emma giró el picaporte para abrir, Quentin hizo lo mismo. Ambos se vieron asustados por unos segundos, hasta que Emma reaccionó.

—¿Estás bien?

—Sí, Emma —sonrió Quentin, con los ojos verdes brillando. James se preguntó si había estado llorando o si solo era su impresión.

Quentin se hizo a un lado para dejar paso libre a los otros dos, pero James se quedó congelado en la puerta. Pensaba en que necesitaba la ayuda de todos ellos y no tenían ni una sola pista de dónde podría estar su padre. Seguramente estaba donde el Elegido, y odiaba que eso pudiera ser posible. Tuvieron la posibilidad de rescatar a su padre y la desperdiciaron.

—Pasa, a Quentin no le molesta —lo alentó Emma.

—Bueno, veremos —soltó el aludido de ojos verdes.

Emma se quedó boquiabierta e indignada.

—¡No le digas eso! Debe estar asustado... O conmocionado... Quizás impresio...

—Bueno, entendí. Con dos adjetivos pude comprender. Oh, ya entraste, James.

Con el chico sentado al pie de la cama de Emma, y ella sentada perpendicularmente a él con las piernas cruzadas como si estuviera haciendo la posición de loto, Quentin fue a cerrar la puerta.

—¿No cierras las puertas en tu casa? —le preguntó él después de dar el portazo.

—¿Qué sentido tiene cerrarlas? —contestó James mirando hacia la nada misma.

Quentin y Emma se miraron.

—¿A qué te refieres? —preguntó ella.

—¿A qué me voy a referir? —dijo James—. Me refiero a que, con la puerta cerrada y todo, entraron unos locos y se llevaron a mi padre.

Emma se movió y se sentó junto a James. Lo abrazó de costado y miró a Quentin, que había cambiado su semblante a uno más de lástima hacia James.

—Piensa en que yo pude ir a salvarte a ti también —apuntó Emma.

—¿Y de qué sirve eso? Mi padre puede estar... —No podía decir la palabra. Simplemente no podía.

Quentin se sentó junto a él.

—Siempre podemos tener altos y bajos. Si te soy sincero, acabo de tener uno de esos bajos —confesó, y se rio, nervioso. Esperó que James o Emma siguieran hablando, pero ellos hicieron silencio. Quentin entendió que debía contar qué le había pasado—. Mi familia... Ellos... No sé dónde carajos están. Tenía una pista de que uno de mis hermanos estaba en el norte, por Escocia, pero no sé nada, y eso no me deja dormir por las noches...

Su voz comenzó a quebrarse como una copa de cristal que se destruye y queda hecha pedazos.

—¿Sabes? Tengo este sentimiento horrible en el pecho de que podría haberme quedado con ellos y salvarlos —siguió Quentin—, pero tenía que ir a buscar a mi hermanito. Nosotros estábamos relativamente bien y él estaba perdido. Se había escapado de nosotros... Tenía tanto miedo.

—No es tu culpa, Quen —dijo Emma, apenado.

—Y entonces, lo mataron —sus ojos verdes se enfriaron. Su voz sonó a furia que estaba por explotar.

—¿A tu pobre hermanito?

—Sí. Mataron a un niño de diez años que no podía defenderse ni matar siquiera una mosca. Había un hombre que nos quería matar, o quería algo de nosotros, no sé, y probablemente, lo consiguió.

—¿Aquel Elegido no será ese hombre? —preguntó James.

—No, James. Ese hombre ahora está muerto. En ese momento no tenía mis poderes, no conocía mi elemento. Así que, después de intentar conocer algún dato sobre la locación del resto de mi familia, sin éxito, lo degollé, y hasta el día de hoy puedo decir que estoy orgulloso de ello.

James se sorprendió por las palabras del chico, pero lo entendía. De hecho, lo celebraba. Cuando logre acercarse a los que secuestraron a su padre, los mataría de la manera más cruel posible.

—Fuiste muy valiente, amigo —dijo Emma, con una sonrisa apenada en el rostro. Le dolía ver a las personas heridas, y le dolía que existan personas tan crueles. Ella recordó cuando James dijo que ella debería estar en su casa porque sus padres estarían preocupados al descubrir que su hija no estaba en su habitación, y pensó en la vida que podría haber tenido si hubiera tenido padres. Edgar era como uno, pero no era lo mismo. Él era como un maestro, alguien que enseña a vivir y a no morir, pero no es alguien que le leería un cuento para dormir a un niño, ni siquiera a su propio hijo, Connor. Tal vez por esa razón este era tan desagradable.

Emma oyó el reloj de la pared, tan antiguo pero a la vez tan hermoso, y lo miró. Eran las dos de la tarde.

—Han pasado muchas cosas...

—Sí, demasiadas —apuntó James.

—Y debes tener hambre.

—Sí, mucha.

Emma se puso de pie y encaró a la puerta. Quentin la siguió, pero James se quedó sentado en la cama de ella.

—Quentin, me alegra que estés bien —le comentó Emma por lo bajo.

Él le sonrió y la abrazó por un momento. Emma se sorprendió. Él no solía dar abrazos, pero se notaba que estar cerca de la muerte lo había afectado.

—Eres la mejor, Emma. No sé que habría hecho cuando vine aquí si no fuera por ti —confesó mientras salían de la habitación para esperar a James en el pasillo.

Ella se rio.

—Me sonrojas, Quentin. Sabes que Edgar es el que hizo todo. Piensa que gastó todas sus energías en curarte.

—Es verdad... —dijo, y se interrumpió al ver que James ya estaba junto a ellos.

—Tienen una bonita habitación.

—Me alegra que te guste —comentó Quentin—. El pasado verano la arreglamos. Antes era la cueva de un lobo.

Emma soltó una carcajada.

—¡No exageres! Era hermosamente fea. Pero es verdad que ahora está perfecta.

Los dos chicos se rieron.

—¿Vamos? —preguntó ella.

—¡Sí! —exclamó Quentin—. Tengo ganas de comer el mejor plato de Edgar.

—¿Y cuál es? —preguntó James, intrigado.

—Liebre a la napolitana —La seria expresión de su rostro afirmando la veracidad de lo que dice.

—Estás de broma, ¿no?

—Claro que estoy bromeando, James.

Este, algo perdido, miró a Emma. Ella levantó las manos, sonriendo, con las perlas de su pulsera chocando entre sí y haciendo lo que pareció ser un leve crujido.

—Un gusto en conocerte —dijo el de ojos verdes, con una pequeña sonrisa esbozada en su rostro.

James se rio y estrechó su mano con él. La mano de Quentin se sintió fría al tacto y seca. Le recordó a la mano de su padre. Quentin debía tener un año más que él, pero parecía haber vivido mucho más que cualquier otro a su edad. La historia de su familia y su desaparición debía ser solo un fragmento de todo lo que vivió.

—Un placer conocerte también, Quentin.

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