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Capítulo 28

En la densa oscuridad empecé a escuchar susurros y mientras mi vista se acostumbraba al lugar en el que estaba, los susurros se fueron volviendo voces y llanto. Cerré los ojos inmediatamente. Esos debían ser los atormentados de los que había hablado Dan.

Palpé en mi mochila y saqué un pañuelo que había comprado en el mercado de Jérica. Cubrí mis ojos y comencé a andar con las manos extendidas.

—¡Leví! —lo llamé, pero sólo escuchaba los lamentos de la gente que sufría a mi alrededor.

Tomé aire profundamente y me esforcé por pensar en los momentos felices vividos con Leví, en todo lo que sentí mientras estaba en Gallasteria, y en cómo mi vida volvería a ser maravillosa algún día. Ignoré en la medida de lo posible todas aquellas voces que me llamaban.

—¡Angie! —escuchaba las voces de aquellas personas. ¿Cómo podían saber mi nombre? Temí que hubiera algún modo de que pudieran conocer mi verdadero nombre y, como hizo Aldana, tener control sobre mí —Angie, soy Leví...

Insistieron, pero yo continué caminando mientras extendía las manos con más ahínco, por si acaso era cierto que se trataba de él, pero nada. No conseguía tocar a nadie.

Caminaba con paso lento, pero seguro.

—¡Angie! Angie, ven por aquí. Mírame, estoy aquí...

La voz sonaba prácticamente igual que la de Leví y me sentí tentada a quitarme el pañuelo de los ojos, pero volví a extender las manos. Nada.

Según iba avanzando, los gritos se volvían más agresivos. Me insultaban y me amenazaban , pero, como había dicho Dan, no me podían tocar. Eso me daba seguridad, así que seguí caminando sin un rumbo fijo.

—¡Angie! ¿Dónde estás? Soy Caleb. —escuché otra voz.

—¡Caleb! Estoy aquí. Busca mis manos.

Abaniqué mis brazos en el aire, pero nada. No era Caleb. Empezaba a estar frustrada. Me arrodillé para palpar el suelo, intentando averiguar cualquier cosa sobre el lugar en el que estaba y me sorprendió sentir un suelo firme y suave, como si fuera mármol. ¿Qué lugar era aquel?

Las voces se fueron acallando y un sonido de pasos me puso alerta. Aunque me esforcé por aguzar el oído, no podía identificar de dónde provenían.

—Muy bien, has llegado hasta aquí. —Escuché una voz que me produjo escalofríos. Una que conocía mejor de lo que me hubiera gustado. —¿Qué vas a hacer ahora?

—Azariel... —murmuré asustada intentando encontrar la procedencia del sonido.

—¡Correcto! Un punto para la niña— se burló.

—¿Dónde estás?— exclamé siendo llevada por una terrible desesperación.

Escuchaba la risa burlona de Azariel en todas direcciones y yo intenté escapar de él moviéndome de rodillas por el suelo y palpando para asegurarme de que no chocaba con nada. No sabía hacia dónde iba, sólo quería alejarme de él, el asesino de todos aquellos a quienes amaba.

—Te ves patética— se rió con más fuerza. —No entiendo qué pudieron ver en ti para otorgarte el poder de llegar hasta aquí. ¿Qué pensaban que ibas a hacer? Aquí no eres nada más que una intrusa y todo ese poder no sirve de nada. No eres más que un montón de carne y huesos que despide tanto miedo y odio que no tardarás en verte absorbida por mis Kifos... —de nuevo se rió y yo empecé a temblar de miedo.

No sabía qué hacer, no pensé que encontraría allí a Azariel. ¿Y si después de todo no conseguía pasar de ahí? Todo habría sido en vano. No sólo no lograría salva a mis padres y a Leví, sino que además, acabaría igual que ellos. Decepcionaría al Gobernante y a todos los que habían puesto algo de esperanza en mí.

—¡Basta, Azariel! Déjala en paz —la voz de Caleb llenó mis oídos y alcé la cabeza. Estiré los brazos y lo busqué.

—¡Caleb! ¿Dónde estás?— inquirí desesperada.

Una mano cálida y fuerte alcanzó la mía. Me aferré a ella como si fuera un salvavidas en medio del océano.

—Angie, estamos a salvo. Puedes quitarte el pañuelo —dijo Dan.

—Sois unos aguafiestas, me lo estaba pasando muy bien —se quejó Azariel con sorna. —¡Mirad a vuestra heroína! Una patética humana débil e inmadura que no es capaz de soportar un poco de presión.

Obedecí a Dan y bajé el pañuelo, dejándolo atado al cuello, por si volvía a necesitarlo. Miré alrededor y aunque el lugar no estaba muy iluminado, podía diferenciar algunas sombras que se movían por detrás de unas columnas que había a los lados, como lobos acechándonos en la oscuridad.

—¿Veis a mis kifos? Están esperando una señal para acabar con vosotros —se rió.

—¿Dónde está Leví? —pregunté sin apartar la mirada de aquellos rostros blancos que me causaban pavor.

—¿Leví? —Azariel nos miró entrecerrando los ojos e inclinando la cabeza hacia un lado, como si no supiera de qué estábamos hablando. —Leví, Leví...

—¡No te hagas el tonto! —grité furiosa avanzando dos pasos, pero Caleb tiró de mi brazo y me puso detrás de él.

—¡Ah! Claro. Leví... ¿Cómo he podido olvidarme de él? —rió con escarnio. —Tal vez porque me da igual.

—¡Responde!

—Cálmate, Angie —susurró Caleb en mi oído.

—Eso, cálmate. —El desterrado comenzó a girar alrededor de nosotros con parsimonia y los guardianes se interpusieron entre él y yo, girando a su compás. —No te gustará saber que camina errante por los yermos infinitos de los atormentados.

—¿Qué es eso?— pregunté sin estar segura de querer saber.

—Es donde están los que han muerto en desesperación y que acabarán por convertirse en desterrados —explicó Azariel como si fuera algo entretenido. —Lo que tú has atravesado no es más que una antesala. Últimamente mis siervos están haciendo un trabajo estupendo corrompiendo corazones y si a eso le sumamos la ayuda de los Kifos, es un éxito— se rió.

—No...

—Pero no sufras, querida. A diferencia de vosotros, y por suerte para él, ya está muerto y su cuerpo mortal no le entorpece con las típicas necesidades fisiológicas a las que estáis atados, así que, probablemente, resistirá más que vosotros.

—Pagarás por todo esto —gruñí apretando los dientes, llena de rabia e impotencia.

—No creo que estés en situación de hacer una afirmación como esa, miserable mortal —me miró con desprecio, pero tan pronto como percibió mis sentimientos negativos, sonrió. —¡Pero dime, Caleb! —siguió hablando burlón. —¿Cómo llevas lo de tener un cuerpo físico? Una pena que ahora no dispongas de tu condición inmortal, ¿verdad? Habría sido muy útil. La has perdido para nada, porque al final ella le escogió a él.

Caleb cerró los ojos dolido y su dolor pasó a mí. Lo lamenté mucho. Todo era por mi culpa. A pesar de que se había sacrificado por mí durante toda mi vida para protegerme, sólo había sido capaz de devolverle sufrimiento.

—No voy a caer en tu juego, Azariel —dijo Caleb sin perder la firmeza en su voz. Me miró y sonrió. Estaba decidido a no dejarse amedrentar por las provocaciones de Azariel y eso mismo debía hacer yo.

Sonreí agradecida a Caleb, que tomó mi mano,haciendo que la sonrisa de Azariel se borrase de repente y nos mirase con asco.

—Veo que no quieres cooperar, pero no hay problema. Todo tiene solución.

En un abrir y cerrar de ojos, Azariel se plantó frente a mí y agarró mi cuello, apartando a Caleb de un empujón. Sus dedos, delgados y fríos, se clavaban en mi piel como cuchillos y sentí que la sangre bombeaba con dificultad, haciendo que el aire apenas llegara a mis pulmones.

—¡Suéltala! —exclamó Dan dejando al descubierto las armas que le había entregado el Gobernante. Caleb le imitó y Azariel abrió los ojos con espanto.

—Con que pretorianos, ¿eh? Está bien. Vamos a tener tiempo de seguir jugando más adelante. —Me dejó caer y sentí alivio al notar que podía respirar con normalidad.

En cuanto me soltó, desapareció, dejándonos solos, o eso pensaba, pues a nuestro alrededor empezaron a acumularse algunos Kifos con sus feroces rostros blancos. Dan y Caleb se pusieron a ambos lados mostrando nuevas armas, listas para enfrentar a la amenaza.

—¿Cómo se lucha contra esto, Dan?— preguntó Caleb inquieto.

—Ni idea... sólo haz lo que te diga tu instinto.

Me quedé petrificada, mirando a aquellos seres oscuros y siniestros. Mostraban su larga hilera de dientes puntiagudos en una especie de sonrisa macabra.

Dan y Caleb empezaron a luchar contra ellos. Una de las armas, similar a una espada, cortaba los rostros de los kifos por la mitad y los hacía desaparecer, mientras que en la otra mano, tenían una especie de aro rodeando su muñeca que concentraba energía y la lanzaba. Sin embargo nos superaban en número por mucho y no podrían acabar con ellos enfrentándolos uno a uno. A pesar de lo fuertes que parecían, no era suficiente. Había demasiados enemigos.

Un Kifo, con sus enormes fauces abiertas, se abalanzó sobre mí y, como acto reflejo crucé ambos brazos frente a mí. Eso produjo una onda expansiva de luz que hizo que todos los Kifos a nuestro alrededor se disolvieran como papel quemado.

El impulso de la onda me empujó hacia atrás y caí al suelo, mirando atónita lo que acababa de pasar.

—¿Eso lo he hecho yo? —pregunté incrédula respirando con vehemencia.

Dan y Caleb me miraban jadeantes, tan sorprendidos como aliviados.

—Así que eso es lo que te dio a ti —musitó Caleb extendiéndome la mano para ayudarme a incorporarme.

—¿Ese poder te lo dio el Gobernante? Empiezo a creer que tiene preferidos... —sonrió Dan.

—Pero es lógico que, quien tenga la llave para llegar a Baltzoak, sea capaz de defenderse de un lugar como este.

—No me siento bien...— farfullé algo mareada.

—Tranquila, Angie. Es lógico. Tu cuerpo no está acostumbrado a expulsar esas cantidades de energía —explicó Dan mientras me sostenía por la cintura para ayudarme a mantener el equilibrio.

—Ya... —respondí tratando de aceptar su explicación, pero, definitivamente, no me sentía nada bien. Si era a causa de lo que acababa de hacer, tal vez no debería usarlo de nuevo.

—Y ahora, jovencita —siguió hablando Dan, esta vez algo más disgustado—, vas a explicarme qué es eso de meterte tú sola en Baltzoak sin esperarnos. ¿Qué pensabas hacer?

—No lo sé. Algo tiraba de mí... además, creí que perdería la oportunidad de entrar por culpa de Aldana.

—¿Aldana y los druidas? Vamos, ¿Acaso crees que esa panda de viejos barbudos iba a poder con nosotros?

Me reí, pero bajé la cabeza arrepentida por no haberme apartado del portal abierto, como me habían mandado. Dan aprovechó para darme un golpe en la frente con el dedo y negó con desaprobación.

—No lo vuelvas a hacer. No sería la primera vez que pierdo a mi protegido porque actuó de forma temeraria.

—No lo volveré a hacer...

—Espero que sea así —intervino Caleb. —No sé si sería capaz de soportar un susto como este de nuevo.

—Acabarás acostumbrándote —bromeó Dan. —Cuando un protegido tiene una misión importante, los desterrados lo acosan con más insistencia y nos volvemos locos—Dan le dio una palmada en la espalda mientras se reía de algo que sólo él parecía entender.

—No será mi caso, porque aunque ahora tengo un cuerpo físico como tú, mi única misión es protegerla, y en cuanto ella deje este mundo, me iré a su lado.

—En teoría debería ser así, ¿cierto? —Dan inclinó la cabeza a un lado pensativo. —Tu caso es excepcional. Nunca se había visto algo igual, así que ignoro si te quedarás aquí, como nosotros, cumpliendo diferentes misiones o por el contrario, darán tu misión por concluida. Es difícil de decir.

Las voces de la gente que gemía a nuestro alrededor empezaban a intensificarse. Me aproximé a uno de los laterales de la especie de sala en la que parecíamos estar y me agarré a una de las frías columnas. A unos escasos dos metros, bajo nosotros, había gente que lloraba desesperada, lamentándose, arañándose el rostro y tirándose del pelo.

—¿Por qué están así? ¿Qué les pasa? —pregunté espantada por el grotesco espectáculo.

—No los mires —dijo Dan mientras me agarraba de los hombros y me apartaba de allí. —Ellos son personas que perdieron la esperanza mientras estaban vivos. Cometieron graves errores a pesar de ser advertidos por sus guardianes y acabaron perdiendo la vida. Muchos de ellos se la quitaron ellos mismos buscando una paz que no iban a encontrar al otro lado, pues del mismo modo que dejan la tierra, así siguen después.

—Pero no es justo que sigan sufriendo después de morir. Deberían poder descansar en paz.

—No, Angie. Esta gente no fue buena. Si hubiera habido algo de bondad en ellos, habríamos conseguido evitar que llegaran allí.

Dan volvió a colocarme el pañuelo sobre los ojos y me ató una cuerda a la cintura. Luego me guió hacia la salida de esa extraña estancia de columnas, donde estaba aquel mar de gente o, como Azariel lo había llamado, el yermo de los atormentados.

—No te harán nada. Camina tranquila. Con esta cuerda evitaremos dispersarnos, ¿de acuerdo? Encontraremos a Leví.

Asentí nerviosa sin estar segura de ser capaz de atravesar aquella vasta inmensidad de gente. ¿Cómo era posible que tanta gente hubiera muerto con tal sufrimiento? Parecía que los desterrados eran mucho más efectivos de lo que me había parecido.

Me aferré a la cuerda y me dejé guiar por Dan. Caleb también estaba atado a la cuerda y caminaba detrás de mí, agarrándome por los hombros. Me esforzaba por ignorar los gritos desesperados que había a mi alrededor, pero se me hacía cada vez más difícil, sobre todo porque algunos sonaban igual que mi abuela y que Leví.

No sabía por cuánto tiempo se iba a prolongar aquello, pero estaba agotada. Calculaba que debían de haber pasado horas y todo seguía igual. Gritos por todas partes y nada, excepto la cuerda en mi cintura y las manos de Caleb en mis hombros.

—Dan, no puedo más... —murmuré.

—Un poco más... —me animó, pero oí su voz cansada.

Sentí un cosquilleo por la mejilla y me asusté. Extendí los brazos y pude notar algo frío y suave que me tocaba. En seguida los encogí asustada. Luego sentí un tirón de la cuerda detrás de mí.

—¡Caleb! —me detuve y traté de palpar a Caleb detrás de mí, pero no estaba. Me arrodillé y lo sentí en el suelo. —¡Caleb! ¿Qué te ha pasado? ¡Dan, algo le pasa a Caleb!

Al no recibir respuesta, agarré la cuerda y la seguí hasta Dan, pero también estaba en el suelo. Palpé su cara y parecía que se había desmayado. ¿Qué estaba pasando? De nuevo sentí otra caricia fría en la mejilla.

—Maldita sea, no es momento de echarse la siesta —musité.

Como pude, agarré a Dan de los brazos y lo arrastré hasta donde estaba Caleb. ¿Qué les había pasado? ¿Y cómo demonios íbamos a encontrar a Leví si ellos no podían caminar?

—¡¡FUERA, MALDITOS!!— Escuché una voz diferente que resonó sobre todos los lamentos a mi alrededor. Una voz de mujer.

—¿Quién eres? —pregunté alzando las manos para asegurarme de que no era un atormentado.

—¿Estás bien? —dijo a la vez que tomaba mis manos. Las sentí cálidas y suaves. —Vamos, tenemos que irnos de aquí.

Tiró de mi mano para llevarme, pero las cuerdas me impidieron alejarme.

—¡No puedo dejarlos ahí! —exclamé, al notar que mis guardianes seguían inconscientes en el suelo.

—¡Déjalos! No lo conseguiremos.

—¡No! ¡Nadie se va a quedar atrás! — Agarré las manos de uno de ellos y empecé a tirar con todas mis fuerzas. Para mi sorpresa, pesaba menos de lo que esperaba, sin embargo, avanzaba muy despacio.

—A ese ritmo vamos a morir— protestó la mujer.

—Me da igual. Vete, si quieres.

—Espera, por todos los cielos. Carguemos con ellos a cuestas.

La mujer desató la cuerda de la cintura de los guardianes y se alejó un poco. Unos minutos después, me agarró del hombro.

—¿Preparada? Creo que éste es el más ligero —dijo hablando con dificultad. Había cargado con uno de los guardianes y se disponía a ponerlo sobre mis hombros.

Palpé su torso y me di la vuelta. Ella lo cargó en mi espalda y agarré sus manos alrededor de mi cuello. Pesaba mucho, pero haría cualquier cosa por impedir que les pasara algo.

Escuché a la mujer gruñir e imaginé que cargaba con el otro guardián. Un tirón de la cuerda en mi cintura me confirmó que se había puesto en marcha y, tan rápida como pude, empecé a caminar.

—Tenemos que escondernos cuanto antes.

—¿Cómo sabes hacia dónde vamos?

—Yo llevo el suficiente tiempo aquí como para saber dónde puedo mirar y dónde no. Confía en mí. —dijo con la voz entrecortada por el esfuerzo. —En cuanto a tus amigos... Bueno, no cuentes con que les quede mucho tiempo.

—¿Porqué?

—Son esos malditos seres de la cara blanca. Para defenderse de ellos no es suficiente con no mirar, como con los otros gritones. Estos se acercan en silencio y te absorben la vida.

—¿Hay Kifos sobre ellos? —inquirí preocupada señalando a los guardianes.

—¿Kifos? si te refieres a esos monstruos de rostro blanco, sí... hay varios. Y si no nos damos prisa en llegar a la cueva, nos absorberán también a nosotras.

—Maldita sea... —murmuré, mientras dejaba con cuidado el cuerpo del pesado guardián en el suelo. —Por favor, deja al otro aquí y ayúdame a quedar frente a ellos.

—¡No podemos perder más tiempo! Tenemos que...

—Por favor...

La mujer suspiró y me hizo caso. La escuché dejar al guardián con cuidado junto al otro, me agarró por los hombros y me giró levemente hacia un lado. En seguida crucé los brazos frente a mí, como había hecho antes y sentí aquella oleada de poder salir de mí que me impulsó hacia atrás, pero la mujer me sostuvo. De nuevo, me sentí agotada y las piernas me flaquearon, hasta que caí de rodillas.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó ella asombrada.

—¿Se han ido?

—¿Ido? ¡Se han volatilizado! ¿Cómo has...?

—Vamos... tenemos que seguir —farfullé agotada.

Palpé buscando a los guardianes, y encontré la cabeza de uno de ellos. Por sus rasgos y la longitud del pelo, parecía Caleb. Respiré con vehemencia varias veces antes de volver a cargarlo a cuestas. La mujer cargó con Dan y seguimos andando hasta que nos metimos en un lugar en el que nuestras voces hacían eco.

—Hemos llegado. Te puedes quitar el pañuelo. Estamos a cubierto.

Como había dicho, me quité el pañuelo y vi cómo dejó a Dan sobre una especie de cama improvisada que parecía más una manta vieja. Dejé a Caleb a su lado y me senté junto a ellos agotada.

—Creo que les voy a prohibir los desayunos de campeones... —musité entre jadeos.

Cuando miré a mi alrededor, me sorprendió ver que estábamos en una cueva no muy grande. Había telas dobladas a un lado y restos de una hoguera en el centro.

—¿Estás segura de que aquí estaremos a salvo? —pregunté todavía agotada por el sobre esfuerzo que acababa de hacer.

—Sí. No pueden entrar en las cuevas. Hay un sello que les impide el paso en la entrada. No sé quién lo puso ahí, pero eso nos mantiene a salvo.

—Gracias... te debemos la vida.

Miré a la mujer y de repente, algo entre nosotras conectó de una manera que no sabía cómo explicar. Yo conocía su rostro. Lo había observado miles de veces en las imágenes estáticas de las fotos de mi abuela.

Ella me miraba con los ojos muy abiertos, con un evidente desconcierto. Era como si supiera que me conocía, pero no sabía de qué.

—¿Eres... mi madre?— me atreví a preguntar. Ella parpadeó dos veces confusa.

—No puede ser... ¿Angie?

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