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Capítulo 2

A última hora habíamos tenido clase de historia y antes de marcharnos a casa, quería hablar con la profesora sobre una nota demasiado baja en un examen. No demoré mucho, pero Sarah y Elisa abandonaron el aula conversando distraídas. 

Casi media hora después, al salir del instituto, un fuerte viento que traía olor a tierra mojada me obligó a agarrar con fuerza la falda del uniforme. La tormenta casi estaba ahí y, por supuesto, mis amigas no estaban ahí para esperar a ver quién llegaba primero, la tormenta o yo. 

Caminaba con esfuerzo por la calle. El fuerte viento levantaba mucho polvo y dificultaba la visión. De repente, escuché una voz: "Apártate del camino". Miré en todas direcciones, pero no había nadie a mi alrededor. ¿Estaría volviéndome loca? Pensé que lo que había escuchado era el viento y seguí caminando. De nuevo oí la voz: "Apártate del camino". Me quedé petrificada. Esta vez no había dudas. Había oído una voz. Pero no era como oír una voz con mis oídos, sino como algo que sonaba en mi cabeza.

Por tercera vez, y ahora con más premura, la volví a escuchar:"Apártate. ¡Ahora!"

Instintivamente hice caso y me pegué a la pared de un edificio. Segundos después, una rama de árbol enorme cayó justo donde yo debería haber estado caminando de no haber hecho caso a la voz. Me quedé atónita. El grosor de aquella rama era suficiente como para haberme matado. Miré alrededor y hacia las ventanas de los edificios, pero todas estaban cerradas. No había absolutamente nadie en la calle.

Asustada, corrí hasta llegar a casa. No tenía una explicación racional a lo que acababa de ocurrir y eso no me había ocurrido nunca.

Cuando llegué , encontré a mi abuela sentada en su sillón favorito y cubierta con una manta mirando la televisión. Sobre la mesa había un plato de comida para mí.

—¡Angie, ya era hora! Estaba preocupada. Vaya día hace— dijo mi abuela mientras se subía la manta hasta la altura del cuello. —Dice el tiempo que esta tarde va a haber tormenta eléctrica e incluso granizo.

—Abu, no te vas a creer lo que me acaba de pasar...— dije con la boca llena de comida. A pesar del susto, tenía un hambre voraz.

Conté a mi abuela el relato como si se tratara de una novela de misterio, exagerando en la entonación para hacerlo un poco divertido, pero ella me observaba seria y muy preocupada.

—Pero estoy bien, Abu. No te preocupes.

Ella deslizó su arrugada mano hasta ponerla sobre la mía y me miró asustada.

—Mi niña, espero equivocarme, pero creo que nos han encontrado—susurró con voz temblorosa.

—¿Qué? ¿Quién?

Mi abuela padecía demencia senil. Desde que mis padres habían muerto en un accidente de coche, tuvo que hacerse cargo de mí. Siempre habíamos estado bien. Ella me contaba muchas historias fantásticas y a mí me encantaba escucharlas, pero según iba envejeciendo, ella empezaba a creer que sus cuentos eran reales. Hablaba de un mundo fantástico en el que habíamos vivido todos antes de nacer, que éramos amigos y que había seres malvados que nos querían hacer daño.

—Ellos siempre aprovechan las tormentas para hacer el mal. Tenemos que huir y escondernos.

Intentó ponerse en pie, pero se lo impedí. Volviendo a cubrirla con la manta caliente. Probablemente habría que volver a hacer ajustes en su medicación.

—Abu, ¿has visto la tormenta que hay fuera? No vamos a escondernos en ningún sitio.

Ella miró por la ventana y luego me miró a mí con tristeza. El médico me había dicho que cada vez que comenzase con un episodio, tratase de restar importancia, y cambiara de tema, pero ella no era tonta y podía ver la preocupación que me producía verla así.

—¿Y en el instituto? ¿Hay alguna novedad?

Me sorprendió la pregunta.

—Lo cierto es que sí. Ha venido un chico nuevo a nuestra clase, pero Sarah lo odia porque no le presta atención.

Como si no hubiera ocurrido nada hacía unos instantes, ella sonrió.

—Tarde o temprano esa niña tenía que encontrar la horma de su zapato. No puede seguir tratando a los hombres como si fueran juguetes.

—Abu, ya te he dicho que en su casa las cosas no están bien y que ella lo hace para protegerse— intenté defenderla.

—Bobadas. ¿Y quién protege a los chicos de ella?

Me reí.

—Pues yo creo que este chico es gay, por eso no cae rendido a los pies de Sarah. — me reí sin ganas, y por un segundo recordé lo que me había hecho sentir aquella mañana en clase. Me aclaré la garganta incómoda. Eso tampoco pasó desapercibido a mi abuela.

—¿Crees que es gay? No digas tonterías. Empiezas a hablar como tus amigas.Si no se enamora de Sarah es porque no le gustan las mujeres... eso son sandeces. ¿Y si fuera por otra razón?

—¿Qué razón?

Tardó unos segundos en contestar.

—Porque te está buscando a ti, pero no lo sabe— susurró mirando en todas direcciones, como si temiera que alguien la escuchase.

—Ya... claro —ahí estaba otra vez. Otro episodio de demencia senil. —Ya sabes que no creo en esas cosas del destino y las medias naranjas.

—¿Quién está hablando de media naranja? Han comenzado a buscarte porque los otros ya se están moviendo.

—Está bien, lo que tú digas— la besé en la mejilla con cariño. —Por cierto, Abu, esta tarde me voy a casa de Sarah para hacer un trabajo de clase. Quiero irme antes de que empiece a llover.

Mi abuela miró por la ventana entrecerrando los ojos.

—No me gustan los días de lluvia. Causan tristeza. Deberías quedarte en casa.

—No pasa nada, Abu, de verdad. Estaré bien. Si llueve mucho cuando termine de estudiar, llamaré a un taxi para que me traiga a casa,¿de acuerdo? —La abracé y me fui sin esperar una respuesta de su parte.

Un trueno ensordecedor anunciaba la llegada de la tormenta, así que tomé mi mochila y me fui a toda prisa. No había nadie caminando por la calle y otro relámpago me recordó el porqué. A mí tampoco me gustaban las tormentas, pero Sarah me necesitaba.

De repente, de la nada, empezó a hacer mucho frío. Diría que la temperatura habría bajado unos diez grados. Me dio un escalofrío y me subí la cremallera de mi chaqueta. Sin embargo el frío la atravesaba como si no llevara nada y no podía entrar en calor.

A lo lejos vislumbré una figura. Parecía un hombre, pero había algo raro en él. Usaba una ropa oscura, como una especie de túnica raída. Estaba un poco encorvado y su pelo, largo y desgreñado caía hacia delante, cubriéndole parte del rostro.

Él me miraba fijamente, pero no fue hasta que me aproximé lo suficiente, cuando pude ver que sonreía. Sus rasgos faciales eran ligeramente deformes, haciéndolo parecer menos humano. Empecé asentir un miedo irracional hacia él. No quería estar cerca. Mi instinto me gritaba que me alejase, pero mi raciocinio me decía que eso no tenía sentido y seguí caminando.

El miedo aumentaba a la vez que la distancia hasta él se reducía y empecé a temblar. Caminaba lentamente, como si estuviera intentando evitar lo inevitable. Al pasar frente a él noté una oleada de frío golpeándome y una voz que susurró en mi oído.

Te encontré.

Inmediatamente me giré, pero ya no había nadie. Aquel extraño ser, junto con el frío y el miedo, habían desaparecido por completo y la calle volvía a sentirse como siempre.

Asustada, corrí la poca distancia que restaba hasta mi destino. No podía hablar sobre lo que me acababa de ocurrir con mis amigas. Nunca me creerían. De hecho, ni siquiera quería recordar lo que había pasado al tener que relatarlo.

Cuando llegué a casa de Sarah, una casa grande a las afueras del barrio, me esperaba con una sonrisa.

—Espero que no estés a dieta— dijo guiñándome un ojo.

El olor que salía de la cocina me lo dijo todo. Había estado preparando galletas y eso sólo podía significar que estaba muy triste.

—Tú sabes que las dietas no existen en mi diccionario— me reí.

—Conchita se ha ido temprano hoy porque tenía que ir al médico y la comida estaba fría, así que no me apetecía comerla. Me he dedicado a hacer galletas.

Observé a mi amiga con tristeza, moviéndose de un lado a otro de la cocina.Fingía que estaba bien, pero yo sabía que no era así. No tenía muy claro por qué, pero era como si sólo lo supiera sin necesidad de que me lo dijera. Era una especie de don que había tenido siempre.

—Se suponía que mi madre volvía mañana, pero ha extendido su viaje una semana más, así que mi padre ha decidido irse a pasar el resto de la semana a los Alpes con una amiga suya.

No dije nada, sólo la escuché en silencio.

—¿Crees que ha sido por mi culpa?— preguntó sin darse la vuelta con la voz entrecortada.

—¡No! —exclamé llena de compasión. —Por supuesto que no. Ellos toman sus propias decisiones y no tiene nada que ver contigo.

—¿Pero no podían quererme lo suficiente como para permanecer unidos?—esta vez se giró y tenía los ojos cargados de lágrimas. —Yo sé que no soy una hija perfecta, que soy respondona, que no saco buenas notas, que nunca elijo al chico que a ellos les gusta... pero no soporto que sean así.

Sarah se lanzó a mi hombro a llorar y la abracé en un torpe intento de consolarla. No podía decir que la entendía, porque yo no había conocido a mis padres y con mi abuela nunca me faltó el cariño, pero sentía la imperiosa necesidad de consolarla. No podía soportar verla llorar.

—Sabes que pase lo que pase, podrás contar conmigo y con Elisa, ¿verdad?

Ella se apartó un poco y, secándose las lágrimas, me miró sonriendo.

—Lo sé. Si no fuera por vosotras, hace tiempo que me habría cortado las venas.

No soportaba oírla hablar de suicidarse. Hacía dos años, Elisa y yo la encontramos desmallada en el aseo de chicas del instituto. Enseguida la llevamos al médico y poco después descubrimos que había estado tomando medicamentos para dormir. Aquel día había tomado media caja de pastillas y, si no la hubiéramos encontrado, probablemente en ese momento no estaría teniendo esa conversación con ella.

Cada vez que hacía mención, cambiaba de tema.

—¿Y Elisa? ¿No iba a venir?

—Ha dicho que vendrá más tarde. Tiene que estudiar historia porque si aprueba con buena nota, sus padres le van a regalar una tablet por navidad.

—Así yo también estudio— bromeé, aunque ambas sabíamos que yo estudiaría aunque no tuviese recompensa. —Por cierto, ¿Dan se ha puesto en contacto contigo?

Sarah me miró alzando una ceja.

—No, ¿por qué iba a hacerlo?— siguió trabajando en la cocina, fingiendo que no le interesaba lo que tenía que decir sobre él.

—Bueno... es que cuando te fuiste tan enfadada estuve hablando con él un poco y... —vacilé y eso la hizo parar todo lo que estaba haciendo y centrar toda su atención en mí.

—¿Y...?

—Me preguntó si te gustaba.

—Y tú le dijiste que no, por supuesto.

—En realidad di una respuesta algo ambigua y le dije que tal vez... que no estaba segura.

—¿Y qué dijo? —Sarah se había detenido por completo, posando toda su atención sobre mí, expectante.

—Eso es lo interesante. Sonrió, me dio las gracias y se marchó corriendo. Pensé que había ido a buscarte. Parecía ilusionado.

—¿¡Qué!?— su alarido me hizo dar un respingo. —¿Era tan fácil como decirle que me gusta?

—No lo sé, Sarah. No sé lo que pasó por su cabeza. Yo hablo de la impresión que me dio a mí, pero no se si estoy en lo cierto.

—Está bien, mañana conseguiré sacar esta espinita clavada. Si hace falta me meteré por sus ojos y conseguiré que salgamos.

Toda la tristeza de Sarah cambió de repente por determinación y una gran sonrisa.

Hablamos de él un buen rato y, en cuanto Elisa llegó, la pusimos al corriente. Con la ilusión de las nuevas expectativas, dejamos la película "romanticona que hace vomitar arco iris" para otra ocasión.

Mientras reía sin parar con mis amigas, volví a escuchar la voz en mi cabeza. "Márchate a casa". Miré a mi alrededor asustada.Esta vez no podía decir que había sido el viento. No había nadie más en la casa aparte de nosotras tres.

Me esforcé por ignorar la voz, pero se repetía una y otra vez, cada vez más fuerte, hasta que de repente paró. Estaba muy asustada.

—Angie, tienes mala cara. ¿Estás bien?— preguntó Elisa preocupada.

—Sí... yo... creo que me voy a ir a casa.

—¿Ahora? —preguntó Sarah incrédula. —Pero si está diluviando.

Me paré frente a una ventana y los relámpagos atravesaban el cielo,iluminándolo todo como si, durante un instante, se hiciera de día. La lluvia caía con tal fiereza que apenas podía ver qué había más allá del jardín de la casa. El estruendo de un relámpago que cayó cerca de casa nos sobresaltó.

Por un instante pensé en quedarme un poco más con ellas, pero aquella voz había producido un desasosiego en mí que no me permitió poder seguir disfrutando de la tarde con mis amigas.

—Prefiero marcharme ahora. Llamaré a un taxi. Estoy preocupada por mi abuela.Los relámpagos le dan miedo y no sé si está bien.

—De acuerdo— se rindió mi amiga. Tomó el teléfono y llamó al taxi por mí.

Diez minutos más tarde estaba esperando en la puerta y mi amiga tomó un paraguas y me acompañó hasta el taxi.

—¿Estás segura de que no quieres quedarte a dormir?— preguntó preocupada antes de que me introdujese en el vehículo.

—No, de verdad. En otra ocasión. Hoy mi abuela ha tenido dos episodios de demencia y estoy un poco preocupada por ella.

—Está bien. En ese caso te pagaré el taxi.

—Sarah, de verdad, no es necesario que...

Mi amiga hizo caso omiso a mi rechazo y colocó un billete arrugado en mi mano.

—Insisto. Además, llévate mi paraguas, por si acaso.

La miré unos segundos conmovida y la abracé. Así era la auténtica Sarah, el resto era sólo fachada.

Me introduje en el taxi y le di las indicaciones al conductor que, enseguida, emprendió la marcha.

Estaba cansada y cerré los ojos un instante mientras suspiraba. Cuando los abrí, me di cuenta de que no habíamos girado en dirección a mi casa.

—Disculpe— di unos golpecitos en el cristal que separaba su asiento del mío, pero él me ignoró. —¡Oiga!— esta vez golpeé con más contundencia.

El corazón me dio un vuelco. A esto debía referirse la voz en mi cabeza cuando insistió en que tenía que marcharme más temprano.¿Por qué no la habría escuchado?

Traté de abrir la puerta para saltar del coche en marcha, pero estaba cerrado. Golpeé el cristal con las piernas, grité y seguí golpeando, pero nada. Era imposible salir. Para cuando hubo detenido el coche, ya habíamos salido de la ciudad y estábamos en medio de la montaña. Estaba perdida. Iba a morir allí mismo, donde nadie podría oírme gritar. No había absolutamente nada en kilómetros a la redonda, sólo lluvia y oscuridad.

Se bajó del vehículo mirando alrededor en todas direcciones. Había tal oscuridad a nuestro alrededor que no podía verle, hasta que abrió la puerta de atrás y las luces interiores lo iluminaron.

—No... —estaba aterrorizada. Sus hombros anchos me indicaron que esa sería una batalla demasiado  desigualada para ser remotamente justa. Pegué mi espalda a la puerta contraria y levanté las piernas para interponerlas entre él y yo, ya que serían lo único que me podría proteger.

Sonrió disfrutando de mi miedo, y al hacerlo, vi una oscuridad a su alrededor que me aterraba mucho más que lo que imaginé que planeaba hacerme. Tenía bridas en la mano y me pareció ver el destello de un cuchillo. El miedo hacía que me temblasen las piernas, pero como pude le di una patada. Él agarró mi pierna con fuerza y tiró de ella hasta dejarme recostada sobre el asiento. Luego me golpeó en el estómago dejándome sin aliento.

—La niña nos ha salido peleona— murmuró riéndose como si hablase con alguien. —Esto puede ser rápido si te portas bien, pero si vuelves a intentar golpearme, lo haremos como me gusta a mí: lento y muy doloroso. Todo depende de ti.

Subió la mano con la que había agarrado mi pierna, se detuvo en mi nalga y apretó hasta hacerme daño. Grité de dolor y asco al mismo tiempo. Volví a forcejear pero sólo conseguía hacerle reír. Era como si hubiera una fuerza sobrehumana que me impedía defenderme o incluso moverme.

—¡Déjame en paz!— grité . Me sentí impotente. Siempre había pensado que sería fácil librarse de un violador, pero no. Yo no tenía fuerza suficiente. Estaba a su merced y no podía hacer nada.

Sostuvo mis manos sobre mi cabeza y se sentó sobre mis caderas. Intenté patearle, pero no alcanzaba a darle.

Con la mano que tenía libre, tomó una brida y me ató al reposa brazos de la otra puerta del coche. Luego tomó un cuchillo y empezó a rasgar mi camiseta por el centro.

—¡Detente, por favor!— grité desesperada.

Alcé la mirada y posé mis ojos sobre la oscuridad que había en el cristal de la ventana. Podía ver mi reflejo en él. El reflejo de una niña indefensa que, posiblemente, estaba a punto de morir.

De repente sentí el peso sobre mí más ligero. El hombre había salido del coche, o alguien lo había sacado. Escuché gritos y golpes fuera. ¿Qué demonios estaba pasando?

Unos momentos después, un muchacho se asomó por la puerta por la que sobresalían mis piernas.

—¿Estás bien?— preguntó acelerado.

—S-sí,creo.

Se introdujo en el coche para soltar mis manos que seguían atadas a la otra puerta. Las gotas de su cuerpo mojado caían sobre mí haciéndome estremecer, sin embargo, a pesar de lo que me acababa de ocurrir, su proximidad me hizo sentir extraña. Sentí unas cosquillas en el estómago similares a las que había sentido con Dan aquella mañana. ¿Qué demonios...?

—¿Puedes correr?

Asentí y él no esperó ni un segundo. Tiró de mi mano y me sacó a toda prisa del coche. Todavía llovía con fuerza y me empapé en seguida.

Los gritos del taxista loco que había detrás de nosotros me llenaron de temor otra vez, pero por alguna razón, estar con aquel muchacho me tranquilizó. ¿Cómo era posible? ¡No lo conocía!

Nos paramos frente a una moto que estaba aparcada a varios metros de distancia, se quitó la chaqueta que estaba usando y me la puso. Puso en marcha la moto y me subí. En un instante estábamos alejándonos de aquella pesadilla.

Asustada por la velocidad de la moto, me abracé a su cintura. Era musculoso y olía muy bien. Su contacto era cálido y fuerte. Maldición, ¿Por qué estaba pensando en esas cosas?

—¿Dónde vives?— preguntó alzando la voz. Por un momento temí revelar dónde estaba mi casa, pero algo dentro de mí me decía que podía confiar en él sin temor alguno.

Le di las indicaciones y unos minutos más tarde habíamos llegado a mi calle. Me bajé de la moto y me derrumbé a causa del temblor de piernas provocado por la adrenalina.

—¿Estás bien?— me ayudó a ponerme en pie y, por fin, pude verle con más claridad. Tenía el pelo negro que caía mojado alrededor de su caray los ojos claros. Me miró sorprendido unos segundos y, como si le hubiera dado una descarga eléctrica, se apartó de mi.

—Amira...—dijo tembloroso.

—¿Quién?

No tuvimos tiempo de mediar palabra cuando él se puso en guardia. Reconocí el taxi que giraba en la esquina de mi calle aproximándose a toda velocidad.

—Maldita sea, si no me enfrento a él no nos va a dejar en paz.

El taxi se detuvo en medio de la calle y el hombre se bajó de éste.Tenía los ojos desorbitados y toda la cara deformada en una mueca grotesca. Respiraba agitadamente y gruñía como un animal mientras se aproximaba a nosotros.

El joven salió a su encuentro y, sin dudarlo, esquivó una estocada dela navaja que empuñaba el hombre y le golpeó con el codo en la nuca, haciéndolo caer de bruces.

—Déjala en paz. Ella está protegida— dijo alzando una mano.

Furioso,el hombre gruñó y se abalanzó sobre él, pero de nuevo fue esquivado, recibiendo un puñetazo que le hizo dar dos vueltas y caer al suelo de nuevo.

Inmediatamente, como si hubiera una fuerza invisible, el hombre se puso de pie, rugió, como un perro rabioso y se marchó corriendo en otra dirección, dejando el taxi abandonado en medio de la calle.

El chico lo miró hasta que lo perdió de vista en la espesa negrura de la noche, asegurándose que no nos molestaría más.

—Escoria —murmuró.

La lluvia se había detenido , pero ambos estábamos empapados.

—Puedo prestarte algo de ropa seca— le ofrecí, pero él, sin mirarme a la cara, se giró y comenzó a subir en su moto.

—Gracias— dije todavía en shock.

—No tienes por qué darlas— dijo secamente mientras arrancaba su moto.

—¡Tu chaqueta!— empecé a quitármela, pero él se marchó a toda prisa como si estuviese huyendo de mí.

Lo observé alejarse mientras abrazaba la chaqueta empapada, cubriendo el roto de mi camisa que llegaba hasta el ombligo.

¿Quién sería aquel muchacho? Puede que nunca más lo viera para agradecerle lo que había hecho por mí, pero siempre lo recordaría. Olí la chaqueta y de nuevo sentí el hormigueo en mi pecho. Nunca, nunca le olvidaría.

Cuando entré en mi casa, mi abuela, que estaba esperándome despierta, apareció en el pasillo y al verme entrar empapada y con la ropa rota, corrió a abrazarme.

—Mi niña, ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?

Ese fue el instante en el que rompí a llorar, en la seguridad de los brazos de mi abuelita. Era la segunda vez que había estado a punto de morir en un día. ¿Qué demonios estaba pasando?

Conté lo sucedido a mi abuela, por supuesto, sin mencionar lo de la voz en mi cabeza. No quería empeorar su estado. Ella, con las manos temblorosas y arrugadas sobre su boca, sollozó.

—Menos mal que estás bien.

—He olvidado el paraguas de Sarah en el taxi.

—Al diablo con el paraguas— me sorprendí al oírla hablar así. —Lo importante es que no te ha pasado nada. Y yo ya no puedo protegerte como antes.

—Abu, no digas eso. Tú no podías saber que esas cosas pasarían

Ella me miró unos segundos cargada de tristeza.

—Creo que va siendo hora de dejar que los más poderosos tomen mi lugar.

—¿Qué quieres decir, Abu?

Ella, sin contestar a mi pregunta, me besó en la frente y se marchó a su cuarto, cerrando la puerta tras de sí. No tenía ni idea de a qué se refería, sin embargo, lo achaqué, de nuevo a su demencia. 

Me fui a la ducha, intentando quitarme de la piel el repugnante recuerdo del tacto de aquel sádico loco. Si ese muchacho no hubiera estado ahí  ¿qué habría sido de mí? Por desgracia, el taxista se había escapado. Debía estar atenta y tal vez denunciarlo en la policía para intentar evitar que se repitiera lo que me había pasado a mí.

Cuando me eché en mi cama suspiré agotada y me puse a recapacitar. Había sido un día bastante extraño, tal y como había predicho. ¿Quién sería el que me había salvado? ¿Por qué me miró así? ¿Por qué se marchó de esa manera? Miré la chaqueta colgada en la silla fijamente mientras dejaba mi mente divagar por los recuerdos de mi encuentro con él. Por alguna razón extraña había causado una impresión fuerte en mí, pero no volvería a verle nunca más. ¿Y eso me afectaba? Ni idea. Todo era demasiado extraño para mi normal vida.

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