19
Despierta...
La voz en mi cabeza es tan nítida y clara, que abro los ojos de golpe un segundo antes de que la puerta de la habitación sea llamada desde afuera.
Desorientada, parpadeo un par de veces para deshacerme de la sensación de pesadez que me invade el cuerpo, pero no lo consigo del todo.
Pese a eso, el corazón me late con violencia contra las costillas, pero no sé muy bien porqué. Se lo atribuyo, al estado de constante alerta que me provoca el estar cautiva en este lugar.
Me incorporo de golpe. Afuera, a través de las ventanas de la habitación, todo luce oscuro, como si fuera de madrugada, debido a la penumbra que lo invade todo.
La puerta se abre y enciendo la lámpara que descansa en la mesita de noche, solo para darme cuenta de que es un Guardián el que ha entrado a la estancia y que está enfundado en su uniforme reglamentario.
—Ya deberías de estar lista —dice, y suena irritado cuando habla.
—Nadie me dijo que debía estar lista de madrugada —refunfuño, mientras me dejo caer en la cama, solo para fastidiarlo un poco más.
—Son las siete de la mañana —replica, como si eso lo explicara o lo justificara todo.
—Y bien podrían ser las dos de la madrugada o las tres de la tarde —refuto—. Si no me dan un reloj despertador y no me dicen a qué hora debo de estar lista, jamás voy a estarlo.
Silencio.
—Le diré al General que necesitamos que nos autorice uno. —El chico habla, al cabo de un largo momento—. Mientras tanto, alístate. Nos están esperando.
Me tomo mi tiempo en el baño, lavándome la cara y los dientes, y hago una lista mental de los artículos personales que necesito, para pedírselos a quien sea que vaya a traerme el dichoso reloj. Ahora mismo, necesito un cepillo para el cabello, por ejemplo, pero hago lo que puedo desanudándolo con los dedos antes de amarrarlo en una coleta alta.
Me calzo los tenis deportivos sucios que traje conmigo el día que llegué a este lugar y salgo del baño sintiéndome un poco más decente que hace unos instantes.
El Guardián no se ha movido del lugar en el que se quedó cuando llegó y tampoco dice nada cuando me ve acercarme a él.
—Estoy lista —anuncio, echándole un vistazo y él asiente antes de hacer un gesto en dirección a la salida.
—Vamos, entonces —dice y avanzo hacia donde indica con el gesto más despreocupado que puedo esbozar, a pesar de que la curiosidad me pica el cuerpo de pies a cabeza.
Mientras sorteamos los pasillos de la enorme mansión, me debato entre preguntarle a dónde me lleva o dejarlo estar, pero tampoco sé si quiero saberlo.
Finalmente, cuando entramos a un largo comedor atestado de Guardianes, el corazón me da un vuelco inevitable.
Siento cómo todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo entran en total tensión, pero me las arreglo para avanzar con el mentón erguido todo el camino hasta la fila de chicos que toman el desayuno.
Nadie me echa más de un vistazo, pero, de todos modos, se siente como si hubiesen sido instruidos para no mirarme más de lo necesario. Como si les hubiesen ordenado a hacer como si mi presencia en este lugar no les causara curiosidad.
El Guardián que me escolta me dice que puedo tomar lo que se me antoje para desayunar, pero tengo el estómago hecho un nudo, así que solo puedo tomar un jugo y una manzana antes de sentarme con él en una mesa alejada de todos los Guardianes.
Ni siquiera me atrevo a alzar la vista para buscar a Iskandar —quien ni siquiera tuvo la decencia de ir a verme anoche, como dijo que lo haría—. Me siento tan incómoda, que me limito a mordisquear la manzana y beber lo más posible del jugo antes de anunciar que he terminado.
El Guardián, sin siquiera terminar su plato de comida, se limpia la boca, se pone de pie y me indica que debemos continuar.
Sin protestar, me pongo de pie y lo sigo hasta la salida para, después, seguirlo a través de un par de pasillos más antes de detenernos frente a un par de enormes puertas dobles.
—Yo te acompaño hasta aquí. Cuando hayan terminado, vendré para escoltarte a tu siguiente actividad —dice, con voz monótona y aburrida—. Esto lo harás tú todos los días, así que apréndete el camino y la rutina, que yo solo te acompañaré un par de días.
Asiento, maldiciéndome a mí misma por no haber puesto atención durante el trayecto. Si me pidieran regresar al comedor o a mi habitación, no tendría idea de hacia dónde ir.
El Guardián hace un gesto impaciente hacia el interior de las puertas.
—¿No vas a entrar? —inquiero y, por primera vez desde que me levanté, sueno aterrada.
Él niega con la cabeza.
—Desde aquí, estás sola —dice.
Quiero soltar una palabrota, pero, en su lugar, me muerdo el interior de la mejilla antes de tomar una inspiración profunda, girarme sobre mi eje en dirección a la entrada y empujar las puertas.
No sé qué voy a encontrarme cuando doy un paso dentro y echo un vistazo al interior, pero, definitivamente, no esperaba esto.
La estancia parece una sala de estar común y corriente.
Hay unos sofás de un bonito tapiz rojo borgoña, una mesa de centro con una maceta decorativa que guarda a un puñado de bonitas flores blancas. Libreros de madera oscura se alzan por todas las paredes de la habitación y están repletos de tomos gruesos que lucen antiguos y, ahí, sobre los sillones, se encuentran tres mujeres charlando y riendo como si no tuviesen la más mínima de las preocupaciones.
A dos de ellas no las conozco, pero sí soy capaz de identificar a la tercera. Esa que esboza una sonrisa taimada y recatada, mientras escucha lo que otra de sus compañeras parlotea.
Es Lorraine.
Luce más relajada que la primera vez que la conocí. Como si se sintiera como pez en el agua: cómoda y en paz.
Es la más joven de la triada, pero eso no parece cohibirla. Al contrario, pareciera que estas otras dos mujeres que la acompañan le dan una especie de seguridad peculiar.
Una de las mujeres a las que no conozco me echa un vistazo rápido de pies a cabeza y yo hago lo propio.
Su cabello rubio contrasta con el color azul de sus ojos y luce joven y madura en partes iguales. Si tuviera que adivinar, le echaría unos treinta años; contrario a Lorraine, que no puedo echarle más de veintitrés.
—Por favor, cierra las puertas, Madeleine —dice, al cabo de unos segundos y la mención de mi nombre dicho con tanta familiaridad —como si me conociese desde hace mucho tiempo—, me pone los pelos de punta.
Con todo y eso, obedezco y dejo que las puertas se cierren detrás de mí.
El olor a café lo llena todo, y es en ese momento, cuando noto las tazas que descansan sobre la mesa de centro.
—Ven. Siéntate —instruye, cuando no me muevo del lugar en el que me encuentro y dudo unos instantes antes de avanzar hacia ellas. Lorraine y la otra mujer, esa que luce como la mayor de todas, siguen charlando sobre trivialidades cuando la del cabello rubio me pregunta—: ¿Desayunaste algo?
Asiento.
—¿Tomas café? —inquiere Lorraine, regalándome una sonrisa amable y parpadeo unas cuantas veces para deshacerme de la sensación de extrañeza que toda esta situación me provoca.
—Sí —replico y quiero golpearme por lo insegura que sueno.
A ella no parece importarle, ya que me sirve una taza y la acerca hacia el lugar en el que estoy a punto de sentarme.
—Aquí hay leche y azúcar —dice, antes de volver a su conversación con las otras dos mujeres.
Yo las escucho parlotear respecto a, lo que sospecho, unos de los Guardianes que acaban de llegar de Medio Oriente. Al parecer, uno de ellos había estado coqueteando con Lorraine y otra chica Guardiana. Mientras culminan su plática, le pongo azúcar al café y apenas un poco de leche.
—Así que, Madeleine. —La mujer mayor se dirige hacia mí cuando la conversación llega a un punto muerto, al tiempo que me dedica una sonrisa retadora—. Lorraine nos ha hablado mucho acerca de ti. ¿Eres tan poderosa como dice?
Casi me atraganto con el café, pero me las arreglo para tomarme lo que traigo en la boca para aclararme la garganta y echarle un vistazo.
Su cabello castaño es corto. Apenas le llega a la barbilla y sus ojos grisáceos son tan perspicaces, que me hacen sentir como si pudiesen escudriñar hasta el más oscuro de los rincones de mi alma.
Con todo y eso, me obligo a mantener el gesto sereno para decir:
—No creo estar a la altura de las expectativas.
No estoy mintiendo. Lorraine es impresionante, así que, si ella es el punto de referencia, yo disto mucho de acercarme a lo que es capaz de hacer.
La sonrisa de la mujer se ensancha.
—¡Oh, vamos! Vino Sylvester mismo a hablar conmigo respecto a ti. Debe haber algo bastante único en ti.
Me encojo de hombros.
—No quiero decepcionarla, pero la verdad es que no tengo idea de qué carajos es lo que estoy haciendo —digo, porque es cierto.
—Pero eso no quiere decir que no seas poderosa. Significa que eres inexperta y, para eso, estamos aquí. Para ayudarte a explotar todo ese potencial.
Una risita nerviosa se me escapa.
—Si es que hay potencial que explotar —mascullo.
La mujer hace un gesto con la mano para restarle importancia a mi comentario.
—¿Quieren empezar ahora? —dice y me pone de nervios lo entusiasmada que suena ahora.
—Por supuesto —replica la mujer del cabello rubio y los ojos verdes.
Lorraine sonríe, cual niña pequeña en navidad y un escalofrío de puro terror me recorre la espina.
—Soy Olivia, por cierto —dice la mujer de los ojos verdes.
—Qué descortés soy —replica la mayor de todas—. Yo soy Anne. —Sonríe—. Bienvenida a tu primer día de entrenamiento Guardián siendo una Druida, Madeleine Black.
***
Hemos pasado alrededor de media hora meditando.
Según Anne, la Guardiana más experimentada de las tres que han sido asignadas para entrenarme, estaba muy tensa y así no íbamos a poder trabajar mucho en mis habilidades, así que, luego de instruirme acerca de la postura en la que tenía que colocarme para lograr una meditación exitosa, comenzamos a hacerlo.
Debo ser honesta y admitir que, hasta apenas hace unas horas, consideraba la meditación una práctica inservible. Una especie de placebo que lo único que consigue es relajarte al punto adecuado como para aclararte las ideas; sin embargo, desde hace alrededor de cinco minutos, he empezado a... sentirlo.
Al principio no estaba segura, pero ahora tengo la certeza. Puedo sentir a las voces dentro de mi cabeza. Puedo sentir su movimiento —como humo— navegando en círculos entre mis ideas, mis instintos y el subconsciente. Susurrando entre ellas, como si conversaran entre sí y, a veces, hablando sobre mí. Para mí...
De vez en cuando, puedo sentirlas moviéndose hacia mis manos, como si tratasen de alcanzarlas para lograr algo. ¿Qué? No lo sé, pero se siente como si intentaran de llegar a más partes de mí. Como si quisieran llenarme por completo y, mientras lo hacen, dejan una estela a su paso. Como una especie de energía que no sabía que poseían y que, ahora que tengo el cuerpo en total relajación, soy capaz de percibir.
—Abrimos los ojos... —La voz de Anne interrumpe el hilo de mis pensamientos, pero obedezco casi de inmediato para encarar a las tres brujas que han formado una especie de círculo a mi alrededor.
Frente a mí, se encuentra la mayor de las Guardianas, a mi derecha está Lorraine y Olivia —Livy, me ha pedido que la llame— a mi izquierda.
—¿Cómo te sientes? —inquiere, al tiempo que esboza una pequeña sonrisa cómplice, como si fuese capaz de notar la energía que zumba con suavidad a través de todo mi cuerpo.
Trago duro.
—Extraña... —admito—, pero no de una mala manera.
Su sonrisa se ensancha.
—Vamos a probar con una técnica antigua —dice, con tranquilidad—. No te agobies si no logras conseguir nada. Es una forma difícil de manipular la energía y, si puedo ser sincera, solo se han registrado a dos personas capaces de utilizarla en toda la historia. Una de ellas, es el Cuarto Sello del Apocalipsis, así que... —Se encoge de hombros—. Realmente, no esperamos mucho, ¿de acuerdo? Es solo... un disparo a la nada.
—Si puedo ser sincera, creía que todo lo que se decía sobre el Cuatro Sello era una mentira —digo, al tiempo que esbozo una sonrisa cargada de disculpa—. Ya saben... Una versión distorsionada sobre alguien que, quizás, pudo hacer algo increíble, pero no tan increíble como cuentan las historias.
Anne sonríe.
—Y yo pensaría lo mismo que tú, de no haber conocido mujeres tan poderosas y talentosas como las que he tenido la dicha de encontrarme en esta vida —replica—. Manos a la obra.
Asiento, al tiempo que me mojo los labios con la punta de la lengua.
—Solo por curiosidad —digo, en voz baja, solo porque no puedo no preguntarlo—: ¿Quién es la otra persona capaz de utilizar la técnica que vas a enseñarme?
La sonrisa de Anne se ensancha todavía más.
—Tu madre.
El corazón me da un vuelco furioso y, por milésima vez, me pregunto qué clase de Druida era mi madre. Qué clase de poder escondía de todo el mundo y cómo es que Anne la conocía.
Quiero preguntar cómo es que lo sabe. Quiero pedirle que me diga absolutamente todo lo que sabe sobre ella, porque, llegados a este punto, siento que nunca conocí a mi madre en realidad. Que, la mujer amable y dulce que me arropaba por las noches y me cantaba canciones alegres todo el día, no es la misma que esa a la que todos describen como una Druida poderosa e impresionante.
Me trago los cuestionamientos y me digo a mí misma que, después, cuando hayamos terminado, trataré de cuestionar a esta mujer cuanto me sea posible, y asiento una vez más.
—Estoy lista —digo sin aliento y ella sonríe.
—Bien —dice, antes de enderezar la espalda y colocar sus manos sobre sus rodillas—. Si lo consigues, al principio va a ser muy difícil de controlar. Casi imposible. No te asustes. Nosotras... —estira sus manos en dirección a Livy y Lorraine, quienes le corresponden el gesto y se toman de las manos—, estamos aquí como muro de contención. No vas a herir a nadie. No va a pasar nada, porque nosotras vamos a amortiguarlo todo, ¿de acuerdo? Solo... déjalo salir. Fluye...
Le regalo un movimiento afirmativo, al tiempo que siento cómo las voces en mi cabeza se desperezan y se estiran, como si estuviesen haciendo ejercicios de calentamiento. Eso hace que me sienta ligeramente nerviosa.
—Cierra los ojos. —Anne instruye—. Inhala profundo y exhala con lentitud —dice, y así lo hago—. Relaja los músculos del cuerpo y no dejes de respirar mientras, en tu mente, visualiza la habitación en la que te encuentras. No te detengas en los detalles. No tiene que ser perfecta, solo... trata de verla en tu cabeza.
Y así lo hago.
Poco a poco, comienzo a imaginarme la habitación. Los muebles, el color de las paredes, el olor a café...
—Cuando puedas verla, trata de visualizar qué hay más allá. La red de hilos que entreteje todo lo que nos rodea. La energía que hila todos y cada uno de los objetos, animados e inanimados, de la estancia —dice, pero su voz, de repente, suena lejana. Ajena a mí.
Mi ceño se frunce, solo porque no puedo verlos. No puedo ver esa red de la que habla. No puedo...
Ahí... Susurran las voces y, entonces, los noto.
Al principio, de manera suave, como un hilo tensado que ves a contraluz y solo así eres capaz de percibirlo. Y, después, con más intensidad y claridad. Es en ese preciso instante, en el que empiezo a verlos. A todos y cada uno de ellos.
Son una maraña ordenada. Un montón de hebras delgadas, casi transparentes, que se unen a todos los objetos dibujados en mi cabeza.
—¿Puedes verlos, Madeleine?
—Sí... —respondo, sin aliento.
Silencio.
—Toma uno.
Las voces ronronean y soy capaz se sentir como esa energía que poseen me corre por los brazos y hace que me hormigueen los dedos.
Trato de tomar el más cercano que tengo, pero no puedo hacerlo y una punzada de decepción me embarga.
Espera...
La sensación de hormigueo incrementa y se vuelve casi una picazón que me hace cerrar las manos en puños. Entonces, lo siento...
Empieza como una oleada suave de calor y, poco a poco, se va intensificando hasta que soy plenamente consciente de la forma en la que mis dedos arden debido a la energía acumulada en ellos.
Vuelvo a intentarlo.
Esta vez, soy capaz de tocarlo... Y la euforia me invade el cuerpo.
Entonces, trato con otro.
—Puedo tocarlos... —digo, con apenas un hilo de voz.
—Muy bien —Anne suena impresionada y contenta en partes iguales—. Ahora, trata de moverlos.
Lo intento, pero son duros. Firmes. Nadie pensaría que, siendo tan delgados, fuesen así de resistentes. Casi inamovibles.
Mi entrecejo se frunce un poco más. Esta vez, en concentración.
Afianzo las manos en ellos con mayor fuerza que antes y vuelvo a tratar.
Nada ocurre.
La frustración comienza a hacerse presente, pero trato de no permitir que me domine. Por el contrario, me concentro un poco más; en el calor, en la forma en la que este se envuelve alrededor de los hilos y dejo que sea él el que los tome y no mis dedos.
Luego, tiro de ellos...
... Y se doblan.
Acto seguido, vienen los gritos asombrados y toda mi concentración se va al caño cuando abro los ojos.
La confusión me llena el cuerpo en el instante en el que me doy cuenta de que me encuentro sola, sentada en el suelo de la estancia.
Parpadeo un par de veces solo para descubrir que los muebles se han movido de su lugar, como si hubiesen sido empujados por una especie de onda expansiva y que, tiradas en el suelo, incorporándose, se encuentran las tres brujas que, hasta hace unos instantes, me rodeaban tomadas de las manos.
—Pero, ¿qué?... —apenas puedo pronunciar.
—¡Lo hiciste! —Anne me corta y suena tan entusiasmada, que me asusta un poco—. ¡Maldición, lo hiciste!
—¿E-El qué?... —susurro, sin aliento, pero sé a la perfección a qué se refiere.
—¡Manipulaste los hilos, Madeleine! ¡Eres...! ¡Oh, Dios mío! —Se acerca a toda velocidad hacia mí y me coloca ambas manos en las mejillas—. Tenemos que ir afuera. Vas a destrozar la casa si nos quedamos aquí y seguimos haciendo esto.
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