6.
El sábado por la mañana se presentó sin previo aviso el profesor Eric Lancaster, que impartía la divertida asignatura de Física y a la que todo el mundo parecía tenerle un especial odio, para nuestra sorpresa. Él formaba parte del Consejo y procuraba sacarnos de algunos “apuros” en el instituto; en otras palabras: se encargaba de cubrirnos las espaldas cuando se nos iba la mano. Sabía que lo hacía por nuestro bien, para protegernos de que fuéramos descubiertos y nos convirtiéramos en el nuevo objetivo de los cazadores humanos para que formáramos parte de su colección de especímenes disecados, pero no podía evitar tenerle manía. Siempre le gustaba alardear de su posición y le gustaba sacar partido a su más que evidente atractivo.
Cuando bajé a la cocina, preocupado por todo el barullo que se había formado mientras dormía, me encontré con una estampa de lo más sorprendente: el señor Lancaster, como le gustaba que le llamáramos, se había sentado en el hueco que siempre había ocupado mi padre y hablaba de algo que no lograba entender con mi madre, que tenía su habitual taza de café frente a ella, y mi hermano los observaba apoyado en la encimera y con los brazos cruzados.
La visita del señor Lancaster no podía significar otra cosa que problemas. Pero no sabía cuáles, exactamente.
-Señor Lancaster –dije a modo de saludo, entrando en la cocina.
Él desvió la mirada de mi madre y la clavó en mí o, debería decir, en mi improvisado pijama: unos viejos pantalones de pijama de mi padre que había decidido quedarme por puro capricho. Frunció el ceño y no pude contener una sonrisa de satisfacción; el señor Lancaster es un obseso de la perfección y, por la cara que puso, mi atuendo no tenía nada que ver con ella.
-Ah, Chase –respondió él-. Precisamente hablábamos de ti.
Mi madre me instó con la mirada a que me sentara y la obedecí en silencio. No entendía qué tenía que ver en todo aquel asunto; habían pasado varias semanas desde que le había dado una paliza a ese chico que se atrevió a insultarme y, desde entonces, había tratado de comportarme como un niño bueno y obediente. En mi mente se encendió una bombillita en la que no había caído… hasta ahora. ¿Y si alguien del Consejo me había visto acompañando a Mina a su casa? ¿Y si habían averiguado nuestro secreto? El asesinato de Timothy Seling fue calculado al detalle y el Consejo concluyó el caso diciendo que había sido obra de una manada nómada. No puedo evitar recordar la mirada que nos dirigió la señora Seling cuando acudimos todos al funeral; era como si no creyera que estuviéramos allí realmente. Siempre he sabido que Regina Seling sabía la verdad. Y que nos odiaba por ello.
Pero no podía culparla porque llevaba razón.
Cuando tomé asiento, dispuesto a que el señor Lancaster me desvelara a qué se debía su visita.
Noté que Carin se situaba a mi espalda y que me daba un apretón en el hombro, como si quisiera darme ánimos. Era el primer gesto cariñoso que tenía conmigo en mucho tiempo y me sorprendió.
-Bien, Chase –carraspeó el señor Lancaster-. He venido nada más enterarme porque, como bien sabes, pertenezco al consejo del instituto y me ha parecido oportuno decirte que hemos tomado una decisión respecto a tu paso por el instituto: se ha decidido que van a cambiarte de clase.
Espera. Frena un segundo. ¿Cambiarme de clase? ¿Por qué demonios van a cambiarme de clase? No entiendo a qué se debe esa decisión y quién es la persona que ha dado esa estúpida idea. Mi mente formuló un único nombre y supe, en el fondo, que no podía haber sido otra: la profesora Thompson. Su odio hacia mi persona parecía haber llegado demasiado lejos y la teoría de Lay toma más fuerza aún.
Junto mis manos encima de la mesa y procuro mostrarme lo más tranquilo posible. Sé que el señor Lancaster es amigo de la profesora Thompson y lo último que busco es tener aún más problemas de los que han aparecido de la nada.
-¿Ha sido idea de la profesora Thompson? –pregunté con fingida inocencia.
El gesto del señor Lancaster fue la respuesta que buscaba: sí, por supuesto que había sido ella. No había podido aguantar que la hubiera humillado de nuevo cuando me había hecho corregir uno de sus ejercicios, buscando cualquier oportunidad para hacerlo ella. ¿Por qué tanto odio? ¿Qué le había hecho a esa mujer? Por Dios, ¿acaso ser eficiente en su asignatura era un pecado?
«Intentan ponerme a prueba», pensé. Querían que fallara, pero no les iba a dar esa satisfacción.
-Kimberly cree que sentarte al lado de Layton te ofusca –me explicó pacientemente el señor Lancaster-. Por eso cree que una solución es cambiarte de clase. Piensa que así te ayuda. Y yo no lo pongo en duda.
Parpadeé varias veces, intentando digerir la sarta de gilipolleces que había soltado en un solo minuto. ¿Kimberly? ¿Desde cuándo los profesores hablaban de sus colegas con tanta cercanía? Y, segundo, ¿desde cuándo sentarme al lado de mi mejor amigo me había causado algún daño? Únicamente pude responderme a la primera pregunta, y la respuesta era espeluznante: la señora Thompson y el señor Lancaster estaban liados, de eso estaba seguro, y era muy posible que fuera la propia señora Thompson quien hubiera convencido con sus encantos al señor Lancaster para que apoyara.
Miré a mi madre, pidiéndole que me apoyara con la mirada. ¡No podían hacerme eso! Era injusto.
Sin embargo, fue mi hermano quien salió en mi defensa.
-Me parece una excusa de mierda la que ha nos ha dado, señor Lancaster –dijo-. Chase se queda en la misma clase.
-¡Carin! –lo reprendió mi madre.
-No hay vuelta atrás, Carin –respondió el señor Lancaster-. Todos los profesores han estado de acuerdo con la decisión de la señora Thompson.
Apreté con fuerza los puños y cogí aire.
-Me parece bien –dije, provocado que mi hermano se me quede mirando, boquiabierto y dolido.
El señor Lancaster asintió, complacido ante mi poca resistencia. Ambos teníamos muy claro que no tenía ninguna oportunidad de ganar aquella batalla; esperaba que la señora Thompson tuviera unas buenas habilidades en la cama, porque no entendía por qué el señor Lancaster había aceptado a seguirle el juego.
-Estupendo –dijo y se puso en pie, dando por terminada la conversación-. El lunes el profesor Sharpe te acompañará a tu nueva clase.
Mi madre acompañó al señor Lancaster a la puerta y mi hermano aprovechó esa oportunidad de estar solos para enfrentarse a mí por mi pasividad ante las exigencias del señor Lancaster. No entendía, o no quería entender, que aquella había sido una batalla perdida. Cuando dio el primer golpe en la mesa, supe que su cabreo era monumental.
-¡Joder, Chase! –exclamó, frustrado-. ¿Te has convertido ahora en un puto calzonazos? ¿Desde ahora en adelante vas a bajar siempre la cabeza y a decir que sí?
-No había ninguna posibilidad, Carin –respondí, con calma.
-Con esa actitud está claro que no –me recriminó.
Me cuadré y lo miré fijamente.
-Piensa lo que quieras, Carin. Siempre lo haces.
Retiré la silla para marcharme, pero mi hermano me lo impidió.
-Me preocupo por ti –siseó.
Solté una carcajada.
-Tienes una forma bastante curiosa de mostrarme tu preocupación –respondí y conseguí liberarme de mi hermano, poniéndome en pie-. Pero lo agradezco.
Esquivé a Carin antes de que él consiguiera agarrarme por el brazo. Lo había enfadado aún más, pero no me importó. Desde que se había convertido en «el hombre de la casa», había dado un cambio radical; desde niño siempre había sido una persona a la que le gustaba ser el centro de atención pero, cuando mi padre murió, se convirtió en todo lo que él había buscado.
Sus ojos se volvieron de color carmesí y las aletas de su nariz se ensancharon. Intentó sujetarme de nuevo, pero logré zafarme de mi hermano de nuevo. Quería demostrarle que me importaba bien poco si él era el Beta, que yo era libre.
Aunque me estuviera mintiendo en eso.
-Eres un descarado, Chase –escupió mi hermano-. Y, si sigues así, acabarás muy mal.
Esbocé una sonrisa irónica.
-Me conmueve tu preocupación por mí.
Carin me señaló con el dedo índice.
-Te acordarás de esto…
No llegué a saber de qué forma iba a recordarlo porque mi madre irrumpió en la cocina, con el rostro cansado y las cejas fruncidas. Se sentó sobre la silla que había ocupado y agarró su abandonada taza de café; mi hermano le estrechó los hombros con fuerza mientras me fulminaba con la mirada. Nuestra conversación no había terminado ahí, parecía querer decirme.
-Chase –suspiró mi madre-, no he podido hacer nada, cielo.
Me encogí de hombros. Agradecía el tiempo que había invertido mi madre en intentar convencer al señor Lancaster en su decisión de cambiarme de clase, en mitad de curso y sin ningún motivo de peso; no me importaba que no hubiera conseguido su propósito, ya lo sabía de antemano. Lo que no lograba entender era qué podía ver en la profesora Thompson para ponerse de su lado; él era un licántropo como nosotros, tenía a su esposa, la compañera que se le había asignado por el Consejo, pero no dudaba en acostarse con la profesora Thompson. Quizá no fuera el único caso que no se encontraba del todo a gusto con su compañera.
-No había nada que hacer –respondí.
Y tenía razón, aunque se empecinaran en creer lo contrario.
El señor Lancaster había tomado su decisión y había sido inamovible.
-Puede que no sea tan mal, al final –intenté bromear, pero mi madre me miró sin comprender por qué parecía haberme dado por vencido tan deprisa y mi hermano me fulminó con la mirada, molesto.
Decidí encerrarme en mi habitación hasta que terminara el fin de semana. Mi vida había sido monótona y aburrida hasta que me había convertido en licántropo; después, mi padre había muerto, provocando que mi monótona y aburrida vida diera un ligero giro, pero sin muchos cambios, y, al final, había parecido encontrar cierto equilibrio, encontrando a Mina. Por muy irónica que fuera la situación.
Regresé de nuevo a aquella noche, cuando la manada decidió tenderle una emboscada para poder vengarse de Timothy Seling. La idea fue de Kai y Carin, quienes maquinaron todo el plan y consiguieron atraerlo hasta el bosque, lejos de las fronteras del pueblo para que nadie pudiera sospechar de nosotros. Él vino a nosotros, sin sospechar siquiera cuál iba a ser su destino; lo peor de todo aquello fue la actitud sumisa que tuvo en todo momento, sin tan siquiera intentó luchar por su vida…
Tuve que dejarme caer contra la pared para evitar que las piernas me fallaran. Aún recordaba con una escalofriante claridad los gritos agónicos que profirió antes de morir; la cara desencajada de horror y el resuello que soltó antes de morir. A mis quince años, me había convertido en un asesino. En el asesino del padre de la chica de la que estaba perdidamente enamorado.
Aun así, lo que más me sorprendía es que, precisamente ella, no me hubiera reconocido. No me hubiera acusado de ser uno de los asesinos de su padre. Mina había estado allí esa noche y, daba gracias a Dios ahora, que nadie la descubrió allí. Ni siquiera entendía cómo había podido suceder, pero lo recordaba perfectamente: una chiquilla con los cabellos revueltos y las mejillas completamente húmedas que se escondía entre el follaje e intentaba que nadie oyera sus gemidos. Recuerdo que la miré fijamente, sopesando la posibilidad de decirle a la manada que nos habíamos dejado un cabo suelto y que podría darnos problemas o dejarla allí. No entendía qué podía hacer allí la hija de Timothy Seling, pero su presencia allí complicaba las cosas. Y mucho.
Estaba solo porque la manada se había adelantado y, si se daban cuenta de que no estaba, regresarían para ver qué me había sucedido, encontrándola a ella allí. Nos miramos durante unos segundos, que a mí me parecieron eternos, hasta que vi que no faltaría mucho para que se desmayara. Intenté acercarme a ella, pero retrocedió. Temblaba y no paraba de intentar controlar su llanto.
Al final pareció darse por vencida, pensando que iba a terminar como su padre, y me dejó que la cogiera en brazos. En aquellos momentos pensé que no sería capaz de hacerle daño, que no quería más sangre sobre mis manos.
Sabía dónde vivía, por lo que no necesitaba que dijera nada. Eché a correr, esquivando troncos y bordeando árboles hasta que conseguí alcanzar el patio trasero de su casa; no había ninguna luz encendida, por lo que procedí a llevarla a su habitación y a olvidarme del asunto: si intentaba chivarse a la policía, no la creerían. Eso nos daría alguna ventaja para poder montar nuestra coartada en caso de que llegara a oídos del Consejo.
Recuerdo la sorpresa de encontrarme la puerta de la cocina abierta. Mina gemía, presa de algún tipo de delirio producido por la conmoción de haber sido testigo directa del asesinato de su padre, pero no hizo ningún intento de deshacerse de mí. Subí en silencio al piso de arriba e intenté recordar dónde podía estar su cuarto; de niños habíamos pasado allí casi todo el tiempo. La sensación de alivio que sentí al descubrir que su habitación estaba donde siempre recordaba fue inmensa; lo único que parecía haber cambiado era que habían añadido una cama donde dormitaba un niño pequeño. Procuré ir con muchísimo más cuidado y dejé a Mina sobre su cama, donde me miró por última vez antes de que sus ojos se cerraran.
Quizá había sido en aquel preciso momento cuando nuestros destinos habían quedado sellados. No era muy seguidor de historias románticas donde los protagonistas sufrían problemas similares a los nuestros, pero me parecía que Mina y yo íbamos a terminar como todos ellos: mal.
Apoyé la cabeza contra la pared, intentando centrarme en el presente. No lo había recordado hasta ese preciso momento y se me antojaba extraño. No había caído en ella, ni siquiera en lo que había hecho por Mina aquella noche, hasta hoy.
Decidí que llamar a Lay era la única solución para distraerme. Estaba seguro que la noticia de mi repentino cambio de clase iba a provocar que el lunes le hiciera alguna jugarreta a la profesora Thompson en mi honor.
El lunes barajé la posibilidad de fingir que estaba terriblemente enfermo para no ir al instituto y evitar el mal trago que me esperaba. Mi hermano no paró de lanzarme miraditas de lo más irritantes durante el desayuno, por lo que me tomé rápidamente un vaso de zumo y subí de nuevo a mi habitación para poder terminar de preparar las cosas. ¿A qué clase me iban a mandar ahora? Esperaba, al menos, que la señora Thompson dejara de ser mi profesora de Matemáticas hasta que terminara el instituto y que no le viera la cara mucho.
La voz de mi hermano se coló por debajo de la puerta, llamándome a gritos porque, por una vez en su existencia, había decidido terminar primero para poder recriminarme que, en aquella ocasión, el único culpable de que llegáramos tarde era yo.
Con un suspiro, cogí mi mochila y me encaminé hacia el piso de abajo, donde Carin me esperaba dando golpecitos al suelo con la zapatilla. Salimos de casa en silencio y nos subimos al BMW, que nadie lo había tocado desde el viernes.
En cuanto el culo de mi hermano ocupó su posición en el asiento del conductor, supe que las cosas podían joderse en un momento: había un ligero aroma que no tendría que estar. El aroma de Mina. Me recriminé en silencio por ser tan estúpido y descuidado.
Las aletas de la nariz de mi hermano se ensancharon y me miró de reojo.
-¿No notas… algo extraño? –me preguntó.
Procuré mostrarme lo más tranquilo posible. Mi hermano era como los caballos: olía el miedo a kilómetros de distancia. Aunque yo le pillaba a unos pocos metros.
-¿Qué coño dices ahora, tío? –respondí a su pregunta con otra y adopté un tono enfadado-. Si no arrancamos ahora, volveremos a llegar tarde y, por si te habías olvidado, tengo una importante cita con el profesor Sharpe. Me cambian de clase, ¿recuerdas?
Aquello pareció despistar un poco a mi hermano, que me dedicó una mirada ceñuda y arrancó el coche. Pero no nos movimos.
-Joder, ¿qué es este olor? –preguntó de nuevo, olfateando el aire como si se tratara de un puto chucho de la brigada de drogas de la policía.
Bajé la ventanilla y Carin me dedicó otra de sus miradas incendiarias. No podía arriesgarme a que siguiera preguntando porque no creía que mi excusa de «en este coche no ha montado nadie más, excepto yo» pudiera colar. Respiré y comprobé que el aroma iba diluyéndose poco a poco.
Esperaba que desapareciera de una vez por todas.
-No sé qué cojones te pasa ahora, Carin –le dije, manteniendo la calma-, pero llegamos tarde y no podemos estar perdiendo el tiempo por tus gilipolleces. ¿Podrías mover el coche, por favor? –le pedí, con toda la educación que fui posible.
Carin farfulló una respuesta que no conseguí entender, pero que no parecía muy educado, y salimos de casa. Lay fue el primero al que recogimos, que se subió de un brinco al coche y nos saludó con su habitual efusividad.
-Vaya putada te han hecho, ¿eh? –comentó mientras íbamos a por Kris, ya que las chicas iban en el nuevo coche de Reece-. Te he dicho un millón de veces que esa mujer estaba enamorada de ti.
Se me escapó una carcajada que mi hermano cesó con una simple mirada.
-Lo peor de todo es que Chase no hizo nada –intervino mi hermano, dispuesto a meter cizaña-. Nada.
Lay enarcó una ceja.
-¿No hiciste nada? –me preguntó, con un tono de reproche.
Me encogí de hombros. A los ojos de los miembros de la manada, con ello me había convertido en un cobarde. No les importaba que, desde un principio, no hubiera habido ninguna posibilidad de ganar. Habría sido una pérdida de tiempo y un malgasto innecesario de energía siquiera intentarlo.
-No había nada que hacer –respondí, repitiendo las palabras que le había dirigido a mi madre el sábado.
-Piensa en lo positivo: quizá te toque en la clase de Lorie –intentó animarme Lay, de una manera animadamente-. Así estaréis juntos el resto del curso y la cosa irá mejor, ¿verdad?
La idea de terminar en la misma clase que Lorie me pareció peor que ir directamente al infierno, porque todo aquello se convertiría en el mismísimo infierno. Me crucé de brazos y miré al frente, procurando que no se me notara el disgusto de imaginarme metido en la misma clase que Lorie.
No la había visto desde el viernes y no había respondido a sus llamadas y miles de mensajes que me había dejado, por lo que me esperaba un duro día de instituto cuando me la encontrara cara a cara. Esperaba, al menos, que tuviera el cuidado de montarme un numerito con el menor número de personas presentes.
Cuando mi hermano aparcó en el instituto, por un momento me temí que me fuera a poner enfermo allí mismo. Bajé del coche aferrándome a la mochila como si ésta fuera un salvavidas y seguí a mi hermano y a Lay hacia el interior del edificio; sabía que el profesor Sharpe me estaría esperando en la sala de profesores, pero no me encontraba preparado para ello.
Me despedí de ambos en las taquillas y me encaminé con la cabeza bien erguida hacia la sala de profesores. Llamé a la puerta y esperé pacientemente hasta que la señora Hopkins abrió la puerta y me dedicó una inquisitiva mirada, sorprendida de encontrarme allí, a la puerta de la sala de profesores.
-Estoy esperando al profesor Sharpe –le expliqué, ante su muda pregunta y su gesto de sorpresa.
-Oh, por supuesto –contestó ella a toda prisa y se metió de nuevo en la sala de profesores.
Tuve que esperar otros tres minutos más hasta que el profesor Sharpe se dignó a salir de la sala de profesores para indicarme cuál iba a ser mi nueva clase. Mentiría si dijera que no estaba nervioso en aquellos momentos, siguiendo al señor Sharpe por los pasillos mientras éstos iban vaciándose poco a poco hasta quedar completamente desérticos.
Cuando ambos nos paramos frente a la puerta de la que iba a ser mi nuevo infierno en el instituto, el profesor se giró y me dedicó una larga y pensativa mirada.
-No entiendo qué pretende conseguir la profesora Thompson con todo esto –me comentó-. Me parece un asunto sin fundamento suficiente y una sandez.
Su comentario hizo que me cayera bien y que, incluso, le perdonara por haberme hecho esperarlo como un idiota frente a la sala de profesores. Sharpe abrió la puerta y se coló al pasillo todo el jaleo que había dentro del aula; gritos, chillidos y risas fueron bajando gradualmente de volumen hasta convertirse en un cuchicheo. Sentía todas las miradas clavadas en mí, como si fuera un foco que dijera «¡Mírame, mírame, estoy aquí!», y escuché algún que otro comentario que me hubiera gustado callar de un buen golpe. Sin embargo, y haciendo uso de una paciencia que nunca había tenido, me quedé detrás del profesor Sharpe hasta que él me indicó que me colocara a su lado.
Él, por otro lado, miró a la clase y dijo:
-Queridos alumnos, tengo la buena noticia de traerles a un nuevo compañero. Por motivos personales del profesorado, hemos decidido cambiarlo a esta clase y, espero, que todos ustedes lo traten como uno más. ¿Por qué no ocupa el sitio vacío que hay al lado de la señorita Seling, señor Whitman? Le aseguro que es una buena compañera de clase.
Al pronunciar su nombre y yo verla sentada allí, casi al final de la clase, pensé que, después de todo, aquel cambio de clase no estaría nada mal. Me encaminé hacia mi nuevo sitio, consciente de todas las miradas que nos lanzaban tanto a ella como a mí, y me senté con suavidad. De no haber estado rodeado de gente, me hubiera puesto a dar brincos sobre mi asiento, pero no era la ocasión propicia para hacerlo.
Sin embargo, algo primordial era que nadie notara que nos conocíamos de nada. Tenía que fingir que ignoraba deliberadamente a Mina porque no me llamaba nada la atención y, aunque iba a ser complicado, era lo mejor para los dos. Por el momento.
Me dediqué el resto de la clase a garabatear sobre una vieja hoja mientras el profesor Sharpe comenzaba con su apasionante relato sobre Historia.
Llegó la hora de la comida y, con ella, la habitual reunión en el comedor. Lorie ya había llegado y, al verme aparecer, se lanzó hacia mí, casi aplacándome como un auténtico jugador de fútbol americano. La cogí al vuelo e intenté quitármela de encima, sin éxito. Al final seguí el consejo de «si no puedes con ellos, únete», que se acercaba bastante a la situación. Dejé que Lorie se sentara en mi regazo y empezara a comportarse de nuevo como una niña pequeña.
Lay y Betty ocuparon los asientos que había enfrente de donde yo me encontraba, así que la comida no sería tan horrible como pintaba en un principio. Betty me dedicó una media sonrisa, que parecía compadecerse de mí, mientras Lay la cogía de la mano y me lanzaba una mirada interrogativa.
-Espero que hayas tenido un buen día con tus nuevos compañeros –me dijo Lay, con un tono que se asemejaba demasiado al de la profesora Thompson-, porque pienso ser tu peor pesadilla los cursos que te queden aquí, Whitman.
No pude evitar contener una carcajada ante el tono de Lay, que sonrió de pura satisfacción mientras Betty le daba un cariñoso codazo, intentando contener su propia risa.
-Creo que hoy te ha extrañado mucho en sus clases, Chase –prosiguió Lay, con pesar-. No te tenía allí para intentar humillarte y que la jugada le saliera mal…
-Se la veía un poco apática, ¿verdad? –intervino Betty, sonriéndole a Lay.
Aquel tipo de gestos que se tenían el uno con el otro, esa complicidad que parecían mantener, me parecía fascinante. Lo cierto es que me parecía fascinante que ambos estuvieran tan compenetrados y me hacía preguntarme, y replantearme, si yo no sería un individuo imperfecto; un fallo de genes que no podrían reproducirse porque no me sentiría jamás atraído por mi compañera. Un sujeto nulo.
Pero, claro, después había conocido a Mina y toda aquella perspectiva negativa parecía haber desaparecido por completo.
Ella era mi compañera.
Tuve que esforzarme por soltar otra carcajada para que no notaran que me pasaba nada raro.
-Me echará de menos, lo sé –sentencié, en un tono jocoso.
Todos me miraron con una sonrisa amplia, sin sospechar siquiera que, en aquellos precisos segundos, tenía la mente en otro sitio. Lorie de no dejaba de parlotear junto a mi oído, aún subida a mi regazo y con las zarpas sujetándome firmemente, como si creyera que pudiera desvanecerme; Betty y Wenda la escuchaban con interés mientras Lay no me quitaba la vista de encima. Su humor había desaparecido y sus ojos oscuros parecían querer decirme algo. Él era mi mejor amigo y nunca nos habíamos ocultado nada, que no le hubiera hablado sobre Mina y lo que había sentido aquel día, en la fiesta, es como si lo hubiera estado traicionando. Pero ¿qué diría si le confesaba que mi compañera no era Lorie, sino la chica a la que había salvado en secreto y que no parecía haber recordado nada de esa noche, cuando asesinamos a su padre? Era demasiado retorcido para que fuera cierto.
Cuando terminó la comida, Lorie me cogió de la muñeca y me hizo que la siguiera, sin entender a qué venía todo eso. Me arrastró hasta un pasillo completamente vacío y me estampó contra la pared, pegando su cuerpo al mío. Sus manos me sujetaron la cara mientras comenzaba a besarme con demasiada… pasión. Quería apartarme de ella pero, cada vez que intentaba separarme de ella, me apretaba con más fuerza contra la pared.
Era imposible deshacerme de Lorie.
-Basta –le ordené y noté una extraña sensación en el cuello, justo la zona donde Lorie se entretenía en esos momentos.
Al ver que no quería atender a razones, la sujeté por las muñecas y la separé de mí con toda la sutileza que fui capaz. Debía tener cuidado con la fuerza que empleaba con gente que no era licántropo porque, desde que nos transformábamos, nos enseñaban que teníamos que ser cuidadosos debido a que nuestra fuerza superaba con creces a la de los humanos. Conseguí quitármela de encima tras un rato casi forcejeando con ella y Lorie me dedicó una mirada enfurecida.
-¿Qué pasa contigo? –me espetó, soltándome una bofetada y marchándose de allí bastante ofendida.
Volví a clase a toda prisa, sorprendiéndome de que Mina aún no hubiera llegado del comedor. Me coloqué en mi asiento y saqué uno de mis viejos archivadores para matar el tiempo hasta que Mina llegara; quería hablar con ella. Quería parecerle simpático.
Cuando llegó, respaldada por las que suponía que eran sus dos amigas, su cara me dijo que las cosas no iban bien. Se despidió de sus amigas y se dejó caer en su asiento, fingiendo no haberme visto. Como si yo no existiera. ¿Qué le pasaba?
-Parece que estés a punto de vomitar, Seling –comenté, intentando relajar la tensión que existía entre nosotros dos.
Por fin me miró, sorprendida, y me respondió:
-Perdona: ¿me estás hablando a mí?
Podía reconocer la tensión en su voz y lo comprendía en cierta parte: la había estado ignorando durante las clases, pero ella también tenía que entenderme a mí. Me estaba arriesgando demasiado al hablarle. Podría tener muchos problemas con mi manada si descubrían que estaba haciendo algo que se nos tenía terminantemente prohibido: relacionarnos con el resto de gente.
Fingí que miraba a mi alrededor. Mina tenía algo que me despertaba y me hacía chispear, haciéndome sentir más vivo que nunca.
Esbocé una sonrisa juguetona.
-No veo que haya nadie más que se apellide Seling en esta clase –hice una pequeña pausa-. Por supuesto que estoy hablando contigo.
Aquello captó toda su atención. Se giró para mirarme cara a cara y vi que sus ojos se detenían en algún punto de mi cuello y que luego prosiguió con su escrutinio hasta que se detuvo en mis ojos.
-¿No crees que deberías meterte en tus asuntos? –me espetó, molesta-. Como has hecho en las últimas horas.
Ah, cielos. Le gustaba ir al grano. Y siempre que lo hacía me pillaba con la guardia baja, pareciéndole idiota.
Como en aquellos precisos momentos.
Además, ¿qué quería que le dijera? La verdad no podía decírsela porque: a) no me creería; b) me creería y eso haría que, quizá e hipotéticamente, recordara que ella había sido testigo del asesinato de su padre o c) pensaría que era un completo lunático y haría que me cambiaran de nuevo de clase. Resta decir que era pésimo con las excusas.
-Es que… Es que… -balbuceé como un imbécil, incapaz de poder decir nada en mi defensa que me ayudara a que Mina pudiera entenderme una pizca.
Ella, cansada de mis pueriles balbuceos sin sentido, alzó una mano y mi boca se cerró de golpe automáticamente.
-No necesito tus excusas, Whitman –dijo-. Y, ahora, métete en tus asuntos el resto del curso y olvídame, por favor.
Chase James Whitman podía ser un calzonazos ante asuntos que sabía de antemano que estaban perdidos, pero jamás se daba por vencido cuando veía que tenía la más mínima posibilidad de salir victorioso. Como ahora.
-Antes tenemos que saldar una deuda pendiente –repuse, apelando a su sentido del honor y al mensaje que le había enviado y que ella debía recordar.
Se mostraba reacia, pero algo me decía que al final caería. Tenía que hacerlo. Nadie podía resistirse a los encantos de un licántropo como yo y que, además, era bastante guapo.
-No, Chase –se negó en rotundo-. No quiero problemas.
Oh, por Dios. ¿Por qué lo ponía todo tan difícil?
-¿Problemas? –repetí-. ¿Por invitarte a un helado en Summerbay’s Creams? Vamos, no seas ridícula.
Mi sugerencia pareció enfadarla por algún motivo que desconocía y que se escapaba a mis escasos conocimientos sobre el género femenino. Solté un bufido de pura indignación al comprender que no conseguiría convencerla de lo contrario y saqué mi libro de texto.
Podía haber ganado aquella ronda, pero la batalla no estaba perdida del todo. Aún tenía varias oportunidades para poder ir ganando puntos. No me iba a rendir tan fácilmente.
El trayecto de regreso a casa estuvo coronado por un largo silencio por mi parte. Mi hermano y Lay, junto con Johann, mantuvieron una amena y divertida conversación sobre lo que tenían pensado hacer ese fin de semana; las reuniones y fiestas que montábamos con la manada parecían haberse cancelado por el momento y no podía evitar sentirme aliviado por ello. Porque eso significaba que no veía a Lorie y que tenía tiempo para mí.
Dejamos a Lay y Johann en sus respectivas casas y nos dirigimos a la nuestra. Ahora que estábamos solos, Carin podía hablar con la franqueza que no podía usar estando con público. Sus ojos se clavaron en mi cuello, tal y como había hecho Mina, y no pudo contener una sonrisa de pura satisfacción.
Me guiñó un ojo pícaramente, como si compartiéramos un divertido secreto.
-Veo que las cosas con Lorie van bien –comentó.
-Van viento en popa –dije con sarcasmo-. Cualquier día me viola en un rincón del instituto.
El comentario arrancó un ataque de risa por parte de Carin, que se lo había tomado como una broma.
El resto de la semana se me hizo interminable. En varias ocasiones intenté hablar con Mina, cruzar cualquier tipo de palabra o frase, pero ella se negaba en rotundo a hablar conmigo. Eso, sin embargo, no minaba mis esperanzas de conseguir que mi objetivo: que me hiciera caso y pudiéramos llegar a ser… amigos. Sería lo que ella quisiera, pero necesitaba estar a su lado.
Cuando llegó el viernes y llegué a casa, decidí que me encerraría de nuevo en mi habitación hasta que llegara el lunes. Mi madre parecía ser la única en intuir que algo me sucedía mientras que mi hermano estaba obcecado en que, simplemente, tenía una «época un poco vaga», pero que no me duraría mucho.
Aquel viernes le había prometido que la ayudaría con su sagrada sesión de cocina de aquella tarde, pero no estaba seguro de tener las fuerzas suficientes para poder cumplir con mi palabra. Sin embargo, bajé a la cocina para ayudarla y me topé con mi madre llena de harina.
Ella pareció sorprendida de verme aparecer allí; Carin se había marchado hacía un buen rato apestando a litros y litros de colonia. Debía haber quedado con Sabin para hacer quién sabía qué.
-Ah, Chase –suspiró mi madre, cogiendo un trapo para quitarse la harina de las manos-, pensaba que no ibas a bajar. Estos días te he notado un poco… extraño.
Me senté sobre la mesa de la cocina mientras mi madre comenzaba a adecentar un poco la cocina para después ponernos ambos manos a la obra. Esperaba que, al menos, la sesión de aquella tarde fuera lo más rápida posible. Estaba haciendo un gran esfuerzo, pero lo único que quería en aquellos momentos era meterme en mi habitación para no salir hasta el lunes.
-Ha sido por todo este problema con la señora Thompson –respondí, pero no había dicho toda la verdad; aquello era parte del problema.
Mi madre esbozó una sonrisa traviesa.
-Yo creo que algo tiene que ver con el género femenino –insinuó.
Mis mejillas se pusieron coloradas y la sonrisa de mi madre se hizo mucho más amplia. Cuando sonreía, mi madre tenía un gran parecido con Carin; por mi parte, yo cuando sonreía, me parecía a mi padre.
Quería contar lo que me sucedía y quería que alguien me escuchara para poder darme algún consejo. Necesitaba desahogarme con alguien.
Quería ser un adolescente normal con problemas normales.
Quizá mi madre…
-Mamá –empecé, dubitativo-, desde hace tiempo… me pregunto… si habría alguna posibilidad de… de que el Consejo se hubiera equivocado en mi caso…
Las cejas de mi madre se alzaron, sorprendida por lo que estaba diciendo. Mi madre se había mantenido al margen de todo el asunto de los licántropos, pero siempre había estado al tanto de todo lo que sucedía en nuestro mundo; cuando me acompañó para que conociera a Lorie por primera vez, me di cuenta de que no parecía muy conforme con las leyes que regían a los licántropos. Sin embargo, ella no podía hacer nada; al contrario que sucedía con los cazadores, donde las mujeres estaban en el mismo nivel jerárquico que los hombres, los únicos que ostentaban el poder eran los hombres, los únicos que sufrían la maldición de la licantropía.
-Cielo, ¿qué quieres decir con eso? –preguntó mi madre con suavidad, tal y como había hecho cuando era más pequeño-. Las tareas de emparejamiento que lleva el Consejo jamás han fallado.
Parecía que todo el mundo se había aprendido de memoria aquella frase. ¿Y si el Consejo se había equivocado en alguna ocasión y había tapado ese error para que la población de licántropos mantuviera la calma? ¿Por qué tenía que ser el Consejo quienes elegían a nuestras parejas? ¿Por qué no nos dejaban a nosotros elegir a las que serían nuestras compañeras para toda la vida?
Mi madre leyó todas las preguntas en mi rostro y continuó:
-Chase, cariño, sé que tienes muchísimas dudas respecto a tu compañera, pero debes entender que no ha ocurrido jamás. El Consejo siempre ha acertado al emparejar a sus miembros y jamás se ha equivocado.
Al igual que antes, leyó las dudas en mi rostro y se inclinó hacia mí, mirándome fijamente.
-Chase, ¿ha ocurrido algo que quieras contarme? Sabes perfectamente que yo no pertenezco a ese mundo y que siempre estaré aquí para todo lo que necesites.
La miré, dubitativo. ¿Podría confiar en mi madre? ¿Podría contarle las dudas que no paraban de recorrerme de arriba y abajo? Necesitaba respuestas a todas mis preguntas y no sabía si mi madre podría dármelas.
-No estoy seguro de lo que me está pasando –confesé, en voz baja.
Mi madre me dio un par de palmaditas en el antebrazo, sonriéndome ahora con ternura.
-No tienes por qué decírmelo ahora. Te escucharé cuando estés preparado.
Me levanté, rodeé la mesa y la abracé con fuerza.
-¿Por qué no subes a descansar un poco, cielo? –me propuso-. Podemos dejar esto para otro día.
Le sonreí, agradecido, y le di un último abrazo. Subí a mi habitación y me tumbé sobre la cama. Una pesadez se apoderó de todo mi cuerpo y mis ojos se cerraron poco a poco.
En mi sueño, había regresado de nuevo a la noche que habíamos asesinado a Timothy Seling; sin embargo, en aquella ocasión, parecía que el tiempo se hubiera detenido. Al levantar la cabeza, me topé con la Mina actual, que me miraba con los ojos entrecerrados.
Cuando alzó las manos, las tenía llenas de sangre.
-Tú has provocado todo esto –dijo, mostrándome sus palmas manchadas de sangre.
Parpadeé varias veces, sin entender por qué tenía las manos llenas de sangre y a qué se referían sus palabras. Al estudiarla más de cerca, vi que estaba pálida y que su vestido tenía una fea mancha que iba extendiéndose poco a poco.
Me acerqué corriendo a ella, cayendo sobre mis brazos y con la sangre extendiéndose sin que pudiera hacer nada por salvarla. Taponé la herida con una mano temblorosa.
-Mina –susurré-. ¡Mina!
Cuando Mina volvió a hablarme, su voz había adquirido un tono masculino que reconocería en cualquier parte del mundo: Kai. Sus ojos me miraban con seriedad, como si no fuera consciente de la herida de su vientre.
-El Consejo no se equivoca nunca –declaró-. Y tus acciones han conducido a esto. Ella no debería morir. No era culpa suya.
La boca de Mina siguió moviéndose, pero era incapaz de escuchar nada más porque un sonido atronador me despertó de golpe. Estaba bañado en sudor y tenía las sábanas pegadas a mi cuerpo. La pesadilla que había tenido era, sin género de dudas, una especie de advertencia por parte de mi subconsciente: si tenía una relación con Mina, eso nos traería problemas. Le traería problemas a Mina si la manada llegaba a enterarse de esa relación, si existiera.
Parpadeé varias veces, despertándome por completo. En mi mesilla de noche mi móvil no paraba de sonar y vibrar. No entendía quién podía ser a esas horas pero, al acercarme la pantalla, comprobé que era Mina.
Y eso no podía significar que algo había pasado. Algo malo.
Descolgué a toda prisa.
-¿Mina? –pregunté, con la voz aún pastosa y ronca-. ¿Qué ha pasado?
Aguardé lo que me pareció una eternidad a que ella me respondiera. Mi mente barajaba miles de posibilidades nada halagüeñas: la manada atacándola. Mi hermano arrinconándola para poder atacarla…
Me apreté el puente de la nariz con fuerza.
-Mi hermana… mi hermana se ha escapado –tartamudeó, presa del pánico-. No tengo a nadie más a quien acudir y pensé… pensé que tú podrías ayudarme.
Me quité las mantas de una patada y cogí las zapatillas que tenía más cerca. El hecho de que hubiera acudido a mí para ayudarla en aquel problema me hizo que me diera cuenta que, a pesar de no nos habíamos hablado en toda la semana, me valoraba. Que le importaba, aunque fuera un poco.
-Estoy en un momento en tu casa. Espérame un segundo, Mina.
Lo último que oí antes de colgar fue su sollozo de alivio.
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