21.
Mi hermano cargó conmigo hasta mi cuarto. Mi madre nos seguía de cerca, con los ojos rojos de tanto llorar; el dolor me recorría de arriba abajo, impidiéndome caer en la suave y dulce promesa de la inconsciencia. Cada peldaño que ascendía mi hermano, con su consiguiente bamboleo, me hacía que apretara los dientes con fuerza para evitar soltar el alarido que pugnaba por escaparse de mi garganta.
Era una agonía.
Cuando Carin me dejó sobre mi cama no pude seguir conteniéndolo más; el sonido que brotó de mis labios fue una mezcla de suspiro de dolor y satisfacción por notar algo blando en el que apoyar mi maltratado cuerpo. Mis manos se crisparon en un puño y aplasté mi cabeza contra la almohada.
La cara de mi madre asomó tímidamente por encima del hombro de mi hermano, que me observaba cruzado de brazos.
-No se está curando –gimió mi madre-. ¿Por qué no se está curando?
-Su cuerpo no ha tenido tiempo suficiente –respondió mi hermano, sin apartar sus ojos de los míos. No parecía estar disfrutando con nada de aquello-. Ha hecho demasiados esfuerzos y, por ello, su poder de sanación está siendo afectada por ello. Pero tiene solución, por suerte.
-¡Haz algo! –le exigió mi madre, con voz dura-. Tú tienes parte de culpa de que se encuentre así.
De no haber estado en aquella situación, tanto física como anímicamente, me habría echado a reír de buena gana. Pero no sabía qué era peor: el dolor de cuerpo o la sensación de vacío tan lacerante que sentía en el corazón.
Mi hermano frunció los labios. Se estaba pensando si ayudarme o dejarme un tiempo en aquel estado tan deplorable. Realmente era retorcido como nuestro padre.
Enarcó una ceja ante mi gesto de sorpresa que puse al llevarse una muñeca a la boca. El olor a sangre impregnó toda la habitación y un hilillo empezó a correrle por la muñeca hasta colarse por dentro de la manga de su chaqueta.
Sabía lo que estaba haciendo. Mi padre me lo había enseñado de pequeño, cuando estaba seguro de sí mismo que yo tenía potencial (luego perdió el interés al ver el mío propio): la sangre de un licántropo tenía varios usos beneficiosos. Por un lado, ayudaba a reactivar la sanación en un sujeto que estuviera muy malherido o agotado, como era mi caso, y también podía curar. Aunque nunca nadie había probado a darle de beber a un moribundo humano sangre de licántropo.
De haberlo hecho, nos hubiéramos convertido en una cura milagrosa y habríamos acabado en cualquier laboratorio.
Carin inclinó su muñeca hacia mi boca y me obligó a beber de la pequeña herida que se había hecho. El sabor de la sangre llenó todas mis papilas gustativas y noté cómo el dolor iba desapareciendo poco a poco… hasta que Carin apartó de golpe su muñeca de mi boca.
Le dirigí una mirada interrogante. No todas mis heridas habían conseguido curarse, al menos no lo habían hecho las más graves. Pero había una gran mejoría y el dolor se había vuelto soportable.
-Quiero que el dolor que sientes, que es mucho menor que el que has sufrido, te recuerde quién eres y lo que has hecho –me advirtió-. Quiero que estés en deuda conmigo y seas quien quiero que seas. Se acabó ir por libre, de ahora en adelante te comportarás como siempre has debido hacerlo.
Lo había perdido todo. Esta idea no paraba de repetírseme en mi cabeza, como una cantinela; mi hermano había logrado vencer y estaba regodeándose de la victoria. Mientras que él pensaba que me estaba dando una segunda oportunidad, una salida incluso, pero a mí me parecía todo lo contrario: me sentía como si hubiera ingresado en una cárcel. O en el mismísimo infierno.
La mano de mi hermano se estrechó en mi muñeca. Sus ojos refulgían.
-¿Lo has entendido, Chase? –masculló.
-Sí –murmuré y alcé la mirada hacia el rostro de mi hermano-. Pero quiero que me jures que no le haréis nada a Mina. Ella no ha tenido nada que ver -«Y no podría soportar que le hicieran más daño que el que yo le había causado», añadí para mis adentros.
Carin se mordisqueó el labio inferior, indeciso. No me lo podía negar, al menos eso no.
-No nos acercaremos a ella –me aseguró, pero el instinto me advirtió que ahí no acababa la cosa-, pero tú tampoco lo harás. Cortarás cualquier tipo de comunicación que tuvieras con ella y la ignorarás.
«De todas formas, ella me odia. Sabe que asesinamos a su padre y que soy un licántropo. Lo último que quiere es hablar conmigo», pensé con desánimo.
Sin embargo, no lo verbalicé en voz alta. Carin solamente sabía la mitad de la historia: él estaba al tanto únicamente de mi escapada y mis visitas a hurtadillas a Mina, de haber quebrantado el código de la manada y había faltado a mi responsabilidad como licántropo hacia mi compañera. Él no sabía que Mina había sido testigo de lo que habíamos hecho dos años atrás con su padre y que, de algún modo, parecía haberlo recordado.
Si llegaba a enterarse de esto… bueno, era muy difícil que siguiera adelante con nuestro trato. No dudaría en romperlo con tal de proteger el secreto de la manada.
Y no sería capaz de protegerla contra toda la manada.
-Está bien –acepté, centrando toda mi atención en mi hermano-. Lo haré. Será como si nunca nos hubiéramos conocido.
-Como si fuera una maldita desconocida para ti –me corrigió-. No quiero ni una sola mirada. Si intentas algo, lo que sea, lo sabré, Chase, y las consecuencias no serán agradables –claramente era una amenaza.
Asentí y mi hermano dio media vuelta, con una sonrisa en los labios y un porte de auténtica victoria. Mi madre, por el contrario, se quedó en la habitación y cerró la puerta tras mi hermano, dejándonos a nosotros a solas.
Tragué saliva, intentando deshacer el nudo que se me había instalado en la garganta. Toda la bravuconería que podría haber mostrado ante mi hermano se había disipado cuando él había abandonado mi cuarto; ahora me sentía como si fuera un niño pequeño intentando luchar contra el llanto.
Me sentía igual que cuando tenía tres años y mi padre nos había castigado a Carin y a mí por haber corrido a más velocidad de las que nos había permitido en el parque. Había estado a punto de ganar, cuando la voz de mi padre tronó y me detuvo en el acto; en aquel entonces me sentí como ahora: hundido, desamparado y con una fuerte opresión en el pecho. No entendía por qué mi padre me había detenido, evitando demostrar de lo que era capaz.
Mi madre se acercó tímidamente a mi cama y se sentó a mi lado. Un nuevo recuerdo me asaltó, esta vez uno mucho más alegre que el anterior: un día de tormenta, que era incapaz de dormir porque mi hermano me había contado una historia de miedo, mi madre me oyó sollozar y vino a verme. Saqué la cabecita por encima de las mantas y la miré, sorbiendo sonoramente por la nariz.
Su mano me acarició el antebrazo y vi en su rostro la lucha interna que tenía en su interior por no echarse a llorar. Sus ojos estaban enrojecidos e hinchados y llevaba todo el maquillaje corrido.
Parecía haber envejecido cincuenta años.
-Deja de luchar, cariño –me susurró-. Permite que salga todo lo que llevas dentro.
Había pocas ocasiones que recordara, después de la muerte de mi padre, en las que había llorado. Sin embargo, el nudo de la garganta cada vez iba a peor y los ojos me escocían. Mi madre sonreía con tristeza y una solitaria lágrima rodó por su mejilla; ella me entendía, comprendía mi dolor y le entristecía enormemente la desdicha que me corroía en aquellos momentos.
Noté demasiado tarde cómo mis mejillas se humedecían y se me escapaba un sollozo que pareció aliviar un poco el obstáculo que se me había formado en la garganta; apreté la mandíbula con fuerza, incapaz de poder parar. Mi mente no paraba de recordar lo que había sucedido en estas últimas cuarenta y ocho horas y el giro inesperado que habían dado los acontecimientos.
Mina no había llegado a decir las palabras, pero sabía perfectamente que, tarde o temprano lo haría. Me odiaba con todo su ser y me había convertido en un objetivo a eliminar para ella.
-A veces, hablar ayuda –dijo mi madre, controlando su propio tono de voz-. A mí me ayudó cuando murió tu padre…
Otro sollozo salió de mi garganta.
-La he perdido –balbuceé-. Lo he perdido todo. Ella me odia… me odia… tanto…
Mi voz salía entrecortada por las lágrimas y los sollozos. Mi madre asintió, contenta de que hubiera comenzado a hablar. Me hizo un gesto para que continuara haciéndolo y, en cierto modo, aquello ayudaba a calmarme.
-La quiero, mamá –me sentí ridículo con aquella frase, con la situación en sí. Pero era cierto: la amaba. Ella me había mostrado a un Chase que pensaba que había desaparecido hacía mucho tiempo-. Y la he perdido… No hacía falta siquiera que le prometiera a Carin nada: ella no querría acercarse a mí nunca más.
-Oh, cielo, lo siento tanto… -musitó mi madre-. No es justo que tengas que estar pasando por todo esto…
-No, mamá –la corté, conteniendo el llanto-. Esto me lo merezco. Esto y mucho más –añadí en un murmullo.
El lunes llegó mucho más rápido de lo que querría. Mis heridas parecían haber mejorado y podía moverme con relativa facilidad, a excepción de alguna que otra molestia. Aunque no estaba preparado para ir al instituto.
Para verla de nuevo.
Bajé renqueando hasta la cocina, donde me esperaba Carin, completamente vestido y listo para salir, y mi madre, que le servía a mi hermano otra ronda de huevos revueltos y lonchas de jamón. Ocupé mi sitio en la mesa y concentré mi vista en el plato que tenía delante; iba a tener que hacer acopio de todas las fuerzas posibles para poder cumplir con mi palabra y para poder soportar tenerla tan cerca y sentir su odio latente hacia mí.
Mi madre me sirvió una generosa cantidad de huevos y me lanzó otra mirada cargada de lástima. Desde que me había derrumbado en su presencia, en mi habitación, mi madre parecía haberse puesto más sobreprotectora aún conmigo.
Aguanté estoicamente la mirada que me lanzó Carin y me metí un buen bocado de huevos en la boca para evitar tener que responder a cualquier pregunta o comentario quisquilloso que me dedicara.
-Espero que estés listo para que podamos largarnos al instituto –comentó él-. Ah, y por cierto, estás bajo arresto domiciliado hasta que yo lo crea oportuno; nada de salidas y, aún menos, a escondidas. Te quedarás aquí hasta que vea que has entendido todo esto.
Apreté la mandíbula con fuerza mientras masticaba. En cierto modo, me estaba haciendo un favor: así evitaría tener que salir con Lorie o con la manada y deprimirme aún más.
Era obvio que no respondí en absoluto.
Se produjo un cómodo silencio entre todos que agradecí mientras me terminaba mi desayuno.
-Acaba ya con eso –me espetó mi hermano, dejando caer ruidosamente el tenedor sobre el plato-. Nos vamos. Ya.
Seguí como un autómata a Carin hasta el BMW. El Porsche había desaparecido de la acera y supuse que mi hermano se habría encargado de llevarlo de nuevo al almacén donde estaban todos los vehículos de nuestro padre; Carin me pilló mirando hacia donde debía haber estado el coche. Su sonrisa fue de lo más escalofriante.
Y desagradable.
-Tu amiguita se dio un buen golpe con él, ¿sabes? –dijo, con cruel satisfacción-. No te preocupes, nos encargaremos de que quede como nuevo –añadió, al ver la fulminante mirada que le había lanzado.
Me monté en el coche sin decir ni una palabra. Carin arrancó con la misma sonrisa y dio marcha atrás; aquella mañana no recogimos a nadie más. Nos dirigimos de manera directa al instituto y, al llegar, me planteé seriamente la idea de fingir que me encontraba enfermo para tener que eludir la prueba. Estaba seguro que toda la manada, y en especial Carin y Kai, estarían muy pendientes de mí y de lo que sucedería en esta mañana.
Cogí aire y me apeé del coche. La gente se apresuraba a apurar sus últimos minutos en el aparcamiento antes de que sonara el timbre, así que empecé a sortear al resto de los alumnos del instituto y conseguir alcanzar la puerta; durante todo el trayecto, había podido sentir la mirada inquisitiva de mi hermano en la nuca, comportándose como un guardaespaldas.
Atravesé las puertas principales y me dirigí a mi taquilla en primer lugar. Era una excusa bastante pobre para poder seguir aludiendo lo que no quería que llegara; abrí la puerta de la taquilla y comencé a hurgar en ella, intentando perder todo el tiempo posible. Por el rabillo del ojo vi que mi hermano pasaba de largo, sin tan siquiera despedirse, y sentí un poco de alivio.
Cerré de nuevo la taquilla y decidí que había llegado el momento de plantarle cara al asunto; me eché la mochila al hombro y me dirigí hacia mi clase. Cada paso que daba se me asemejaba a avanzar por el fango; conseguí alcanzar mi clase sin muchos problemas más que los que ya traía de casa y me quedé paralizado por un instante en el umbral. Aquellas gemelas tan irritantes que habían venido nuevas me clavaron sus miradas y, por un segundo, me sentí expuesto. Esbozaron una sonrisa viperina y se dieron media vuelta, alejándose de la mesa y de Mina; ella mantenía la mirada gacha, pero sentí esa conexión que nos había unido: tiró de mi ombligo como si estuviera perdiendo gravedad y se me secó la garganta.
Me obligué a centrarme y avancé lentamente, procurando evitar mirarla fijamente. Cogí aire de golpe cuando dejé la mochila sobre la mesa y abrí la boca para decir algo. Lo que fuera. Una disculpa.
Recordé la amenaza de mi hermano, pero no me importó. Ocupé mi asiento y miré hacia el techo, buscando inspiración y fuerza para poder hacerlo.
Moví la mano de manera instintiva, rozando su muslo.
-Mina… -mi voz salió como una súplica.
Cerró los ojos con fuerza e inspiró cuando la acaricié. Apartó la silla de golpe y enfrentó su mirada a la mía; sus ojos grises parecían haberse vuelto de color plomo y rezumaban odio.
Fui el único que oyó a mi propio corazón resquebrajarse como si de cristal se tratara.
-Déjame en paz. Olvídame. Haz que no existo.
Aguanté la respiración e intenté mostrarme de manera estoica. El sitio donde debía estar mi corazón se había convertido en un maldito agujero negro y lo noté vacío.
«Este es el resultado. No había ningún final feliz para vosotros. Hay demasiados obstáculos… Como, por ejemplo, su odio», dijo la vocecilla molesta de mi cabeza.
Pero, al menos…
-Por favor, permíteme al menos que te explique todo –casi volví a suplicarle-. Dame al menos una última oportunidad…
Sabía que me estaba saltando mi palabra y que, de enterarse Carin, iba a terminar peor que cuando Mina me atropelló con el Porsche. Sin embargo, me había dejado llevar por el instinto, por mi profundo deseo de que las cosas volvieran a ser como antes o, al menos, algo parecido.
Miró a su alrededor y apartó la silla un poco más. Se mostraba igual de cauta que una presa siendo rodeada por su depredador; de haber sido una persona sensata, habría desistido en mis patéticos intentos y me lo planteé seriamente. La estaba incomodando cada vez más, por no hablar de que su odio ya debía haber alcanzado niveles estratosféricos.
Volví a abrir la boca, con la idea de proponerle que podríamos ser simples compañeros de clase, pero una mano se estrelló estrepitosamente sobre la mesa de Mina, sobresaltándonos a ambos.
La mirada fulminante de la amiga de Mina me hizo que me replanteara seriamente dirigirme a Mina el resto del día escolar.
-¿No la has oído? –inquirió en un tono claramente amenazante-. ¿O es que acaso eres duro de mollera y no lo comprendes?
Decidí cerrar el pico y fingir que no había visto la mirada de agradecimiento que le había dirigido Mina a su amiga, quien parecía haberse convertido en su nueva defensora ante mí.
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