2.
Al dejarme caer sobre mi vieja silla, Lay me dio un par de palmaditas en el hombro, como si fuera un niño pequeño que hubiera quedado en último lugar en alguna competición a pesar de los esfuerzos que hubiera puesto. Teníamos clase con la profesora Thompson, que impartía la divertida asignatura de matemáticas, y, como siempre, llegaba tarde. Era una mujer menuda a la que siempre se la veía con las manos cargadas de carpetas y folios, con bastante mal genio.
Lay se sentó a mi lado e hizo crujir su cuello de forma bastante escalofriante, provocando que varias personas que había a nuestro alrededor lo miraran con susto. Mi amigo les dedicó una encantadora sonrisa, haciendo que se le marcaran sus profundos hoyuelos e hiciera que alguna chica de clase soltara un suspiro bastante exagerado. Todos los miembros de la manada sabíamos que generábamos un sentimiento de miedo y sumisión ante el resto de gente del instituto, especialmente a los de género masculino debido a su instinto, pero, para las chicas, éramos un potente imán. No era extraño que alguno de nosotros recibiéramos extrañas notitas escondidas en nuestras taquillas y mochilas o declaraciones demasiado explícitas.
Lay movió las cejas mientras echaba la silla hacia atrás, balanceándose.
-¿Hoy es el día «Cena con los Ross»? –quiso saber, mirándome de reojo.
Solté un suspiro derrotado. Teníamos que cuidar nuestras palabras en el instituto para que ninguno de los alumnos que no estuviera al tanto del secreto de Blackstone pudiera sospechar algo. Pero necesitaba desahogarme.
-Parece ser que sí –respondí-. Lorie está muy insistente estos días con el tema de que vaya a cenar a su casa cuando sabe que no me encuentro cómodo delante de su padre. Aunque estuvieron de acuerdo con dejar que su hija fuera emparejada con un licántropo, sé que el señor Ross me tiene bastante controlado.
-Como todos los padres que se preocupan por la virginidad de sus hijas, Chase –comentó Lay, con un brillo pícaro-. El padre de Lorie tiene miedo de que «le robes la virtud a su preciada y única hija para luego huir, dejándola con el corazón destrozado y su honra por los suelos»…
Levanté una ceja ante el cuidado y extraño lenguaje que había usado para referirse al hecho de que el padre de Lorie pensara que únicamente estaba con su hija para acostarme con ella. Sin embargo, el padre de Lorie no tenía que preocuparse por ello, ya que era ella misma la que intentaba quitármela a mí.
-Es el trabajo de Hamlet para la señora Smith –se excusó Lay-. Siempre me ha hecho gracia el lenguaje que usaban y quería sentirme como uno de ellos. Pero volviendo al tema: tarde o temprano, tú y Lorie… -hizo un par de aspavientos con la mano- tendréis que pasar al siguiente nivel.
-¿Y si ella no es la chica adecuada para mí? –le pregunté, sabiendo la reacción que iba a tener mi amigo ante la insinuación que estaba dejando en el aire.
Los emparejamientos que hacían los licántropos de más edad con los más jóvenes buscaban una mejora en la especie; que nuestros descendientes pudieran superar a sus predecesores. Para ello realizaban un exhaustivo estudio genético y nos emparejaban con la chica con la que más probabilidades de dar unos individuos mucho más avanzados que nosotros. Jamás había puesto en duda el arduo y difícil trabajo que hacían nuestros mayores por nosotros pero, desde hacía un tiempo, me estaba preguntando si no se habrían equivocado conmigo. Todos mis compañeros de manada habían encajado perfectamente con sus elegidas y yo me había esforzado por hacerlo, pero no había tenido resultado.
Sin embargo, y siguiendo las leyes de la manada, estaba atado a Lorie de por vida. Y se me antojaba como un infierno el estar conviviendo el resto de mis días con Lorie quien, por desgracia, era una chica vanidosa, sin buenas intenciones y demasiado territorial con lo suyo. Hacía un buen equipo con Sabin y Reece, las otras dos cabecillas que se encargaban de alejar a la competencia de sus compañeros.
Lay se cruzó de brazos y dejó de balancearse. Cualquier rastro de diversión había desaparecido, dejando en su lugar un gesto serio y pensativo. El único que sabía lo que realmente pasaba por mi cabeza era Lay, mi mejor amigo. Ni se me había pasado por la cabeza comentárselo a mi hermano.
-Nadie se ha equivocado nunca al emparejar a un licántropo –me aseguró-. Y tú no vas a ser la excepción, amigo; lo que necesitas es algo de tiempo y dejar a un lado los prejuicios que tienes de Lorie. Ella te quiere y tú, en el fondo, sé que también. Es posible que ella se esté precipitando un poco en estas cosas, pero es entendible.
-Entonces, según tú, lo único que necesito es tiempo –resumí, con el ceño fruncido-. Y estás bastante seguro que lo mío no es un error.
Lay chasqueó los dedos y sonrió.
-Exacto, amigo –asintió.
Apreté los labios, pero no me dio tiempo a responderle porque la diminuta profesora Thompson irrumpió en clase quejándose de la poca ayuda que recibía de unos críos malcriados que en lo único en lo que pensaban eran en faldas y alcohol. La gente se apartó de su camino y todos nos sentamos en nuestros respectivos asientos mientras la mujer dejaba de un golpe sordo todo lo que llevaba en brazos y se ponía las gafas que llevaba colgadas al cuello.
Me sentía como un crío en parvulario cuando sacaba su listado de alumnos y comenzaba a pasar lista, buscando cualquier excusa para meterse con nosotros. No era ningún secreto que la señora Thompson odiaba a todos los alumnos por el simple hecho de que su marido la dejó por una chica mucho más joven que ella y con unas tetas más bonitas que las suyas.
-¡Por favor, guarden silencio! –nos gritó y comenzó a recitar nombres.
Lay me dirigió una mirada divertida y le respondí poniendo los ojos en blanco. Aquella mujer se hacía de odiar ella sola con sus excentricidades y odio hacia el resto de alumnos.
-¡Layton Pryde! –tronó la voz de la profesora Thompson.
Mi amigo alzó la mano y le dedicó una encantadora sonrisa que hizo que las mejillas de la profesora se tiñeran levemente. Incluso nuestro encanto funcionaba con gente de la edad de la profesora Thompson, era impresionante.
Siguió con la lista y, al llegar a mi nombre, que era el último, se me quedó mirando fijamente durante unos segundos.
-¡Chase Whitman! –no sabía por qué, pero a mí parecía reservarme un odio especial-. ¿Por qué no nos ilustra con sus brillantes conocimientos sobre las derivadas? ¡Salga ahora mismo a la pizarra!
La risa de Lay y la de alguno de mis compañeros me acompañaron hasta que llegué hasta la pizarra y cogí la tiza que me tendía la profesora Thompson, con el ceño fruncido. Le gustaba la idea de intentar avergonzarme delante de todos mis compañeros pero, hasta el momento, no había conseguido lograrlo. Aun así, me sorprendía que no se rindiera en su estúpido plan y siguiera intentándolo una y otra vez.
Una de las ventajas de los licántropos era la gran capacidad de memoria que nos caracterizaba lo que, siendo sincero, me venía de maravillas en situaciones como ésta. Miré la pizarra y sonreí con socarronería; esa asignatura nunca se me había dado especialmente mal. Y, de nuevo, iba a demostrarlo.
Dejé la tiza de nuevo sobre la palma extendida de la profesora Thompson cuando terminé de resolver el ejercicio y me regodeé viendo su expresión de ira al ver que no había logrado su objetivo en aquella ocasión tampoco.
Lay me dio un empujón con el hombro, sonriéndome. La profesora Thompson había vuelto a enfadarse y estaba explicando con voz en grito mientras los alumnos estaban intentando prestarle atención sin sucumbir a los gritos de la profesora.
-Creo que intenta algo contigo –me cuchicheó mi amigo, apuntando distraídamente cosas en los márgenes de su cuaderno-. La frustras cuando la dejas en evidencia. Es una relación de amor-odio.
-Tendré cuidado de que Lorie no se ponga celosa –le respondí, con sorna.
Lay se encogió de hombros y me centré en dibujar en los márgenes caras de lobos que, después Lay, los mejoró añadiendo chicas desnudas sangrando.
Cuando sonó el timbre que indicaba que había llegado la hora de comer, me vinieron náuseas. Normalmente todos ocupábamos una mesa privilegiada en la que se interponía una pequeña distancia entre nosotros y el resto del instituto. A pesar de la distancia, éramos conscientes de todos los comentarios que se hacían sobre nosotros y, muchas de ellas, me hacían bastante gracia. Sobre todo los comentarios de las chicas que parecían estar bajo los efectos de las hormonas.
En el comedor ya nos esperaban el resto del grupo y todos ellos parecían estar bastante animados, con sus respectivas compañeras subidas a su regazo o jugueteando con ellos. Lay se alejó de mi lado, abandonándome, para acudir junto a Betty, que le sonreía con una enorme bandeja de comida para los dos; Lorie se irguió con otra sonrisa muy distinta a la que Betty le había dirigido a Lay. Sus labios se curvaron en una seductora sonrisa mientras se hacía a un lado para dejarme un sitio donde sentarme. Me deslicé a su lado mientras sus manos trepaban por mi cuello, acariciándomelo.
Intenté centrarme en mi comida, sabedor que mi gesto irradiaba de todo menos felicidad. Las manos de Lorie seguían escurriéndose por mi cuerpo, intentando llamar mi atención. Sin embargo, mi atención estaba centrada en otra cosa muy diferente: los comentarios de la gente que nos rodeaba. No podía evitar escucharlos, aunque fueran insidiosos y molestos, porque me hacían darme cuenta que, a pesar de que hubieran pasado un par de años, seguía pensando que era un monstruo. Pero bastante atractivo.
Me llamó la atención una mesa en particular en la que estaban sentadas tres chicas que parecían hablar entre sí. Veía con claridad a dos de ellas, una rubita cuyo rostro me sonaba vagamente familiar y una chica de piel tostada que me sonaba de algo que no tenía nada que ver con el instituto, pero la tercera quedaba fuera del alcance de mi vista. No había que ser muy inteligente para saber de qué estaban hablando y, gracias a mi oído privilegiado, me acercaba bastante a sus palabras textuales.
El comentario de la chica que no podía ver me sacó de golpe de mis pensamientos:
-Yo más bien lo veo como si estuviera oliendo mierda alrededor.
Entrecerré los ojos ante las palabras de aquella chica y me pregunté quién coño sería. Normalmente nuestro status de “chicos malos” no nos permitían mezclarnos con el resto de alumnos, pero yo me divertía bastante espiando a mis compañeros y averiguando cosas sobre ellos. Lo hacía de forma inconsciente, como si de esa manera me sintiera incluido dentro de ellos. Cosa que molestaba bastante a mi hermano. Para él, como el resto de la manada, nosotros éramos superiores a ellos. No necesitábamos mezclarnos con ellos, decía.
Estaba claro que era porque, de averiguar nuestro secreto, no pararían hasta vernos muertos a cada uno de nosotros. Era mejor que interpusiéramos una barrera entre ellos y nosotros. No debíamos mezclarnos.
Lorie me soltó un pellizco que hizo que diera un salto en mi asiento y le dirigiera una mirada enfadada. Cuando estaba a mi lado, se convertía en una niña infantil que no paraba de hacer travesuras para llamar mi atención. Me froté la zona dolorida mientras Lorie se tapaba la boca, ahogando una risa que fue coreada por Lay, Johann y sus compañeras, que no parecían perder detalle de lo que sucedía entre Lorie y yo.
-Reece estaba diciendo que uno de los gemelos Bruce nos ha invitado a una fiesta que dan en su portentosa mansión –me explicó Lorie, con una sonrisa-. Iremos, ¿verdad?
Miré a mi hermano, que estaba un par de asientos separado de mí con Sabin en su regazo, pidiéndole ayuda con la mirada. Tanto Kai como él nos habían repetido hasta la saciedad que no debíamos asistir a ninguna de esas estúpidas fiestas porque no podíamos exponernos a que descubrieran nuestro secreto. Sin embargo, cuando Carin me devolvió la mirada, supe que aquella guerra estaba perdida ya de antemano: iríamos a aquella fiesta porque el embotamiento que tenían y que llamaban amor los tenían lo bastante atontados para pensar con claridad. Incluso, si discutía con mi hermano, ni siquiera tendría una oportunidad.
Miré a Lorie, que me miraba con los ojos brillantes. Algo me decía que ya sabía de antemano mi respuesta pero que quería oírla de todas las formas.
-Claro, será divertido –respondí, sintiendo que me quemaban las palabras al salir de mi boca.
NO iba a ser divertido. NO tendríamos que ir. Y, por supuesto, NO era una buena idea. Me temía que se nos fuera de las manos y termináramos partiéndole el cuello a alguno que se hubiera atrevido a faltarnos el respeto o, simplemente, hubiera hecho algún comentario que no nos hubiera sentado nada bien. Era demasiado peligroso ir a aquella fiesta donde estaríamos rodeados de tanta humanidad… rodeados de peligro. Cuando nos reuníamos en uno de los garajes de alguno de nosotros para montar nuestras improvisadas fiestas con cócteles de bebida realmente explosivos, siempre terminábamos viendo cómo alguno de nosotros nos transformábamos y luchábamos entre nosotros ante las carcajadas del resto.
No quería ni imaginarme lo que podría suceder si se repetía eso en la fiesta de los Bruce. Seríamos noticia.
Sin embargo, eso me había recordado una prueba que tenía antes de ir a la inminente fiesta que sería ese mismo viernes: la cena de esta noche en casa de Lorie. Estaba tan preocupado por cómo iría la noche que ni siquiera me quejé cuando Lorie se subió a mi regazo y comenzó a darme mordisquitos por el cuello.
Tenía cosas más importantes en las que pensar.
Cuando llegamos a casa, Carin y Sabin subieron directamente al piso de arriba, a la habitación de mi hermano, mientras que yo me dirigí a la cocina, donde sabía que mi madre estaba refugiada con su habitual taza de café. Desde que se recuperó de la muerte de mi padre, siempre la veía pegada a su taza y a su dosis de cafeína.
Mi madre estaba sentada en la mesa de la cocina, con una revista de decoración y con las manos en su taza de café. Alzó sus ojos hacia mí y me dedicó una sonrisa amable.
-Ah, ya habéis vuelto –dijo, a modo de saludo, y me invitó a que me sentara a su lado-. Hoy hemos tenido un día bastante tranquilo, sin ninguna fractura ni hueso roto –añadió, en un tono cómplice.
Sabía que hacía referencia a que ninguno de nosotros habíamos tenido ninguna pelea y que, por ello, estaba un poco más animada. Recuerdo la cara que puso la semana pasada, cuando tuvo que venir a toda prisa al instituto, porque yo le había dado un puñetazo a ese chico que se había metido conmigo; durante todo el tiempo que el director estuvo explicándole todo lo que había sucedido, mi madre había apretado los labios y había aguantado el chaparrón sin decir ni una palabra. Ninguno de los dos podía decir nada.
Desde el día en que nos transformamos por primera vez, mi madre se había mostrado con nosotras de manera más protectora; pero, ahora que mi hermano había conseguido acceder al puesto que había dejado mi padre en el Consejo, mi madre se había despegado un poco de él y se había centrado más en mí.
Solté un suspiro derrotado y me dejé caer sobre la superficie de la mesa. Mi madre me acarició distraídamente el pelo, como hacía cuando era más pequeño y le hacía compañía mientras ella cocinaba.
-Hoy tengo que ir a casa de los Ross a cenar –le confesé, con un tono infantil. Si, por mí fuera, me gustaría quedarme allí, en casa, con mi familia.
Pero mi madre, al igual que mi hermano, intentaban animarme a que hiciera cosas con Lorie; mi madre la había invitado varias veces a casa a cenar y Carin me había sugerido que podría quedarse incluso a dormir. Ambos parecían estar metidos en un equipo a mis espaldas para que mi relación con Lorie fuera avanzando. Y yo lo agradecía, pero no creía que fuera a funcionar.
Mi madre me pellizcó la mejilla y me dedicó una sonrisa animada. En el piso de arriba se oyeron pasos y risas; mi madre me puso los ojos en blanco. Debido a que nuestra supervivencia pendía que hubiera descendencia, mi madre se había vuelto un poco blanda con ciertos aspectos en lo referido a la relación entre Carin y Sabin, al igual que a mí.
-Coge mi coche si quieres, cielo –me animó, dándole un sorbo a su taza.
-Pero, ¿tengo que ir? –me quejé y soné como un niño pequeño al que obligan a ir a una fiesta de cumpleaños a la que no tienes ninguna ganas de ir.
-Cariño, si los Ross te han invitado, es de muy mala educación rechazar su invitación –me regañó con suavidad mi madre-. Por cierto, ¿por qué no le dices a Lorie que venga este viernes a cenar con nosotros? Hace tiempo que no la veo.
Ahí habíamos llegado al segundo punto que teníamos que tratar con ella. Como mi hermano se encontraba en estos momentos ocupado con Sabin, iba a tener que ser yo quien le dijera a mi madre que nos habían invitado a una exclusiva fiesta y que teníamos pensado en ir. Mi madre no era de las mujeres que se ponía histérica ante la perspectiva de dejar a sus dos hijos a que asistieran a este tipo de fiestas donde había todo tipo de sustancias circulando; ella nos trataba como adultos porque, creía yo, que pensaba que, al transformarnos en licántropos, nos habíamos convertido en adultos de golpe. Era cierto que, en algunos puntos se mostraba inflexiva y sobreprotectora, pero en ese tema no.
-Eh… el viernes hay una fiesta y… Carin y yo teníamos pensado ir –le dije despacio-. Con el resto de la manada y con Lorie –añadí.
-Me parece una buena idea, cielo –aceptó mi madre, pero yo ya sabía lo que iba a decir antes siquiera de que hablara.
Me quedé con ella en la cocina el resto de la tarde, ya que no me apetecía nada oír lo que sucedía en la habitación de mi hermano, mientras mi madre ojeaba distraídamente la revista y se rellenaba varias veces la taza. Incluso me sirvió una a mí.
Miré distraídamente la cocina, recordando viejos recuerdos de cuando mi padre aún seguía vivo y nos hablaba de los planes que íbamos a hacer ese fin de semana.
-Mamá, ¿tú crees que soy normal? –le pregunté, pegándome la taza al pecho y sintiendo cómo me abrasaba con el calor que desprendía.
Mi madre, que estaba husmeando en uno de los armarios donde guardábamos todos los cereales, se giró hacia mí con las cejas levantadas debido a la sorpresa de mi inesperada pregunta.
-Oh, cielo, por supuesto que sí –respondió, con rotundidad.
Bajé la mirada al interior de la taza. El café desprendía un intenso aroma.
-Entonces, ¿por qué no soy capaz de ser como los demás? –pregunté y, ante la mirada desconcertada de mi madre, continué:-. Sí, mamá, ellos están perdidamente enamorados de las chicas que les escogieron. Yo no.
Las cejas de mi madre se curvaron hacia abajo y ella se acercó hasta donde yo estaba. Me cogió la cara entre las manos y me acarició las mejillas; sus ojos brillaban de pena, como si hubiera sabido desde siempre aquello.
-Chase, cielo, no tienes por qué mortificarte con eso –me aseguró-. Date algo de tiempo y verás cómo los sentimientos aparecen. Quizá el problema de todo esto es que vais demasiado deprisa.
Fruncí los labios al escuchar a mi madre achacar mi problema al tiempo, al igual que había hecho Lay. Parecía que todo el mundo pensaba lo mismo y yo tenía la sensación de que se estaban equivocando con ello. Recordé cuando mi madre me llevó con ella a ver al Consejo para conocer a la que iba a ser mi compañera; estaba un tanto nervioso, a mis catorce años y recién transformado, de conocer a la chica con la que iba a compartir toda mi vida. Estaba temblando como una hoja cuando entramos en el edificio y nos dirigimos a una sala donde Lorie me esperaba de espaldas, hablando con sus padres.
Al principio me había mostrado ilusionado pero, con el tiempo, me había dado cuenta que Lorie no se parecía nada a la chica que me había esperado.
Y estábamos unidos por toda la eternidad.
Llegué a casa de los Ross justo cuando daban las siete en punto. Me bajé del Mini de mi madre con las piernas temblándome y repitiéndome mentalmente que aquello no era tan importante como para ponerme de aquel modo. No era la primera vez que iba a cenar a casa de Lorie y tampoco era la primera vez que me enfrentaba al padre de ella; el señor Ross, sabedor de toda la verdad, siempre me miraba fijamente, como esperando que me transformara delante de su presencia.
Llamé a la puerta y me enderecé cuando oí pasos dirigiéndose a toda prisa para abrirme.
El rostro sonriente de Lorie me recibió mientras tiraba de mí hacia el interior de la casa, cerrando la puerta de un golpe. Me pregunté por qué había tanta tranquilidad y por qué aún no había escuchado la dulce voz de la señora Ross saludándome.
Lo capté demasiado tarde, cuando Lorie me arrastró hacia el sofá y se tiró sobre mí, empezando a besarme con demasiada pasión como para hacerlo en presencia de sus padres.
La sujeté por los hombros y la aparté de mí un instante para ver que el modelito era demasiado arriesgado incluso para que lo luciera delante de sus padres, especialmente delante del señor Ross.
La miré con enfado.
-Me has engañado –le espeté.
Lorie se restregó contra mí, casi aplastándome contra sus pechos. Se notaba que se había puesto todo aquello intentando algo que yo sabía que no iba a suceder… al menos aún.
-Sólo un poquito –me confesó, con una sonrisa pícara, como si estuviera disfrutando de todo esto-. Pero lo he hecho por nosotros, Chase… -hizo un mohín mientras me mordisqueaba la mandíbula.
-Podrías haberme dicho la verdad –le dije, muy serio-. No era necesario que montaras toda esta… pantomima.
Las manos de Lorie recorrían el cuello de la camisa que había decidido llevar y no tenía muy claro si me había escuchado o no. Para ella, lo único que le importaba es que yo hiciera lo que ella me ordenara como, en aquellos momentos, que nos acostáramos juntos.
La sujeté por las muñecas, intentando que me hiciera caso.
-Bueno, ¿y qué pasa si he mentido un poquitín? –repitió-. Quería hacer algo contigo, como una pareja normal. Ya no salimos a hacer cosas juntos y estoy preocupada; ¡eres mi novio! Todas mis amigas hablan maravillas de sus respectivas parejas y yo… ¿yo qué, Chase? ¡No puedo contar nada porque no hacemos nada!
-Tú quieres que nos acostemos juntos, yo te dije que no estábamos preparados –le dije, enfadado.
Lorie se deshizo de mí y me dio un golpe en el pecho, molesta.
-¿Cuánto tiempo más voy a tener que esperar? –me espetó-. ¡Estoy harta de esperar! Quiero hacerlo. Ahora.
¿Había comentado que Lorie era también muy caprichosa? Era el tipo de persona que no paraba hasta conseguir lo que se proponía. Se abalanzó otra vez sobre mí, empujándome contra el sofá mientras yo me replanteaba cómo actuar. Mi hermano y mi madre me insistirían en que no hiciera nada y que la dejara hacer lo que quisiera; pero no estaba preparado. Ella no me despertaba la emoción que necesitaba para poder continuar con todo ello, a pesar de llevar un atuendo bastante sugerente y saber cómo seducir a los hombres.
Le dejé que me desabrochara la camisa y que me la quitara con una excitación propia de ella. Tenía que intentarlo. Por la manada. Mi madre me había dicho que me diera tiempo pero, mi hermano parecía instarme a que dejara a un lado esa chorrada y que me comportara como un hombre.
Lorie sonreía, victoriosa, cuando sus manos comenzaron a descender mientras yo me esforzaba por parecer receptivo a sus caricias. En lo único en lo que pensaba era en qué debía hacer en la situación en la que me encontraba y en lo equivocado que estaba.
Las manos de Lorie tantearon por mi pantalón y sentí un escalofrío. Pero no un escalofrío como los que me había detallado Lay en sus innumerables anécdotas sobre cómo, dónde y cuándo lo había hecho con Betty.
Era un escalofrío de terror.
-Cuando lo pruebes y lo disfrutes, no querrás que paremos –me susurró Lorie al oído.
Entonces fue cuando supe que de aquello no iba a salir nada en claro. Tenía que pararlo a tiempo antes de que terminara peor de lo que tenía pensado; aparté a Lorie de mí y me levanté a toda prisa, intentando recuperar el aliento.
Lorie se apartó el pelo de la cara con un resoplido de disgusto y me miró, bastante enfadada.
-¿Qué coño te pasa ahora, Chase? –me espetó, poniéndose en pie y recolocándose la ropa.
Tenía que inventarme una excusa. Rápido.
No se me ocurrió ninguna lo suficientemente buena, así que opté por el camino más sencillo.
-Tengo que volver a casa.
-¿Volver a casa? –repitió Lorie, chillando-. ¡Por supuesto que no, Chase Whitman! Vamos a terminar con todo esto de una puta vez.
Odiaba cuando se ponía en ese plan de mandona, todopoderosa. Normalmente, los miembros y todos los hombres en general, eran quienes llevaban las riendas en las relaciones; y no iba a convertirme en la excepción. Tenía que hacerme valer ante Lorie y dejar de permitir que Lorie siguiera haciendo de mí lo que quisiera.
Tenía que imponerme y ¿qué mejor forma de hacerlo yéndome de allí? Me dirigí hacia la puerta de la casa mientras Lorie me seguía haciendo aspavientos y quejándose sobre mi comportamiento. Ah, y del hecho de que había convencido a sus padres para que cenaran fuera para poder brindarnos a nosotros un poco de intimidad.
Me detuve de golpe en la puerta, antes de irme, y Lorie chocó contra mi espalda. Me giré hacia ella y fruncí el ceño.
-No entiendo por qué coño quieres todo esto cuando soy bastante consciente de que te has acostado con una cifra considerable de chicos –le espeté, harto de seguir con esa actitud suya tan dolida y victimista.
El rostro de Lorie palideció, sorprendida por mis palabras.
-Yo no… Yo nunca –balbuceó, incapaz de poder articular una frase o excusa convincente.
Solté una risotada.
-Desde ahora en adelante, haremos las cosas a mi manera, Lorie –le advertí-. Y, créeme, a veces dudo de que sientas algo por mí si te metes en la cama de cualquiera.
Cuando cerré la puerta tras de mí, escuché el gemido ahogado de Lorie.
Sabía que mis palabras habían sido hirientes y que quizá debería haberlas planteado de otro modo. Era muy posible que Lorie hubiera hecho eso por mi constante negativa.
Quizá el problema fuera yo.
Quizá todos se equivocaban cuando decían que necesitaba tiempo y que era completamente normal.
Cada vez la idea de que estaba destinado a estar solo durante toda la eternidad por toda la oscuridad que recubría mi corazón estaba ganando fuerza dentro de mí.
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