18.
Nos pusimos de acuerdo sin tan siquiera cruzar una palabra: nos abalanzamos al exterior, fuera de la protección del interior del coche, y, mientras Mina echaba a correr hasta el porche de la casa, yo me encargué de sacar nuestras bolsas de viaje y echaba a correr tras ella. Un relámpago cortó el cielo en dos y le di más celeridad a mis pasos. La lluvia me calaba, hasta meterse en mis huesos. Tal y como había predicho la hermana menor de Mina, la tarde se había truncado con aquella monumental tormenta.
Resollé sin poderlo evitar cuando alcanzamos el porche. Los ojos se me desviaron de manera automática a las ropas que llevaba Mina, completamente empapadas, y a la forma en la que se le pegaba al cuerpo. Me obligué a tranquilizarme y a pensar en otra cosa.
Saqué milagrosamente las llaves sin que se me resbalaran de las manos y encajé la llave dentro de la cerradura. A mis espaldas se oyó un trueno y Mina comenzó a frotarse los brazos, intentando entrar en calor; intenté girar llave, pero mis dedos estaban empapados y resbalaban sobre la superficie. Al final, conseguí abrir la puerta; deje que Mina pasara primero y cerré la puerta tras nosotros. Cuando me giré de nuevo, una extraña corriente me golpeó de lleno en la cara; a pesar de la mala iluminación debido a la tormenta, mi visión me permitía ver con claridad el interior de la cabaña.
Nada había cambiado. Todo seguía exactamente igual.
Lo mismo que sucedía con mis recuerdos.
Desde la muerte de mi padre, me había prometido a mí mismo separarme por completo de su legado. No me había quejado cuando Carin se había apropiado del BMW, el vehículo habitual de mi padre; me había negado en rotundo a ir al cementerio, a la escondida y casi inaccesible tumba en la que habíamos dejado sus cenizas y, por supuesto, había renunciado por completo a poner un pie en los sitios como aquél. Sitios que estaban cargados de su esencia y de sus recuerdos.
Había hecho un gran sacrificio, saltándome mis propios principios impuestos tras el asesinato de mi padre, yendo allí. Y esperaba que Mina lo tuviera en cuenta.
Dejé a Mina que vagara por la planta de abajo mientras yo me dedicaba a encender las luces, para darle un poco más de realismo. Para mí, aquello era una pesadilla; mi peor pesadilla. Cogí un par de troncos de la zona donde teníamos dispuesta la leña y los deposité en el hueco de la chimenea; ambos estábamos completamente empapados, helados y temblando. Recordé inconscientemente a mi padre en la misma posición que yo, encendiendo un fuego para preparar nubes de chuchería en noches tormentosas como aquélla. Conseguí prender una minúscula llama que se fue extendiendo por el montoncito de leña que había apilado hasta convertirse en un fuego en condiciones.
Noté que Mina se me acercaba por la espalda, acercándose al calor. Parecía como hipnotizada, como si nunca hubiera visto una chimenea en funcionamiento; de nuevo, recordé unas palabras que me dedicó mi padre cuando me pilló en una ocasión como a Mina: «Si sigues mirando así el fuego, Chase, esta noche te vas a mear en la cama». El comentario le arrancó un ataque de risa a mi hermano, que se dedicó el resto de la noche a canturrearme: «¡Meón, meón, meón, meón!».
Me puse en pie y salí de la zona del comedor, dejando a Mina acuclillada sobre la chimenea, calentándose. Entré en el baño, me dirigí a uno de los armarios y saqué dos enormes y mullidas mantas; volví al salón en silencio y dejé que cayera una de ellas sobre los hombros de Mina, sobresaltándola. Varios mechones de su cabello se le pegaban por toda la cara, pero sus ojos brillaban como si tuvieran luz propia.
Me desplomé a su lado y me coloqué bien mi toalla. Respiré hondo y procuré alejar cualquier recuerdo más sobre mi padre: él me había convertido en lo que era. Mi padre había sido el desencadenante de todo aquello. De no haber sido un licántropo, ¿habría sucedido algo de esto? ¿Habrían muerto mi padre y el padre de Mina? No, por supuesto que no.
¿Cómo se lo plantearía? Era un tema demasiado delicado para soltárselo a bocajarro. Tenía que preparar bien mi discurso, pero no iba a servir de nada. El resultado, fuera el discurso que fuera, iba a ser el mismo: Mina me odiaría. No querría volver a verme en la vida.
-Toda nuestra ropa está empapada –comentó Mina, castañeándole los dientes.
Alcé la vista por encima de mi hombro, clavándola en la entrada. Había dejado allí nuestras bolsas de viaje y ambas estaban chorreando agua; afuera no parecía que fuera a arreciar en esos momentos.
Todo el interior de la casa se iluminó más debido a un relámpago y, después, las paredes retumbaron debido al trueno que lo siguió. Temblé más bajo la toalla y decidí que, si no quería coger una pulmonía, tenía que quitarme las prendas que se me pegaban a la piel como si fueran una nueva capa.
Empecé por la camiseta que llevaba. Me la pasé por encima de la cabeza y la tiré cerca de la chimenea, esperando que cogiera algo de calor y se secara; había sido consciente en todo momento de la mirada sorprendida de Mina y de cómo había desviado la vista, con las mejillas completamente coloradas, al ver mi torso desnudo.
Ella también tendría que deshacerse de todo lo que llevaba si no quería cogerse una pulmonía… y volverme loco.
-Tengo algo de ropa aquí –dije-. Puede que te sirva algo.
Lo único que recibí como respuesta fue un leve y rápido gesto de asentimiento de su cabeza. El castañeo de sus dientes y el temblor del resto de su cuerpo había empeorado y ni siquiera la toalla o la cercanía a la chimenea parecían tener el efecto que buscaba: que entrara en calor.
Salí de allí por segunda vez y me dirigí a las escaleras de madera que ascendían al piso superior. Allí arriba había estado en multitud de ocasiones, a pesar de las advertencias de mi padre, cuando me levantaba demasiado temprano o cuando sufría una pesadilla. O cuando no podía dormir por el miedo que le tenía en aquel entonces a las tormentas.
La habitación de arriba era un espacio abierto. En una de las paredes había una enorme cama de matrimonio y, en la otra, un enorme armario forrado de espejos. Al frente de la cama, la pared había sido sustituida por un enorme ventanal. Sabía lo que buscaba y sabía dónde podía encontrarlo; mi madre había dejado de ir allí tras la muerte de mi padre y mi hermano, esperaba, que no hubiera puesto un pie allí en una de sus escapadas románticas con Sabin.
Moví uno de los paneles-espejos y observé todas las prendas que estaban pulcramente ordenadas en la barra. Había ropa claramente femenina y ropa que había pertenecido a mi padre… Cogí un par de prendas al azar sin prestar mucha atención y me quité el resto de prendas que llevaba mojadas, sustituyéndolas por un pantalón y una camisa a cuadros secos.
Bajé las escaleras de nuevo y me quedé un tanto sorprendido al ver que Mina se había quitado las ropas mojadas a toda prisa y que las había dejado en un ordenado montoncito delante de la chimenea. Aun así, no paraba de temblar bajo la toalla.
Al verme allí parado, frente a ella, se encogió más bajo su toalla.
-Dame tu ropa interior.
Su reacción me dejó sin palabras: sus ojos se abrieron desmesuradamente mientras un fuerte rubor se extendía por toda su cara, cubriéndola por completo. Sus manos se aferraron con más fuerza a la toalla y sus ojos me observaban con recelo… y mucha desconfianza. Casi puse los ojos en blanco al entender que mis palabras las había malinterpretado… ¡y de qué manera!
-Sé que la tienes completamente mojada –proseguí-. Vamos, Mina, quítatela para que pueda secarse.
-No me voy a desnudar delante de ti –me aseguró, con firmeza.
En aquella ocasión sí que puse los ojos en blanco. La inocencia de Mina era como un soplo de aire fresco para mí; al contrario que sucedía con Lorie, que todo eran malas intenciones y dobles sentidos. Con Mina me sentía… distinto. Parecía otra persona. No tenía por qué preocuparme de qué me la jugara: ella no haría algo así. Con ella podía hablar de multitud de cosas más importantes que saber cómo era la nueva colección de tal diseñador o la próxima operación plástica que iba a tener X persona.
Mina me hacía sentir vivo. Algo que llevaba mucho tiempo sin sentir y que creía arrancado de mi ser.
Al ver que Mina no se había movido ni un ápice, le lancé al regazo la camisa que había cogido del armario del piso de arriba. Hizo varios malabarismos con la toalla para evitar que se le cayera y se puso en pie, aferrando la camisa con fuerza. No la perdí de vista mientras salía de la sala y se dirigía… por la dirección equivocada.
Se me escapó una risita que traté de disimular como bien pude.
-La puerta de la derecha, Mina.
Oí cómo cerraba la puerta correcta y aticé un poco más el fuego, de manera distraída. Ahora que estaba solo, las dudas y el miedo me atacaron de nuevo, sin tregua. Sabía que de aquella escapada no iba a salir nada bueno; al contrario que Carin, aquello no iba a ayudar a mi relación… la iba a destruir. Lo que Mina sentía por mí iba a ser erradicado de raíz, dejando en su lugar un fuerte sentimiento de odio.
Pero ya no podía seguir huyendo.
Mi estómago rugió como respuesta, así que me puse de nuevo en pie y me dirigí a la cocina. Lay me había ayudado a llevar allí toda la compra que habíamos hecho y que, a mi parecer, era un poco excesiva.
Estaba abriendo uno de los armarios cuando los brazos de Mina me rodearon y su cuerpo se apretó contra mí. Me puse rígido de manera inconsciente, debido a la inesperada muestra de aprecio por su parte, pero luego mis músculos se fueron relajando gradualmente, ya recuperados de la sorpresa inicial.
Le acaricié los brazos, deseando que el resto de mi vida pudiera ser así.
Al lado de Mina.
Para siempre.
-Siento mucho lo de estos días, Mina –se me escapó un suspiro y bajé la cabeza hasta que mi barbilla chocó contra mi pecho-. Pero mi familia se puso bastante nerviosa con tu presencia y no quería que sospecharan nada.
-Has estado preocupado y lo entiendo. No quiero que tengas problemas con tu familia por mi culpa.
¿Por qué decía aquellas cosas? Estando con Lorie, todo aquel tiempo, en ningún momento había dicho algo por el estilo o con tanta sinceridad. La quería tanto que a veces me dolía; aunque las punzadas de culpabilidad y odio que sentía hacia mí eran mucho más dolorosas.
Me di la vuelta con lentitud y, al quedarme cara a cara, tiré de ella con suavidad hasta que su pecho chocó contra el mío. Tuve que hacer unos esfuerzos terribles para no apartarle los mechones mojados de la cara, pero aquello habría sido mi perdición y todo el autocontrol que tenía se habría ido por la borda.
-Mi familia, desde hace tiempo, no lo significa todo para mí –le confesé, bajando la voz-. Las cosas cambiaron hace tiempo. Y mi hermano no lo quiere entender.
Noté que su cuerpo se separaba del mío y el peso de su mirada cuando la clavó en mí. Aquel era un momento perfecto para contárselo y acabar ya con todo aquello. Intenté forzar a mi boca para que pronunciara las palabras adecuadas, pero de ella no salió ni un solo sonido.
Ni siquiera se movió.
-Eh, no he estado esperando tanto tiempo para que estés de bajón en este sitio tan maravilloso –se quejó claramente en broma.
Y, tal como había aparecido aquella oportunidad, se esfumó cuando Mina habló. De nuevo me había comportado como un cobarde y había dejado pasar el momento, alargando así esa sensación agónica que no paraba de estrujarme el pecho y quitarme el aire.
Forcé una sonrisa. La alcé en volandas antes de que supiera lo que estaba sucediendo y la dejé sobre la encimera, como había hecho mi madre en multitud de ocasiones cuando era más pequeño y me gustaba observarla preparando la cena.
-Y, por eso, creo que sería una buena idea preparar una deliciosa cena -«Cuando terminemos de cenar se lo contaré todo», me prometí a mí mismo.
Mina enarcó una ceja y el gesto hizo que me echara a reír.
-Me duele que no confíes en mis habilidades culinarias, Mina –me llevé una mano al pecho.
-En mi defensa diré que nunca me había imaginado a un licántropo cocinando –repuso-. Tengo miedo de que vayas soltando bolas de pelo o algo así.
-Soy un lobo, Mina, no un gato –la corregí.
-Los gatos son mucho más adorables, tienes razón.
Le di un suave empujón mientras me ponía en marcha de nuevo. Me acerqué al frigorífico y empecé a sacar ingredientes de su interior; los dejé sobre la pila y abrí el grifo hasta que los cubrió por completo. Me giré para mirar a Mina y tamborileé los dedos sobre el bol que había cogido del armario. Me la imaginé así, sentada sobre la encima, en nuestra propia casa. Cada mañana.
Pero sabía que aquello no iba a convertirse nunca más en realidad.
-Si quieres ayuda, no hace falta que me la pidas. Tengo un sexto sentido para ayudar a personas que lo necesitan –bromeó, bajándose de un salto de la encimera, pasando por debajo de mi brazo y cerrando el grifo antes de que se desbordara.
Le pasé un cuchillo con otra sonrisa forzada.
-Ya que te has ofrecido, no me importaría que cortaras las verduras.
Con cada uno centrado en su tarea, no tardó en rodearnos un incómodo silencio. En el exterior, la tormenta descargaba con fuerza mientras los relámpagos iluminaban todo y los truenos hacían retumbar las paredes, como si las entrañas de la tierra se estuvieran abriendo en dos.
Mientras terminaba de preparar nuestra cena, con la inestimable ayuda de Mina, intentaba conseguir un buen discurso que soltarle cuando termináramos de cenar. No quería seguir dilatando el asunto mucho más y me había obligado a prometerme a mí mismo que así lo haría, después de la cena. Se me encogió el estómago de puro terror cuando terminamos la ensalada.
Tic, tac.
Parecía que podía escuchar dentro de mi cabeza el sonido de un reloj que hacia la cuenta atrás.
Nos instalamos en los enormes sofás que había en el salón e intenté hacer funcionar la televisión como medida de distracción mientras yo pulía los últimos detalles de lo que iba a decirle. Al ver que la tormenta no ayudaba y que la pantalla del televisor se mostraba en negro, la apagué de nuevo y ocupé mi sitio en el sofá, al lado de Mina.
La miré a la cara y la garganta se me contrajo al observarla de cerca.
-La licantropía… ¿cómo funciona exactamente?
Su pregunta me pilló completamente desprevenido pero, en el fondo, la agradecí. Me permitió serenarme y concentrarme en otra cosa que no era las palabras «asesinato», «padre» y «yo estaba metido de lleno hasta el cuello».
Dejé el plato sobre mi regazo y tragué saliva.
-Seguramente alguien más cualificado que yo podría hacerte una introducción bastante buena de por qué somos lo que somos, pero yo lo desconozco –comencé-. Lo único que nos explicó mi padre fue lo básico: «Hijo, has heredado de papá una característica que no todo el mundo tiene: te vas a convertir en un apestoso y nauseabundo lobo». Mi hermano lo llevó bastante bien cuando llegó su turno, pero yo no. Desde siempre en casa lo habíamos llamado como «el problema peludo», pero cuando supe que yo también lo tenía… me destrozó. El mero hecho de ser licántropo me ata a este maldito pueblo de por vida; no podré ir a la universidad y tendré que conformarme con cualquier empleo. Cuando eres hombre lobo… te consideran peligroso: en luna llena te vuelves mucho más irascible y tienes que atarte a tu compañera de por vida –levanté los ojos al techo, como si le estuviera pidiendo con la mirada a Dios que me diera la razón por la cual me había tocado todo aquel follón-. Yo quería ser normal.
»Pero todo se jodió cuando cumplí los catorce: ahí comenzaron los problemas y los cambios de humor constantes. Tuve que dejar de ir una temporada al instituto para que no causara ningún problema.
Recordaba perfectamente cada minuto después de la primera transformación. Recordaba perfectamente la sensación de estar rompiéndome desde dentro cuando el lobo salía de mi interior para hacerse con el control. Fue una suerte contar con dos licántropos más en la casa porque, de lo contrario, estaba seguro que habría destrozado a mi madre en alguna de esas ocasiones que me traía la comida al sótano, donde me tenían encerrado hasta que todo aquello se estabilizara.
Todo aquello se mostraba nítido como si se tratara de una película en mi mente. Mientras estuve en el sótano, lloré en muchas ocasiones y no siempre por el dolor que me producía la transformación. Lloraba por la pérdida de mi identidad y por la pérdida del que iba a ser mi futuro. El que había deseado de niño.
En una ocasión, mientras Carin me hacía compañía en aquel húmedo e inmundo sótano que se había convertido en mi habitación, lo miré y le pregunté por qué no desvelábamos nuestra identidad al mundo; estaba seguro de que podíamos hacer algo bueno, algo que nos convirtiera en menos… horribles. La mirada que me dirigió mi hermano fue como una bofetada, aunque lo que más me dolió fue su respuesta: «No podemos vivir como los humanos. Ellos creen que somos bestias».
Traducido: no había ni una mínima esperanza para los licántropos. Nosotros siempre seguiríamos siendo monstruos y bestias para ellos por mucho que nos esforzáramos por demostrar lo contrario.
Fue desgarrador para mí.
Cuando los brazos de Mina me rodearon de nuevo, con cuidado, me sentí la persona más miserable de la faz de la Tierra. Le había abierto mi corazón, le había hablado de mi miedo. De mi destino. Y no me había atrevido a contarle aún la verdad.
Mi padre y mi hermano no me habían mentido cuando me habían asegurado que los licántropos no teníamos salvación.
Era un monstruo.
La presión y el peso de mis actos cayeron sobre mi espalda como si pesaran un quintal. El abrazo de Mina se estrechó contra mi cuerpo y no pude evitarlo más: mi cuerpo se contrajo en una convulsión y se me escapó un sonoro sollozo. En mi interior, se recreó una y otra vez la imagen de Timothy Seling, sus ojos abiertos de terror al comprender que aquel iba a ser su final, antes de sucumbir a nuestras dentadas.
Tuve un acceso de náusea.
-Yo no… no quería –gemí-. ¡No quería!
Me aferré a su cuerpo como si quisiera fusionarme con él. Ella me murmuraba cosas al oído, intentando consolarme, mientras me acariciaba en pelo de la nuca. Aun así, no encontraba consuelo posible. Todo lo que había ido guardando en el fondo de mi mente, engañándome a mí mismo en muchísimas ocasiones, se había abierto, desbordándose, cuando había decidido contarle la verdad.
Sin embargo, había algo más. Algo acuciante.
El aroma de Mina se colaba por mi nariz, propagándose por todo mi cuerpo y despertando en mi interior sensaciones y deseos a los que nunca antes había tenido que hacerles frente. Se me contrajo el pecho y empecé a respirar con más rapidez, saboreando el aroma de Mina, que se había quedado quieta entre mis brazos.
Me abandoné al instinto y comencé a besarle la clavícula con cuidado, ascendiendo hasta la mandíbula, donde la mordisqueé.
Todo mi interior bullía de actividad mientras mi cerebro parecía haberse quedado en el más completo silencio. Mis manos acariciaron sus piernas desnudas mientras nos besábamos con fiereza. En aquellos momentos, lo único a lo que hacía caso era a la vocecilla que me susurraba: «Bésala. Bésala. Bésala.»
El deseo de estar tan cerca de ella, que no hubiera ningún obstáculo entre nuestros cuerpos, era tan acuciante que todo el cuerpo empezó a dolerme. Las palabras de Lay («Créeme: los necesitarás») se repetía una y otra vez, con un tono de burla. Él sabía lo que iba a pasar antes que yo mismo. Pero aquello no había entrado dentro de mis planes iniciales.
Anclé mis manos en su cintura y me obligué a separarme de Mina. Ambos respirábamos entrecortadamente, intentando recuperar el aliento.
Sus mejillas estaban cubiertas por un tenue rubor.
No me reconocía. No conocía al Chase que estaba delante de Mina, en aquellos precisos momentos. Tenía la sensación de haberme deslizado fuera de mi cuerpo y estar observando como un espectador mudo todo lo que sucedía.
-Podemos parar… -le dije en un ronco susurro-. Haremos lo que tú quieras, Mina. Te lo prometo.
Ella se quedó mirándome directamente. Después, sus brazos treparon por mi cuerpo hasta enroscarse tras mi nuca y volvió a eliminar el espacio que se había instalado entre nuestros cuerpos. Sonreí de manera imperceptible, inclinándome de nuevo sobre ella para besarla y mis manos comenzaran a retorcer la camisa, que era el último obstáculo que nos separaba.
No quería que sucediera eso allí, en el sofá. La cogí en volandas y Mina soltó un chillido y le dediqué una media sonrisa mientras avanzaba con ella en brazos hacia el piso de arriba. Me quedé paralizado unos instantes, consciente de lo que iba a suceder en aquella habitación. Era el paso que mi manada me había exigido hace mucho tiempo. Y lo iba a dar con ella. Con Mina.
La chica que iba a querer que desapareciera de su vida para siempre.
Me acerqué a la cama y la dejé sobre ella. Tenía la boca seca y era un puto manojo de nervios. ¿Cómo coño iba todo aquello? Había escuchado los relatos que parecían guiones de películas porno de mi hermano. En aquella materia, a pesar de no haberlo deseado, conocía bastante del tema.
Me situé encima de ella, apoyando las manos a cada lado de su cabeza y sosteniendo todo mi peso en ellas. La miré como si fuera la primera vez que la veía. Como si nunca la hubiera observado bien.
El corazón parecía querer salírseme del pecho y tuve que tragar saliva varias veces, intentando serenarme. Sus manitas se aferraron del borde de mi camisa y me erguí para ayudarla a que me la quitara; después, empecé a desabrocharle lentamente los botones de la camisa que llevaba. Sus ojos no se despegaron de los míos en ningún momento mientras terminaba mi tarea.
Lancé la camisa por detrás de mi espalda y vi que Mina se estremecía de timidez cuando contemplé su desnudez. Sus mejillas se cubrieron de un color rosado, sin poderlo evitar.
Me incliné de nuevo hacia ella y empecé a besarla, acariciando su cuerpo y aprendiéndomelo de memoria con cada roce y cada caricia.
Era muy posible que aquella fuera la última vez que la pudiera tocar. La última vez que ella me mirara de esa forma, con tanto amor que pensaba que se me iba a desbordar el pecho.
-Te quiero –murmuré y la besé por debajo del ombligo-. Te quiero tanto…
Me desperté cuando un insidioso rayo de luz impactó de lleno en mis ojos. Me incorporé sobre los codos, parpadeando varias veces hasta conseguir que la vista no siguiera nublándoseme; los recuerdos de lo que había sucedido anoche comenzaron a repetirse en mi cabeza. A mi lado, Mina murmuró algo entre dientes, soñando, se dio media vuelta para seguir durmiendo.
No podía creer que, después de lo que había sucedido entre nosotros, la perdería. De una manera irrevocable.
Anoche no había tenido el valor suficiente para confesárselo todo, pero hoy lo haría. Y, en esta ocasión, no habría excusa posible para no hacerlo. Me deslicé fuera de la cama y me puse unos pantalones de pijama que encontré en la cómoda donde mi padre dejaba sus efectos personales.
Bajé a la cocina y comencé a preparar un elaborado desayuno que, esperaba, ayudara a relajar la tensión que iba a reinar en el ambiente. Estaba batiendo unos huevos cuando oí un estrépito en las escaleras; me giré hacia Mina y me quedé helado ante el rostro desencajado de horror que tenía. «¿Qué coño hice mal anoche?», fue la pregunta que me hice en mi cabeza.
-¡Mina! –la sujeté por los hombros, intentando que se tranquilizara-. ¿Qué te ha pasado?
Sus manos se removieron por la camisa hasta retirar un poco la tela que cubría la zona de su clavícula. Sangre reseca se mezclaba con la sangre que manaba de la herida que tenía ahí y que anoche no había estado.
Sin embargo, lo que más me asustó no fue la sangre: sino lo que significaba aquella herida en su clavícula.
Desde que te presentaban a tu futura compañera, la gente me había repetido hasta la saciedad lo que sucedía cuando te encontrabas con la elegida: se te disparaba el instinto territorial del lobo y, por ello, en un momento me máxima excitación (como lo que sucedió anoche) marcaba a la hembra para demostrar que pertenecía, por muy machista que sonara, a ese lobo.
Y yo había cometido un desliz y no había caído en la cuenta de que podía suceder aquello.
La cogí de la mano y tiré de ella hasta el baño.
-Tenemos que limpiarte eso inmediatamente.
La dejé sobre el inodoro y me puse a buscar como un loco el botiquín que mi madre había dejado en alguno de esos armarios para cuando nos caíamos jugando por el bosque. Al dar con él, lo llevé hasta donde se encontraba Mina y comencé a sacar cosas que pudiera usar para curarla.
Sucumbí de nuevo a la tentación de ver la herida otra vez para comprobar que aquello era real. Y que lo había hecho yo.
-Oh, joder, no puedo creérmelo –dije para mí misma en voz baja.
-¿No puedes creerte qué?
No pude evitar mirarla con culpabilidad. Tenía que saberlo, se lo debía.
-Esto es algo… algo que puede sucedernos a los licántropos –empapé un poco de alcohol en el algodón que había cogido del botiquín-. Lamento mucho no haberte avisado de los riesgos a los que te exponías estando conmigo y… ahora voy a tener problemas.
Me encogí cuando oí el gemido que soltó Mina al aplicarle el algodón sobre la herida. Contraje el rostro en una mueca.
-¿Quieres decir que has sido tú quien me ha hecho esta… herida?
Asentí mientras seguía curándole la herida.
-Los licántropos somos muy posesivos. A veces suele ocurrir que… cuando nos emparejamos tendemos a… marcar a nuestras parejas. Es como una forma de avisar al resto de machos que no se acerquen.
-¿Me estás diciendo… que acabas de… de…? –balbuceó, incapaz de terminar la frase.
La miré, pidiéndole perdón con la mirada. Pero aquello ya no tenía arreglo.
-Acabo de vincularte, Mina.
Y ella comenzó a hiperventilar.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro