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16.

Procuré evitar a mi hermano en toda la mañana. Mi madre tenía ojeras de nuevo, lo que venía a significar que toda la escenita que habíamos montado anoche la había dejado sin poder pegar ojo; se aferraba a su taza de café con fuerza y tenía los labios fruncidos. Su aspecto no auguraba nada bueno, me dije mientras entraba en la cocina.

Escogí una de las sillas que estaban más cerca de la salida mientras me servía un ligero desayuno. Esperaba no vomitarlo.

Estaba centrado en mi pobre bol de cereales cuando la voz de mi madre me interrumpió:

-Tu hermano no está aquí –informó, con voz tensa-. Se ha marchado ya al instituto.

Vaya, al final iba a resultar que Carin había pensado en lo mismo que yo… y me había dejado en tierra. Él contaba con el BMW para poder ir al instituto, yo no.

Miré de refilón a mi madre. No, ella necesitaba su coche para poder llegar al trabajo y me negaba a que me llevara al instituto para que Carin pudiera usarlo a su favor.

Tendría que buscar otro modo de ir al instituto.

Subí a mi habitación de nuevo y cogí mi móvil, esperando que mi única idea funcionara. Si no, estaba perdido.

Tamborileé los dedos sobre el teléfono mientras escuchaba las señales, sin que nadie respondiera. Al décimo timbrazo, cuando casi había perdido la esperanza de que alguien lo cogiera, escuché la voz de Lay al otro lado del teléfono.

-Por fin das señales de vida, tío –me saludó mi mejor amigo, un poco dolido-. No, espera… No me lo digas. Es por algo, seguro.

Si no supiera con certeza que pertenecíamos a familias diferentes, habría jurado que Lay y yo hubiéramos podido ser hermanos. Ambos nos conocíamos tan bien que no necesitábamos mucho para adivinar lo que el otro necesitaba.

Esperaba que no estuviera muy enfadado conmigo por todo el tiempo que llevaba sin «dar señales de vida», como lo había definido Lay. Reconocía que llevaba mucho tiempo sin salir con la manada, y en especial con él, pero mi vida había dado un giro completo de ciento ochenta grados al conocer a Mina.

De repente, lo que había creído que era primordial en mi vida, había cambiado.

-Es Carin –le expliqué-. Hemos discutido y… ya sabes cómo es. Me ha dejado sin medios con los que poder llegar al instituto.

-Y quieres que le coja el coche a mi madre para que te recoja, ¿verdad? –concluyó Lay y pude intuir que estaba sonriendo, complacido.

Puse los ojos en blanco.

-Exacto.

-Entonces, señor Whitman, baja tu culo de inmediato a la entrada que ya voy para allá –y colgó.

El Hyundai de la señora Pryde estaba aparcado en la entrada de mi casa, con Lay en el asiento del conductor y hurgándose afanosamente la nariz mientras escuchaba un disco que, sin duda alguna, pertenecía a su madre. Rodeé el coche y me senté en el asiento del copiloto, dándole un ligero puñetazo en el hombro a modo de saludo. Él hizo una mueca y se retiró el dedo a toda prisa.

Me observó con una pícara sonrisa, pero sus ojos me mostraban un sentimiento muy distinto: Lay estaba dolido conmigo porque sospechaba que algo pasaba en mi vida y yo no le había hecho partícipe de ello.

-Chase Whitman –paladeó mi nombre-. Creo que tenemos que hablar de muchas cosas; creo que ha llegado el momento de que seamos sinceros el uno con el otro, ¿eh?

Sus palabras me dejaron desconcertado. Lay desvió la mirada, quitó el freno de mano y echó marcha atrás; no tenía ni idea de lo que realmente quería decirme mi mejor amigo aunque, en el fondo, sospechaba que todos mis intentos por ocultar mis novedosos sentimientos por otra persona que no era Lorie me habían dejado al descubierto. Mi hermano había sido testigo anoche, cuando sacó a colación el tema de Mina, y mi madre era a la única con la que había sido sincero al cien por cien.

Me espatarré todo lo que permitía el hueco y fingí que miraba distraídamente por la ventanilla. Lay era mi mejor amigo, le tenía más aprecio que a mi propio hermano; él me entendería si le contaba mi historia. Él me daría una oportunidad de poder exponerle todo lo que había descubierto cuando me crucé de nuevo con Mina en aquella fiesta.

Pero pecaba de inocente: Lay conocía de primera mano lo que había hecho Timothy Seling y nunca aceptaría que me hubiera enamorado de su hija. Ni siquiera sería capaz de concebir que ella perteneciera a una familia de cazadores. Aunque no estaba terminantemente prohibido las relaciones entre cazadores y licántropos, sí que era muy raro verse relaciones de esta índole.

-Un dólar por tus pensamientos –irrumpió la voz de Lay, volviéndome al presente.

Parpadeé varias veces, procesando las palabras de Lay, y lo miré con sorpresa. Mi reacción arrancó una carcajada a mi mejor amigo.

-Se lo oí decir a un tipo en una película que Betty se empeñó en ver –me explicó, guiñándome un ojo-. Me ha quedado demasiado romanticón, ¿verdad? Pero, al menos, he conseguido llamar tu atención –me dedicó una mirada inquisitiva-. Ahora, en serio, Chase: creo que deberíamos ser sincero el uno con el otro. Somos amigos, ¿no?

Me mordí el interior de la mejilla, con nerviosismo. La invitación de Lay era demasiado tentadora para mí… Agradecía a mi madre estar abierta y apoyarme, pero necesitaba decírselo a alguien más. A alguien como Lay.

Pero no sabía cómo iba a reaccionar cuando supiera mi mayor secreto.

Solté un suspiro de derrota.

-No creo que quisieras saberlo, de verdad –le aseguré, con voz titubeante.

Por el rabillo del ojo comprobé que Lay aferraba con más fuerza de la necesaria el volante.

-Somos amigos –repitió y sonó un poco exasperado-. Dios, Chase, apenas te reconozco. Joder, cada vez me esquivas más y no lo entiendo. Necesito saber qué ha pasado entre nosotros que nos ha separado tanto…

«El hecho de que seamos una sociedad tan cerrada de mente, Lay. Eso es lo que nos ha pasado. No puedo contarte que me he enamorado de una chica cuyo padre fue un asesino y que fuimos nosotros mismos quienes lo asesinamos porque tu reacción sería demasiado exagerada», pensé con desánimo.

De haber sido una persona valiente, como había esperado de mí Lay, lo hubiera dicho en voz alta. Pero, de nuevo, no me atreví; a veces tenía accesos de valentía, como la escena de anoche que tuve por defender a Mina, pero aquello no era constante.

Mi hermano tenía razón en una cosa: yo no era una persona valiente. No era nada. Quizá mi padre hubiera elegido a mi hermano por ver en él cosas que yo no tenía y que jamás podría tener.

Tenía que serlo, me dije. Tenía que ser valiente y qué mejor forma de demostrarlo que hablando francamente con mi mejor amigo. Era un primer paso. Si daba el primero, los siguientes irían rodados.

Apreté la mandíbula con fuerza, insuflándome de valor por dentro.

-No creo que este sea el momento idóneo para hablar de esto, Lay. Pero te prometo que quiero decírtelo. Eres mi mejor amigo.

Lay desvió la vista del frente y me miró con seriedad.

-¿Y cuándo crees que es el «momento idóneo» para que mi mejor amigo sea sincero conmigo? –me preguntó y advertí un ligero tono de dureza.

Volví a mordisquearme el interior de la mejilla.

-Esta tarde –respondí, con firmeza.

Aquello pareció contentar a Lay, que asintió con fuerza y volvió a clavar la vista en la carretera. Ya no estábamos lejos del instituto y el corazón me empezó a latir con fuerza; la imagen de Mina se quedó fija en mi mente y tragué saliva con dificultad. Quería comprobar que estuviera bien después de encontrármela inconsciente en el sofá, gracias a uno de los tés de mi madre. Pero ¿qué iba a hacer cuando vinieran las preguntas? ¿Qué excusa sería capaz de darle?

Lay aparcó en un hueco que había libre cerca de la entrada y esperó a que me apeara del coche. Después de bajarme del coche, Lay me acompañó hasta la puerta de mi clase y se quedó observando el interior del aula con los ojos entrecerrados, como si esperara encontrarse allí a alguien.

Miré el aula y me desinflé al comprobar que Mina aún no parecía haber llegado. A excepción de sus amigas, que ya habían ocupado sus respectivos asientos y no paraban de murmurar entre ellas mientras lanzaban rápidas y preocupadas miradas hacia el hueco vacío que debía estar ocupando Mina.

-Vaya –comentó Lay-, parece que te has adelantado a tu amiga.

Dicho esto, dio media vuelta y se marchó por el pasillo, sin tan siquiera despedirse o girarse para lanzarme uno de sus habituales guiños.

Algo no iba bien. Tenía la certeza de que algo no iba bien.

Me encaminé a mi asiento con la cabeza baja, procurando no llamar la atención. Era consciente que, a pesar de haber pasado varios días, mis nuevos compañeros de clase cuchicheaban a mi espalda y me miraban con temor, como si fuera a sacar una pistola en cualquier momento y empezara a dispararles. No había sido desde siempre así, cuando era más pequeño jugaba con muchos de ellos… hasta que sufrí mi primera transformación. El inicio de toda aquella pesadilla que no tendría nunca un final.

Mina no apareció en todo el día por el instituto y se me formó un nudo en la garganta.

En la hora de la comida, me centré en mi comida y ni siquiera me digné a mirar a mi hermano, cuya mirada sentía clavada en la nuca; cuando sonó el timbre que indicaba el fin de las clases, Lay me esperaba junto a mi taquilla, de brazos cruzados.

-Supongo que tendré que llevarte a casa –comentó, mientras cerraba mi taquilla y me encaminaba a la salida-. Así puedes empezar a pensar cómo vas a ser sincero conmigo.

No caí en su provocación. Seguí caminando hacia el aparcamiento, mirando en alguna ocasión, como si esperase ver aparecer a Mina por algún rincón de allí. Lay trotaba a mi lado, tecleando en su teléfono móvil y lanzando risotadas, además de llamar la atención de todas las jovencitas con las que nos cruzábamos.

Nos subimos al coche, yo consciente de que no había respondido a la provocación y que Lay estaba esperando que dijera algo al respecto. Arrancó el coche, puso la música de su madre y comenzó a tararearla ante mi mutismo.

-¿Has terminado ya el dichoso trabajo que tenías pendiente para Sharpe? –preguntó Lay, poniendo el intermitente y girando con parsimonia el volante.

-No –respondí, titubeando. Se me había olvidado por completo la excusa que les había dado a todos, explicando así mi reciente contacto con Mina Seling-. Lo cierto es que aún no.

Sus labios se fruncieron y sus ojos se estrecharon. Pero en ningún momento se dignó a mirarme. Sabía que le estaba fallando, pero debía de entender que se me estaba haciendo difícil tener que hablar de un tema tan delicado y que podía causar estragos dentro de la manada.

-Lay, sé que estás enfadado conmigo –le dije, echando la cabeza hacia atrás-. Y te entiendo. Pero es un tema bastante… difícil.

Mis palabras llamaron la atención de Lay, que me miró con un brillo de auténtica preocupación en sus ojos oscuros. Se humedeció los labios y abrió la boca, volviéndola a cerrar un par de segundos después.

Entre nosotros se instaló un incómodo silencio.

Tras unos minutos en silencio, Lay soltó un suspiro.

-Chase –empezó, eligiendo con cuidado sus palabras-, somos amigos desde que éramos niños y siempre nos hemos contado todas las cosas, incluso las más complicadas. Yo no te voy a juzgar por lo que sea que te preocupa, Chase; te apoyaré sea lo que sea. Siempre lo he hecho, ¿no?

Me mordí el labio.

-Esta tarde, por favor –le pedí, con un tono de súplica-. Te lo contaré esta tarde, pero no me juzgues…

Lay asintió con la cabeza.

-Por supuesto, Chase –aceptó.

El BMW de Carin estaba aparcado justo en la entrada cuando Lay aparcó el Hyundai de su madre en la acera de enfrente. Nos quedamos mirándonos durante unos momentos, dudando entre continuar con la conversación o darla por finalizada.

Me despedí de Lay y me apeé del coche, prometiéndole que lo llamaría aquella misma tarde para hablar. Cuando el coche de mi amigo desapareció de mi vista, no pude evitar sentirme inquieto; iba a dar el primer paso contándole a mi mejor amigo todo lo que me había sucedido desde que habíamos ido a aquella fiesta, donde había conocido a Mina. Lo próximo sería enfrentarme a mi hermano y demostrarle que todas las convicciones del Consejo que aseguraban que las parejas seleccionadas para los miembros de la manada eran las elegidas. Aseguraban que todo lo que hacían era por el bien de todos los miembros, pero no eran capaces de entender que sus convicciones podían fallarles, como me había sucedido a mí.

Yo no estaba enamorado de la persona que me habían designado para compartir mi vida y asegurar la continuidad de la manada dentro de Blackstone.

Yo me había enamorado de una chica completamente distinta, hija de una familia de cazadores que, además, era la hija de un hombre al que mi manada, incluyéndome a mí, había asesinado por pura venganza.

Entré a mi propia casa con un nudo en el estómago. La pelea que había mantenido con Carin la noche anterior se mantenía fresca sobre mi memoria y parte de los golpes sobre mi piel; subí las escaleras procurando hacer el mínimo ruido posible. La ausencia de Mina hoy en el instituto me resultaba sospechosa y quería asegurarme de que estuviera bien…

Cogí el teléfono con los dedos temblorosos y marqué su número. Le di celeridad a mis pasos, cerrando la puerta de mi habitación a mis espaldas mientras el intermitente sonido del móvil se alargaba cada vez más.

Todas las veces que llamé a Mina, en ninguna ocasión me lo cogió.

Bajé a la cocina, dispuesto a plantarle cara a mi hermano. Inspiré con fuerza antes de entrar a la cocina, donde mi hermano estaba devorando su plato de comida y mi madre me aguardaba con las manos entrelazadas y la barbilla apoyada sobre ellas.

Carin levantó la vista un segundo mientras me sentaba en la mesa y volvió a clavarla en su plato.

-He pensado que podríamos ir a ver papá –comentó a nadie el particular mi hermano y sin alzar la vista-. Hace tiempo que no vamos y creo que es un buen momento para poder reanudar nuestras visitas.

Respiré con fuerza. Habíamos dejado de pisar el cementerio porque aquellas visitas no habían hecho ningún bien a nuestra madre y habían propiciado que nuestra madre cayera en aquel pozo negro del que tardó mucho tiempo en salir. Miré a mi hermano con enfado mientras que mi madre removía la comida en su plato, como si estuviera en su propio mundo.

Conmigo mi madre sí que hablaba de mi difunto padre casi con normalidad; en cambio, con mi hermano las cosas cambiaban: se ponía con la mirada vidriosa y parecía encerrarse en una burbuja, alejada del mundo. Quizá fuera porque mi hermano no sabía cómo expresar sus pensamientos hacia papá sin soltarlo de manera abrupta, tal y como había sucedido ahora mismo.

-¿Y por qué ahora? –pregunté, procurando mantener un tono indiferente, sin dejar traslucir toda la ira que sentía.

-Porque es necesario –replicó Carin, de malas maneras-. Porque esta familia se está yendo a la mierda y veo necesario que vayamos todos juntos al puto cementerio para aclarar las ideas.

-¿Qué esperas? ¿Que se nos aparezca el espíritu de papá y nos dé consejos? –repuse, con sorna-. Me parece una auténtica pérdida de tiempo ir al cementerio.

Mi hermano me taladró con la mirada. Había dejado de fingir que no estaba allí para volcarse por completo con toda su atención; mi madre seguía en silencio, con la mirada perdida y removiendo su comida. Le aguanté la mirada a Carin, preguntándome si no veía cuánto daño estaba provocándole a nuestra madre aquella conversación.

-Iremos al cementerio –sentenció mi hermano. Aquella iba a ser su última palabra, por mucho que protestara, no iba a cambiar de parecer-. Es posible que este mismo domingo. Y tú –añadió, señalándome a mí, objetivo directo de su amenaza- vendrás con nosotros; quieras o no quieras.

Abrí la boca para responderle que sus amenazas podía metérselas por donde le cupiera, pero mi madre me lanzó una mirada de advertencia. Después de todo, quizá había estado fingiendo para evadirse de lo que sucedía a su alrededor, aunque al final no le hubiese funcionado la estrategia.

Me mordí la lengua de nuevo, evité que se me escapara un gruñido y me volqué por completo en la lasaña, igual que había hecho mi hermano al principio. Sabía que ésta era su pequeña venganza por lo que había sucedido ayer, porque Carin era consciente de que me incomodaba la idea de ir a visitar la tumba de nuestro padre (que nos habíamos encargado de esconderla bien de la curiosidad del resto de vecinos del pueblo, ya que la historia oficial que se había dado era que nos había abandonado, dando lugar a morbosas y falsas versiones que circulaban aún por Blackstone) como si fuéramos niños de ocho años a los que solamente les faltaba el típico ramo de flores que dejar sobre su lápida.

El resto de la comida trascurrió en un agradecido silencio. Ayudé a mi madre con todo mientras mi hermano se escapaba al salón, eludiendo así sus responsabilidades domésticas.

-Déjalo, Chase –me instó mi madre-. Sube a tu cuarto y descansa. Piensa.

Me estaba dando una vía de escape para poder subir a mi cuarto y tranquilizarme. Le dediqué una mirada agradecida mientras la dejaba terminando de fregar los platos; esquivé a mi hermano, que me dedicó una mirada cargada de malicia, y subí a mi habitación. Las cosas se me estaban acumulando y sabía que, dentro de poco, todo aquello me iba a superar; la ausencia de Mina… el hecho de que no hubiera contestado a mis llamadas, me tenía tremendamente preocupado.

Tenía una extraña sensación desde aquella misma mañana y no sabía a qué atribuirla. Desbloqueé el móvil, esperando encontrarme algún mensaje de Mina, pero la pantalla no me mostró que tuviera nada.

Me mordí el labio con fuerza, debatiéndome interiormente si debía continuar llamando a Mina hasta dar con ella. Se me pasó por la cabeza, incluso, la idea de ir hasta su casa para comprobar que estuviera bien personalmente.

Decidí probar a llamarla y, si no me lo cogía, pasaría al plan B: ir a su casa a hurtadillas.

Contestó al séptimo timbrazo, casi cuando me habían abandonado todas las esperanzas que tenía puestas en aquella llamada.

-¿Sí? –su tono fue un hilo de voz.

Algo no iba bien.

La alarma se me disparó en la cabeza mientras trataba de buscar una razón que encajara con aquel tono.

-¡Menos mal que has decidido contestar! –bufé con un fingido tono que pretendía sonar alegre-. Hoy no has aparecido por el instituto y estaba preocupado. Aunque tu amigo Monroe me ha informado amablemente que estabas enferma –era un mentiroso de primera y lo sabía, pero no me atrevía a confesarle que todo aquello lo estaba haciendo porque me temía que el maldito té de mi madre hubiera hecho algo más que sumirla en un profundo sueño que parecía más un estado de inconsciencia.

Pensé que se reiría de mi broma o que haría algún comentario, pero no dijo nada. Simplemente hubo silencio, un silencio que se fue volviendo cada vez más asfixiante conforme pasaba el tiempo sin que ninguno de los dos pronunciara palabra alguna. Mis manos comenzaron a sudar de manera inmediata al darme cuenta de que las cosas no iban como yo quería.

-Oye, lamento muchísimo de nuevo lo que sucedió en mi casa. Mi madre normalmente no es así… ¡pero le caíste bien!

-No… no es eso –balbuceó-. Es… otra cosa; necesito hablar contigo. Es algo grave.

Había pronunciado las dos palabras que yo jamás había querido oír procedente de sus labios. «Es algo grave», se repetía una y otra vez en mi cabeza, bloqueándome y dejándome estupefacto. ¿Qué había podido pasar en aquellas horas que habíamos estado separados? «Quizá su madre haya descubierto lo nuestro y prefiera mantenerla lejos de alguien como yo», cavilé sin mucho entusiasmo. La señora Seling siempre había aparentado saber más de lo que se había declarado oficial en la muerte de su marido y yo tenía la sospecha de que estaba en lo cierto: que ella sabía que la muerte de su marido no fue a manos de una manada nómada de licántropos que se vio amenazada ante la presencia de un cazador, sino a manos nuestras.

Cogí aire con fuerza.

-¿Te ha pasado algo, Mina? –pregunté, quizá con demasiada brusquedad-. ¿Estás bien? Si quieres puedo ir a tu casa…

-No –su negativa automática me hizo que me callara de inmediato-. Simplemente quiero hablar contigo sobre un asunto. Esta noche, ¿quieres?

-Por supuesto, Mina. Deja la ventana abierta, por favor.

Llamé a Lay para que pudiéramos vernos en un sitio tranquilo. Me propuso que fuéramos a la vieja cafetería de la señora Vosseler, que no era muy concurrida y nos brindaría un espacio perfecto y sin interrupciones no deseadas, y acepté. Mi madre no tenía más turnos en el hospital, así que no iba a necesitar su coche el resto del día; la encontré en su habitación, con un libro entre las manos.

-Mamá… -dije, quedándome en la puerta. Ella alzó la vista-. ¿Me prestas tu coche?

-Por supuesto, cielo –aceptó-. Aunque… ¿puedo preguntar el motivo?

Me encogí de hombros.

-He quedado con Lay. Hace tiempo que no lo veo y hemos decidido salir a tomar algo.

El rostro de mi madre me confirmó que no dudaba de mis palabras, a pesar de que no mentía. Me indicó que las llaves estaban «en el mismo sitio de siempre» y me despidió con una sonrisa y un aspaviento de mano, animándome a que me largara de allí antes de que mi hermano decidiera entrometer sus narices y hacer alguna de las suyas.

Bajé trotando las escaleras y me entretuve unos segundos, vigilando que no estuviera mi hermano cerca, y me apresuré a coger las llaves y a salir por la puerta.

El trayecto hasta la cafetería de la señora Vosseler se me hizo eterna. No vi el coche de Lay por ningún lado, así que decidí pasar al interior para esperarlo; para mi sorpresa, Lay me aguardaba en una de las mesas del fondo, mirando distraídamente a uno de los ajados cuadros que tenía en la pared de enfrente. La señora Vosseler pululaba entre las mesas con una cafetera con la que rellenaba las tazas de los pocos clientes que había dentro de su local.

Lay alzó la mirada al verme y se mordisqueó el labio.

-¿Estás dispuesto a ser sincero conmigo? –fue lo primero que me dijo cuando me senté frente a él-. Porque, de lo contrario, seré yo quien diga todo lo que tú no te atreves a decirme.

La conversación se vio momentáneamente interrumpida por la señora Vosseler, que se nos acercó con dos tazas y su vieja cafetera. Lay le dedicó una sonrisa de agradecimiento pero, cuando la mujer se fue, volvió a poner su rostro serio.

Me aferré a la taza llena de café que nos había dejado la señora Vosseler, comprendiendo en cierto modo a mi madre, eligiendo de qué forma podría empezar a confesarle que me había enamorado de Mina Seling.

Los dedos de Lay tamborileaban sobre la mesa, impaciente.

¿Qué podía decirle? Lay se había enamorado de forma inmediata de Betty y ambos hacían una pareja adorable… Todo lo contrario que yo. Yo era la excepción de la manada.

El bicho raro.

-¡Ya está bien, Chase! –exclamó Lay, procurando no levantar mucho la voz para atraer la atención del resto de clientes-. No soy estúpido y he visto cosas durante estas últimas semanas. Puedes negarlo, pero sé que te has estado bien con alguien… Alguien que no es Lorie y que se llama Mina Seling.

Entreabrí la boca debido a la sorpresa. Después de todo, no había sido todo lo cuidadoso que debía de haber sido y, si Lay ya lo sabía desde un principio, eso podía significar que la manada podría también estar al tanto. Incluso Carin… Y eso supondría ponerla en un riesgo del que no sería capaz de protegerla yo solo.

Tragué saliva. Mentir no me iba a servir de nada… no ahora que tenía la fuerte sospecha de que Lay y el resto de la manada estaban al tanto sobre mi mayor secreto.

-¿Desde cuándo lo sabes? –me atreví a preguntar.

Mi mejor amigo soltó un resoplido.

-Desde hace siglos, chico –respondió, con aburrimiento-. Era de lo más obvio.

Me froté la frente con insistencia mientras Lay le daba un sorbo a su taza de café humeante.

-¿Quién más lo sabe? –inquirí.

Lay se encogió de hombros.

-Únicamente yo. Aunque no sé por cuánto tiempo más, Chase –me confesó-. ¿Por qué coño no me lo dijiste? Creí que nos lo contábamos todo –su tono sonaba dolido.

Se me escapó una amarga carcajada.

-¿Qué opinas de todo esto, Lay? –pregunté, mirándolo fijamente-. Seguramente, en estos precisos momentos, estés pensando que estoy loco…

Él negó con la cabeza.

-Bueno, yo creo que, en ocasiones, no podemos evitar… en fin, sucumbir a ciertos encantos femeninos. Es posible que te haya llamado la atención más que Lorie y que estés con esa chica para satisfacer ciertas necesidades. O es posible que quieras ahondar un poco en su herida, ¿eh? Por ser hija de Timothy Seling.

Di un golpe en la mesa, furioso. Me parecía humillante que mi mejor amigo, alguien a quien consideraba mi hermano, pensara de manera tan sucia sobre mí; Lay pareció sorprendido de mi reacción.

-¡Estoy enamorado de ella! –siseé-. Me he enamorado de Mina Seling, aunque tú creas que soy como mi hermano.

Los ojos de Lay se abrieron desmesuradamente.

-No es posible –repuso-. Tú… tú y Lorie…

Decidí que había llegado el momento de hablar con franqueza con Lay. Empecé a contarle todo lo que había sucedido desde que la había conocido en la fiesta, esperando que mi mejor amigo me creyera… y apoyara. Si no conseguía convencerle no tenía muy claro qué podía suceder después. ¿Se lo contaría al resto de la manada? No quería ni imaginarme la cara que pondría mi hermano cuando se enterara… ni imaginarme lo que me esperara a mí.

Lay enterró la cara entre sus manos, asimilando todo lo que le había confesado. Tenía que reconocer que los síntomas que le había explicado que había sentido al conocerla eran auténticos y coincidían con los que se sentían los miembros al reconocer a su compañera.

-No es posible –repitió aunque ya no sonaba tan convencido. Se había creído mi historia-. Es… es algo increíble. Serías el primero en… en ser la excepción de la Ley de la selección de parejas.

Estaba seguro que lo había convencido. Ahora tenía que comprobar a quién era más leal: a mí o a la manada.

Me incliné hacia él, mirándolo directamente a los ojos.

-Entonces, ¿me ayudarás a mantener esto en secreto? –le pregunté, con seriedad.

Él se dio un par de golpecitos en la barbilla, pensativo.

-Debemos ser fieles a la manada y tendría que avisar al Consejo que ha ocurrido un hecho insólito respecto a tu compañera y a ti –empezó-. Pero, ¡qué demonios!, eres mi amigo. Puedo ver perfectamente que estás colado por esa chica… que presupongo que no sabe la verdad. ¿O acaso su amor hacia ti es tan fuerte que no le importa que tú fueras uno de los asesinos de su padre?

Bajé la mirada, un tanto avergonzado.

-No –respondí-. Aún no le he contado… toda la verdad. Ni siquiera sabe que soy un licántropo. No sabe nada de nosotros.

Lay entrecerró los ojos.

-¿No sabe nada? –repitió-. Bueno, quizá su madre está esperando al momento oportuno para contarle que ella es una cazadora; ella es la heredera de Timothy Seling, ocupará tarde o temprano su lugar en el Consejo. ¿Qué sucederá cuando sepa sus orígenes? Las relaciones entre cazadores y licántropos no están bien vistas porque… nuestros mundos son diferentes: ellos nos vigilan. Muchos de ellos nos menosprecian… No puedes seguir con esto, Chase.

-Pero nos queremos –insistí, con cierta vehemencia.

-¿Hasta cuándo durará ese «amor» que tú estás tan seguro que os tenéis? –preguntó-. ¿Qué pasará cuando sepa la verdad? Porque tendrás que decírselo tarde o temprano, Chase. No puedes seguir escondiéndoselo por mucho más tiempo.

-Se lo diré –le aseguré-. Únicamente tengo que encontrar el momento oportuno.

Esperé pacientemente a que anocheciera, procurando no dar a nadie más pistas sobre mis planes aquella noche. Mi hermano había decidido salir a cenar fuera con Sabin, así que nos había dejado la casa a solas a mi madre y a mí. Por fin una cena tranquila sin el memo de mi hermano, pensé mientras ayudaba a mi madre a prepararla. Me gustaban aquellos momentos en los que estábamos mi madre y yo solos, como si no hubiera nadie más en aquella familia que nosotros dos.

Desde niño había estado más unido a mi madre que a mi padre, al contrario que Carin. Mientras que mi hermano y mi padre adoraban pasarse horas frente a la televisión, hablando de licantropía y el Consejo, yo prefería mil veces estar con mi madre en la cocina, viendo cómo preparaba las comidas.

Procuré mostrarme lo más tranquilo posible y repetí en mi memoria la conversación que había mantenido con Lay. Tenía que ser muchísimo más cuidadoso de ahora en adelante, pero ya estaba cansado de seguir fingiendo. Todos los miembros del Consejo buscaban la felicidad y prosperidad de la manada, no podrían negarme que estuviera junto a Mina… si es que seguía conmigo después de que hubiera sido del todo sincero con ella.

Me deslicé fuera de mi habitación por la ventana y eché a correr hacia la casa de Mina. Me había encargado de cerrar la puerta de mi habitación por dentro, fingiendo que me había ido a dormir así y evitando que Carin pudiera entrar y descubrir que no estaba allí. De nuevo, no había ni una luz encendida en toda la casa de los Seling; me adentré por el jardín, bordeando la casa, hasta llegar a la parte trasera, donde se encontraba la habitación de Mina, en la segunda planta. Trepé por la fachada y comprobé, con cierto alivio, que ella había cumplido su promesa y había dejado la ventana abierta.

Sin embargo, Mina estaba metida en la cama… completamente dormida. Me planteé la idea de marcharme de allí y dejarla seguir durmiendo pero estaba ansioso por saber qué era aquello que la tenía tan preocupada.

-Mina –la llamé en voz baja, despertándola.

Ella se incorporó de golpe, mirándome fijamente y alisando algo en su funda nórdica. Sus ojos me estudiaron en silencio, de manera acusadora, y yo me senté sobre el alféizar de la ventana, a la espera que decidiera empezar a contarme qué era lo que había sucedido. Y qué era aquello «tan grave».

Estaba lleno de nerviosismo.

-Si estás cansada podemos hablar en otro momento… -señalé hacia atrás, dándole a entender que me iría por donde había llegado si me lo pedía. Sin importarme.

Oí cómo soltaba el aire poco a poco.

-Necesito hablar contigo de esto ahora –una pausa-. Sé lo que eres…

Abrí los ojos de golpe, entumecido por sus palabras. «Sé lo que eres». ¿Había descubierto mi auténtica naturaleza? ¿Estaba al tanto que era un licántropo? Entonces, ¿cómo demonios lo había averiguado? Era muy posible que su madre se lo hubiera confesado, con la esperanza de que aquello la disuadiera de seguir viéndose conmigo. Fuera cual fuese la forma que hubiera usado para descubrir la verdad, el caso era que ahora lo sabía…  y que debía estar horrorizada. Incluso asqueada.

-¿A qué te refieres? –¿y si me estaba precipitando y Mina no se estaba refiriendo a mi licantropía?-. Mina, no entiendo qué es lo que crees saber pero…

-Descubrí en uno de los documentos de mi padre un registro de todos los licántropos que viven en el pueblo –no quedaba ninguna duda: sabía la verdad-. Tu nombre y el de tu hermano estaban en esa lista, igual que la del resto de tus amigos. No sigas engañándome más, por favor. Ya no tiene sentido.

Me pasé una mano por el pelo, alborotándomelo. Tenía que haber caído en la cuenta que, al ser Timothy un miembro del Consejo, seguramente tendría multitud de papeles por ahí dispersos donde se contara todo lo que éramos. Tarde o temprano lo habría descubierto. Y yo había sido un necio engañándola, pensando que mis mentiras podrían mantenerla en la ignorancia hasta que reuniera el valor necesario para contarle la verdad. Era obvio que las cosas no habían salido como yo había querido.

-Te vi ayer mismo –añadió, en voz baja-. En el patio, convertido en lobo.

Tragué saliva de forma bastante sonora. Había sido muy cuidadoso, pues no se nos permitía transformarnos en zonas llenas de gente, donde era fácil que se nos pudiese ver, aunque nos confundiesen con lobos normales; no podíamos arriesgarnos y yo lo había hecho. Sin importarme lo más mínimo.

Y Mina me había visto convertido en lobo.

¿Qué más podía ir mal?, me pregunté con irritación.

-¡Joder! Mina… tienes que entenderlo… no parecías saber nada…

Por supuesto que no sabía nada. De lo contrario, no se habría acercado a mí en aquella fiesta y me fulminaría con la mirada cada vez que nos cruzáramos; los hijos de cazadores que estaban en el instituto jugaban a ser como sus papis y muchos de ellos se creían con suficiente potestad para demostrar su autoridad. Por supuesto, la manada se había encargado de dejarles bastante claro que no era así.

Los cazadores se encargaban de mantenernos controlados. Éramos como su ganado personal. Y, sobre todo, teníamos que estarles agradecidos. Muchos miembros del Consejo pertenecientes a los cazadores eran unos malditos engreídos que creían que debíamos venerarlos como a dioses por permitirnos «comportarnos como personas normales cuando la realidad era muy distinta». Para ellos, simplemente éramos monstruos; piezas con las que decorar su salón y mostrar a sus visitas con orgullo.

Los cazadores eran los héroes mientras que nosotros, los licántropos, nos habíamos quedado con el papel de villanos.

-Entonces, ¿me estás diciendo que debería haberlo sabido?

La miré de nuevo. Estaba haciendo un gran esfuerzo para no ponerse a chillarme, gesto que agradecía, y no parecía demostrar repulsión ante la idea de que se hubiera estado viendo con alguien… como yo.

-Tu padre era el cazador que velaba por nosotros –dije, pronunciando una enorme obviedad-. Mi padre y él… bueno, digamos que tenían que convivir en la misma zona; cuando te conocí en la fiesta, creí que estabas al tanto y que por eso me hablaste. Pensé que no te importaba…

Era imposible que supiera que, antes de convertirse en el Beta Whitman y el cazador Seling, nuestros padres habían sido muy amigos. Incluso había estado en aquella casa, junto a toda mi familia, celebrando barbacoas y jugando con ella cuando éramos mucho más pequeños. Luego, las cosas se torcieron y sucedió lo que sucedió.

Sin embargo, había tergiversado un poco mis propias palabras: tenía bastante claro que Mina nunca había tenido idea de que era un licántropo, pero necesitaba que creyera que yo también había sido un inocente respecto a ella. «La estás liando cada vez más, tío –me regañó mi subconsciente-. Todo esto te va a explotar en todo tu húmedo y pringoso hocico cuando menos te lo esperes, amigo».

-Oh, por favor, ¡no puedo creerme que sigas mintiéndome! –levantó ambos brazos y yo di un pequeño bote, sorprendido por sus palabras. ¿Hasta dónde sabía exactamente?

-¡Por supuesto que no te he mentido! –«Vamos, Whitman –me animó en tono irónico mi subconsciente-. Sigue mintiéndole; es lo que llevas haciendo desde que la conociste prácticamente»-. Te estoy diciendo la verdad. Te lo juro.

-¿Y por qué le dijiste a tu madre que «no sabía nada»? –sus ojos se entrecerraron.

-¡Nos estuviste escuchando! –la acusé, consternado-. Dios, pensé que te había dejado completamente inconsciente. Pero no es lo que tú piensa. No tiene nada que ver… contigo.

-¿Lorie sabe todo esto? –optó por cambiar de tema-. ¿Sabe que tú… bueno, que tienes pelo y todo eso?

Su pregunta consiguió que me relajara y esbozara una sonrisa torcida.

-Ella lo sabe todo. La manada, para poder continuar con su… digamos legado, busca un tipo concreto de candidatas. Los mayores hacen un estudio genético de algunas chicas y seleccionan a las más adecuadas. A las que creen que tendrán mayor probabilidad de concebir niños que puedan llevar el gen y sean más fuertes.

Levantó una ceja con escepticismo.

-¿Es así como intentáis mejorar la especie? –comentó, con cierto desdén-. ¿Cogiendo a esas operadas para que sean las madres de vuestros hijos?

Me encogí de hombros. Los miembros más antiguos de la manada eran los encargados de hacer todo aquel trabajo y lo único que recibí yo fue un folio con toda la información que resultaba de interés sobre la que iba a ser mi compañera.

Llegué a la conclusión que, si Mina ya sabía lo que era y no parecía asqueada por saber la verdad, había llegado el momento de contarle la verdad. Se acabaron las mentiras entre nosotros; le diría todo lo que había sucedido sobre la muerte de su padre y aceptaría las consecuencias.

Tenía bastante claro que, después de que le confesara que la muerte de su padre había sido a causa de la manada, me despreciaría. Me odiaría.

Pero era lo mínimo que le debía.

-Quiero llevarte a un sitio, Mina. Allí te contaré todo lo que quieras saber. Todo.

Tras mi extraña propuesta, Mina se quedó unos segundos en silencio, con cierto aire de recelo. Me mantuve firme, procurando que no notara el grado de nerviosismo que me estaba recorriendo el cuerpo en aquellos momentos; no había mucho más que decir, pero yo no quería marcharme de allí. Aún no.

Con timidez, Mina alzó la vista y me dedicó una diminuta sonrisa. Cuando me pidió, en voz baja y titubeante, que me quedara con ella esa noche también, sentí que el corazón se me paraba.

De haber sido un tío sincero, me habría negado en rotundo con alguna elegante excusa y no me estaría aprovechando de su confianza; yo había asesinado a sangre fría a su padre y no le había contado toda la verdad por temor a perderla.

Era un egoísta y, por ello, me quedé con ella toda la noche. Sin dejar de pensar en lo que sucedería cuando supiera la verdad… o si recordaba.

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