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1.

Aquella mañana me desperté con una única idea en mente: matar a mi hermano. El muy idiota había encontrado la mar de divertido meterme en las sábanas una generosa cantidad de tierra con gusanos como regalo por mi reciente pelea con Ernest Wilson, al que había dejado inconsciente cuando se había atrevido a decirme que «era un niñito consentido que se escondía tras sus amigos y no daba la cara». Supongo que mis puñetazos le habrían servido como prueba suficiente de que no necesitaba a mis amigos para resolver mis propios problemas.

Salí de la cama de mala gana, deseando quedarme allí metido el resto de mi vida, y me dirigí al baño. Sabía de antemano que mi hermano aún seguiría metido en la cama, intentando alargar un poco más su sueño, y mi madre ya estaría en la cocina terminando de preparar el desayuno y fumándose a escondidas algún cigarrillo. Cerré la puerta con todo el ruido que fui capaz, haciéndole saber a mi hermano que estaba despierto y que su broma no iba a quedar ahí; me metí en la ducha y dejé que el agua fría hiciera el resto del trabajo. Oí la puerta abriéndose y aparté de un golpe la cortina del baño para ver cómo mi hermano entraba al baño como si estuviera solo. Se me había olvidado que la puerta necesitaba repararse desde hacía tiempo y que podía abrirse desde fuera sin ningún esfuerzo.

Carin me estudió de arriba abajo mientras levantaba la tapa del váter y se disponía a mear, sin importarle que yo estuviera completamente desnudo e incómodo ante su presencia allí. Me dedicó una sonrisa cargada de socarronería.

-Tranquilo, no hay nada que no haya visto ya, gorrioncito –dijo, echando la cabeza hacia atrás y soltando una sonora carcajada ante su propio chiste-. ¿O no recuerdas cuando te tenías que bañar conmigo porque creías que, de hacerlo solo, te ibas a colar por el desagüe?

Le devolví una sonrisa irónica mientras me enjabonaba y llenaba todo el suelo de agua que, esperaba, hicieran provocarle una buena caída al idiota de mi hermano. Había sido precisamente él quien me había convencido de aquella patética idea, haciendo que tuviera miedo de ducharme solo hasta los once años.

Tras mear, mi hermano se dirigió al espejo y abrió el grifo, dejando el agua correr y provocando que la ducha echara el agua mucho más fría de lo que lo había hecho hasta el momento. Se me escapó un involuntario grito que sonó demasiado agudo y me aparté de golpe, alejándome de la helada agua que salía de la ducha.

-Cierra el pico de una puta vez, Carin –le espeté mientras me armaba de valor para meterme debajo del agua para poder aclararme.

Mi hermano blandió su cepillo de dientes como si fuera una espada y me señaló con él. Un cepillo de dientes era inofensivo excepto en las manos de mi hermano, que era capaz de encontrarle diversos usos que no tenían nada que ver con lavarse los dientes. Ahora que había crecido, su parecido a nuestro padre era más que evidente, pero se contrarrestaba con ese extraño peinado que había decidido hacerse a los catorce años por pura rebeldía porque mi madre no le había dejado hacerse un tatuaje de lo más hortera (una sirenita con unos protuberantes pechos desnudos en el bíceps) y había acabado por ponerse su pelo platino lleno de mechas multicolores, como si se hubiera convertido en un puto unicornio venido del arco iris. A veces, cuando me aburría y no encontraba otra cosa más interesante que hacer, una conducta bastante infantil, lo sé, lo llamaba unicornio y le lanzaba preguntas ridículas sobre cuándo iba a salirle el cuerno o cuándo iba a hacer algún arco iris con la ayuda de su pelo. Eso lo cabreaba bastante y siempre terminábamos a puñetazo limpio.

La suerte de ser licántropo, a pesar de una larga lista de inconvenientes que había hecho y guardaba celosamente, era que curaba rápido. Así no teníamos nunca problemas al volver al instituto al día siguiente de zurrarnos.

Los chicos que se atrevían a meterse con nosotros no podían decir lo mismo, lamentablemente.

-Yo que tú cuidaría esa boca, Chase –me advirtió Carin-. Te puedo asegurar que soy muy capaz de lavártela con lejía.

Le dirigí una media sonrisa. Carin también tenía una curiosa imaginación a la hora de crear castigos. Casi nunca los cumplía. Casi nunca, me repetí.

Terminé de quitarme la espuma y cogí una toalla que me tendía amablemente mi hermano; me la enrollé a la cintura y le di un codazo en el costado y le quité el puesto que tenía frente al espejo.

-Los unicornios, por lo que creo recordar, son criaturas tan dulces como el algodón de azúcar y como el color rosa –dije, provocándolo.

El cepillo de dientes de mi hermano pasó a centímetros por debajo de mi nariz, raspándome con sus filamentos. Los ojos castaños de mi hermano me observaron con diversión y algo más, un leve fulgor carmesí que reconocía perfectamente: el brillo salvaje de los licántropos ante un desafío.

Sin embargo, mi madre nos tenía terminantemente prohibido transformarnos dentro de casa para poder pelear como «si fuéramos unas criaturas incivilizadas que no tuvieran ningún tipo de raciocinio», en palabras exactas de mi madre. Pese a ello, y siempre que se nos presentaba alguna oportunidad, mi hermano y yo nos escondíamos en el ático o en el bosque y nos transformábamos allí. Siempre era bastante gratificante dejar salir a tu parte animal y correr como si fueras uno.

-Podría frotarte la garganta con esto, ¿sabes? –me amenazó Carin.

-Pero no lo harás porque, de lo contrario, te daría un buen puñetazo –completé, con un tono engreído.

El puño de mi hermano se movió a toda velocidad e impactó contra mi estómago antes de que pudiera saber qué estaba pensando hacer. Me doblé de la fuerza del golpe y solté todo el aire que tenía en mis pulmones; un segundo después, le devolví el puñetazo, pero en la mandíbula. Carin soltó un gruñido y me sujetó por el cuello mientras sus ojos se volvían de color escarlata.

Siempre terminábamos así: a golpes. Desde que me transformé, a la tierna edad de catorce años, había conseguido lograr más fuerza y velocidad, lo que me colocaba en igualdad ante mi hermano.

Seguimos así, peleando entre nosotros como si fuéramos críos de cuatro años que querían el mismo juguete, hasta que mi madre apareció en la puerta del baño, con los brazos colocados en jarras y mirándonos con un gesto de enfado. Se había recogido su pelo rubio en un improvisado moño y llevaba su uniforme de enfermera del único hospital que teníamos en Blackstone. Su turno empezaba dentro de poco y no iba a permitir que ninguna disputa entre sus dos hijos la hiciera llegar tarde.

La mirada de mi madre se situó en la parte baja de mi cuerpo y le seguí la mirada: en algún momento de la pelea con Carin se me había caído la toalla sin que ninguno de los dos fuéramos conscientes y ahora estaba completamente desnudo.

La sonrisa de mi hermano me dieron ganas de borrársela de otro puñetazo.

-¡Por favor, Chase, cúbrete un poco! –me regañó mi madre, sofocando una sonrisa.

Cogí a toda prisa la toalla que estaba en el suelo y me cubrí con ella lo más buenamente que pude mientras evitaba de todas las maneras posibles no morirme allí mismo de la vergüenza.

-No sé qué estaría pasando aquí –prosiguió mi madre, obviando el detalle de haberme encontrado desnudo y peleándome con mi hermano-, pero os quiero en cinco minutos… no, mejor, en tres minutos abajo completamente preparados. ¿Me habéis entendido?

Aunque mi madre no fuera licántropo, ya que no había ninguna mujer que hubiera podido transformarse, imponía como si fuera uno de nosotros. Sus ojillos del color chocolate, el mismo tono que los de Carin, nos miraron con severidad a pesar de que le doblábamos de altura.

Para mi madre el hecho de que fuéramos licántropos, más altos que ella u otro detalle, no le importaba ni un rábano: podía abofetearnos cuando se diera la ocasión sin que sucediera nada. Ella era la única familia que nos quedaba y, a pesar de las disputas que teníamos, la queríamos y protegeríamos, si se diera el caso, con nuestra propia vida si fuera necesario.

-Sí, mamá –respondió por ambos Carin, bajando la mirada sumisamente.

Mi madre me dedicó una mirada enfadada y no entendía por qué.

-¡Andando! –me ordenó y salí a toda prisa de allí para encerrarme en mi habitación y poder vestirme sin el escrutinio de mi madre o mi hermano.

Ya completamente vestido y recuperada mi dignidad, bajé a toda prisa a la cocina, donde mi hermano ya estaba devorando como si fuera una auténtica bestia su cuenco de cereales mientras mi madre se bebía su cuarta taza de café. Ocupé mi habitual silla enfrente de mi hermano y comencé a comer, con mucha más educación y tranquilidad, mis huevos revueltos y lonchas de beicon. Mi madre nos observaba tras su taza de café, comprobando personalmente que no empezábamos ninguna guerra de comida.

En cierto modo parecíamos críos, pero ambos teníamos un fuerte carácter. Como nuestro padre.

En casa lo mencionábamos en alguna ocasión pero, por lo general, no hablábamos mucho de él. La historia oficial que se conocía en el pueblo era que nos había abandonado y que, seguramente, estaría en cualquier ciudad costera disfrutando de la compañía femenina de alguien mucho más joven que mamá; la verdad era muy distinta y mucho menos feliz: mi padre había muerto asesinado por uno de sus mejores amigos allí en el pueblo, un cazador que había defendido vehementemente los derechos de los licántropos.

Mi madre se había sumido en una profunda depresión tras la muerte de mi padre durante varios meses y, tras mucha insistencia por parte mi hermano y mía, consiguió reponerse.

Ahora que todo parecía haber vuelto a la normalidad, se había convertido en la misma madre con un fuerte genio que no pasaba ni una. A veces creía estar discutiendo con un tornado, en vez de con mi madre.

Mi hermano, que había pasado ahora a su plato de huevos revueltos, me miró mientras masticaba con la boca abierta, casi rociándome con sus huevos. Cuando se lo proponía, como en aquellos momentos, llegaba a ser realmente asqueroso.

-Tenemos que ir a recoger a Lay y a las chicas –me informó, como si fuera yo la causa de que siempre llegáramos tarde.

Levanté una ceja, invitándole a que dijera algo más, a que hiciera algún comentario sobre el motivo que, según él, nos retrasaba siempre que teníamos que ir a recoger a nuestros amigos. Pero, ambos sabíamos, que no iba a hacer ningún comentario delante de mi madre. Ella era un testigo directo del tiempo que usaba Carin para acicalarse antes de salir de casa.

En aquella ocasión, como era más que previsible, Carin se encerró de nuevo en el baño mientras yo lo esperaba en la cocina, de brazos cruzados y deseando coger el coche y largarme de allí sin mi hermano. Mi madre seguía bebiéndose su café y observándome en silencio.

-El día en que decida casarse con Sabin, no sé quién de los dos va a tardar más –comenté, tamborileando los dedos sobre la mesa.

Mi madre me dirigió una sonrisa cómplice mientras apuraba el poco café que le quedaba en la taza. Desde la cocina se oía las idas y venidas de mi hermano en el piso de arriba desde su habitación al baño y viceversa. Cuando por fin creyó que ya estaba preparado para ir al instituto, bajó con parsimonia las escaleras mientras yo cogía nuestras respectivas mochilas y salía disparado hacia la puerta.

La mierda de todo aquel asunto era el hecho de que siempre tenía que ser Carin el que debía conducir: mi madre tenía su Mini aparcado fuera del garaje y, a su lado, nos esperaba el BMW de papá que Carin había decidido adueñarse como privilegio por ser el hermano mayor. Metí de malas maneras las mochilas en el maletero y me subí dando un fuerte portazo a mi habitual asiento de copiloto. Carin se tiró un buen rato comprobando los espejos, su peinado y dentadura y arrancamos cuando apenas nos quedaban diez minutos para ir a recoger a la gente que nos faltaba y llegar al instituto a tiempo.

Lay se subió al asiento trasero soltando un bufido y quejándose sobre si su madre se estaba volviendo paranoica y que no le dejaba respirar. La señora Pryde se había vuelto demasiado sobreprotectora con Lay cuando éste se transformó por primera vez en mitad de su salón ante la atónita mirada de su madre, que aún no se había enterado de que su marido era un licántropo. Aunque el señor Pryde había intentado tranquilizar a su esposa, ésta seguía con la seguridad de que era su deber como madre de proteger a su hijo de cualquier peligro que pudiera presentársele como, por ejemplo, mantenerlo en una vigila constante.

-Betty ha ido con Sabin y Lorie en el coche de Reece –nos informó Lay, dando un gran bostezo-. Tenían que arreglar algo con las animadoras…

Carin lo silenció poniendo su atronadora música que provocaba que temblaran todos los cristales del coche, incluido yo en mi asiento, con cada nota que sonaba. Nunca había entendido qué podía verle a ese tipo de música, pero nunca se me había ocurrido preguntárselo personalmente a mi hermano.

Lay se tumbó en todo el asiento trasero y empezó a tararear el ritmo de la canción, dándole una nueva letra mucho más obscena que la original.

-¿Cuándo llegarááááá… -canturreó, desafinando, y me dio un puñetazo en el hombro- ese momento en el que te acostarááááás con Lorie?

Aquello pareció llamar la atención de mi hermano que, a pesar de fingir estar atento a lo que sucedía en la carretera, prestaba mucha más atención a nuestra recién empezada conversación. De toda la manada, había unos pocos (y con pocos me refería a Burke, Horst, Johann y a mí) que aún no habíamos conseguido llevarnos a la cama a nuestras respectivas parejas. El resto se escudaba en la excusa de que querían hacer de ese momento algo inolvidable, pero yo no sentía ningún interés en acostarme con Lorie, por muchas veces que ella se me hubiera insinuado.

Mientras que el resto babeaban por sus parejas, las chicas que les habían sido asignadas por el Consejo tras una ardua búsqueda de compatibilidad biológica que nos aseguraban una descendencia mejorada, pero a mí no me sucedía nada de eso: ellos hablaban de una opresión en el pecho, de una sensación de saber cuándo su pareja estaba cerca, pero, de nuevo, yo no sentía nada de eso.

Para mí Lorie era como una gran carga que debía soportar para toda la eternidad. Y las continuas insinuaciones de mi hermano para que me acostara con ella para que la marcara no ayudaban a mejorar las cosas.

-Ella aún no está preparada –mentí, cruzándome de brazos.

La sonrisa insinuante de mi hermano me hizo darme cuenta de que me había pillado. No era de extrañar: a Lorie le encantaba airear todo lo que sucedía entre nosotros con sus amigas. Y eso suponía que toda la manada lo supiera.

No tenía ni siquiera intimidad.

-Sabin me ha comentado que Lorie está deseándolo –dijo Carin-. Pero que eres tú el que pone impedimentos.

Por el espejo retrovisor vi que Lay levantaba las cejas pero que no decía nada. Él era mi mejor amigo y al único al que le había expuesto mis dudas sobre si Lorie era la persona idónea para mí; él me había asegurado que lo que me ocurría es que estaba demasiado nervioso y que las cosas llegarían en su momento. Tuve que hacer un gran esfuerzo para creérmelo.

Me giré hacia mi hermano, con una sonrisa forzada.

-¿Y qué más te ha contado Sabin? –le pregunté.

Carin se encogió de hombros y en el asiento trasero se oyó un sonoro eructo y una carcajada.

-Necesitamos soltar un poco de tensión –intervino Lay-. ¿Habrá reunión después de clase?

Lay sabía cuándo había que hacer un rápido cambio de tema y, de nuevo, había conseguido que mi hermano se olvidara de echarme una bronca monumental por no sucumbir a los encantos de mi novia, quien se había vuelto cada vez más insistente con el tema, y se centrara en lo que había dicho Lay sobre lo que íbamos a hacer después de salir de clase. Dentro de la jerarquía de la manada, Carin ocupaba un rango bastante alto en comparación que el mío, que era simplemente el de miembro; mi hermano había conseguido convertirse en Beta, el segundo al mando dentro del grupo y, siempre que tenía oportunidad (como en esos precisos momentos) le gustaba alardear sobre ello.

Se metió en su papel de «macho Beta» y esbozó una sonrisa de satisfacción.

-Tengo que concertar los últimos detalles con Kai –respondió Carin, que había adquirido un tono de importante empresario que habla con uno de sus mejores clientes-. Os lo diremos a la hora de la comida.

A la entrada del instituto, un Volkswagen escarabajo estuvo a punto de chocar contra nosotros, provocando que Carin soltara una retahíla de insultos y Lay se retorciera de risa en los asientos traseros. Cuando Carin consiguió aparcar el BMW en una de las privilegiadas zonas que pillaban más cerca de la entrada del edificio, nos bajamos todos y buscamos con la mirada al resto de la manada.

-Seguramente estén ya dentro –opinó Lay, pasándome el brazo por los hombros-. ¿Por qué no vamos hacia las taquillas? Tengo allí los deberes de la señora Asher.

Nos despedimos de mi hermano, que había decidido quedarse esperando un poco para comprobar si llegaban el resto de miembros, y nos encaminamos hacia el interior del edificio, que bullía de gente. La suerte de tener cierto status dentro de allí era que, al verte aparecer, se abría un camino entre la gente como si fueras Moisés y hubieras abierto las aguas.

Abrí mi taquilla de golpe mientras Lay hacía lo mismo con la suya, alguien me cubrió los ojos con sus manos. Solté un suspiro que únicamente Lay oyó porque oí su risita y conté hasta diez, intentando tranquilizarme. Lorie siempre hacía eso cuando quería decirme algo importante: la última vez que había hecho eso había sido cuando me había informado que sus padres me habían invitado a irme con ellos de fin de semana. Tampoco terminaba de entender qué diversión podía tener esa infantilidad.

-¡Adivina! –chilló Lorie a mi oído.

Respiré hondo para no soltar ninguna burrada que pudiera acarrearme posibles problemas e intenté fingir que me interesaba el asunto.

-¿Tu madre ha decidido hacer un viaje a… no sé, a algún sitio exclusivo para iros de compras y afianzar vuestra relación madre-hija? –probé a decir.

Las manos de Lorie se retiraron de mis ojos y vi que Lay se había incrustado el puño en la boca para ahogar un ataque de risa ante mi ocurrencia. Cuando miré a Lorie, que se había puesto una atrevida camiseta para intentar atraer mi atención y la del resto de chicos del instituto (por no hablar de los profesores), comprobé que mi ocurrencia no le había resultado en absoluto graciosa.

Me soltó un golpe en el brazo y el ataque de risa de Lay empeoró. Intenté mirarla y ver en ella algo que me atrajera, que me hiciera darme cuenta de que nuestra relación no era un completo error, pero no vi nada. Era como si mirara a alguna de las chicas que se cruzaban en los pasillos conmigo. No había nada de especial en ella.

-Mis padres quieren que cenes con nosotros esta noche, idiota –me desveló Lorie, buscando una reacción digna de la magnitud de la noticia.

Me hubiera gustado escaquearme, pero si lo hacía, Lorie se lo contaría a sus amigas y la manada se enteraría y, por consiguiente, tendría a mi hermano con su sermón sobre que no prestaba suficiente atención a lo que tenía que hacer y que papá nunca aprobaría mi comportamiento, que era su arma de más peso contra mí. Yo quería a mi padre, pero mi relación se enfrió cuando me confesó que yo también estaba contagiado por el gen de la licantropía y que todos mis planes de futuro quedaban desbancados por no ser lo suficientemente importantes. Ahora debía vivir por y para la manada. Y eso incluía tener contenta a la compañera designada para mí.

En ocasiones, como ahora, me alegraba de que papá estuviera muerto. De lo contrario, me lo hubiera cargado yo mismo.

Me apoyé en la taquilla y me esforcé por sonar complaciente e ilusionado.

-¿A las ocho entonces? –le propuse y Lorie sonrió con satisfacción.

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