Capítulo XXX: Dios no cree en el demonio
Dylan
Odiaba las malditas pastillas para dormir, no podía entender cómo las personas se volvían adictas a estar sonámbulas todo el día, con la percepción alterada y el pensamiento lento. Aunque debía reconocer que eran efectivas en tratar loquitos como yo, mi ansiedad había disminuido; mi sueño, mejorado y casi no tenía pesadillas. Aguardaba el momento en el que la doctora Stone dijera que estaba mejor y comenzara a reducir la dosis.
Me moví en la cama y estiré la mano, Matt no estaba. No me giré, solo suspiré decepcionado mientras miraba a través de las cortinas colarse los rayos del sol. Cerré los ojos y me dejé llevar por el sueño un rato más.
Desperté cuando Mery me sacudió un poco.
—Señor, es más de mediodía. Debe comer.
Ella abrió las cortinas; la luz, como una cascada dorada, se derramó dentro de la habitación.
—Ciérralas, por favor —le pedí cubriéndome los ojos—. Todavía tengo sueño, no quiero comer.
Otra ventaja de las pastillas era justamente que dormía mucho. Despertaba por la tarde y de esa forma era menor el tiempo que pasaba sin Matt. La soledad, como de costumbre, me asfixiaba, temía que los demonios —reales o imaginarios— volvieran a visitarme. La presencia de Matt los exorcizaba, si él estaba nada malo sucedería.
Un pensamiento pueril, sin duda.
—Señor, por favor, tiene que comer. Está muy delgado
—Mery...
—Señor, debe comer.
Suspiré. Era cierto, tenía que comer aunque no tuviera ganas, había prometido que sanaría por mí y por Matt. Aparté la colcha y me levanté. En el baño sonreí al mirarme al espejo, era una de las tareas que la doctora Stone me había puesto: esa y decirme las cualidades que me gustaban de mí. También me había pedido que por las noches anotara en un cuaderno lo bueno y lo malo que me sucediera durante el día, al final debía sacar un balance. La idea era que me diera cuenta de que por muy horrible que fuera alguna situación, siempre había algo bueno, además de lo malo.
Enfocarme en lo bueno, ese era el objetivo. Difícil.
Me cepillé los dientes, lavé mi cara y me até el cabello de cualquier modo, con pequeñas cosas como esas me hacía cargo de mí mismo. Eran mis victorias, igual que comer. Bajé a la cocina todavía con el pijama puesto. Al entrar, me envolvió el aroma del café recién hecho, las fresas y la miel. Mery interrumpió lo que cantaba al sentirme llegar.
—Panqueques —dije sintiendo como se me hacía agua la boca al ver la pequeña torre bañada en miel en el plato sobre la mesa.
—No las rechace —pidió ella—. Está muy delgado, no le harán daño.
—¿Cómo podría? —pregunté sentándome a la mesa.
—Ya nunca las come. —Mery sirvió el café en una taza de porcelana blanca—, cuando era niño le gustaban mucho.
—Nunca han dejado de gustarme. Parece que estar en el hueso tiene sus ventajas.
Panqueques como aquellos era un platillo que no solía comer a menos que fueran preparadas con ingredientes que me evitaran engordar, pero ya que en mi actual condición eso no era un problema, me permití el pequeño placer de saborearlas y regresar a mi infancia.
Mery charló un poco sobre las compras que haría durante el día cuando mi móvil sonó debido a una notificación de WhatsApp. Lo revisé esperando encontrar un mensaje de Matt, sin embargo, el remitente me sorprendió. Mi número era nuevo, privado y nadie lo tenía excepto Matthew.
«Dylan, sé que no merezco tu perdón, sin embargo, nunca quise que nada malo te sucediera. Ellos son muy poderosos, me amenazaron, no tuve opción».
Leí el mensaje de Nils varias veces conteniendo las lágrimas, indeciso sobre si responder o no.
«No te dejarán ir». Un nuevo mensaje entró antes de que pudiera contestar. «Irán por ti, olvídate del asunto con los niños, olvídalos y huye lo más lejos que puedas».
«Timothy está libre y lo usarán para salir de ti».
«Si algo malo me sucede, quiero que sepas que nunca quise dañarte, me arrepiento de lo que hice».
Varias lágrimas cayeron, las manos comenzaron a temblarme, la miel de los panqueques en mi boca se volvió amarga.
—¿Qué sucede, señor Dylan? —Mery se acercó, trataba de mirarme a la cara, que yo mantenía agachada—. ¿Quiere que llame al señor Matt?
Timothy estaba libre y ellos vendrían por mí. Recordé la horrible sensación de ser espiado que había tenido la otra tarde en el jardín: los ojos rojos, el aliento frío y el presentimiento de que pronto moriría. El demonio era real.
—¿Me acompañarías a la iglesia, Mery?
—Señor, ¿qué le ocurre?
Ella deslizó los dedos por mis mejillas y limpió las lágrimas.
—El mal, Mery, el mal se acerca —le dije con la voz entrecortada.
—Señor, me está asustando. Llamaré al señor Matt.
—No. Él está ocupado —me limpié vigorosamente el rostro, cambié mi actitud y sonreí—, solamente quiero ir a la iglesia, hace mucho que no lo hago. Estaremos de regreso pronto.
Ella me miró recelosa, yo le sonreí con gracia.
—No me hagas caso —le dije para tranquilizarla—, sabes cómo soy, algunas cosas me impresionan de más. Siempre me ha gustado ir a la iglesia y hace mucho que no lo hago. En este mal momento es cuando más necesito de Dios.
Mery dejó escapar un suspiro y asintió con ojos tristes. Me hubiese gustado poder controlarme y no preocuparla de esa forma. Ella era una buena mujer, no merecía sufrir por mis arrebatos.
Fui a cambiarme, en tanto ella le avisaba al chófer que tendría que llevarnos al templo más cercano.
La iglesia a la que fuimos, a pesar de ser la más próxima, estaba a veinte minutos de camino. Mery continuó insistiendo en notificar a Matt, no obstante, me opuse. Era solo salir de casa, no podía depender de él para todo.
No había misa cuando llegamos, pero uno de los confesionarios tenía la luz encendida, era eso lo que necesitaba.
—Mery, quiero confesarme, espérame aquí, por favor.
Ella asintió y se sentó en uno de los bancos desocupados de la nave central. La iglesia, envuelta en el pesado olor del incienso, se encontraba casi desierta, excepto por un grupo de cuatro mujeres que rezaba el rosario. Lancé una rápida mirada a las imágenes de las vírgenes y los santos, las velas a sus pies parpadeaban. Recordé todas aquellas veces en las que acompañé a mi madre a rezarles. Cada vez que lo hacía y me arrodillaba frente a una de ellas me sentía lleno de paz, como si la dulce misericordia de esos seres piadosos se derramara sobre mí y me prometieran que siempre me cuidarían. En esos momentos me sentía cerca del cielo.
En el retablo principal colgaba un cristo enorme, me demoré mirando su corona de espinas y el resto de sus heridas sangrantes. Ya no era aquel niño inmaculado, mi alma estaba manchada. Tomé aire y me encaminé hacia el confesionario.
—Ave María purísima —saludé luego de arrodillarme.
—Sin pecado original concebida.
—Perdóneme, padre, porque he pecado.
Luego de la salutación, permanecí un instante en silencio, buscando dentro de mí las palabras para continuar, pensando cómo realizar mi horrorosa confesión. Necesitaba sacarme de adentro todo lo que me pesaba, que Dios por fin me absolviera y si es que acaso estaba condenado a morir, al menos mi alma se salvara.
Poco a poco, las palabras fueron fluyendo al igual que mis lágrimas, y con cada una de ellas mi espíritu se alivianaba. Le conté a ese sacerdote todo lo que había sucedido desde que mis padres murieron hacía seis años, que me hice amante de mi hermanastro, que la fama y el dinero me sedujeron, que acabé corrompiendo mi cuerpo y finalmente mi alma en ese culto demoníaco. Lloré mientras le hablaba sobre el pacto de sangre y las visiones que me atormentaban.
—El demonio usa muchas formas para atraparnos, hijo mío —dijo él al final de mi confesión, cuando el llanto cesó un poco—. A veces nos enreda y creemos cosas que no son. Lo importante es que te has arrepentido, así Lucifer no podrá confundir tu mente y entrar de nuevo.
—¿Confundir mi mente? —Esas palabras me descorazonaron—. ¡No me cree, ¿verdad?! ¡El mal es real! ¿Acaso no cree en el mal? ¡Así como existe Dios, también lo hace el demonio!
Me enojé, perdía mi tiempo con un hombre que no entendía la magnitud de lo que sucedía. Una secta liderada por las personas más influyentes del mundo adoraba al demonio y le pedía favores, en esas peticiones ofrecían la sangre inocente de los niños, los prostituían al igual que a esas jóvenes. Eran personas malvadas que estaban más allá de cualquier moralidad.
—Me has entendido mal, hijo mío. El demonio es el rey de este mundo, pero sus armas son sutiles, confunde la mente para arrastrarnos al sufrimiento.
—¡No estoy confundido, padre! ¡El demonio es real, todo lo que le dije lo es!
Abrí la puerta de madera y salí del confesionario, derrotado. Ni siquiera un sacerdote, que debía estar acostumbrado a tratar ese tipo de dilemas espirituales, me creía. Debía parecer un completo demente cada vez que repetía lo de la maldita secta.
—No importa —dije para mí—, les quitaré la máscara, las personas sabrán que ellos están entre nosotros.
Salí de la iglesia, decepcionado, y no estaba seguro si era de mí o del cura.
—¿Todo salió bien, señor? —preguntó Mery cuando entramos al auto.
—Sí, todo está bien. Vamos a casa.
El chófer, que había contratado Matt y cuyo nombre desconocía, puso el auto en movimiento, volví a maldecir dentro de mí. Al menos el miedo se había evaporado y en su lugar quedó la rabia y la frustración de ver como esas personas se salían con la suya y quedaban impunes. ¿Es que ni siquiera a Dios le importaba que el demonio hiciera de las suyas?, ¿que los inocentes murieran?
Era de noche cuando el auto se estacionó frente a la casa. Todavía ensimismado abrí la puerta, Princesa ladraba y corría a mi encuentro. Me agaché a saludarla cuando la voz alterada de Matt me sorprendió.
—¡¿Dónde diablos estabas, maldita sea?!
Matthew lucía fuera de sí, tenía los ojos enrojecidos y el ceño fruncido. Me sujetó de los brazos y me sacudió mientras continuaba increpándome.
—¡¿Sabes lo preocupado que he estado?! ¡¿Por qué no atendías el maldito teléfono?!
—Lo, lo siento —dije desconcertado—, debí silenciarlo sin darme cuenta.
—¡Mery, le pedí que me comunicara cualquier cosa que sucediera con Dylan!
Mery balbuceó algo ininteligible. Fruncí el ceño, cada vez más confundido por su actitud agresiva. Matt jamás se había comportado de esa forma. De pronto, volví a sentirme controlado, como si estuviera con Timothy.
—¡¿Qué carajos te pasa?! —Me sacudí su agarre—. ¡Ella no tiene por qué decirte nada, tampoco yo! ¡¿Es que no puedo salir cuando quiera? ¡¿Seré también tu prisionero?!
—¡¿Qué estás diciendo?! ¡Maldita sea, Dylan! ¡No tienes idea de lo que me has hecho pasar! ¡Llego a casa y no estás! ¡¿Qué quieres que imagine cuando no me avisas y no contestas el maldito teléfono?!
—¡¿Qué vas a imaginar?! ¡¿Piensas que estaba con alguien más?! —Entender que esa pudiera ser la causa de su estado alterado me aterró. De la rabia pasé a la ansiedad y el miedo. En un instante imaginé que él pudiera dejarme otra vez— ¡Te juro que no es así!
—¡¿Qué?! —Matt me miró desconcertado—. ¡No es eso! ¡Alguien me seguía cuando venía a casa y Timothy está libre! ¡Pensé que algo malo te había pasado al no encontrarte!
Sasha habló y fue cuando caí en cuenta de que él no estaba solo.
—¡Matt contrólate! ¡Estás exagerando! —dijo ella—. ¡No estamos seguros si realmente nos seguía! ¡Pareces un maldito loco! ¡Ya cálmate!
—¿Un auto los seguía?
Matt exhaló con fuerza, su ceño se relajó un poco; sin embargo, conservó su apariencia preocupada. Se acercó y me acarició la mejilla.
—Siento mucho gritarte, no fue mi intención. No eres un prisionero.
No era un prisionero, sino un desconsiderado
—Lo lamento —me disculpé apenado—. No pensé que te preocuparías. ¡Dios! Perdóname por gritarte. Explícame lo del auto, ¿quieres?
Matt se llevó la mano a la frente.
—No fue nada, no debes angustiarte. Tal vez exagero como dice Sasha.
—Quizá no exageras. —Saqué el teléfono del bolsillo de mi cazadora y le mostré los mensajes de Nils—. No sé cómo consiguió mi número. Dice que Timothy está libre y que los del culto... Vendrán por mí.
—¡Diablos! No te preocupes, contrataremos seguridad privada. —Matt llevó ambas manos a los costados de mi rostro—. No soportaría que algo te pasara.
Asentí escuetamente antes de que él juntara los labios con los míos y me transmitiera en ese beso todo su miedo y frustración. Cuando nos separamos me abrazó con fuerza.
—Perdóname, ¿sí? No eres mi prisionero, no quiero que lo seas. Pero tuve mucho miedo cuando llegué a la casa y no estabas, no lograba localizarte.
—No quise molestarte, por eso no te llamé. Solo fui a la iglesia. ¿Me perdonas por preocuparte?
Matt asintió y volvió a besarme, esta vez más profundo y apasionado. De pronto, Sasha carraspeó, me separé de él avergonzado.
—Disculpen, pero se hace tarde.
—¡Oh! Tienes razón —dijo Matt y luego añadió mirándome con una sonrisa ansiosa—. Sasha va a ayudarte con esas cosas que sientes que te persiguen.
Volteé hacia ella ilusionado.
—¿De verdad? ¿Crees que podrías hacer algo?
—Al menos quiero intentarlo —dijo ella con una sonrisa.
No había servido de mucho ir a la iglesia, al menos la amiga de Matt no parecía convencida de que yo era un loco. Tal vez sí pudiera hacer algo por mí.
FELIZ NAVIDAD!!!! Espero que hayan disfrutado de las fiestas y en caso de que no las celebren, al menos hayan descansado. Cada vez falta menos para el final. Nos leemos el proximo viernes, besitos.
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