Capítulo XIX: Cuanto duele la traición
Matthew
Los días sucedían unos a otros sin color. Cada mañana despertaba en mi cama solitaria, abrazado a la almohada de Dylan, la cual me había empeñado en conservar intacta. No era sano, lo sabía, aspirar su aroma y volver a sufrir con su recuerdo, torturarme a mí mismo con la idea de que no era suficiente para nadie, pero no podía evitarlo. Primero fue Frank y ahora Dylan.
Mi gusto en hombres era pésimo, me esforzaba en escoger a aquellos que estaba seguro, iban a terminar rompiéndome el corazón. Porque ese era mi problema, en el fondo siempre lo supe y a conciencia ignoré las señales de alerta. Todo en Dylan gritaba «aléjate, voy a lastimarte» y yo tapé mis oídos a esa alarma seducido por la miel de sus labios, por ese maldito instinto que me impulsaba a proteger a aquellos a quienes creía débiles, pero que siempre terminaban aprovechándose de mí, de mi ingenuidad, de mi estupidez.
Unas pocas semanas juntos y aunque lo odiaba, también lo extrañaba ferozmente. Cuando me sentaba frente al televisor añoraba tenerlo a mi lado, luchando contra el sueño para ver juntos algún capítulo de nuestras series favoritas. Extrañaba mis dedos enredados en sus mechones negros, suaves como seda y con olor a frutas; añoraba que a pesar de su lucha acabara durmiéndose sobre mi hombro.
Echaba en falta las charlas trasnochadas sobre Dios y que me hablara de su visión de la vida. Ver brillar en sus ojos tormentosos la resiliencia. Porque aún cuando siempre esgrimía el pesimismo como consigna, en el fondo, Dylan se esforzaba por alcanzar un futuro mejor, por aprender cosas nuevas y salir adelante.
Cerré los ojos y un par de lágrimas cayeron. ¿En qué pensaba? Dylan era malvado y falso. Me había manipulado, me sedujo para darle celos a su hermanastro. No existía nada bueno en él. Volví a verlo debajo de Timothy, excitado y con los labios enrojecidos. La rabia revivió feroz y arrasadora, igual que en ese día nefasto. Lo odiaba, odiaba a Dylan con toda mi alma. Odiaba la traición y el engaño, que se hubiera burlado de mis sentimientos, que me hubiera utilizado.
Me levanté del sofá, era tiempo de darme un baño e intentar dejar atrás la tristeza y el enojo que querían consumirme por dentro. Tenía que superar a Dylan.
Me desnudé frente al espejo. La barba de días, el cabello sin forma, las mejillas hundidas y las sombras azuladas bajo mis ojos me saludaron. Era menester hacer algo con mi aspecto, aunque no me provocara. También tenía que volver al trabajo, no podía continuar así.
Entré a la ducha, abrí el grifo y el agua templada corrió por mi piel. Sin querer, la imagen de Dylan se filtró de nuevo en mi mente. Sus ojos brillantes como plata pulida, ardientes, que prometían el infierno en un beso. Volví a escuchar sus gemidos en respuesta a mis caricias, a regocijarme con la manera en que estas lo encendían y él se ruborizaba. Rememoré la manera tan sexi que tenía de pedir más, de apoderarse de mí y convertirme en su esclavo.
—¡Maldita sea! —exclamé al darme cuenta de que empezaba a excitarme.
Apoyé la frente en los azulejos mientras el agua se derramaba por mi espalda, todo mi cuerpo respondía a su recuerdo lúbrico. Él era una necesidad que se me había metido debajo de la piel. Tomé en la mano mi pene y empecé a acariciarme con la imagen de Dylan viva en mi mente, evocando cómo era sentir su cuerpo debajo del mío, estremeciéndose deliciosamente mientras lo penetraba. Su interior suave y caliente, los ojos húmedos, él mordiéndose el labio inferior para acallar los gemidos, la piel tersa y perfumada. La manera tan suya de convertir el sexo en una tormenta, de atraparme en ella y envolverme entre relámpagos de placer. De ser al mismo tiempo un ángel indefenso e inocente y un demonio sediento que despertaba mis más oscuros deseos.
El orgasmo llegó y me dejó exhausto, temblando contra las baldosas de la pared. No pude contenerme más y las lágrimas brotaron confundiéndose con el agua de la ducha. La ausencia de Dylan dolía en algún órgano desconocido de mi cuerpo ubicado entre la garganta y el abdomen. Lo necesitaba, lo quería y al mismo tiempo lo odiaba por hacerme sentir tan miserable.
Pero más me detestaba a mí mismo y mi humillante necesidad. Había grabado su llamada y cada día la escuchaba mil veces. Era un placer morboso oír su voz llorosa suplicarme perdón, así como esperar ansioso los mensajes que me enviaba en los cuales se disculpaba y juraba amarme. Me resistía ferozmente a creerle, a aceptar que pudieran ser verdad sus palabras. Me torturaba diciéndome que Dylan Ford estaba hecho de mentiras, que no era más que un bonito espejismo detrás del cual se escondían profundos pantanos que buscaban ahogarme.
Lo imaginaba en los brazos de Timothy, jadeando bajo su cuerpo, compartiendo con él sus secretos y olvidándose de mí. Porque a pesar de todas sus súplicas y sus juramentos, yo sabía que Dylan continuaba viviendo con su hermanastro.
Solo los ojitos cariñosos y preocupados de Princesa me traían consuelo. Ella y Sasha se convirtieron en muros de contención durante la tempestad. Mi amiga se empeñó en no dejarme solo. Los fines de semana se inventaba la excusa de maratonear series para quedarse en mi casa, todo con el propósito de que no pensara demasiado en mi reciente ruptura.
Ese domingo por la tarde habíamos preparado palomitas y, acomodados en el sillón de la sala frente al televisor, trataba de decidir qué ver en la plataforma de streaming, mientras a mi lado Sasha revisaba su teléfono.
—¿Está más delgado? —murmuró ella—. No se ve muy saludable.
—¿Hum? ¿Quién está más flaco? —pregunté dirigiendo la vista al teléfono que ella tenía en las manos.
Yo era más alto, así que podía ver perfectamente la pantalla por encima de su hombro. Era un video de Dylan asistiendo a algún evento glamuroso rodeado de guardaespaldas y, ¿como no?, de su hermanastro. Sasha trató de evitar que lo viera, pero ya era tarde.
—Yo lo noto muy bien, haciendo lo que le gusta: tener a todo el mundo a sus pies —dije con rencor.
Sasha suspiró.
—¿Has pensado que tal vez él...?
—¿Él qué? ¿Qué me extraña? ¿Qué está sufriendo?
La duda que se asomaba en los grandes ojos cafés de ella me desesperó.
—Él no me extraña, lo único que hizo fue jugar conmigo y si está más delgado es porque Versace lo quiere en su campaña para un nuevo perfume. No tiene nada que ver con nuestra separación.
Mi amiga se mordió el labio y enroscó el índice en uno de sus apretados rizos. Era obvio que no estaba de acuerdo con lo que acababa de decir. Volteé los ojos hacia arriba y resoplé.
—A ver, suéltalo ya.
—Es que ese día —comenzó a decir ella, dudando—, lo que yo sentí fue muy feo, Matt.
—¿Ese día? ¿Qué día? —pregunté impaciente.
—El día que lo llevaste a mi casa, cuando lo conocí.
—Más a mi favor —solté una risa amarga—, sentiste algo feo porque él es una persona horrible.
—No, no es así. No se trata de él o su forma de ser. Es decir, en parte sí. Su aura estaba muy cargada, pero había más, algo que la oprimía, que la rodeaba.
En ese momento recordé nuestras conversaciones nocturnas, sus terrores, su creencia en los demonios y la espeluznante plática sobre el culto en el que se había involucrado. Quizá lo que Sasha sentía era eso, la oscura carga energética de alguien que hace cosas malas, no solo a nivel material, sino también espiritual.
Mientras estuvimos juntos intenté ayudarlo, pero él se burló de mi buena fe.
—Pues ya ese no es mi problema, Sasha, él lo quiso así.
Durante casi dos semanas había intentado mantenerme alejado de cualquier noticia que pudiera involucrarlo a él, pero cuando Sasha se durmió, me rendí al deseo por saber de él. Busqué en redes cualquier cosa que tuviera que ver con Dylan. Así me enteré de que había estado internado en un centro de salud. No existía una versión oficial, ni él ni su equipo habían ofrecido declaraciones, pero se especulaba que había sufrido un accidente. Sentí una punzada de culpa al ver fotos de él tomadas por fans a las afueras de mi edificio, con el rostro amoratado y algo de sangre en una de sus mejillas, cuando, poseído por la furia, lo había golpeado.
También se comentaba lo que había dicho Sasha, que su salud era precaria. Aludían que lucía una delgadez extrema y que en una entrevista que se le realizó, donde le preguntaron sobre la campaña con Versace, él se mostró distraído y confuso. Los medios mencionaban la depresión y el estrés como causas.
—No volveré a caer —dije con la vista fija en el techo y dejando a un lado el teléfono—. No tendré compasión.
Cerré los ojos y sentí de nuevo las horribles ganas de llamarlo. Lo cierto era que a menudo me asaltaban, en esos momentos conjuraba la escena de él en brazos de Timothy y la rabia acudía en mi auxilio.
Las palabras de Sasha hicieron eco en mi cabeza: «Había algo más, algo que lo oprimía, que lo rodeaba». Y a estas le siguieron las noticias de su hospitalización y sus problemas emocionales.
—La doctora Stone está tratándolo —me dije para calmar la preocupación—, ella es muy profesional. Dylan no me necesita, está bien atendido.
Tenía ganas de llamarlo y constatar que se encontraba bien, pero sabía que no debía hacerlo. Un paso en falso y volvería a caer en su red de mentiras
El lunes siguiente me encontraba reunido con Marc en su oficina. Mi hermano me explicaba los pasos a seguir para finiquitar la renovación de un contrato con un cliente. Habíamos pasado casi toda la mañana discutiendo y analizando la situación, Marc no quería perderlo y entre ambos buscábamos mejorar las ofertas para que no se fuera y renovara con nosotros.
El teléfono sonó y mi hermano atendió en altavoz, su secretaria le notificaba la llegada del señor Dylan Ford. Marc le pidió que le dijera que en un momento lo atendería y volvió hacia mí sus ojos castaños en una mirada expectante.
—¿Cómo que Dylan Ford? —le pregunté desconcertado, pues no entendía por qué él estaba esperando ser atendido por Marc—. ¿Qué hace él aquí?
Tal vez fue el tono beligerante de mi voz, o mi rostro que sentía contraído, pero Marc se levantó y caminó hacia mí, su mirada se volvió conciliadora.
—Cálmate —me pidió—. Dylan es uno de nuestros clientes.
—¡¿Cómo que uno de nuestros clientes?! —le pregunté sintiéndome traicionado—. ¡Dylan me volvió mierda, Marc!
—Lo sé y tienes que reconocer que en parte fue tu culpa. Todos los que supimos de esa locura te advertimos que no te involucraras con una celebridad.
—¿Y entonces? ¿Ahora resulta que yo soy el culpable, que no merezco el apoyo de mi propio hermano?
—Como tu hermano te apoyo, pero Ford es un cliente importante. ¡¿Qué se supone que teníamos que hacer?! ¡¿Llamarlo y cancelarle el contrato, exponernos a una demanda porque tú y él terminaron?!
—¡Me traicionó, Marc!
—¡Por lo que haya sido! —me gritó mi hermano que también perdía la paciencia—. ¡Aprende a separar el trabajo de la vida personal, a tener el pito dentro de los pantalones y no ir por ahí cogiéndote a tus clientes! Ahora vete, que tengo que atender a Dylan. ¡Ah!, ¡y nada de escenitas!
Seguía incrédulo y muy enojado. En parte, Marc tenía razón, pero eso no evitaba que me sintiera traicionado.
Salí de la oficina sin despedirme y me preparé mentalmente para volver a verlo. Empuñé las manos y apreté los dientes. Abrí la puerta. Allí estaba él, cabizbajo, sentado en uno de los asientos acolchados, con los mechones negros cayéndole sobre la frente. Hermoso, como en la más extravagante de mis fantasías. Todo a nuestro alrededor desapareció, excepto él y la ansiedad en sus ojos grises de tormenta y bruma, la misma ansiedad que seguramente había en los míos.
—¡Matt! —Dylan se levantó y dio unos pasos hacia mí—, ¡por favor, habla conmigo!
—¿Qué estás haciendo, Dylan?
La voz grave de Timothy rompió el sortilegio. Porque si él no hubiera estado allí, yo hubiera cedido ante su hechizo, lo hubiera perdonado, hubiera vuelto a ofrecerle el mundo y a estar a sus pies.
—¡No tienes nada de que hablar con él! —continuó Timothy con llamas azules en los ojos.
—Dylan, hazle caso a tu hermanastro, o mejor dicho, a tu amante, no tenemos nada de que hablar. —le respondí.
Sin volverme a mirarlo, salí de allí con el corazón hecho trizas.
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