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7. La emperatriz ninfomaníaca



«Que me odien con tal de que me teman».

Frase atribuida al Emperador Calígula por Polibio de Megalópolis


Augusto[1], sobrino nieto e hijo adoptivo del famoso Julio César, pese a ser considerado por la mayoría de los historiadores el primer emperador, en la práctica mantuvo la ilusión de que todavía existía la República Romana. Una república hueca desprovista de su esencia, por supuesto, ya que si bien contaba con esta apariencia él mantenía el control sobre todo y tenía el poder de decisión. A esto se le añadía lo más importante: también elegía al sucesor.

Aunque siempre fue un libertino y no controlaba, siquiera, a su propia familia, intentó someter al buen camino la conducta de la aristocracia y su depravación por medio de una legislación moral conservadora, con la finalidad de que fomentara el matrimonio, los nacimientos y que castigara la soltería, la infidelidad y las prácticas sexuales novedosas y aberrantes. Quizá por este motivo, ya que lo prohibido siempre resulta más atractivo, o porque como decía Lord Acton el poder absoluto corrompe absolutamente, los que vinieron a continuación de Augusto destacaron por sus perversiones, tantas que aún hoy nos siguen horrorizando.

Para empezar, Tiberio[2], quien continuaría la tarea al frente de Roma, estaba resentido con Augusto. Era el primogénito de su esposa Livia y consideraba que le correspondía este privilegio aunque el otro hombre tuviera una hija, Julia, y deseara que su sangre dirigiera los destinos del mundo. Se sintió humillado cuando Augusto nombró a sus dos nietos mayores herederos y le encargó, precisamente a él, que fuera el tutor. Lo embargaba la rabia al apreciar que no tenía en cuenta sus victorias militares ni su prestigio guerrero, ponía por delante a dos niños que consideraba débiles e inútiles.

Pero su madre, Livia, estaba empeñada en que él se hiciese con el poder para reinar a su lado y los mandó matar. Presionó a su marido, además, para que adoptara a Tiberio, algo que él hizo a pesar de sus reticencias. Le caía mal, no soportaba a su hijastro. Debido a esta antipatía Augusto siguió intentando que otra persona lo sucediera. Tenía para elegir entre su nieto, el tercer hijo de Julia, y también Germánico[3], sobrino carnal de Tiberio. El resentimiento, por tanto, aumentó.

Por su parte Augusto, ya mayor, se hallaba harto de tantas traiciones, complots y muertes. Las fuerzas no le daban para luchar contra tantos lobos juntos. Era la máxima autoridad y, sin embargo, no había sido capaz de proteger a los suyos de la voracidad de los depredadores. Falleció en el año catorce de nuestra era. Según cuentan las malas lenguas, envenenado por su esposa Livia, que estaba cansada de esperar.

Así ella consiguió lo que pretendía, salir de las sombras desde las que manipulaba y acceder al poder total. A Tiberio le controlaba toda la correspondencia oficial, recibía en audiencia a los senadores y, en los hechos, actuaba como emperatriz, no le alcanzaba con ser regente. Llegó, inclusive, a emplearse a fondo para librar al emperador de todos los obstáculos, aunque fuesen de su sangre. Así, mandó matar a su propio nieto.

Previo al fatal desenlace, Germánico encontró en su residencia restos humanos quemados e invocaciones mágicas con su nombre. Cayó enfermo y él estaba seguro de que su abuela lo envenenaba, se lo hizo saber a todos. Cuando exhaló el último suspiro nadie dudaba: Livia era la culpable. No le bastaba con manchar su buen nombre y hacer que un gobernador lo persiguiera, siguió adelante hasta provocar que desapareciera de la faz de la tierra. Esto determinó que el pueblo romano odiase a Livia y a Tiberio.

Antes de que hicieran pública su muerte, la gente se enteró y abandonó las tareas, llorándolo. Lo preferían a él antes que a Tiberio y por este motivo lo habían matado, susurraban en las calles con miedo, nadie podía hacerle sombra al emperador. Añadido a esto ni siquiera se presentaron a sus funerales los que, por otra parte, no eran dignos de Germánico, un héroe para todos menos para la familia. Por supuesto después de esto el odio aumentó.

Esta antipatía de la plebe determinó que, con el paso del tiempo, el emperador se alejara de Roma. También deseaba mantener las distancias con su madre. Así, dispuso que la Isla de Capri fuese la sede administrativa del Imperio. Tenía sesenta y ocho años y ya no volvió, ni siquiera cuando falleció Livia. En Villa Lovis[4] se sintió protegido, era inexpugnable. Vivía lejos del populacho en esa construcción que coronaba los acantilados.

En este sitio aislado podía dedicarse sin entrometimiento de otros a lo que más le gustaba: encuentros filosóficos, recitales de versos... y también a liberar sus impulsos sexuales con niños y niñas muy pequeños, aún sin destetar. Los llamaba pececillos y hacía que nadaran con él en la piscina, satisfaciendo sus más bajos instintos. Si alguno se portaba mal o se aburría, para divertirse lo tiraba desde la cima del acantilado. Mientras tanto en Roma, Sejano, la persona a la que había dejado a cargo de todo, ejecutaba una política de terror, asesinando sin motivo para que nadie se sintiera a salvo. Bastaba con efectuar un simple comentario negativo acerca del régimen. Parecía imposible que el vulgo y la aristocracia se pusieran de acuerdo, pero sí, en el odio y desprecio hacia Tiberio eran unánimes.

Solo hubo un par de familiares que se salvaron de este afán asesino: Claudio[5], hermano de Germánico, porque todos lo consideraban tonto y deforme, y el hijo de Germánico y Agripina, Calígula[6]. Este último porque primero lo protegieron su bisabuela Livia y su abuela Antonia y, más adelante, porque Tiberio lo llamó para que viviera en Villa Lovis con él, convirtiéndolo en uno más de sus pececillos. Poco antes de fallecer lo nombró heredero. Dicen que pronunció la siguiente frase: «Dejo vivir a Cayo (Calígula) para su desgracia y la de todos». Es decir, como forma de venganza porque era peor que él. Lo instituyó sucesor junto con su nieto Tiberio Gemelo, a sabiendas de que el otro hombre terminaría matándolo. Mala decisión ya que, según cuentan, Tiberio no murió de muerte natural a los setenta y ocho años, sino que Calígula lo asesinó envenenándolo o estrangulándolo con sus manos.

Pese a la leyenda negra de Calígula que hoy todos conocemos, en aquellos momentos fue proclamado emperador con gran alegría. Todos celebraban la muerte del detestado Tiberio. Le rogaban, incluso, que arrojara sus restos al río Tíber sin rendirle honores ni más trámite. El nuevo emperador pretendía utilizar el nombre del amado Germánico, su padre, y apoyarse en la fama de este para iniciar su andadura en Roma. En un principio pretendía desandar el camino de su antecesor y congraciarse con el senado, cuyos miembros habían soportado las purgas constantes de Tiberio. Por eso quemó todos los procesos que este había abierto contra ellos.

No obstante, los años transcurridos siendo uno de los pececillos, contemplando abominaciones, crueldades, esa sensación de nunca estar a salvo, determinaron que mentalmente no gozara de salud. Al octavo mes de su reinado enfermó y a punto estuvo de morir. Cuando se levantó de la cama, la locura echó por tierra cualquier esperanza que los romanos todavía pudiesen albergar. Porque eliminó hasta el más pequeño resquicio de democracia y encaminó la gestión financiera a satisfacer sus caprichos. Los entendidos dudan entre si padecía esquizofrenia o era psicópata, aunque se inclinan más por lo primero.

Cometía incesto con sus tres hermanas y nombró a la mayor, Drusila, sucesora. Como Tiberio había dispuesto que su nieto, Tiberio Gemelo, también fuera sucesor, después de un complot para sustituirlo en el cargo hizo que este se suicidara y se libró también de los instigadores de la conjura.

De improviso Drusila murió y, roto de dolor, hizo que la divinizaran. Calígula se casó y trató de engendrar un heredero y por este motivo Agripina y Livila, sus otras dos hermanas, formaron parte de un plan para asesinarlo. Se enteró de estos hechos y las desterró a una isla en la que la lucha por la supervivencia era constante.

Ante el pueblo romano se mostró como un monarca investido por derecho divino. Puso estatuas suyas en todos lados, hasta en los lugares sagrados. Asimismo se dedicó templos y destinó gran parte del erario a celebrar fechas relacionadas con él. Dio órdenes sin sentido, como que dieran muerte a todos los calvos de una fila de presos, algo que por supuesto ejecutaron. Obligó a suicidarse a su suegro, mató a su abuela, sedujo a sus hermanas. Valerio Cátulo, un joven de familia consular, decía que lo había violado. Maltrató a muchos de los senadores de Roma, diciendo que iba a nombrar a Incitatio, su caballo, también senador, puesto que el equino ya tenía casa y esclavos. Obligaba a los aristócratas a que asistieran a los banquetes con sus mujeres y las examinaba como si valorase yeguas. Elegía a una, para demostrar su poder, y se iba con ella a las habitaciones. Al retornar la valoraba en público, elogiándola o insultándola, contándole a todos cómo era su cuerpo y su forma de hacer el amor. Hacía que los padres observaran las torturas o muerte de sus hijos. Incluso a uno lo hizo a continuación asistir a un banquete, le hacía bromas y le pedía que le contara chistes.

Las protestas eran acalladas con el exterminio; la locura sustituía a toda lógica, es imposible referir aquí a cuántas personas asesinó en medio de orgías y cuántas muertes ordenó para quedarse con los bienes. Cambiaba las últimas voluntades de los testamentos nombrándose heredero y luego hacía que envenenaran a los testadores para acelerar la toma de posesión de las riquezas. Había hecho que le construyeran en Roma una mansión cuya entrada era el templo de Cástor y Pólux y otras residencias en el lago de Nemi. Allí tenía dos enormes barcos, que funcionaban como palacios flotantes, donde daba rienda suelta al desenfreno sexual y el sadismo.

Avergonzaba al resto de autoridades homenajeando a sus amantes masculinos. Los honraba en actos públicos o durante las obras teatrales en las que ellos intervenían (por ejemplo, al actor griego Mnéster, al que besaba durante los espectáculos y si alguien hacía ruido mientras él bailaba lo arrestaba y flagelaba), ignorando que esto se hacía de puertas para dentro porque no era propio de un emperador. La homosexualidad no estaba mal vista en Roma, siempre que no se fuese la parte pasiva de la pareja porque serlo era un síntoma de debilidad, algo que a Calígula, que se creía por encima de todo y de todos, le daba igual.

Se burlaba hasta de los miembros de la guardia pretoriana que lo protegían, al punto de que dos de ellos se hartaron de los insultos y de asesinar por banalidades en su nombre. Así, organizaron una conjura. El veinticuatro de enero del año cuarenta y uno, precisamente durante una función de teatro en el Palatino, ejecutaron el plan. El emperador, aburrido de la representación, ordenó que lo condujeran de regreso acompañado, entre otros, de Claudio, que también formaba parte del complot o por lo menos lo conocía y no hizo nada para evitarlo. Separaron a Calígula de los demás y los dos miembros de la guardia pretoriana lo mataron. Luego asesinaron a su mujer y a su hija pequeña. No deseaban que quedara ningún rastro de él. Duró en el poder mil cuatrocientos días y los relatos acerca de sus orgías de sexo y sangre llegaron hasta nuestra época.

Claudio, el tío de Calígula, la noche del asesinato se escondió hasta que se calmaran los ánimos, por temor a que el frenesí asesino de los conjurados también fuese contra él. Tenía cincuenta años y de por sí era un milagro que hubiese sobrevivido a su sobrino y a Tiberio, que ninguno de los dos lo viese como una amenaza, ya que ambos acababan sistemáticamente con los miembros de la familia. Su madre, Antonia la menor (hija del famoso Marco Antonio, el marido de Cleopatra, la última reina de Egipto) decía de él que era «un aborto de la naturaleza» y una «caricatura de hombre». Debido a una enfermedad de la infancia tartamudeaba, tenía parálisis en la pierna izquierda, ataques de epilepsia, convulsiones musculares. Lo llamaban «Ese Claudio», «Clau...Clau...Claudio», «Claudio el Tartaja», «Claudio el idiota». Al investirle la toga virilis, una costumbre de la aristocracia que significaba el paso de la niñez a la adolescencia, lo hicieron casi en secreto, como si fuese algo vergonzoso, por la noche en el Capitolio y escondido en una litera, mientras que todos los demás varones iban de día, acompañados por el padre y con los vítores de cientos de participantes. Cuando llegó a la mayoría de edad, como pensaban que era tonto, le nombraron un vigilante, igual que a las mujeres; un hombre burdo, que lo trataba mal.

Todos creían que además de ser tullido era estúpido, porque él intentaba pasar inadvertido para su propia seguridad, y el hecho de que lo subestimaran le permitió seguir con vida. Por este motivo, después de que asesinaran a Calígula y lo encontraran escondido, en lugar de matarlo, como era lo lógico para la brutalidad de la época, las cohortes pretorianas y las urbanas, alentadas por la promesa de Claudio de hacerles enormes donativos, decidieron alzarlo como nuevo emperador para evitar el advenimiento de la república, ya que el senado, entretanto, deliberaba cómo devolver la forma republicana a la vida cotidiana. Ante esta política de hechos consumados y de fuerza de las cohortes, no tuvieron más remedio que aceptarlo.

Entre sus objetivos no estaba ser emperador, como sus antecesores, sino que lo guiaba el deseo de devolver la paz y la justicia a los romanos. Abolió los desatinos de Calígula, los edictos que imponían que se le rindiera culto como si fuese un dios, quitó todas sus estatuas de los pedestales, las fundió y convirtió en monedas. Liberó a los por él acusados, concedió magistraturas a sus rivales para mostrarse conciliador. Participaba en los procesos tratando de ser equitativo, dictaba medidas para favorecer a los pobres. Permitió que volvieran a la corte las hermanas de Calígula, Agripina y Julia Livila, que habían sido desterradas por él a una isla de la costa africana, donde sobrevivían pescando. Pero Claudio, a pesar de todas sus buenas intenciones, tenía un talón de Aquiles: su quinta esposa, Valeria Mesalina, a la que adoraba.

Teniendo en cuenta lo alto que había dejado el listón de la depravación Livia, la esposa de Augusto, ¿por qué deberíamos asombrarnos tanto con Mesalina? Porque Livia mantenía las apariencias y las formas. En cambio la característica particular de la mujer de Claudio era el desenfreno y el deseo de todos conocieran sus andanzas. Excepto el emperador, por supuesto. Sexo, poder, asesinato, desenfreno, chantaje, ostentación... Nada le estaba vedado.


«Claudio sucumbió tan profundamente a la influencia de su mujer que parecía su sirviente más que su Emperador; repartía según sus deseos caprichosos honores, cargos militares, indulgencias o castigos, sin apenas tomar conciencia de lo que estaba haciendo».

Los doce Césares. Vida de Claudio, Suetonio.

(Año 70-126)[7]


A pesar de todos sus defectos, Claudio no se salvaba de formar parte de las estrategias matrimoniales de su familia. Lo casaron primero con Emilia Lépida, biznieta de Augusto, pero este no permitió que consumaran el matrimonio, ya que lo obligó a que la repudiase. ¿La causa? Que la madre de la novia, Vipsania Julia, conspiró contra el emperador.

La segunda esposa, Livia Medulina, miembro del clan de los Camilos, murió el día de la boda. Luego le designaron como tercera mujer a Plaucia, hija de una confidente de Livia, con la clara intención de premiarla. Tuvieron dos hijos, Drusilo (quien murió siendo niño) y Claudia. Vivió con ella diez años y luego se separó en aras de una alianza más conveniente y porque le era infiel con un esclavo liberto, Bóter, del que decían que era el verdadero padre de Claudia. Tras el divorcio le devolvió la niña a la madre, dejándola ante la puerta, para que todos supieran que no la consideraba propia. Contrajo nupcias por cuarta vez con Elia Pitina, que también lo engañó con otros hombres, y de la que enseguida se separó.

Calígula fue el promotor de la alianza. La hermosa Valeria Mesalina, según las malas lenguas, era su amante y se hallaba encaprichado con ella. Decían que la casaba con su tío para tenerla cerca. Sin embargo, para una chica de entre trece y quince años unirse en matrimonio a un hombre de más de cuarenta, obeso, feo, tullido y considerado tonto por todos debió de ser una calamidad. La única ventaja la constituía su parentesco con el emperador, aunque esto significaba también un arma de doble filo, debido a que Calígula solía asesinar o desterrar a los que llevaban su sangre. Ni por asomo Mesalina creía que lo fueran a nombrar heredero, los tíos nunca sucedían a los sobrinos.

Casi a los nueve meses de la unión tuvieron una hija, Octavia, y durante algunos años vivieron en paz. Esta terminó cuando los miembros de la guardia pretoriana asesinaron al emperador y situaron a Claudio en el trono. Semanas más tarde, como si fuese un regalo de los dioses, Mesalina dio a luz a un varón, al que llamaron Germánico[8]. Debido a esta hazaña, empezar el reinado con un heredero después de que sus antecesores tuvieran tantos problemas para hallarlo, la situación de Mesalina se revalorizó, ya que no solo era la emperatriz sino la madre del siguiente emperador.

Además, si sabía cómo jugar las cartas sobre ella recaería el pleno poder dominando a Claudio, primero, y tras la muerte de este siendo regente. Porque el hombre era un corderillo, hacía todo lo que le decía. Él recelaba de la aristocracia y se rodeó de libertos para la administración del Imperio Romano, en los que confiaba plenamente. Mesalina, entonces, empezó por acostarse con los que la atraían y por llegar a acuerdos con todos. Incluso con el más poderoso de ellos, Narciso. Era bella, joven, sentía que nada le estaba vedado, que todo era posible.

Así que se dedicó a disfrutar de sus amantes, a vender honores, cargos públicos incluso hasta en el ejército. Con la complicidad de Silio, un magistrado famoso al que le pagaba una fortuna, conseguía condenas y absoluciones, según su interés. Nadie se animaba a comentarle sus desmanes al emperador porque sabían que siempre saldrían perdiendo, él iba detrás de su esposa como un borrego. Un legionario que intentó comentarle algo a Claudio terminó rápidamente asesinado y nadie deseaba seguir este camino.

El único que solía molestarla con pullas acerca de su conducta era el filósofo y dramaturgo Séneca. Cuando Mesalina pasaba le soltaba frases al estilo de «Aprendamos a aumentar la continencia, a frenar la demasía, a templar la gula, a mitigar la ira». Por supuesto que, tan libertino como ella, no llevaba a cabo lo que predicaba. Se había hecho amante de Julia Livila, la hermana de Calígula, y ambos estaban casados con otras personas.

Mesalina los odiaba, más que nada porque Julia con su belleza legendaria la opacaba. Quizá el plan era propio o de la cosecha de Séneca, pero lo cierto era que ella siempre trataba de estar a solas con Claudio y tenía largas conversaciones con él, en un intento de sustituirla como emperatriz. Séneca ya había sido el favorito de Calígula y debido a su afán por enredar lo había desterrado de la corte. Claudio lo perdonó y así pudo regresar para intentar liarla de nuevo.

La gran paradoja fue que Mesalina, para librarse de ambos, utilizó la ley contra el adulterio. De esta forma consiguió que los desterraran. Julia murió pocos meses después[9]. Aunque trajo consecuencias porque el marido de Julia, Marcos Vinicio, se sintió humillado por todo el escándalo acerca de la infidelidad de su mujer e intentó vengarse: Mesalina primero quiso atraerlo a su cama y, como la rechazó, lo hizo envenenar. Le gustaba cazar a aquellos hombres que le gustaban y ¡pobre del que se negara! Nada la frenaba, ni siquiera que la relación fuese incestuosa: quiso acostarse con Apio Silano, el marido de su madre.

Era un comandante de la legión de Hispania y se negó porque la conocía y era su padrastro. Para deshacerse de él contó con la ayuda de Narciso. Como Claudio creía en los augurios cada uno le comentó por separado que había tenido un sueño en el que Apio Silano lo asesinaba. El emperador, por supuesto, pensó que se trataba de una premonición.

Al mismo tiempo los dos conspiradores citaron a la víctima a las habitaciones de Claudio, con la excusa de que tenía una tarea para él. Para garantizar la protección del César debía ir armado. La trampa de la araña resultó infalible y atrapó a la presa: cuando Apio Silano entró en el dormitorio del emperador este empezó a gritar, aterrorizado. La guardia encontró oculto el cuchillo y fue ejecutado allí mismo, sin ningún juicio de por medio. Por aplicación de la ley contra los crímenes de lesa majestad Mesalina se quedó con sus bienes.

A partir de ahí, en vista del beneficio de este tipo de jugada, escribió una lista en la que figuraban los nombres de los romanos más adinerados y que no le eran leales. Luego el juez Silio los condenaba a muerte y sus riquezas pasaban a engrosar las de la emperatriz. Entretanto Claudio agradecía a los dioses por haberle proporcionado una esposa tan fiel y leal a él, que lo ponía a salvo de todos los complots.

Otra de sus víctimas fue Décimo Valerio Asiático, un gran amigo del marido. Había sido cónsul en dos oportunidades y un exitoso militar y se había alejado de la vida política. También cometió el error de rechazar los avances sexuales de Mesalina porque estaba enamorado de una mujer, también casada como él, Popea Sabina. ¿Cómo hacerle pagar la afrenta?

Asiático era un hombre rico y poseía los jardines del Lúculo, los más admirados de Roma. Los había comprado y se había gastado una fortuna en ellos para embellecerlos. Los consideraba su paraíso, el sitio que había elegido para pasar más adelante su vejez y en los que ahora reunía a filósofos y otros eruditos para debatir sobre distintos temas. De todos menos de política.

Mesalina primero le pidió a uno de los libertos del emperador que asesinara a Asiático, pero este como sentía admiración por el otro hombre y respetaba su amistad con Claudio, se negó. Entonces le solicitó a su juez de confianza que fuera organizando un proceso legal mientras dos conocidos le decían al emperador que su amigo estaba reclutando gente para quitarlo del trono y ponerse en su lugar. Claudio no se lo podía creer, lo conocía desde hacía muchos años, pero Narciso, cómplice de Mesalina, le confirmó que era cierto, que él también acababa de recibir la misma información. Una vez más la tela de la araña atrapaba un nuevo insecto: se quedó con los jardines del Lúculo después de un juicio irregular en el que Asiático se suicidó para evitar la vergüenza de una ejecución. Pero la emperatriz no se conformó con esto, su venganza fue más lejos, haciendo que la bella Popea, la mujer que él puso por delante de Mesalina, también se suicidara.

Pero su estela de muertes no se quedó ahí, ya que temía que el marido de Antonia, la hija de Claudio, pudiera ponerle trabas. Lo mandó matar y le encontró un nuevo esposo a la hijastra, su propio hermanastro. Porque durante los seis meses en los que Claudio se alejó de Roma para conquistar Britania delegó en Mesalina los asuntos de estado más importantes y ella, junto con los libertos, se dedicó a quitar del medio a todos los que entorpecieran el camino de su retoño hacia el trono. Utilizó libremente el sexo, las promesas, el chantaje, las recompensas, para atraer a los más poderosos y ponerlos de su lado o eliminarlos.

El emperador regresó convertido en un conquistador y cometió un desatino que lo hizo blanco de las burlas y causa de preocupación para muchos. Agradecido por la labor de Mesalina durante su ausencia, permitió que ella también desfilara en el Triunfo en una de las carrozas sagradas de las vestales y sacerdotisas, ambas mujeres vírgenes y piadosas. Para más ofensas se situó a continuación de Claudio y delante de los generales que habían combatido y conseguido la victoria. Todos, incluido el pueblo, conocían las andanzas de la emperatriz, su promiscuidad, lo que convertía a Claudio en el hazmerreír.

Después de esto Mesalina obtuvo del Senado, como gesto irónico, el privilegio de sentarse en la primera fila del teatro, junto a las vírgenes vestales también. Pero ello trajo más enredos, ya que viendo actuar a Mnéster, el mismo que había sido amante de Calígula y a quien le gustaban más los hombres que las mujeres, se encaprichó con él. Por supuesto ella insistía para llevarlo a su cama y, como él se negaba, cada vez lo deseaba más porque no podía tenerlo. Así que solicitó la ayuda de su esposo, haciéndole creer que necesitaba al actor por otros motivos y Claudio le ordenó a Mnéster «hacer todo cuanto ella quisiera». Debido a esto el hombre siempre le contaba a cuantos quisieran escuchar que se había hecho amante de Mesalina por orden del emperador. Después de conseguirlo lo apartó del teatro y se lo guardó solo para sí. El pueblo le rogaba que volviese a actuar y un día se cubrió el rostro con la cortina del escenario y dijo:

No puedo hacerlo, estoy en la cama con Orestes.

Y la mayoría sabía que esto significaba que era amante de la emperatriz, aunque algunos creían que lo era de Claudio, porque no podían creer que fuese tan tonto y lo utilizaran de esta manera. También la atracción llevó a que Mesalina le salvara la vida a Sabino, un comandante de la guardia que había caído en desgracia y al que condenaron a muerte en la arena, luchando como si fuera un gladiador.

Muchos deseaban abrirle los ojos a Claudio porque sentían vergüenza ajena, pero no se atrevían. Justo, comandante de la guardia pretoriana, que estaba al corriente de todos los pormenores acerca de Mesalina y al que le remordía la conciencia ver al emperador siendo blanco de todas las pullas, decidió revelarle la verdad. Pero, dudando, prefirió compartir sus intenciones con su coronel, es decir, que iba a mandar un mensajero al emperador si bien temía que Mesalina, como tenía ojos y oídos en todas partes, se enterase y estuviera en peligro. El otro hombre le recomendó que esperase y, no bien terminó de hablar con él, fue a buscar a la emperatriz y la puso al tanto. Junto a Narciso y otros cómplices inventaron que Justo formaba parte de una conjura contra Claudio. ¿Cuál fue el resultado? Su ejecución y que el delator ocupara su puesto en la guardia.

Sin embargo, al final la suerte se le acabó. El principio del fin comenzó cuando se encaprichó con Cayo Silio, uno de los más guapos de Roma. Era muy ambicioso y gracias a ser su amante consiguió que Claudio lo nombrara cónsul, además de muchas recompensas materiales, tantas que finalmente abandonó a la esposa para servir solo a Mesalina. Ella se dedicó al hombre a la vista de todo el mundo, vanagloriándose más que otras veces a causa del valor de su conquista amorosa. La diferencia con las ocasiones anteriores fue que encontró a la horma de sus zapatos en cuanto a ambición, porque a él no le alcanzaba con los honores y riqueza que le confería, anhelaba ejercer de emperador aunque fuese como regente de Británico durante su minoría de edad y al que se comprometió a adoptar como propio. Resulta complicado entender cómo Mesalina aceptó estos planes, ya que tenía todo cuanto anhelaba gracias a Claudio, que seguía ignorando también esta aventura.

Aprovechando un viaje del emperador a Ostia decidieron casarse, puesto que habían organizado que durante el trayecto alguien lo asesinara. Un hecho curioso era que el contrato de matrimonio de ambos llevaba la firma de Claudio y no se sabe muy bien cómo hicieron para engañarlo. Incluso organizaron una fiesta/orgía para celebrarlo, a la que invitaron a todos sus amigos aristocráticos.

Mientras tanto los libertos, horrorizados, decidieron que Mesalina había llegado demasiado lejos y que era un peligro para todos ellos, puesto que el poder del que disfrutaban dependía solamente del actual emperador y, sin él, no serían nada y era probable que terminaran asesinados. Así que Narciso viajó hasta Ostia, acompañado de Calpurnia y Cleopatra, dos esclavas y amantes de Claudio en las que él confiaba para que, entre todos, pudieran ponerlo al tanto de la licenciosa conducta de su esposa.

Primero entraron las dos mujeres para allanar el camino y, ante la incredulidad de Claudio, se presentó Narciso y corroboró todo lo que ellas decían. Lo convenció, además, de que el pueblo, el senado y los soldados sabían de la boda de Mesalina y, por tanto, si no actuaba pronto y con contundencia lo relevarían de su cargo de emperador de una manera o de otra.

Asustado, volvió enseguida a Roma y mandó ejecutar a todos los traidores. Mientras se acercaba la comitiva al palacio donde se celebraba la fiesta matrimonial se armó un revuelo y todos escaparon, incluido el novio, dejando a Mesalina sola. Ella, incluso en este trance, se creía capaz de convencer a Claudio de que la perdonara. Pero no contaba con que los libertos habían organizado todo de tal modo que ella no volviera a encontrarse a sola con él, puesto que también pensaban que podría dominarlo como siempre y hacer su voluntad.

Mesalina, como estrategia, envió a Octavia y Británico, los hijos que tenían en común, para que ablandaran al emperador. Iba detrás, acompañada por una vestal de prestigio y a la que Claudio respetaba. Se encaminó a hablar con él en la creencia de que la mujer intercedería. Pero Narciso se interpuso y le impidió ver a los niños. Tampoco pudo llegar ella hasta el emperador e interrumpió a la vestal diciéndole que se fuese y que se dedicara, mejor, a la religión.

Superado este problema, el liberto se percató de que la decisión de Claudio respecto a Mesalina era frágil y que cabía la probabilidad de que escuchara sus ruegos. Por ello lo envió a dormir y, al mismo tiempo, mandó a buscar a Mesalina para que la ajusticiasen, una solución que era definitiva y que los protegería a todos.

En los mismos jardines del Lúculo, que le había arrebatado a Décimo Valerio Asiático, y con apenas veinticinco años Mesalina halló la muerte: a pesar de que le dieron la opción de suicidarse y su madre la instaba a que lo hiciese, no fue capaz y un tribuno la ayudó, clavándole la espada en el corazón.

Atrás quedaron todos los excesos que llevó a cabo sin remordimientos, como buena psicópata que era. Todas las perversiones, su sadomasoquismo, exhibicionismo, los asesinatos, su ninfomanía. Pero ¿qué es lo primero que surge en nuestra mente al escuchar el nombre Mesalina? Sin duda las palabras de Dión Casio, que escribió para la posteridad que dentro del palacio había organizado un prostíbulo al que obligaba a asistir a otras aristócratas. Y las de Plinio el Viejo, que dejó constancia de que la emperatriz una noche se atrevió a competir con una conocida meretriz, Escila, para ver cuál de las dos se acostaba con más hombres. Según él ganó Mesalina, que llegó a la cifra de veinticinco.

¿Qué sucedió con el crédulo Claudio? A pesar de que prometió que no volvería a casarse enseguida convirtió a Agripina, la hermana y amante de Calígula, en su sexta esposa. Adoptó a su hijastro, en detrimento de Británico, y lo nombro sucesor. Poco después la mujer envenenó al emperador para dar paso a su retoño, Nerón, a quien luego de efectuar crímenes que hacían palidecer los de Mesalina y del transcurso de catorce años, Roma declaró enemigo público y destructor de la especie humana. Pero esta es otra historia...


Notas:

[1] Cayo Octavio Turino.

[2] Tiberio Claudio Nerón.

[3] Julio César Germánico.

[4] Significa «la ciudad de Júpiter».

[5] Tiberio Claudio César Augusto Germánico.

[6] Cayo Julio César Augusto Germánico.

[7] Citado en la página 169 del libro de Alejandra Vallejo-Nágera, que aparece reseñado en la bibliografía.

[8] Después de la conquista de Britania por parte de Claudio le cambiaron el nombre y pasó a llamarse Tiberio Claudio César Británico.

[9] Claudio perdonó a Séneca después de la muerte de Mesalina y regresó a la corte como tutor de Nerón, el hijo de su sexta esposa, Agripina, y que el emperador adoptó y proclamó su heredero, por encima de su propio hijo Británico. Agripina, hermana de Calígula y que con él compartía sus artes, lo asesinó para cederle el sitio a su vástago. Claudio no debió volver a casarse.


1- Mesalina, la loba del Imperio, de Piero Maligieri. Grupo Editorial G.R.M, S.L, Barcelona, 2004.

2- Locos de la Historia. Rasputín, Luisa Isabel de Orleáns, Mesalina y otros personajes egregios, de Alejandra Vallejo-Nágera. La Esfera de los Libros, S.L, Madrid, 2007.

3- Mujeres malas y perversas de la Historia, de Rosa Mª Santidrián Padilla. Edimat Libros, 1998, Madrid.

4- Revista Historia National Geographic, Edición Especial, 9/2016, La Roma Imperial. Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón. Editor José Enrique Ruiz-Doménec, RBA, 2016, Barcelona.

5- Roma y el vicio, documental del Canal Historia.

6- Mesalina Imperial Venus, película del año mil novecientos sesenta, del director Vittorio Cottafavi y protagonizada por Belinda Lee.

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