2. El Carnicero de Milwaukee
La línea entre la salud y la enfermedad mental es muy delgada. En ocasiones las personas sanas se ven sometidas a circunstancias que le provocan un gran estrés y actúan de forma extraña; en otras hay psicóticos que jamás son diagnosticados ni siguen ninguna terapia o tratamiento con medicación y, no obstante ello, pese a lo inusual de su conducta, nunca delinquen. Porque padecer una enfermedad mental no equivale a ser un delincuente, es necesario desmitificar esta idea.
Sin embargo, sí es cierto que cuando hablamos de asesinos en serie, lo más común es que exista detrás del perfil una psicopatía o una psicosis, a las que se suman otras causas medioambientales. La que más se da en los hechos: que hayan crecido con el rechazo de la familia.
Con anterioridad hemos visto cómo actúan los psicópatas, en general de manera organizada. El asesino en serie psicótico, en cambio, suele hacerlo bajo las órdenes de voces que le susurran o siguiendo ideas delirantes, que en la mayoría de los casos determinan que no efectúe una planificación, escogiendo las víctimas al azar. Además, cuando consuma su delito de naturaleza sexual, suele hacerlo con alguien inanimado o muerto. Mata con lo que encuentra a su disposición en el lugar del crimen y no hace desaparecer las pruebas. Es incapaz de adoptar medidas para que no lo detengan.
Algunos de los síntomas característicos de la esquizofrenia según el test para el diagnóstico (criterios del DSM-IV-TR), una enfermedad que adolecen muchos de estos individuos son, precisamente, las ideas delirantes, alucinaciones, lenguaje desorganizado (por ejemplo, con descarrilamiento frecuente o incoherencia), comportamiento catatónico o gravemente desorganizado o síntomas negativos, como aplanamiento afectivo, alogia o abulia. A esto se le suma que durante determinado tiempo la persona no pueda desarrollar su actividad laboral, relaciones interpersonales o el cuidado de sí mismo.
«Sí, sí. Todo... todo giraba alrededor de tener un dominio absoluto. El porqué, o de dónde me vino esto, no lo sé».
Jeffrey Dahmer[1]
Jeffrey Dahmer era un asesino en serie mixto, ya que en sus actos existía una cierta organización, aunque primaba en él un trastorno mental grave. Era homosexual, quería tener constantemente a su lado a un hombre que hiciese todo lo que él quería, que solo se dedicara a estar con él, y por eso intentó convertir a muchos en zombis, utilizando un taladro para hacerles agujeros en las cabezas a través de los cuales les inyectaba en los cerebros ácido o agua caliente. Esta era su idea delirante principal, aunque también pretendió construir lo que él llamaba un «centro de poder» o «templo», formado por una larga mesa en la que pondría seis calaveras de chicos a los que había asesinado (cuando lo detuvieron las estaba preparando), a las que se unirían estatuas de quimeras. Suponía que de este modo contactaría con el Más Allá y que conseguiría todo lo que anhelaba, éxito en el amor, dinero, trabajo. Llegó al canibalismo a partir de su séptima víctima, incluso, porque sentía que de esta forma los jóvenes a los que mataba pasaban a formar parte de él. Y a la necrofilia también, tenía sexo con los muertos.
Poco antes de cometer su primer crimen la familia de Dahmer se desestructuró al separarse los padres. Además, sufrió una agresión por parte de tres muchachos del instituto, mayores que él. Cuando pasó por la calle, al lado de ellos, uno sacó una porra y, sin mediar palabra, lo golpeó repetidamente en la nuca. Poco después de esto empezó a diseccionar animales. A un perro le cortó la cabeza y la clavó en una estaca, dejándola en medio del bosque. Llevó allí a uno de sus amigos, para asustarlo, sin decirle que había sido él.
Durante años fantaseó con la idea de encontrar a un autoestopista guapo y tener sexo con él. Hay que destacar que en su pueblo no estaban bien vistas las relaciones homosexuales y, además, las posibilidades de contactar con alguien eran casi inexistentes. Por este motivo una noche, cuando contaba con dieciocho años y estaba solo en casa porque su madre pasaría con el amante, vio a un chico pidiendo aventón en la carretera, apuesto y sin camisa. Se sintió atraído por él, paró y lo llevó a su hogar. No era gay, pero quería retenerlo, así que con la barra de pesas lo golpeó en la cabeza y luego lo estranguló con ella. Necesitaba tener un dominio total sobre él.
Se masturbó, se sentía estimulado por tenerlo cautivo. Al día siguiente compró un cuchillo de caza, lo abrió en canal y se excitó al ver sus órganos internos. Más tarde lo descuartizó y lo colocó en bolsas de basura. Mientras iba a tirar los restos a las tres de la madrugada lo sorprendió una patrulla, que pidió refuerzos. Le hicieron una prueba de alcoholemia y le preguntaron qué había en las bolsas. Dahmer dijo que basura y le creyeron, sin echar un simple vistazo, a pesar del olor. Este fue el primer error en una larga lista de despropósitos por parte de la policía, que permitieron que asesinara a dieciséis hombres más.
Tuvo que regresar a su casa y dejar las bolsas en el sótano. Cogió la cabeza y la utilizó para masturbarse de nuevo. Finalmente metió los restos, así como estaban, en una tubería de desagüe durante dos años y medio y, cuando regresó del ejército, la volvió a abrir, rompió los huesos y los esparció por la maleza, según él para acabar definitivamente con todo. El colgante y las pulseras del chico asesinado las tiró a un río cercano y quemó la ropa.
Durante ocho años no mató a nadie. Comenzó a frecuentar bares gays y saunas y a utilizar pastillas para drogar a víctimas que se adecuaban a sus apetencias. Necesitaba utilizar a otros hombres a su antojo, no deseaba un intercambio normal ni que lo penetraran a él. Así que, mediante tranquilizantes, cuatro o cinco pastillas, podía pasar toda la noche con alguien y satisfacer su fantasía delirante. Pretendía, de esta forma, saciarse sin hacerles daño. También utilizaba un maniquí y, para evitar matar, asistía a la iglesia con su abuela.
Pero lo suyo era una compulsión difícil de eludir porque la respaldaba una mente enferma. Y, lo principal, ya había probado lo que sentía al asesinar. Inclusive, para evitar hacerlo, vio la esquela de un muchacho de dieciocho años que había muerto y le pareció atractivo cuando fue al tanatorio a verlo. Por esto a medianoche se dirigió al cementerio con una pala y una carretilla, para desenterrarlo y llevarse el cadáver a casa, si bien la tierra estaba tan congelada que no tuvo éxito.
Poco después invitó a una habitación de hotel a un muchacho y lo golpeó hasta matarlo. Según Dahmer no era su intención y ni siquiera recordaba cómo sucedió. Solo supo que al despertar estaba lleno de contusiones y que el joven se encontraba de espaldas, con la cabeza colgando al borde del lecho, las costillas rotas y muchas lesiones. Se guardó el cráneo y se deshizo de lo demás tirándolo a la basura: creía que quedándose con él había salvado algo de la esencia del fallecido, que no era un desperdicio matarlo. Más tarde lo puso en lejía para blanquearlo y, como quedó frágil, se vio obligado a tirarlo. Poco a poco llevarse muchachos a su casa se convirtió en lo más importante en su vida, lo único que le proporcionaba satisfacción.
Como se dijo antes, al hablar del primer crimen, la policía tuvo numerosas oportunidades para atraparlo y las dejó pasar sin un mínimo análisis. Un chico de Laos al que había secuestrado en mil novecientos ochenta y ocho logró escapar de su piso y lo condenaron por agresión sexual en segundo grado, a pesar de que tenía antecedentes por delitos relacionados con el alcohol. Lo dejaron en libertad bajo fianza, situación que aprovechó para matar a alguien más. Teniendo conocimiento de la existencia de denuncias sobre desapariciones de muchachos y su conducta delictiva, las autoridades no relacionaron ambos extremos y pudo seguir asesinando.
En mil novecientos noventa una víctima se puso a gritar tan fuerte que la dejó marchar. Y, aunque hizo la denuncia dando el nombre y la dirección de Dahmer, la policía no investigó. Luego, en el noventa y uno, secuestró a otro chico de Laos que resultó, casualmente, ser hermano del que se había escapado de él. En un descuido huyó también, después de que lo violó, y corrió desnudo por la calle. Mucha gente lo auxilió y llamaron a los cuerpos de seguridad. Jeffrey Dahmer llegó poco después, les enseñó su documento de identidad y los convenció de que el joven pasaba la noche con él y de que estaba borracho. En realidad le había perforado el cráneo con el taladro después de drogarlo, pero no se veía sangre. Los policías, incluso, lo llevaron dentro, lo tumbaron en el sofá y no miraron más, condenándolo a una muerte segura. Y eso que en el dormitorio tenía un cadáver y había un olor insoportable. Al final, ese mismo año lo detuvieron por asesinato: en su casa había un bidón lleno de restos humanos, cráneos barnizados y muchas más pruebas.
Pero escuchemos al Carnicero de Milwaukee hablar por sí mismo. Robert K. Ressler, durante muchos años experto en la elaboración de perfiles del FBI, lo entrevistó en la cárcel y le hizo numerosas preguntas, a las que él contestó con sinceridad.
—A medida que pasaban los años, fui dejando de lado las cintas y las revistas que no me atraían, ni a mí ni a mis gustos —le confesó Dahmer—. Aparte de las películas porno, las del Jedi (trilogía de La guerra de las galaxias), el personaje del Emperador, con su control absoluto, encajaba perfectamente en mis fantasías. En aquel tiempo, me sentía tan absolutamente corrupto que me identificaba por completo con él. Supongo que a mucha gente le gustaría tener el control total, es una fantasía muy común[2].
También le preguntó si no pensó nunca, en lugar de esos finales violentos, en unirse a alguien con el que hubiera un interés mutuo para establecer una relación permanente, una especie de matrimonio.
—No podía. Cuando fui a vivir al apartamento, ya estaba metido hasta el cuello en cierta manera de hacer las cosas. Además, nunca conocí a nadie que me inspirara la confianza suficiente para mantener este tipo de relación[3].
Era un comportamiento que, según él, no podía compartir con otra persona, a lo que el investigador le preguntó si podía renunciar a él, hacer borrón y cuenta nueva con un compañero. Dahmer le contestó:
—Es exactamente lo que estaba pensando la noche que me detuvieron. Lo tenía todo listo para echarle ácido.
En cuanto a cómo empezó con el canibalismo a partir de la víctima número siete, explicó:
—Mientras lo desmembraba. Guardé el corazón. Y los bíceps. Decidí ponerlos..., los corté en pedazos pequeños, los lavé, los metí en bolsas de plástico herméticas y las guardé en el congelador; buscaba algo más, alguna cosa nueva para satisfacerme. Después lo cociné y me masturbé mirando la foto[4].
También quiso saber si, en medio de una serie de crímenes, fantaseaba sobre lo que ocurriría. Él le respondió:
—Solo... mirando fotos de víctimas anteriores. Vídeos, películas pornográficas, revistas. No tenía ninguna fantasía elaborada antes de salir[5].
Según Dahmer las fotos no resultaban tan gratificantes como tener a una persona, pero llenaban los huecos entre un asesinato y otro.
Cuando indagó sobre sus preferencias sexuales, él le explicó:
—Me habría gustado tener, como en el vídeo, un hombre blanco bien desarrollado y complaciente con mis deseos. Habría preferido tenerlo vivo y que estuviera siempre a mi lado[6].
Como esto no era posible, intentaba dejar a alguien como un zombi. Por debajo en su escala de gustos, estaba ligar en los bares y llevárselos a casa para matarlos y, aún más abajo, el celibato.
En otra pregunta quiso saber si en la época en que cometió los crímenes creía que en cierto modo estaban justificados, si tenía derecho a hacer lo que hacía. A lo que Jeffrey Dahmer contestó:
—Siempre intentaba no llegar a conocer demasiado bien a la persona. Así se parecían más a un objeto inanimado. Los despersonalizaba. Pero siempre supe que lo que hacía no estaba bien. Tenía sentimientos de culpa[7].
Al final lo consideraron apto y lo condenaron a cadena perpetua en una cárcel común, donde otro recluido lo mató a golpes en el baño.
Tienen varias películas sobre él, entre ellas Dahmer, protagonizada por Jeremy Renner.
Notas:
[1] Citado en el libro de Ressler que se menciona en la bibliografía, página 145.
[2] Página 155 del libro de Ressler.
[3] Página 157 del libro de Ressler.
[4] Página 168 del libro de Ressler.
Dentro del monstruo. Un intento de comprender a los asesinos en serie, Robert K. Ressler y Tom Shachtman. Alba Editorial, 2010, Barcelona.
Violencia y psicopatía, Adrian Raine y José Sanmartín. Editorial Ariel, S.A, 2000, Barcelona.
Manual de Psicopatología, de Amparo Belloch, Bonifacio Sandín y Francisco Ramos. Mc Graw-Hill Interamericana de España, S.A.U, 2016, Madrid.
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