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Narrador
Habían pasado aproximadamente diez años desde el día en que la familia torres se despertaron a media noche, encontro a una linda bebé junto a su puerta, y en el que los Dursley se despertaron y encontraron a su sobrino en la puerta de entrada, pero sus respectivos hogares no habían cambiado en lo absoluto.
~*En Privet Drive*~
Narra Harry:
¡A levantarse! ¡Ahora! -gritó tía Petunia, y yo me desperté con un sobresalto. -¡Arriba! -chilló de nuevo. Oí sus pasos en dirección a la cocina, y después el roce de la sartén contra el fogón. Me di la vuelta y traté de recordar el sueño que había tenido. Había sido bonito. Había una moto que volaba, y no estaba solo. Tenía la curiosa sensación de que había soñado lo mismo anteriormente. Tía Petunia volvió a la puerta.
¿Ya estás levantado? -preguntó.
Casi -respondí.
Bueno, date prisa, quiero que vigiles el beicon. Y no te atrevas a dejar que se queme. Quiero que todo sea perfecto el día del cumpleaños de Duddy -yo gemí y asentí. -¿Qué has dicho? -gritó con ira desde el otro lado de la puerta.
Nada, nada... -dije rápidamente.
El cumpleaños de mi primo Dudley... ¿cómo había podido olvidarlo? Me levanté lentamente y comencé a buscar mis calcetines. Encontré un par debajo de la cama y, después de sacar una araña de uno, me los puse. Yo ya estaba acostumbrado a las arañas, porque la alacena que había debajo de las escaleras estaba llena de ellas, y allí era donde yo dormía.
Cuando estuve vestido salí al recibidor y entré en la cocina. La mesa estaba casi cubierta por los regalos de cumpleaños de Dudley. Parecía que éste había conseguido el ordenador nuevo que quería, por no mencionar el segundo televisor y la bicicleta de carreras. La razón exacta por la que Dudley podía querer una bicicleta era un verdadero misterio para mí, ya que Dudley estaba muy gordo y aborrecía el ejercicio, excepto si conllevaba pegar a alguien, por supuesto. El saco de boxeo favorito de Dudley era yo, pero no podía atraparme muy a menudo. Aunque no lo parecía, yo era muy rápido.
Tal vez tenía algo que ver con eso de vivir en una oscura alacena, pero yo había sido siempre flaco y muy bajo para mi edad. Además, parecía más pequeño y enjuto de lo que realmente era, porque toda la ropa que llevaba eran prendas viejas de Dudley, mi primo era cuatro veces más grande que yo. Yo tenía un rostro delgado, rodillas huesudas, pelo negro y ojos de color verde brillante. Llevaba gafas redondas siempre pegadas con cinta adhesiva, consecuencia de todas las veces que Dudley me había pegado en la nariz. La única cosa que a mí me gustaba de mi apariencia era aquella pequeña cicatriz en la frente, con la forma de un relámpago, se me hacía muy curiosa y única. La tenía desde que podía acordarme, y lo primero que recordaba haber preguntado a mi tía Petunia era cómo me la había hecho.
En el accidente de coche donde tus padres murieron -había dicho-. Y no hagas preguntas.
"No hagas preguntas": ésa era la primera regla que se debía observar si se quería vivir una vida tranquila con los Dursley.
Tío Vernon entró a la cocina cuando yo estaba dando la vuelta al tocino.
¡Péinate! -bramó como saludo matinal.
Una vez por semana, tío Vernon miraba por encima de su periódico y gritaba que necesitaba un corte de pelo. Me habían cortado más veces el pelo que al resto de los niños de mi clase todos juntos, pero no servía para nada, pues mi pelo seguía creciendo de aquella manera, por todos lados, siempre me preguntaba si alguien tendría el mismo cabello alborotado que yo.
Estaba friendo los huevos cuando Dudley llegó a la cocina con tía Petunia. Dudley se parecía mucho a tío Vernon. Tenía una cara grande y rosada, poco cuello, ojos pequeños de un tono azul acuoso, y abundante pelo rubio que cubría su cabeza gorda. Tía Petunia decía a menudo que Dudley parecía un angelito. Mientras que yo decía a menudo que Dudley parecía un cerdo con peluca.
Puse sobre la mesa los platos con huevos y beicon, lo que era difícil porque había poco espacio. Entretanto, Dudley contaba sus regalos. Su cara se ensombreció.
Treinta y seis -dijo, mirando a su madre y a su padre - Dos menos que el año pasado.
Querido, no has contado el regalo de tía Marge. Mira, está debajo de este grande de mamá y papá.
Muy bien, treinta y siete entonces -dijo Dudley, poniéndose rojo.
Pude ver venir un gran berrinche de Dudley, así que comencé a comerme el beicon lo más rápido posible, por si volcaba la mesa. Tía Petunia también sintió el peligro, porque dijo rápidamente:
Y vamos a comprarte dos regalos más cuando salgamos hoy. ¿Qué te parece, pichoncito? Dos regalos más. ¿Está todo bien?
Dudley pensó durante un momento. Parecía un trabajo difícil para él. Por último, dijo lentamente:
Entonces tendré treinta y... treinta y...
Treinta y nueve, dulzura -dijo tía Petunia.
Oh -Dudley se dejó caer pesadamente en su silla y agarró el regalo más cercano - Entonces está bien.
Tío Vernon rió entre dientes.
El pequeño tunante quiere que le den lo que vale, igual que su padre. ¡Bravo, Dudley! -dijo, y le revolvió el pelo.
En aquel momento sonó el teléfono y tía Petunia fue a atender, mientras tío Vernon y yo mirábamos a Dudley, que estaba desembalando la bicicleta de carreras, la filmadora, el avión con control remoto, dieciséis juegos nuevos para el ordenador y un vídeo. Estaba rompiendo el envoltorio de un reloj de oro, cuando tía Petunia volvió, enfadada y preocupada a la vez.
Malas noticias, Vernon -dijo-. La señora Figg ha sido hospitalizada. No puede cuidarlo. -Volvió la cabeza en mi dirección.
La boca de Dudley se abrió con horror, pero mi corazón dio un salto. Cada año, el día del cumpleaños de Dudley, mis tíos lo llevaban con uno de sus amigos a pasar el día a un parque de atracciones, a comer hamburguesas o al cine. Cada año, me quedaba con la señora Figg, una anciana loca que vivía a dos manzanas. Yo no podía soportar ir allí. Toda la casa olía a repollo y la señora Figg me hacía mirar las fotos de todos los gatos que había tenido.
¿Y ahora qué hacemos? -preguntó tía Petunia, mirándome con ira, como si yo lo hubiera planeado todo, sí claro. Yo sabía que debería sentir pena por la pierna de la señora Figg, pero no era fácil cuando recordaba que pasaría un año antes de tener que ver otra vez a Tibbles, Snowy, el Señor Paws o Tufty
Podemos llamar a Marge -sugirió tío Vernon.
No seas tonto, Vernon, ella no aguanta al chico.
Los Dursley hablaban a menudo sobre mí de aquella manera, como si no estuviera allí, o más bien como si pensaran que era tan tonto que no podía entenderlos, algo así como un gusano.
¿Y qué me dices de... tu amiga... cómo se llama...Cintia?
Está de vacaciones en Barcelona -respondió enfadada tía Petunia.
Pueden dejarme aquí -sugerí esperanzado. Podría ver lo que quisiera en la televisión, para variar, y tal vez incluso hasta jugaría con el ordenador de Dudley, pero, aun así, había algo que me decía que tenía que no me tenía que quedar...., no ese día...
Tía Petunia me miró como si me hubiera tragado un limón.
¿Y volver y encontrar la casa en ruinas? -rezongó.
No voy a quemar la casa -dije, pero no me escucharon, como de costumbre.
Supongo que podemos llevarlo al zoológico -dijo en voz baja tía Petunia- ...y dejarlo en el coche...
El coche es nuevo, no se quedará allí solo...
Dudley comenzó a llorar a gritos. En realidad no lloraba, hacía años que no lloraba de verdad, pero sabía que, si retorcía la cara y gritaba, su madre le daría cualquier cosa que quisiera.
Mi pequeñito Dudley no llores, mamá no dejará que él te estropee tu día especial -exclamó, abrazándolo.
¡Yo... no... Quiero... que... él venga! -exclamó Dudley entre fingidos sollozos-. ¡Siempre lo estropea todo! -Me hizo una mueca burlona, desde los brazos de su madre.
Justo entonces, sonó el timbre de la puerta.
¡Oh, Dios, ya están aquí! -dijo tía Petunia en tono desesperado y, un momento más tarde, el mejor amigo de Dudley, Mac Pilkis, entró con su madre. Mac era un chico flacucho con cara de rata. Era el que, habitualmente, sujetaba los brazos de los chicos detrás de la espalda mientras Dudley les pegaba. Dudley suspendió su fingido llanto de inmediato.
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Media hora más tarde, yo no podía creer mi suerte, estaba sentado en la parte de atrás del coche de los Dursley, junto con Mac y Dudley, camino al zoológico por primera vez en mi vida. A mis tíos no se les había ocurrido una idea mejor, pero antes de salir tío Vernon me llevó aparte.
Te lo advierto -dijo, acercando su rostro grande y rojo al mío - Te estoy avisando ahora, chico: cualquier cosa rara, lo que sea, y te quedarás en la alacena hasta la Navidad.
No voy a hacer nada -dije- De verdad...
Pero tío Vernon no me creía. Nadie lo hacía.
El problema era que, a menudo, ocurrían cosas extrañas cerca de mi y no conseguía nada con decir a los Dursley que yo no las causaba.
En una ocasión, tía Petunia, cansada de que volviera de la peluquería como si no hubiera ido, agarró unas tijeras de la cocina y me cortó el pelo casi al rape, exceptuando el flequillo, que me dejó «para ocultar la horrible cicatriz».
Dudley se rió como un tonto, burlándose de mí, que pasé la noche sin dormir imaginando lo que pasaría en el colegio al día siguiente, donde ya se reían de mi ropa holgada y mis gafas remendadas. Sin embargo, a la mañana siguiente, descubrí al levantarme que mi pelo estaba exactamente igual que antes de que mi tía lo cortara. Como castigo, me encerraron en la alacena durante una semana, aunque intenté decirles que no podía explicar cómo me había crecido tan deprisa el pelo.
Otra vez, tía Petunia había tratado de meterme dentro de un repugnante jersey viejo de Dudley . Cuanto más intentaba pasármelo por la cabeza, más pequeña se volvía la prenda, hasta que finalmente le habría sentado como un guante a una muñeca, pero no a mí.
Tía Petunia creyó que debía de haberse encogido al lavarlo y, para mi gran alivio, no fui castigado.
Por otra parte, había tenido un problema terrible cuando me encontraron en el techo de la cocina del colegio. El grupo de Dudley me perseguía como de costumbre cuando, tanto para sorpresa mía como la de los demás, me encontré sentado en la chimenea. Los Dursley recibieron una carta amenazadora de la directora del colegio, diciéndoles que yo andaba trepando por los techos del colegio. Pero lo único que trataba de hacer de la fue saltar los grandes cubos que estaban detrás de la puerta de la cocina. Suponía que el viento me había levantado en medio de su salto.
Pero aquel día nada iba a salir mal. Incluso estaba bien pasar el día con Dudley y Mac si eso significaba no tener que estar en el colegio, en mi alacena, o en el salón de la señora Figg, con su olor a repollo.
Mientras conducía, tío Vernon se quejaba a tía Petunia. Le gustaba quejarse de muchas cosas. Harry esto, el ayuntamiento, Harry lo otro, el banco y Harry aquello, eran algunos de sus temas favoritos. Aquella mañana le tocó a los motoristas.
...haciendo ruido como locos esos gamberros -dijo, mientras una moto nos adelantaba.
Tuve un sueño sobre una moto -dije recordando de pronto-. Estaba volando.
Tío Vernon casi chocó con el coche que iba delante del suyo. Se dio la vuelta en el asiento y me gritó:
¡LAS MOTOS NO VUELAN!
Su rostro era como una gigantesca remolacha con bigotes. Dudley y Mac se rieron disimuladamente.
Ya sé que no lo hacen -dije - Fue sólo un sueño.
Pero deseé no haber dicho nada. Si había algo que desagradaba a los Dursley aún más que las preguntas que yo hacía, era que hablara de cualquier cosa que se comportara de forma indebida, no importa que fuera un sueño o un dibujo animado. Parecían pensar que podía llegar a tener ideas peligrosas.
Era un sábado muy soleado y el zoológico estaba repleto de familias. Los Dursley compraron a Dudley y a Mac unos grandes helados de chocolate en la entrada, y luego, como la sonriente señora del puesto me preguntó qué quería antes de que pudiésemos alejarnos, me compraron un polo de limón, que era más barato. Aquello tampoco estaba mal, pensé, chupándolo mientras observábamos a un gorila que se rascaba la cabeza y se parecía notablemente a Dudley, salvo que no era rubio.
Fue la mejor mañana que había pasado en mucho tiempo. Tuve cuidado de andar un poco alejado de los Dursley, para que Dudley y Mac, que comenzaban a aburrirse de los animales cuando se acercaba la hora de comer, no empezaran a practicar su deporte favorito, que era pegarme. Comimos en el restaurante del zoológico, y cuando Dudley tuvo una rabieta porque su bocadillo no era lo suficientemente grande, tío Vernon le compró otro y tuve permiso para terminar el primero.
Más tarde, pensé que debía haber sabido que aquello era demasiado bueno como para durar. Ya que en un instante Dudley estaba tan aburrido que decidió empujarme, y me hizo caer junto a una niña que venía con un señor mayor. La ayudé a levantarse y le dije:
Lo siento, no era mi intención -dije apenado.
No te preocupes, yo no estaba viendo por donde iba -dijo ella y en ese momento levantó la mirada para verme directamente a los ojos, y entonces vi que tenía unos ojos azules, eran preciosos
~*Ese mismo día pero más temprano*~
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