IV: Adamantina
Tardé un rato en reconocer a quien me gritaba que despertara. Después de todo, a su Majestad la princesa Adamantina solo la había presenciado en la lejanía, sentada en gradas o carrozas de desfiles.
No supe cómo había llegado hasta mi cueva, ni por qué se había molestado en buscarme. Lo único que sé con certeza, es que me abrazó nada más abrí los ojos, lo que me dejó muy descolocado.
—¡Menos mal que estás bien! —exclamó, con un alivio que no supe interpretar.
—¿Cómo...? —Tosí; mi boca había empezado a pegarse ya por diminutos cristalitos—. ¿Cómo me ha encontrado, princesa?
—Dejas un rastro tras de ti, es fácil seguirlo —respondió, como si fuera lo más normal del mundo; no parecía haberse detenido a pensar en lo rara que resultaba la situación.
—¿Y por qué ha decidido usted seguirlo? —pregunté, sin poder creerme la realidad que vivía.
—¿Y por qué no? —contestó ella, simple pero cortante—. ¿Por qué iba a dejar que el mejor artista del reino se cristalizase aquí abajo?
Aquello sí que me dejó patidifuso. ¿Artista?
—¿Artista? —incluso la palabra, dicha en voz alta, parecía carecer de relación conmigo. ¿De dónde había sacado que yo tenía madera de artista? Habrá pasado una temporada en algún museo francés, puesto que había perdido la cabeza como Luis XVI y María Antonieta.
Ella dijo que le siguiera, en un tono tan elegante como contundente. Era una orden directa, estaba claro que no podía ignorarla ni aunque quisiera, así que arrastré mis pies túnel arriba, siempre tras la estela de su vestido.
Me sorprendí al entrar en la gruta de la pruebas de nuevo. Sin embargo, no pude martirizarme por mi fracaso tanto como me merecía, pues Adamantina me guiaba al balcón de la familia real. Trastabillé hasta ella.
—Mira —ordenó con una sonrisa.
Me asomé. Al principio no notaba nada; sin embargo, de tanto fijarme, pude distinguir nubes, montañas, árboles... un bello paisaje, plasmado por un trazo gris. Observé mis manos, el rastro que dejaba tras de mí y comprendí.
—Eso... ¿eso lo he hecho yo? —me temblaba la voz, las manos, las piernas... Parecía que me fuera a romper; no obstante, ahora tenía una razón por la que mantenerme entero.
—Te quiero en la cueva real mañana; siempre he pensado que necesita un mural —proclamó ella, confirmando mis sospechas. Se giró hacia sus aposentos; no obstante, antes de dejarme, se volvió, sonriente, y me guiñó el ojo—. Buenas noches, artista.
Esas palabras las guardé en el centro de mi ser, convirtiéndose en el motor de todo lo que fui después. Porque sí: fui mejor, y seguí siendo yo.
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