III: Diana
Guille iba a enfadarse en serio. ¡Le había hecho salirse del margen! Mi pulgar se había transformado en un globo deshinchado gracias a la visitante desconocida. Se giró, concentrando todo su odio en la mirada.
Sin embargo, el chico no logró ni articular media palabra; se quedó totalmente patidifuso el pobre. ¿Qué le vamos a hacer? El niño había reconocido a la chica sentada a su lado.
Diana no era ni la más popular ni la más inteligente. Digamos que era normalita, de esas a las que eligen cuarta o quinta para el balón prisionero. De esas que suelen pasar desapercibidas en la marabunta de niños que inundan las aulas.
No obstante, eso es a los ojos de un tercero (o sea, un servidor); los de Guille no son así, ellos la ven de manera distinta. Guille admiraba su sonrisa sin paletas, como de brujilla; si algún día se despistaba, podía encontrarse a sí mismo observando el bamboleo de sus trenzas. Algún día, quería pedirle que le enseñara a reír tanto, que él no lo recordaba. En resumen, el niño le tenía un gran aprecio, de esos anhelos del corazón silenciados por la vergüenza.
Ella, por su parte, había visto a Guille bajo el sauce y, movida por la curiosidad, se había acercado. No recordaba haber mantenido una conversación decente con el niño del polo rojo y los ojos tristes, así que, muy en el fondo, le cohibía lo que iba a hacer. Sin embargo, ¡de veras quería ver lo que dibujaba en ese cuaderno! Le había picado el gusanillo de la curiosidad y le iba a hacer caso omiso a la lápida del gato. Con su sonrisa de bruja por delante, preguntó:
—¿Me dejas ver, por fa plis?
Guille se lo pensó un largo rato, de esos que precisan más letras en el adjetivo; algo así como "laaaaargo". Una cosa era no recriminarle el error que le había hecho cometer y otra muy distinta, dejarle ver su cuaderno a una cuasi desconocida. Lo escrito ahí era... ¿cómo decirlo? ¿"Secreto"? ¿"Personal"? Algo así, no sabía explicarlo ni en su cabeza.
Aún así, Diana, la mismísima Diana, se había interesado por él. No quería decepcionarla, y tampoco se lo había pedido de forma brusca. Solo quería echar un vistazo.
Se quedó ahí, con el cuaderno de tapas verdes suspendido en el aire, sopesando las posibilidades. Diana, que no notó lo pensativo del rostro del chico, supuso que se lo estaba ofreciendo, así que finalizó el recorrido.
Leyó con lentitud el relato que él me dedicó, sintiéndose mal por mí a cada palabra. Al llegar al punto final, negó con la cabeza.
—¡Esto no puede terminar así! —con una mano rápida, recogió el lápiz y se dispuso a cambiar mi historia. A darle un nuevo final a este pobre desgraciado.
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