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II: Guille

Guille cerró su cuaderno en sincronía con el timbre del aula, el cuál marcaba el comienzo del recreo. Como en cada asignatura, se le había pasado la hora entre garabatos y letras. El profesor nunca se daba cuenta, o se desentendía del tema; después de todo, ya había perdido la esperanza de meterle la tabla de multiplicar en esa cabeza cuentista. Y eso que él siempre tenía la oreja puesta en las explicaciones, como aquel día.

A sus ocho años, el niño no sabía que lo que acababa de escribir era un "suicidio", ese tema tabú que provocaba silencio en presencia de su madre. Según él, solo había aplicado un concepto que la maestra explicó en Naturales a su propia situación.

Si nos paramos a pensarlo, Guille y yo teníamos mucho en común: ambos éramos unos debiluchos y nadie contaba con nosotros. Además, desde que el padre de Guille no aparecía por casa, desde hará unos meses, al chico también le faltaba esa apreciación exterior que yo buscaba con tanto ahínco en el ejército. Ya claro, su madre estaba ahí; sin embargo, en palabras del propio Guille: "Mamá no da abasto para enorgullecerse de todos, y el resto parece necesitarlo más que yo siempre". Y luego el que se queja soy yo.

El niño se sentó bajo las ramas de un viejo sauce y volvió a abrir su cuaderno. Posó sus ojos en el cielo encapotado, en la amenaza de lluvia, para decidir cómo continuar.

No, mi historia estaba terminada, o eso pensó; lo le faltaba era soporte visual, alguna ilustración.

Y es que la imaginación de Guille no permanecía anclada en las letras; los bocetos que dibujaba eran la prueba. La verdad es que no eran nada del otro mundo, por ahora al menos; no obstante, nadie nace sabiendo y el niño se esmeraba en todos sus trazos.

Con suma delicadeza, dio vida a mis ojillos llorosos, negros como el ónice, a mis extremidades huesudas y a mi piel del tono de la mina del lápiz. Me dibujó un casquito, como si me hubieran otorgado alguno tras el ridículo que hice, y se dispuso a hacer "lo más complicado", según él: las manos.

Tal era su concentración, que no notó a la que se había sentado a su lado hasta que ella rozó su hombro, en pos de llamar su atención. Aquel fue el momento exacto en el que el cambio dio comienzo.

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