[Capítulo 4]
Conforme empezamos a aproximarnos a la ciudad, comencé a sentirme un poco más despierto y me puse analítico acerca de la lista de sucesos hasta ahora.
Acto 1: Caleb me había llevado a la cena navideña de su familia para que lo odiaran más de lo que ya lo hacían (no podía dejar de mencionar eso en mi mente).
Acto 2: Al parecer, yo era un mago... y en un intento desesperado por irme de la casa de Caleb, había terminado en un mundo de los tantos que existían y de los que no tenía idea hasta ahora.
Acto 3: Necesitábamos obtener otra Esfera de los Deseos para regresar a nuestro mundo.
Y para eso necesitábamos información.
Me dolía la cabeza.
El sol aún era intenso y encandilaba mi vista como antes. Sentía una punzada en mis retinas y estaba seguro de que mi dolor de cabeza se debía al hambre y el sueño. Mi cuerpo estaba gritándome que no debía estar aquí... que debía estar hundido en un montón de cobijas con la luna sobre el cielo y un plato de pollo en mis manos. Suspiré ruidosamente y pasé mi puño por mi rostro. Hastiados. Muerto de hambre. Quería dormir.
La hierba empezó a hacerse más baja al avanzar hacia la ciudad. Dejó de hacerme cosquillas en las pantorrillas y la tierra se volvió más húmeda. Pronto descubrí que estaba arrastrando mis pies sobre lodo. Mi rostro esbozó una mueca de disgusto y me esforcé por alzar los pies.
Al levantar la cabeza, descubrí que seguíamos algo lejos de la ciudad. Bostecé.
—¿Cómo podremos ganar la cantidad de dinero necesaria para comprar la esfera? —inquirí, decidiendo que lo mejor era hablar para evitar que el sueño se apropiara con mayor fuerza de mí.
Caleb apretó los labios en una fina línea recta y chasqueó la lengua.
—No lo sé —soltó luego de aparentar estar pensando en una gran y mágica solución que nos sacara de aquí lo antes posible.
—Tengo un examen dentro de una semana —murmuré—, tenemos que volver antes de eso... Ya me fui a extraordinario. Odiaría tener que pagar otro examen.
—Pensaba que eras un buen estudiante. —Caleb no parecía interesado en el tema, pero también estaba empeñado en hablar para rellenar los huecos que dejaba el silencio. Al final de cuentas, solo estábamos él y yo contra un mundo que no conocíamos y que bien podría estar lleno de psicópatas. No podíamos odiarnos a muerte y, aunque yo tenía motivos de sobra para odiarlo, se volvería extenuante estar como perros y gatos todo el viaje.
Teníamos que darnos una oportunidad de tolerarnos.
—¿Qué te dio esa impresión de mí? —cuestioné, frunciendo las cejas. Había entrado a una carrera que no quería para largarme de casa... Realmente no hacía el mejor de mis esfuerzos en las clases y, siendo honesto, solo sobrevivía para sacar mi título y largarme a ser sobreexplotado en el mundo laboral. Y luego tener una vida miserable hasta que ya no pudiera más y me muriera.
—No estoy seguro... Los lentes, ese aire distraído, esos suéteres feos que usas. Luces exactamente como esas ratas de biblioteca que se la pasan el día entero estudiando.
Me ofendí.
Olvídenlo. No podía llevarme bien con Caleb. Tensé la mandíbula y puse los ojos en blanco.
—Yo también me equivoqué contigo —atiné a decir—, pensaba que estarías fuera del estereotipo de idiota con músculos que no piensa en nadie más que en sí mismo... Pero, oh, no solo eres eso, sino también te las arreglas para incluir el cliché del niño rico. En serio, ¿no te cansas de ti mismo?
Caleb apretó los puños. Su rostro denotaba seriedad y fastidio.
—Bien —musitó—. Mejor no nos hablemos. Hay que limitarnos a encontrar una manera de conseguir el dinero y ya está...
—Concuerdo —suspiré.
Entre menos interacción tuviéramos, sería mejor. No aguardaba por el momento en que consiguiéramos esa esfera y volviéramos a nuestro mundo. Entonces él podría irse por su lado y yo por el mío.
No tendríamos por qué volver a vernos.
Afortunadamente, pensar en esto volvió ameno y rápido el resto del camino. Las ramas bajas y los golpes que me daba contra ellas desparecieron y el lodo bajo mis pies se volvió tierra seca. Entonces desembocamos en un prado sin árboles y nos giramos hacia la carretera que había a nuestro costado. Caminamos por ahí y apresuramos el paso tras ver que la ciudad nos quedaba a tan solo unos metros de distancia.
La ciudad no tenía una muralla como siempre había visto en las películas, sino un alto umbral hecho de troncos de árbol que sostenía un letrero por encima que anunciaba "BIENVENIDOS A SKYWALL", que estaba un tanto desgastado y parecía haber sido tallado a mano. A partir del umbral se extendían un montón de casas enormes y que daban la sensación de estar en una película con un soundtrack contry. Parpadeé varias veces y tragué saliva.
Al cruzar el letrero, sentí que estábamos dando un paso sin vuelta atrás. Como ese punto de inflexión donde el protagonista se da cuenta de que, a partir de ahora, no le quedará de otra que seguir adelante. Me retorcí y crují los dedos con visible deje de ansiedad, mordiéndome el labio inferior y mirando lo que me rodeaba.
El asfalto del sendero seguía hacia adelante trazando diferentes caminos en dirección a las casas, las cuales eran tan grandes como la de Caleb; solo que con una fachada más hospitalaria y que no te daba la sensación de que los habitantes tenían la cara larga y llena de odio. Observé unas carretas simples y de madera afuera de los pórticos de las casas, así como unos cuantos caballos y vacas que pastoreaban a lo lejos, dentro de establos y rebaños. Me sentía como si estuviera visitando la granja de mi tío, a quien habíamos dejado de frecuentar cuanto yo tenía nueve años e intentó matar a tiros a mi padre.
Lindos recuerdos familiares.
Sacudí la cabeza y miré hacia el cielo, viendo que estaba despejado como antes y que me irritaba la vista por lo caluroso que era. Eso explicaba por qué me sentía más ciego y miope de lo usual.
Me pregunté de forma vaga si acaso se debía a que este era otro mundo... Tal vez mi cuerpo no estaba acostumbrado a este clima.
Y eso era decir mucho de alguien que vivía en la gran ciudad, habituado a las altas temperaturas que alcanzaba nuestro mundo contaminado y jodido.
Dejé de divagar cuando Caleb frenó el paso de la nada.
—¿A dónde estamos yendo? —cuestionó, alzando las cejas y mirándome. Yo me le quedé viendo con cara de pocos amigos.
—¿Yo qué voy a saber? —contesté.
—Necesitamos un plan.
—¿Apenas lo notas?
Caleb se molestó, aunque se limitó a dibujar una sonrisa tensa.
—Estoy tomando en cuenta tu opinión para que no digas que te estoy arrastrando conmigo —respondió cortante—. ¿Qué deberíamos hacer...? ¿Buscamos información aquí o seguimos adelante, asumiendo que hay algo más allá de esto?
Lo pensé por unos momentos. Una parte de mí no quería quedarse aquí, porque me ponía inquieto recordar la granja de mi tío... Sin embargo, sentía mis pies adoloridos y mi garganta seca.
Quería descansar.
—Preguntemos aquí —dije—. Vagamos un rato y si hallamos un pozo del cual tomar agua, pues mejor. Siento que estoy por desmayarme.
—En serio eres patético.
Decidí sabiamente no contestar.
Seguimos caminando, esta vez enfocados en encontrar personas con las cuales pudiéramos comunicarnos y a quienes sacarles información sobre este mundo. Pasamos las primeras casas sin señal de vida... parecía que todos o estaban en otro sitio, o estaban dentro de sus casas ventilándose. Llegó un momento en que me quité la chaqueta y acabé atándola a mi cintura. De verdad el calor comenzaba a ponerse insoportable.
Y luego hallamos a un par de niños jugando en medio de la carretera. Tenían gises y estaban haciendo dibujos sobre el asfalto. Eran entre ocho o nueve. Todos ellos llevaban vestimentas de campo, con pantalones cortos, camisas blancas u overoles. Tenían sonrisas de oreja a oreja y se empujaban entre sí a carcajadas.
Nos acercamos a ellos con lentitud y cautela.
—¿Qué saben acerca de este mundo? —Caleb resultó que no tenía tacto. Los niños detuvieron su juego y se le quedaron viendo perplejos.
Ninguno dijo nada.
Miré a Caleb con enfado y, cambiando la cara, me puse en cuclillas para estar a la altura de los niños y sonreí. De acuerdo, en realidad detestaba los niños... Me parecían ruidosos y desesperantes cuando hacían caprichos. Sin embargo, entre Caleb y yo, tal parecía que era mejor que yo hablara con ellos.
—¿Qué están dibujando? —pregunté, decidiendo que lo mejor era llamarles la atención antes de hacerles preguntas. Uno de los niños, que parecía ser el mayor (con nueve años aproximadamente), señaló el asfalto.
—Son las vacas —explicó el niño, como si fuese obvio. Al ver su dibujo, finalmente le hallé forma a las manchas blancas y negras y le di la razón en silencio—. ¿Son extranjeros?
Asentí con la cabeza. Me alegraba que, con esto, al menos ya estábamos seguros de que hablaban nuestro idioma (en caso de que no hubiese quedado claro con el cartel de bienvenida).
—Sí, venimos de muy lejos —contesté, pasándome una mano por la frente al percibir que empezaba a sudar. Puaj. Odiaba el sudor. Pese a ello, me esforcé por mantener una sonrisa—, ¿pueden decirnos en dónde estamos?
Los niños se miraron entre sí.
—Esta es la hectárea del abuelo —dijo una niña de coletas castañas y pestañas largas—. ¿Quieren ir con él?
—¿Queremos? —pregunté hacia Caleb.
Él se encogió de hombros.
—No veo por qué no —decidió—, igual solo estamos de paso... Y seguro su abuelo nos da mejores respuestas que ellos.
La niña, por suerte, no se tomó el comentario personal y se incorporó. Los demás niños la imitaron y, junto al primero que había hablado, lideró el grupo.
Entonces empecé a sentirme mal.
Mi sudor se sintió frío y parpadeé con fuerza. El corazón empezó a latirme con una aterradora fuerza y mis tripas se voltearon. Mi vista se tornó un tanto borrosa y oscura, apenas contuve el impulso de vomitar.
Y luego me desmayé.
Solo hubo una gran y densa oscuridad antes de que despertara.
No tenía idea de qué había sucedido.
Me encontraba en una sala apagada y en la que se filtraba la tenue luz del sol. Estaba recostado sobre un sofá con mis ojos puestos en las vigas que sostenían el techo sobre mi cabeza. Fruncí las cejas y tragué saliva, sintiéndome terriblemente sediento y mareado.
Me incorporé con dificultad sobre el sofá y de inmediato me arrepentí cuando el mareo se intensificó. Por fortuna, no tenía nada en el estómago para vomitar, aunque eso no evitó que mi cuerpo lo intentase. Me llevé una mano a la boca y la otra a mi frente.
En verdad me sentía fatal.
—¿Quién se desmaya por un golpe de calor? En serio. —La voz de Caleb me hizo girar el cuello hacia la izquierda. Él estaba de pie y con la espalda apoyada contra una columna de madera. Tenía la frente arrugada y, detrás de él, yacía un comedor. La mesa redonda sostenía un mantel blanco y con costuras. Había un armario con platos de cerámica más atrás y, al fondo, se hallaba lo que debía ser el cuarto de cocina.
Me distraje observando estos detalles que se me olvidó momentáneamente lo que Caleb me había dicho, y luego reaccioné.
—¿Golpe de calor? —repetí. Y el sonrojo inundó mi rostro. Mierda.
Solo me había sucedido dos veces en mi vida. Una vez cuando tenía cuatro años y que no recordaba; y la otra a los catorce durante una ceremonia escolar.
Me cubrí el rostro de vergüenza y gemí de frustración.
—Me ayudaron a traerte hasta aquí —explicó Caleb, luego se acercó sonriendo—. Hazte el enfermo cuando regrese el abuelo de la niña, que también resulta ser el líder del pueblo... Nos dejará quedarnos gratis mientras finjas que estás muriéndote, ¿entiendes?
Estaba aturdido, pero aun así asentí con la cabeza.
Sabía que estaba mal... Mas realmente no me importó. Si podíamos descansar, bien por nosotros.
Daba igual que tuviera que sobreactuar un poco.
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