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Goldgog: Un deseo lo cambia todo.

                 

El portador del largo abrigo de cuero asomó sus dedos por el bolsillo del hombre que caminaba junto a él. El nuevo donador sin intensión a su causa era un aristócrata bien conocido en la ciudad de Viejo Goldgog. Antes, hace más de diez años, el honorable Lord Van Blauw fue amigo del padre del encapuchado, mas se desentendió de la familia luego de la tragedia. Ya era hora de que pagara una pizca de su deuda con Dimitri y eso fue lo que hizo inconscientemente cuando le robó su billetera.

            Guardó el rectángulo metálico y con la mano libre tocó el hombro de su víctima. A diferencia de los que compartían su ilícita actividad, él prefería hacer contacto. Un corto intercambio de amables palabras o un gesto aparentemente desinteresado disipaba cualquier sospecha.

            El consejero del rey se detuvo y posó sus ojos verdes en la persona que lo hacía perder su valioso tiempo—. ¿Qué quieres? —espetó.

            El hombre mayor, que alardeaba su fortuna con su gran panza, se quedó todos esos años con la cara de niño del hijo de su amigo en mente. No reconoció al joven que una vez halagó por su inteligencia con esa barba y cabello descuidado.

Dimitri sonrió satisfecho—. Lo lamento, señor. Quería decirle que se le cayó esta llave y felicitarlo por su trabajo con el rey. —Le tendió el segundo objeto que tomó del bolsillo de Van Blauw.

A Alfred se le suavizó el enojo ante la acción honesta del extraño—. Gracias.

«A usted», pensó mientras asentía y se alejaba para doblar en la esquina opuesta.

Ajustó la capucha más cerca de su rostro cuando las ligeras gotas de lluvia comenzaron a caer. Se mezclaron con el humo contaminante del ambiente y las calles estrechas no tardaron en vaciarse. Continuó su camino hacia el borde de la ciudad. El resonar del agua impactando contra el metal retumbó en sus oídos.

Llegó a un puente que se construyó mucho antes de que el primer Nasnarin pisara esas tierras. Tenía algunos tablones sueltos y otros caídos que descansaban en el fondo del río seco. Debido a los más de treinta años que llevaba transitando por ahí, sabía a la perfección por dónde era seguro pasar y por dónde no.

Lo cruzó y quedó cara a cara con la edificación de varios pisos que seguía perteneciendo a su familia después de dos siglos. Era una estructura de madera y piedra con cuatro torres alargadas unidas entre sí por el piso base. Se trataba de una propiedad vieja en el medio de un numeroso grupo de árboles con un deteriorado aspecto.

No había dinero para darle el mantenimiento que merecía a la casa. Las deudas que se volvieron responsabilidad de Dimitri desde la desaparición de su padre apenas le dejaban algo para comer.

Giró la cerradura de la puerta con pintura desgastada. Nunca le ponía llave porque ya no existía nada de valor allí, únicamente los recuerdos de un hogar amoroso que se destruyó hace una década.

Cerró el pedazo de madera con un empujón de su bota y fue a colgar su abrigo mojado. Al quitárselo lo sacudió con descuido, quebrando el silencio de la soledad. Un silencio que no tardó en ser acompañado por unas pisadas provenientes de encima de su cabeza.

—¿Almyra? —preguntó mientras agarraba la billetera y la colocaba en el comedor.

—Sí —respondió su amiga de la infancia—. Me estoy vistiendo. Ya bajo.

—Creí que te habías ido —murmuró Dimitri.

Encendió algunas lámparas de aceite. Puso una cerca de su nueva adquisición y fue por las herramientas de su padre. Examinó el artefacto en sus manos, buscando una manera de violar su mecanismo.

La madera podrida de las escaleras frente a él crujió con el peso de la pelirroja, mas Dimitri estaba concentrado en su labor. Su hermana Julie fue quien heredó el ingenio de Edmund Nasnarin para las máquinas. En el mundo en el que vivía, con artilugios sofisticados y dependientes del carbón y el vapor, no poseer aquella habilidad lo convertía en un cabo suelto para la sociedad, donde el índice de desempleo por la sobrepoblación lo orilló a hacer lo necesario por subsistir.

—¿De dónde has sacado eso? —interrogó la mujer arrebatándole el objeto—. ¡No me digas que se lo quitaste a Alfred Van Blauw!

Dimitri suspiró extendiendo su mano—. ¿No deberías estar en la tienda ayudando a tu padre? Devuélvemelo.

Almyra entrecerró los ojos apegando la billetera contra la tela de su blanca camisa manga larga, ajustada a su cuerpo por un corsé marrón—. ¿No pedirás mi ayuda?

—La otra vez dejaste bien claro que no me ayudarías más.

—La última vez estaba molesta.

—¿Porque le robé dinero a tu pretendiente?

—Sí —replicó colocando otra vez el rectángulo con cerradura inquebrantable en la mesa—. Y porque le rompiste la nariz cuando me besó. Tú y yo tenemos sexo a veces, pero no tienes por qué andar golpeando a mis posibles esposos.

—¿Me ayudarás? —cuestionó él ignorando las últimas dos oraciones que salieron de su boca. No estaba de humor para pensar en su complicada relación con Almyra.

—¿Para qué quieres el dinero? Ya pagaste tu cuota mensual.

Dimitri frunció los labios, dudando en contarle el motivo. Luego de un momento terminó por ceder, ya que ella era lo más cercano a un familiar que tenía. Sacó un cilindro de su pantalón y se lo dio—. Este fin de semana es la justa real, con el dinero pagaré el monto de ingreso.

La chica oprimió el botón del cilindro dorado y removió la tapa para tomar el papel en su interior. Leyó en silencio el comunicado que el hombre del que estaba enamorada obtuvo en la plaza. Después regresó la hoja a su sitio y se lo devolvió.

Almyra entrelazó los brazos y reflexionó un momento con la mirada fija en sus zapatos de tacón. Sabía por qué él quería participar: utilizar el deseo especial para pedir los medios para buscar  a su familia en el bosque que se los tragó sin dejar rastro.

—¿Viste la llave?

Dimitri asintió.

—¿Era plateada y cilíndrica con dos paletas?

—Eh... sí.

Almyra sonrió—. Entonces será sencillo. El señor Van Blauw la semana pasada le pidió a papá un cambio de llave. Y como sabes, papá siempre conserva una copia de cada trabajo por si acaso. —Se acercó para depositar un breve beso en sus labios—. Iré rápido a la tienda y vuelvo.

***

Se quitó sus anteojos de aviador y los dejó sobre la mesa de trabajo. Había trabajado por varias semanas en un nuevo reloj que revolucionaria la historia de este pequeño pueblo. Su padre estaría orgulloso de ver en lo que se convirtió.

En su última hora de trabajo, alguien entró a la tienda para comprar un reloj. Se sabía que sus artefactos eran los mejores, además que duraban lo suficiente. Ese era su lema, "si no dura toda la vida, le devolvemos su dinero". El negocio iba bien gracias a que cada seis meses sacaba un nuevo modelo y todos querían cambiar el viejo.

Como era costumbre, el cliente quedaba impresionado con algún reloj y lo compraba sin dudar.

—¿Cuánto por este reloj? —habló de repente el hombre. A los ojos de Adeline parecía tener mucho dinero, podría cobrarle un poco más, pero su corazón no le permitía ser deshonesta.

—Este encantador reloj de bolsillo tiene un valor de cuatro chelines, señor.

—Interesante, ¿está segura que la batería dura lo suficiente?

—Completamente, señor. De hecho, si se acaba, puede traerlo y se lo cambiaré por otro mejor. Así somos los Caldwell —dijo alegremente, recordando las mismas palabras que solía decir su padre.

—Entonces me lo llevo. —Dejó el dinero en la mesa—. Quédate con el resto. Eres una joven muy amable.

Adeline miró al hombre maravillada, realmente no se lo esperaba. Necesitaba ahorrar para un proyecto que tenía en mente desde hacía muchos meses.

Le dejó diez chelines, a pesar que el reloj costaba cuatro. Ella no tenía que preocuparse por pagar renta, ya que el lugar le pertenecía por completo. Lo único que debía pagar eran los impuestos cada seis meses.

Fue por un momento a guardar el dinero y al regresar se dio cuenta que el buen hombre había dejado un cilindro dorado en su mesa. Lo tomó lo más rápido que pudo y salió corriendo para encontrarlo, pero era demasiado tarde.

Al llegar a la tienda, cansada por correr varias calles tratando de hallar a la persona que olvidó dicho objeto, sintió curiosidad.

Antes de abrirlo, descubrió la miraban desde el exterior de la tienda. Dejó el cilindro en la mesa y se acercó a la ventana. Miró de lado a lado buscando quién podría ser la persona que la observaba.

Dio un suspiro largo y pesado, moviendo las cortinas. Cambió el cartel de abierto a cerrado y le puso llave a la puerta. Había creado, incluso, una cerradura ella misma con la que estaría totalmente protegida.

Se quitó inmediatamente el delantal y el corsé de cuero que llevaba siempre mientras trabajaba. Decidió quedarse solo con la blusa manga larga que llevaba debajo. Regresó su atención al artefacto. ¿Invadiría su privacidad al abrirlo?

No pudo más y destapó el cilindro. Leyó el papel que tenía dentro. Sus ojos se abrieron de par en par al procesar lo que decía. ¿Cómo olvidarlo? Era tiempo de la justa real en Goldgog. Este año la entrada le costaría casi todo lo que poseía en ahorros, pero estaba decidida a correr el riesgo, el premio sería un deseo de parte del rey.

Esperó por esto mucho tiempo y sabía perfectamente cuál sería su deseo. La pieza final de su gran proyecto, y por fin iniciaba a volverse realidad. Todo lo hacía por su padre, el único hombre que había amado en sus veintiséis años de vida.

Desde su partida, estuvo con su madre hasta que ésta se casó de nuevo. El dolor de ver que no le importaba la muerte de su padre, la llevó a irse de casa y seguir con el negocio de los relojes. Había durado muchos meses cerrado, pero Adeline le dio vida de nuevo. Y desde aquel entonces no ha vuelto a la casa de su madre, y tampoco planeaba hacerlo.

***

Nies Whiterchild soltó un suspiro quejumbroso, luego de que Adeline cerrara las cortinas y mandando al diablo su oportunidad de deleitarse con su gratil belleza. El mejor herrero de viejo Goldgog, en su metro setenta y nueve, un hombre de gran fuerza y agilidad con sus manos a la hora de fundir, doblar y ejercer su fuerza sobre cualquier metal, pero incapaz de acercarse hablar más de dos palabras con la pequeña y explosiva relojera.

—Me voy a morir y nunca veré el día en que le hables a la joven Caldwell.

Avergonzado miró a la adusta duquesa de Chilingworth, su fuente de dinero directo. La vieja mujer siempre iba para que le realizara ajustes o reforzara su silla de ruedas.

Sonriendo por lo vergonzoso de su situación le respondió—. Su excelencia. —Nies hizo una amplia reverencia sin desviar sus ojos ámbar de la duquesa—. Me temo que por como soplan los vientos, así será. —Entrando nuevamente a su lugar de trabajo, sostuvo la puerta para que la sofisticada matrona entrara—. Olvidemos que soy tan transparente que usted me agarró infraganti y dígame, ¿en qué puedo ayudarla?

Nies en la edad de treinta y un años, con más de quince años huérfano, se había encargado de cuidar el negocio que ha sido de su familia durante largas generaciones. Lamentablemente la buena disposición de él para ayudar al más necesitado, dejar sus necesidades en últimas estancia, lo habían llevado al punto de acumular grandes deudas.

Su ingreso de dinero no era suficiente para pagar lo que en lo largo de los meses se le fue acumulando, eso sin contar las nuevas deudas que se acumulaban cada vez en sus narices. Debía buscar pronto una solución, sobre todo si tenía pensado construir su proyecto de vida, lo único que deseaba crear desde hace más de cinco años.

—Entonces, ¿este modelo no me hará caer como el anterior?

—De ninguna manera, ese adefesio que usted poseía pasó a la historia, debo reconocer que el modelo a simple vista es atractivo, pero la creación del señor Wilson no se compara con mi trabajo. —Con una sonrisa fácil, le lanzó la puya a la duquesa—. Eso usted lo sabía, claro. Usted prefirió sus servicios porque su trabajo es más "bonito" que los míos.

—Macho presuntuoso —murmuró más para ella misma que para él—. Tienes razón, ¿contento? Me dejé guiar por la portada de su trabajo, no volveré a cambiar de herrero. Pero fue una emergencia, ni siquiera usted se encontraba en la ciudad. —Una sonrisa desdeñosa surcó su rostro y alzando su nariz ordenó—. Ahora lléveme a mi nueva silla.

El contraste del cuerpo ya maltrecho por los años de la vieja mujer y el fibroso, bronceado cuerpo de Nies cuando la tuvo en sus brazos para dejarla en su nueva posesión, fue simplemente increíble. Agradecida le dio unas palmaditas en su cabeza, alborotando un poco su cabello rubio arenoso.

—Muchas gracias, Nies. Eres igual de noble que tu padre y estaría orgulloso del hombre que eres hoy en día. —De su abrigo sacó una pequeña bolsa de terciopelo algo pesada—. Tu recompensa y también he creído que esto te puede servir más a ti que a mí. —Un cilindro dorado—. Pronto anunciarán las cruzadas doradas y una vieja pasa como yo no podría participar en algo así, pero quizás tú puedas sacarle más provecho.

—¿Las cruzadas? —Whiterchild miró absorto el cilindro dorado—. Pero no han anunciado nada, hasta donde lo tengo entendido.

—A nosotros los nobles, nos informan de este evento mucho antes que a ustedes. No soy muy fanática del rey y sus lacayos, pero aun en mi posición, no puedo oponerme a dichoso salvajismo. —Lo miró a los ojos—. Pero tú, seguro te gustaría tener información adicional antes de que sea anunciada la fecha del evento en dos semanas, para sacarle mejor provecho. ¿No crees?

La duquesa de Chilingworth no esperó a que él le respondiera, Nies se quedó leyendo varias veces el contenido del cilindro. Era una gran oportunidad para solucionar sus problemas, una gran apuesta, peligrosa pero a la vez apetitosa. Era arriesgarse o no, y el que no arriesga no gana. El tenía pensado ganar.

***

A veces la vida le parecía extremadamente caprichosa al momento de entregar oportunidades.  En ciertas ocasiones, como la presente, se enfrascaba en seleccionar a pequeños y egoístas soñadores que iban por un premio que satisficiera sus intereses, en vez de elegir a un único ente que a largo plazo solucionaría o aliviaría dichas exigencias, así como también la de muchos otros. Ahí, detrás del cubo de basura que la ocultaba de la  vista de la duquesa Chilingworth y de su posible amante, un joven herrero de buen ver, no pudo evitar decepcionarse una vez más. ¿Pero cómo no hacerlo? Aquél era otro acto más de inutilidad del universo.

Otro cilindro fue entregado antes de que ella pudiese intervenir.

Enojada, frustrada y ligeramente preocupada, empezó a salir de su escondite con la docilidad de una doncella de alta cuna. Sus botas de suela metálica relucían con cada paso. Ella, a diferencia de las demás señoritas, prefería un corte menor en la falda para poder enseñar lo que consideraba un arma. Además otorgarle un recurso extra al defenderse, gracias a aquél par tenía la altura que la genética le robó. Por lo tanto consideraba que merecían cierto mérito a la hora de que alguien más, quizás del sexo contrario, evaluara su apariencia.  A veces, sin embargo, desearía ser tan sencilla que nadie se percatara de su presencia, le dirigiese la palabra y mucho menos se obsesionara con su belleza de grandes ojos grises, curvas pronunciadas y cabello castaño.

—¿Lord Rolling? —Tan solo pronunciar el nombre de su último recurso le revolvió el estómago. Lamentablemente aquél había sido el último cilindro del cuál la informó su contacto en la corte real, amigo íntimo de con quién se iba a encontrar en breve—. ¿Se encuentra Lord Rolling en casa? —Tocó suavemente el cristal de la caseta de vigilancia cuando se dio cuenta de que el vigilante roncaba bajo la boina de su uniforme—. ¿Disculpe?

—Eh, eh, eh... ¡Señorita! —Se exaltó al despertar—. ¿Viene a ver al Lord?

—Sí. —Sacó pecho. Se suponía que era una más de los bailes, una más en su cama, una más en las cenas de gala. Ningún otro conocía su nombre, no el real, así que debía actuar como tal—. ¿Está? Si no se encuentra, no me molestaría esperar en la sala. —Le guiñó—. Si me vuelven a atender como una princesa, dándome esos deliciosos postres que a su señor tanto le gustan, yo no tendría ni el más mínimo problema. —Ladeó la cabeza, permitiendo que un rizo cayera conveniente y casualmente sobre su mejilla—. Estoy hambrienta.

Un carraspeo la hizo darse la vuelta—. Espero que sí.

Se sonrojó—. Lord Rolling.

—Amor... —Él se aseguró de que su identidad, falsa o no, estuviera a salvo bajo su actitud melosa mientras la abrazaba y besaba sus mejillas—. Tengo tanto tiempo sin verte, ¿por qué no pasas?

Por más que lo intentó, Berenice no consiguió retener el impulso de alzarse—. ¿Por qué no me respeta un poco, Lord Rolling? Al igual que el amor, es gratis. —Empezó a caminar en dirección a la mansión de mármol, hierro y toques de oro. Él la siguió ondeando la cola de su excéntrico traje gris. No bajó el ritmo pese a sus llamados hasta que terminaron en su estudio. Los libros, como siempre que entraba allí, la llamaron. Pasó los dedos por sus cubiertas, pero no fue hasta que se toparon con una escultura metálica que los detuvo—. Como también lo son la solidaridad, la vergüenza, la empatía y...

Sus labios, presionados por los del rubio, detuvieron su sermón. No pudo hacer nada, gritar o quejarse, porque sus sirvientes inmediatamente vendrían y, por más mínimo, un cabo suelto tan pequeño podría ser el inicio del fin de su fachada. Es decir, ¿qué joven sin esposo no desearía retozar entre los brazos de aquél príncipe de las fantasías femeninas? Si lo tenía todo: el buen cuerpo, el lindo cabello, el dinero, el encanto, el ingenio, la posición. Y por más frío y voraz que sonara, no tenía una verdadera razón en mente.

A pesar de no estar en la justa real, ambos estaban allí para intercambiar deseos.

***

Dimitri deslizó el sobre del otro lado de la ventanilla. La mujer de rizos dorados y brazo derecho biónico del mismo color lo aceptó. Dudó al verlo llegar a la taquilla que sería capaz de pagar la inscripción a la justa, incluso intuía que su invitación tuvo que ser hurtada. Un civil con su aspecto difícilmente obtendría aquel cilindro de oro.

Abrió el paquete con su filosa uña metálica y contó el dinero con la mirada seria de él.

El último miembro de la familia Nasnarin Caldwell estaba seguro de que todo se encontraba en regla. Esa misma mañana, minutos antes de acercarse a dar el pago, terminó de reunir el dinero con la ayuda de siete libras procedentes del bolsillo de uno de sus contrincantes.

Si se utilizaba el monto total recaudado con la inscripción de los participantes sería posible arreglar los problemas que afectaban a la población, como la falta de comida y de empleos dignos. No obstante, Dimitri tenía claro que ni un chelín lo emplearían en los ciudadanos. Todo iría dirigido al fondo real, enriqueciendo aún más al cerdo egoísta que gobernaba. Y en realidad a él le era indiferente ya que solo tenía un objetivo en mente: ganar y reclamar como deseo la ayuda de la guardia real en una expedición en el bosque Hoia-Baciu para hallar a su familia.

Era insensato creer que después de diez años los encontraría, mas la esperanza seguía latente y se negaba a aceptar que la vida podía ser tan cruel como para arrebatarle por completo la luz de sus ojos, a su hermana menor. Había una historia, casi tan vieja como el pueblo, donde relataba la aparición de un hombre después de haberse perdido por casi veinte años en una expedición por el mismo bosque. Por lo que, continuaría batallando y gastando hasta el último recurso con el fin de cumplir su meta, deteniéndose únicamente cuando acaben sus días.

La rubia asintió al terminar de contar. Regresó el dinero al sobre y abrió una gaveta para guardarlo. De la misma gaveta sacó un monóculo y lo colocó sobre el mostrador—. Observa el camino con esto y verás la línea blanca que te llevará a la locación de la justa.

            Dimitri tomó el cristal circular enmarcado por un anillo de metal, destinado a un solo ojo, con un sencillo cordón para guindarlo en su cuello. Se apartó de la taquilla para dar paso al próximo en la cola.

Caminó entre la multitud hacia su medio de transporte para así llegar lo antes posible al destino estipulado. Conforme avanzaba cayó en cuenta de lo difícil que sería ganar. La cantidad de aspirantes era exorbitante. Algunos eran bien entrenados y patrocinados por personalidades de alto rango; otros hijos de familias adineradas en busca de reconocimiento; la mayoría pobres diablos que hicieron barbaries para ingresar y orar por un golpe de suerte para cambiar drásticamente sus vidas.

Una cara conocida provocó que se detuviera. Eran facciones maduradas por los años, embellecidas por el tiempo, las cuales reconoció al instante. La chica con la que también jugaba de pequeño, pero que dejó de ver por una razón indefinida, se dirigía hacia él dando zancadas. No parecía molesta, mas sí decidida a cumplir lo que sea que tenía en mente.

            —Adeline —dijo cuando la tuvo frente a él. Solía notarla en la distancia en ocasiones por la ciudad, agradeciendo que, a pesar de la pérdida de su padre,  fue lo suficientemente fuerte para mantener el negocio de los relojes.

            Ella lo sujetó del brazo y lo haló sin problemas a un rincón alejado—. ¿Qué crees que estás haciendo? —murmuró apresuradamente.

            Dimitri sacudió su mano de la extremidad al salir de su sorpresa. ¿Tanto tiempo sin hablarle y lo interceptaba para lanzar reclamos?—. Participar en la justa real. ¿Qué crees que haces tú, primita? —gruñó.

            Lo fulminó con la mirada. El hombre en el que se convirtió heredó el carácter atravesado de su tío político—. Te vi. En los últimos días se han denunciado más robos y tú... Mi tía Olive estaría decepcionada.

            —No sé de lo que hablas. Me has dejado en paz durante todos estos años, ¿por qué no continúas haciéndolo?

            —Tú solo te excluiste. Te vi robándole a Christian Wright hace unos minutos y así como yo me di cuenta, cualquiera pudo haberlo hecho y acusarte. ¡El castigo puede ser mucho más que cortarte la mano!

            En un arranque, la agarró de los hombros y la pegó con brusquedad contra la pared mugrienta. Ignoró el quejido de Adeline, así como los presentes, exceptuando uno, hicieron caso omiso a la escena—. ¿Vas a delatarme?

            La joven Caldwell sintió miedo de lo que vio en sus pupilas. Su pariente sí que cambió con la desapareció de Julie y de sus padres. Su alma ahora era un torbellino agonizante en busca desesperada de afectos específicos y fuera de su alcance.

            El casco que Nies había fabricado para la cruzada, fue aplastado por su mano mecánica, como si de papel se tratara, convirtiéndolo en una bola metálica. Su organismo se puso en alerta cuando vio que su ninfa del tiempo se encaminaba a un hombre de baja calaña, pero su cuerpo se tensó y crispó cuando ese mequetrefe la arrojó hacia el muro. Con su objetivo marcado, caminó a paso acelerado, lanzando el retorcido metal de su mano cerca de la cara de Dimitri. Él volteó sorprendido para ser alzado y lanzado por Nies contra la otra pared, lo suficiente lejos de Adeline para que él sintiera que ella estaba a salvo—. Creo que esas no son formas de tratar a una señorita. 

            —No te metas donde no te llaman, herrero —siseó dándole un empujón.

            Nies ni siquiera pestañó. Su fornido cuerpo ni se inmutó y sus ojos ardían de rabia—. Me meto porque me da la real gana de hacerlo, ¿por qué no te metes con alguien de tu tamaño? —Aunque el rubio era un pelín más bajo que Dimitri, su musculatura era tres veces la del ladronzuelo—. No te conviene pelear conmigo ratero de cuarta. —Lo último lo dijo en un susurro cortante, lo suficientemente bajo para que solo ellos lo escucharan, sobre todo para que supiera que él también sabia su secreto.

            —¡Alto! —chilló Adeline colocándose en el medio de ambos sacos de testosterona. Se enfocó primero en su primo—. No lo haré, pero eso no disminuye el peligro que corres. —Miró al que quiso volverse su salvador. Qué lástima que ella no se consideraba una doncella que debía ser rescatada—. Y tú, como sea que te llames, no te metas en mis asuntos.

            El fortachón contuvo un bufido. ¿Que no se metiera? Pero esa mujer no sabía detectar el peligro ni en sus narices.

Dejó que la rabia se esfumara y miró apenado a Adeline para disculparse. Era mejor darle la razón. Su madre le había enseñado que a una mujer nunca, jamás, se le llevaba la contraria, hacerlo sería peor que estampar tu cara cien veces contra el concreto. Aunque llevarle la negativa a su ninfa del tiempo sería imposible, ya que una vez que se enojaba, parecía que se convertía en un huracán de bolsillo, soltando su diatriba sin darle a él ni a nadie el derecho a réplica.

            Dimitri suspiró, tanto por la discusión que iniciaba entre ellos, como por el alivio de la respuesta de Adeline. Dio un paso hacia atrás, y al notar que ninguno desviaba la atención del otro encontró el momento perfecto para irse.

            Dejó atrás el grupo de personas que disminuía y llegó a un establo donde lo esperaba su pertenencia más preciada. El unicornio, hecho de tuercas y capas de metal color perla por Julie, relinchó al verlo con sus brillantes ojos azules.

***

Al final de todo, un hombre al cual nunca en su vida había visto, logró distraer a Adeline de su conversación con Dimitri. Era su primo favorito, y ella era prácticamente la única familia que le quedaba. Su dolor lo hizo alejarse. A pesar de haber estado separados por largo tiempo, ella siguió pendiente de él y de lo que hacía.

            Molesta, se apartó de allí. No quería hablar con nadie más y menos con alguien que no conocía. Nies presenció anonadado y a la vez encantado con cómo la pequeña demonio de Tasmania se alejaba hecha una furia, dejándolo con la palabra en la boca. Adeline aprendió hacía mucho tiempo a defenderse sola. Pero en ese momento lo único que le importaba era la vida de su primo. Mientras se alejaba, lo buscaba con la mirada, arrepintiéndose de haberlo tratado de esa forma. Debió ser más suave al hablar con él y no sonar como su madre.

            Se puso detrás de un hombre muy grande, mientras esperaba su turno para pagar su cupo en la justa real. Sus ojos veían rostros que nunca antes había visto como otros que le eran muy familiares. Por un segundo dudó si entrar o no, pero luego recordó por qué estaba allí, y más segura que nunca le dio su dinero a la chica de rizos dorados. 

            —¿Eres una Caldwell, cierto? —habló de repente la chica después de contar todo el dinero.

            —Sí, ¿cómo lo sabes? —respondió inmediatamente.

            —Tienes los ojos de tu padre.

            Adeline sonrió de manera muy nostálgica—. Gracias, ¿eso es todo? —dijo Adeline.

            —Sí, toma, con esto encontrarás la locación de la justa. —Le entregó un monóculo y cerró su ventanilla. Al parecer ella había sido la última para entrar.

            Adeline dio media vuelta y tropezó con alguien, que si no hubiera sido por sus buenos reflejos, también el monóculo hubiera caído con ella.

            —¿Eres ciego o qué?

            —Lo siento mucho. —Nies quiso patearse por idiota. Desesperado por encontrarla entre la multitud no se fijó que la tenía justo en sus narices. Y vaya forma de darse de bruces con ella, que ni oportunidad tuvo de evitar que cayera.

            —Casi arruinas lo único que puede ayudarme —respondió y al hacerlo alzó su vista para ver la cara de la persona que la dejó caer. Al darse cuenta se levantó inmediatamente sin recibir su ayuda.

—Bueno, este... —Se rascó nerviosamente la cabeza como siempre que se aventuraba a plantarle cara—. Creo que esto te pertenece. —Le extendió la mano para que viera el delicado y trabajado lentes de aviador. Lo había visto en el suelo, justo en donde ella había estado antes siendo zarandeada por Dimitri. No pudo abandonarlo en el suelo para que cualquier desconocido se quedara con tan hermosa obra de arte—. Tiene su firma, debe ser suyo, ¿no? —No necesitaba de esa firma para saber que era de ella. Estaba cansado de verla con ese artefacto puesto para controlar sus cabellos y así facilitarle trabajar sin que ninguna hebra se escapara de su lugar.

            —Como sea... —contestó todavía molesta. Sin embargo, al mirarlo de reojo, se percató de que estaba siendo muy grosera y él no lo merecía—. Soy Adeline. —Lo miró a los ojos y acercó su mano derecha al presentarse.

Recobrando su compostura, haciendo alarde de su buena educación que le inculcó su madre, tomó los delicados dedos para acto seguido besarlos, mas con esa picardía que solo su padre le pudo enseñar—. Lo sé, eres la ninfa del tiempo. —Tosió cuando se percató que había hablado de más, pero no se cortó. Giró la mano para posar sus labios en su muñeca interna, dejando un ardiente roce. Allí donde el pulso acelerado de su vena palpitaba. Sin apartar el par de piedras ámbar de ella, con voz ronca susurró—, soy Nies, para servirle.

            —Bueno, fue un placer... Debo irme.

            Rodeó a Nies y siguió con su camino. Respiró profundo y avanzó junto con una multitud que seguro iban a la justa también. A lo lejos volvió a ver a Dimitri pero éste se le escapó de la vista en cuestión de segundos. Deseaba tanto hablar con él y volver a ser amigos como antes.

            Había todo tipo de personas, desde ricos a pobres, como aquellos que tenían mucha fuerza y también unos que poseían muchos artefactos para lucir más fuertes. Adeline tenía la ventaja de ser muy audaz. Apretó sus puños y siguió caminando, deseaba ganar y poder obtener ese deseo del rey. Miró a ambos lados buscando algún rostro familiar pero no encontraba nada.

            Adeline había ido con sus famosos lentes de aviador. Tenía un corsé y pantalón de cuero marrón, sus botines de la suerte para momentos como este, y se sentía totalmente confiada. Al parecer era una de las pocas mujeres en la competencia. Ella solo podía ver hombres y más hombres.

            —Al parecer no soy la única mujer aquí —saludó alegremente al ver una joven en un vestido escotado.

            —¿Me habla a mí? Disculpe, estoy aquí como espectadora. —Después de decir aquellas palabras, se separó de Adeline como si fuera a contraer alguna enfermedad.

            —No creo que hagas muchos amigos si estás vestida así, es muy difícil creer que seas mujer —dijo un desconocido vestido de manera muy elegante.

            —Vengo a participar, no puedo estar usando vestido y escote —replicó un poco ofendida—. ¿Es usted un participante?

            —No, niña. Yo he venido a apoyar a alguien, nada más.

            Adeline lo examinó de reojo, tratando de recordar dónde lo había visto antes. Se le hacía muy familiar—. Pero si es usted Lord Brick, no lo veía desde la muerte de mi padre.

            —Es fácil identificar un Caldwell, Adeline... ¡Buena suerte en la justa!

            Lord Brick era íntimo amigo del padre de Adeline, pero después que empezó a ganar más dinero, se apartó de la clase media para solo juntarse con los de clase alta. Empezó a pensar a quién podría aquel hombre ir a apoyar en la justa. No creía que un hijo suyo se metiera en ello si tenía todo el dinero de su padre. Al final, no le interesaba quién estaba allí. Para ella no era más que competencia y no le importaba contra quién pelear para obtener su deseo.

***

—Amor.

Berenice apartó su mirada del acta de nacimiento que releía con máxima concentración—. ¿Puedes dejar de llamarme amor, Benjamín? Al menos cuando estemos solos. No es necesario.

Lord Rolling se dejó caer sobre el diván en su recamara—. Voy a ir a una justa por ti, Ice. Aceptar mi afecto es lo menos que puedes hacer. —Bebió un sorbo de bourbon—. ¿O es demasiado pedir? Ciertamente me estoy cansando de rogarte. Estoy seguro de que otros enemigos del rey se comportarían de una forma más... grata.

—Pero tú no estás interesados en ellos, ¿o sí?

—Ahí el problema —gruñó—. Desde que te vi en aquél boulevard de invierno no dejo de pensar en ti. Te veías tan hermosa con tu abrigo. La nieve en efecto te sentaba bien. ¡Pero si es tu estación, Ice! —Berenice rodó los ojos. Así se burlaba él de que ella prefiriera la razón por encima de la sensibilidad—. Debí haberte cortejado más.

—Tenía quince años.

—Eras más fácil de domar. Habría esperado por ti.

—No creo que...

Se acabó lo que quedaba de la botella de un solo sorbo—. Nunca habría permitido que mi hermano te pusiera una mano encima.

            Berenice entrecerró los ojos. Las desventuras que vivió con el Duque de Him ya habían pasado a ser historia. La forma en la que la usó, manipuló y alejó de su destino a pedido de su propia sangre fue superada. Ahora solo le importaba recuperar el papel para el que toda la vida fue criada y resguardada, enderezar la corte real y regresar la paz a los ciudadanos de Goldgog. Ya todos habían tenido suficiente del mandato vigente. Hasta los nobles, Lord Rolling entre ellos, estaban hartos. Demasiada corrupción, demasiado desorden, demasiada gula. Por lo que había podido oír, Philipe estaba tan obeso de comidas exóticas que su carruaje necesitaba más de ocho caballos para transportarlo durante las ferias de verano, condición que logró usando libras del pueblo para importar alimentos de otros continentes.

            Exhausta, dejó el viejo papel sobre la mesita de noche de Benjamín, quien ya dormía pacíficamente, y fue a acurrucarse en su cama.  Ya estaba más que acostumbrada a percibir su olor en las mantas, pero nunca dejaría de fascinarse con la suavidad del lecho. Suponía que aún su cuerpo sufría con el recuerdo de las temporadas que permaneció encerrado en celdas sin ningún tipo de comodidad, de las cuales solo pudo salir bajo la promesa de no interferir en la coronación y de marcharse a Praga con el hermano de Lord Rolling. Sin embargo, las tornas cambiaron cuando este padeció bajo neumonía, gracias a Dios sin haberle dado un heredero, y ella pudo escapar tras su muerte, recobrando su libertad con una sed de justicia insaciable. Una que mañana haría su debut en la justa real.

            Con una sonrisa adornando sus labios, Berenice finalmente descansó.

***

Habían pasado dos días desde que sus labios saborearon la dulce piel de Adeline. Cuarenta y ocho horas desde que se había inscrito formando así en un miembro oficial de la cruzada real. Dos mil ochocientos ochenta tormentosos minutos desde que la risa de la duquesa de Chilingworth resonara en su cabeza, burlándose de su fracaso. Todavía podía recordar lo que le dijo entre risas: Al parecer no estaré muerta para verte en acción, Whiterchild.

Ese día empezaría su más grande apuesta. Lo poco que tenía lo invirtió en esa posible victoria, pero de solo pensar que para obtenerla debía llevarse por delante a Adeline, le hacía revolver el estómago. Sea lo que el destino le deparara, lo asumiría con aplomo y honor.

Tomó sus dos grandes espadas, una más grande que la otra, y se encaminó hacia su primera batalla. Un duelo de espadas contra siete hombres, todos ellos lo retaron para su primera justa. Miró al cielo pidiéndole a sus padres que lo protegieran, porque lo que se le venía encima era un desafío enorme.

***

                Adeline ganó con éxito cada pelea que le pusieron en frente. Usaba su vestidura especial y sus espadas para enfrentar a sus contrincantes, los cuales vencía con honor. Nadie pensó que la pequeña chica con anteojos de aviador le ganaría a los más temibles hombres del viejo Goldgog.

            Nies había sido muy amable en los pequeños momentos libres que tenía de batalla en batalla. Para Ade, había sido un extraño inicio con una persona que parecía estimarla mucho. Recordaba haberlo visto antes alrededor de la ciudad, pero nunca imaginó que sería un hombre tan noble.

            —¡Rayos! —gritó Adeline golpeando su máquina para el duelo final. Había creado unas alas mecánicas, pero por más que arreglara el movimiento de ellas, no lograba durar lo suficiente.

            —¿Qué es esa cosa? —Enarcó la ceja con escepticismo cuando vio el extraño artefacto—. ¿Tiene algún problema?

            Adeline dudó un segundo en responder, después de todo esa era su arma para el final—. Es lo que usaré en la última pelea. —Lo miró de nuevo y sus ojos le dieron la confianza que hacía mucho tiempo no veía en nadie—. No funciona, son unas alas que tienen el mecanismo de un reloj, pero no logro que funcionen completamente. Después de todo, debí haber recurrido al vapor.

Esa mujer nunca dejaba de sorprenderlo, se acercó un poco más para detallar y se percató de la falla, sin pensarlo mucho tomó entre sus manos el aparato.

            —¡Señor Whiterchild! ¿A dónde va usted con eso? —Nies tomó el aparato de Adeline y lo llevaba en el hombro para llevarlo a su tienda de campaña—. ¡Señor Whiterchild! ¡Espere!

Adeline estaba preocupada e iba detrás de Nies, incómoda porque estaba usando un pesado vestido. Lo siguió hasta su taller. La tomó por sorpresa saber que él la ayudaría a arreglar lo que no estaba andando bien.

—No tenía por qué hacer esto, señor Whiterchild —dijo Adeline al verlo sacar todas sus herramientas.

            —Pero quiero. —La miró serio—. Además, su invento está bien, lo que se encuentra mal es el metal y la soldadura usadas en él. Y por si no te has dado cuanta quiero ayudarle —le sonrió.

            —Está bien, Whiterchild. Dejaré que me ayude, si permite que yo lo ayude también.

            —¿Ayudarme? —La miró consternado—. ¿Cómo podría usted ayudarme?

            —Cuando estemos en el último duelo, yo lo protegeré sin importar qué.

            —De ninguna manera —la reprendió—. Usted no tiene que ponerse en riesgo por mí. Faltaba más, usted necesita más protección, yo no la necesito.

«Y mucho menos la suya», dijo para sus adentros.

De solo pensar que ella se malograra de alguna manera por cuidar de él, lo aturdía. Un choque de emociones batallaban en su interior: el sentimiento de felicidad porque ella se quería preocupar por su persona así sea por compromiso, pero verla lastimada, le hacía el corazón trizas. No, de verdad no quería que nada malo le pasara. 

            —¡Tonterías! Que sea mujer no me hace ser débil. He sabido defenderme hasta ahor...

            —Basta. —Dios, esa mujer era terca cuando se lo proponía, era mejor cortarla de raíz—. Acepto su ayuda, pero si el peligro en que me encuentre la supera, usted no hará nada y se mantendrá al margen, ¿prometido? —Esperó hasta que ella aceptara a regañadientes su oferta, cerrando de esa forma el trato.

Él no era un tirano. Sabía perfectamente  de lo capaz que era Adeline, pero prefería parecer un tirano y no un potrillo manso por ella. Igual aceptó el trato para que ella se callara y lo dejara trabajar. Su pequeña demonio de Tasmania podía haberse quedado horas discutiendo con Nies, para que las cosas se dieran a su manera.

            Nies Whiterchild estaba dispuesto a ayudarla en todo lo que ella necesitara, era como una muñeca de porcelana que debía cuidar de los demás. Ella se encontraba tan decidida a protegerlo que cada vez le importaba menos ganar el deseo del rey. Adeline pensó en lo egoísta que era su deseo y no pensó que seguramente había personas con deseos más nobles que el de ella. Pero ya no había vuelta atrás, era demasiado tarde.

            Regresó su vista a Nies. Lo miró con ojos dulces mientras él intentaba reparar sus alas. Había trabajado tanto en ellas que le parecía mentira que ahora tuvieran algo mal. Recordó a su padre y sus ojos se llenaron de lágrimas, deseaba tanto tenerlo allí dándole fuerzas, pero si él estuviera con vida, jamás habría tenido que ir a la justa real.

            Adeline sacó un pañuelo de su pequeño bolso y secó sus mejillas. No podía derrumbarse así en frente de nadie, mucho menos de Nies, al cual había prometido proteger. La animó pensar que ahora lucharía por algo mejor, quería que Nies cumpliera su deseo, cualquiera que fuera. Pensó que así haría a su padre orgulloso.

            —Listo. He agregado un pequeño alerón para que ganes mejor velocidad, cambié el metal de las alas por uno más ligero y resistente, está de más decir que las soldaduras quedaron perfectas. —La miró a los ojos, notando un extraño brillo en ellos. Eso le aceleró el corazón—. Hum, me haces quedar como un principiante por solo usar estas botas magnéticas.

Adeline rió por lo bajo y con la cabeza baja susurró—. Muchísimas gracias, Whiterchild. Ha sido muy amable en ayudarme.

***

            Solo cuatro personas se interponían entre él y el reclamo de su premio. Solo cuatro derrotas ajenas faltaban para solicitar su deseo e ir por su familia. Solo el jinete en su corcel que avanzaba con sus  espadas dobles de hojas anchas en alto hacia él y los tres vencedores de las rondas sobrantes. Ninguno lo necesitaba tanto como Dimitri y por eso él debía vencer.

            Alzó su escudo, con varios rasguños de batallas previas, y desvainó la espada de su padre de hoja delgada. Pegando el pecho a la nuca del unicornio metálico, dio unos golpes en donde estarían las costillas para ordenar que se moviera. El animal artificial inició la carrera, listo para encontrarse con el adversario a mitad de camino.

            El frío viento del atardecer sacudió el cabello y la ropa sencilla de ambos hombres. Las armaduras y armas sofisticadas habían quedado atrás, junto con la derrota de sus portadores en manos de humildes civiles guiados por la esperanza y un toque de suerte. Ahora todo se trataba de deseo y gotas de sudor mezcladas con sangre. De convicción por alcanzar una meta.

            La distancia era cada vez menor. La multitud no podía apartar la mirada. Dimitri y Nies jadeaban anticipando el impacto. El primero solo pensaba en su hermana. El segundo en que si ganaba tendría que enfrentar a la chica de la que llevaba una vida enamorado. Ambos, con los músculos tensos, apretaron el agarre de sus espadas.

            —Dimitri... —susurraron en su oído—. Dimitri...

            La voz, la dulce voz que avivó el recuerdo de Julie, lo desconcentró. Apartó sus ojos de Nies y observó a su alrededor, esperando hallar a su hermana cerca. Solo dio con rostros difusos y las figuras de los árboles. La cicatriz en su brazo ardió, despertando la sensación de que su piel se quemaba. Fue tanto que la espada se cayó de su mano para terminar en la tierra.

            —Cuidado, hermano —advirtió exclusivamente para él lo que parecía ser la brisa.

            Nies no contó con el tiempo para detenerse cuando vio que su oponente soltó su arma. El choque era inminente. Aquella acción pudo significar muchas cosas, entre ellas que se rendía; mas no llegaría a saberlo con certeza. Ya tenía el movimiento de ataque en proceso cuando los ojos confundidos de Dimitri se posaron en él. No contaba con oportunidades para ganar, ni siquiera para sobrevivir si no reaccionaba. Lo dejó en manos del destino.

            A una palpitación de perder alguna parte de su cuerpo, Dimitri logró echarse hacia atrás. Esquivó el filo y por instinto pudo cubrirse con el escudo. No obstante, al sentir que el unicornio se sacudió liberando un sonido extraño destapó su rostro. Nies había cortado el cuerno plateado, el punto débil de la máquina fabricada por Julie.

            Ya a salvo por los momentos del otro extremo de la arena, su transporte se paró en dos patas y lo hizo caer. Golpeó el suelo sin anestesia, provocando un intenso dolor en su cráneo. El animal también colapsó no muy lejos de él.

            Giró la cabeza al otro lado del campo, hacia el que seguía en pie. Ahí estaba Nies, contralando a su caballo de hierro, indeciso sobre qué hacer a continuación.

            Si no se levantaba sería derrotado. Si no reunía las fuerzas que requería para reponerse, allí acabaría todo para él. Estaba tan cerca de conseguir lo que anhelaba que no ponerse de pie enviaría a la basura todo el tiempo invertido.

            Se reincorporó, enviando a segundo plano la molestia en su espalda y hombros. Lo siguiente sería tomar su espada y enfrentársele de esa forma mientras Nies cabalgaba en su bestia. Poseía pocas probabilidades de salir victorioso.

            —Dimitri...

            Miró en dirección al bosque, el cual bordeaba la zona y de donde estuvo seguro provino la voz. Abrazando uno de los troncos se encontraba una muchacha. Dos trenzas envolvían sus cabellos castaños, rozando el comienzo del vestido negro ajustado a su abdomen por un corsé blanco. No se trataba de cualquier chica, sino de Julie, con la misma ropa de hace diez años.

            Quedó helado en su sitio por un instante. No cabía duda de que era ella quien lo llamaba. Era ella quien pronunciaba su nombre  y extendía su mano para tocarlo.

            Podía ser un truco sucio del bosque con mala fama. Una ilusión que buscaba engañarlo y seducirlo a su perdición, así como hizo con sus padres. La marca en su brazo era la prueba de lo traicionero que podía ser lugar.

            Pero, era Julie. La pequeña hermana que llevaba años esperando ver de nuevo. Y por eso fue que dio un paso y luego otros más en su dirección. Por eso sujetó su mano y dejó todo atrás para seguirla a lo más profundo del Hoia-Baciu.

            En la audiencia, solo una persona entendió lo que ocurría. Solo una persona rompió en llanto al presenciar a Dimitri perderse en las sombras. Almyra saltó de las gradas con las lágrimas derramándose por sus mejillas y usurpó el campo del duelo.

            Los guardias reales no tardaron en detener su carrera desesperada hacia los árboles. La sometieron agarrándola de los brazos y sentándola con brusquedad en el banco de la primera fila mientras el rey decidía el resultado de la ronda.

***

Para Adeline fue un golpe duro lo que le sucedió a su primo. Ella no tuvo la oportunidad de ver el acontecimiento por estar luchando al mismo tiempo en una locación cercana. A pesar de haber escuchado los rumores y la declaración oficial, todo siguió siendo incomprensible. Dimitri corrió al bosque en lugar de terminar su duelo con Nies. Y desapareció. Nadie volvió a saber de él o de Almyra, quien burló a los guardias y logró salir en su búsqueda.

Claro, solo habían transcurrido dos días del hecho y posiblemente se le pasaría la pena de la derrota para volver. Aunque, con la fama que tenía el Hoia-Baciu, Adeline temía que no fuera así y se haya unido a sus padres y hermana.

Le dolía no haber podido enmendar su relación con él y estaba segura de que el recuerdo de ello la atormentaría.

El momento del duelo final había llegado, siendo aquello lo que la hizo dejar a un lado la preocupación por su sangre para concentrarse en obtener el premio máximo. Ella tenía las alas perfectamente arregladas y en una mano su espada. Llevaba su cabello recogido y un sombrero con sus anteojos. Sus botas y corsé eran del cuero más fino, además de su pantalón que fue hecho de algodón fuerte. Casi todos sus ahorros se habían gastado gracias a la justa, pero llegaría hasta el final y sin decirle a Nies, lucharía por él y con él.

Miró a Nies a su lado, sin saber que él haría lo que fuera por proteger a su querida Adeline aunque ella creyera que era al revés. 

            —Ha llegado la hora de la última batalla —dijo el rey desde su puesto en lo alto del laberinto en el que los tres hombres y Adeline se encontraban.

            El último lugar de la batalla consistía en un laberinto mecánico que se movía a medida que los participantes lo hacían. Tuercas, cilindros y otras piezas de color dorado que trabajaban en conjunto para crear caminos entre ellos.

***

Berenice salió de la corte real apresurada. Entrar no se le hizo tan difícil, en realidad fue demasiado sencillo. Para tener acceso al palacio solo tuvo que usar sus conocimientos en lenguas extranjeras y fingir que venía a enseñarle nuevas recetas al chef real. Encontrar su vieja alcoba tampoco resultó complicado. Si bien era cierto que Philipe la reformó para convertirla en su armario personal, los cimientos seguían siendo lo mismo y nunca olvidaría la localización de su boleto a la grandeza.

            —Berenice, ¿por qué tardaste tanto? —Aquél era Enrique, el amigo de ella y Benjamín, aguardando en las gradas. Por suerte la arena quedaba relativamente cerca de la que sería su próxima residencia—. ¡Benjamín ya está en el laberinto!

            —¡Y yo ya tengo en mi poder nuestra libertad! —gritó emocionada—. ¡Seremos libres, Enrique! —No pudo aguantar las ganas de abrazarlo—. ¡No más tira...!

            —Shhh... —pitó cubriéndole los labios—. Recuerda dónde estás, princesa. Muchos están esperando tu momento, pero sabes que algunos nobles aún apoyan a Philipe.

            Sus mejillas se ruborizaron—. Tienes razón, lo siento.

            —No te preocupes —la calmó palmeándole la espalda—. Ahora solo nos queda esperar, ¿no?

            —Sí. —Se sentó a su lado en las gradas. Estaban en una posición privilegiada, en lo más alto del coliseo, así que veía cada rincón del laberinto. Hizo una mueca al ver a Lord Rolling atrapado entre dos paredes—. Odio tanto esto, Enrique. Es como si... Es como si el pueblo disfrutara su opresión. Como si Philipe hubiera encontrado la forma de hacer que se rían de la condición de la que él mismo es responsable. 

            Su amigo de la infancia se retiró el sombrero para verla mejor. Berenice estaba absolutamente hermosa bajo un vestido azul con corsé, su cabello rubio suelto y un viejo relicario descansando entre sus pechos. No pudo evitar sonreír. De no ser por el amor que Benjamín, que era como su hermano, sentía hacia ella, él mismo la cortejaría. 

Bajó la voz—. Lo sé, pero tú estás aquí para acabar con eso, ¿no?

—Será lo primero que haga. Sé que será difícil porque ya se han acostumbrado a mendigar por una recompensa —dijo haciendo una mueca—. Me pregunto... —Volvió a centrar su atención en la arena. Dos hombres luchaban contra las paredes mecánicas, cada quien por su lado, para llegar al objetivo, el cual era una bolsa de terciopelo sobre un cojín, al lado de un parlante, en el centro. Era la única parte del laberinto que jamás se movía—. Me pregunto cuáles serán sus deseos.

—Pues, el hombre que huyó al bosque en la ronda anterior, creo que se llama Dimitri, quería que la guardia se internara en el bosque para recuperar a su familia. Desaparecieron o murieron, no sé, hace años. Él sigue sin perder la esperanza. Es extraño que se haya dado por vencido así como así. Lo menciono porque en mi opinión tenía el deseo más noble. —Berenice apretó los labios—. Lo sé, lo sé. Philipe debió haber accedido hace tiempo. No sabes cuánto odié que rechazara todas sus solicitudes —murmuró cabizbajo—. El que parece pirata y el otro que no es Benja no sé qué quieren. Bueno, sí, por lo menos el segundo. —Se echó a reír—. La quiere a ella, la relojera que desea dinero para un prototipo. —Señaló el ángel que corría y aleteaba encima de los engranajes del laberinto—. Se les ha visto juntos durante toda la competición. Son el romance más aclamado del pueblo.  —Humedeció sus labios—. Aunque ese... ese de allá, Lord Rolling, solo terminó en el laberinto por un poco de amor de la chica que ama. Creo que le pedirá al rey que la obligue a salir con él.

—Eso ya lo veremos... —masculló entre dientes.

—La primera decisión de un monarca no puede ser anular la del anterior.

—Pues... —Ambos se estremecieron y dirigieron la atención a la pista. Alguien había anunciado su victoria a través del parlante. Los espectadores chillaban y gritaban, abrazándose, mientras otros se quejaban. Berenice recordó que algunos apostaban—. ¡Oh, por Dios! ¡No puede ser! ¡Benjamín ha... ha...! —No lograba hablar—. ¡Morirá!

—¡Lord Rolling ha perdido contra una mujer!

—Esto no lo dejaré ir tan fácil... —Se secó las lágrimas. El noble tenía un ego muy grande y unos valores muy arcaicos, como también unos principios muy fuertes. Por eso era que poco a poco lo iba amando. Aunque su mente se resistiera, parte de su corazón ya le pertenecía. Nadie nunca se había portado como él con ella—. Bajaré, Enrique. No te vayas que lo mejor del show apenas empieza.

Tras despedirse de su amigo, Berenice descendió por las escaleras de hierro hasta toparse con el alboroto de personas alrededor del escenario donde la chica, esperaba ansiosa junto a los otros competidores. Los otros participantes; el pirata, el herrero y Lord Rolling, permanecían al fondo de la tarima. A este último lo saludó mientras se acercaba. Los ojos de él se alumbraron al verla, más no le devolvió el gesto para no arruinar su ventaja del factor sorpresa, pero nada detuvo que el aire escapara de sus pulmones al notar lo hermosa que estaba su Berenice. Porque sí, sin importar lo que ella dijera, cómo lo rechazara, él la consideraba suya aunque no pudiera tenerla. Bajó la mirada al suelo. Era por eso que lamentaba tanto haber perdido. Su deseo habría sido elevarse al ducado, posición que en un futuro le permitiría cortejar a su reina. Ahora, sin embargo, no le quedaba más remedio que cederle el puesto a Enrique, su oponente, que conociéndolo no podía evitar considerarlo tan bueno para ella como él mismo. Inclusive más.

—¡Buenas tardes, Goldgog! —Alzó la barbilla cuando escuchó su dulce voz elevada por el micrófono. Le ganó la carrera a Philipe. Los otros, la guardia incluida, estaban tan estupefactos que no hacían nada al respecto—. Lo siento por tomarlos por sorpresa, no es mi intensión causarles ningún daño, pero creo que ha llegado el momento cumplir más de un deseo. O mejor dicho, de cumplir uno que nos haga feliz a todos. —Se aclaró la garganta—. Muchos no me conocen, no entienden lo que quiero decirles, pero la verdad es que... ¡Su rey es un impostor! —Señaló al mencionado, quien al parecer estaba teniendo un ataque de pánico y la veía como si fuera el mismísimo Satanás. Como un fantasma. La había dado por muerta—. Mi nombre es Berenice Lichtgrow, primogénita de Raphael y Katherine Lichtgrow. Y esto... —Enseñó la verdadera partida de nacimiento de los mellizos—. Prueba quién nació antes y a quién le corresponde la corona. —Los que ya sabían de su existencia pero la consideraban un rumor gritaron, los desconcertados callaron y quiénes desde hace años demandaban un cambio permanecieron callados, atentos a sus propuestas. No querían pasar de un tirano a otro. Al menos a Philipe ya lo conocían—. Y sé que se encuentran demasiado confundidos para tomar una decisión sobre quién apoyar o no, pero como reina de Goldgog nunca permitiré que pierdan la dignidad así. No los haré pelear entre ustedes. —Sus ojos brillaron por las lágrimas retenidas—. Jamás.

—¡Impostora! —gritó Philipe.

Berenice rió—. ¿Pensaste que vendría aquí sin pruebas?

Philipe palideció en contraste con los bordados de oro en su traje—. ¿Qué... qué?

—Lord Rolling, ¿se encuentra el Duque Zalles presente? —Benjamín asintió mirando al padre de Enrique, quien estuvo presente en el parto y no protestó en la coronación de Philipe por sus amenazas—. ¿Y esto qué es? —Alzó el documento—. Ah, sí. ¡Nuestra verdadera partida de nacimiento! No la falsificación con la que llegaste al trono.

—¡Eres mujer, Berenice! —protestó él.

—Y doy gracias a Dios por ello. —Lo ignoró y se concentró en las masas frente a ella. Ellos eran quiénes realmente le importaban, no los nobles con los que tendría que trabajar—. ¿Entonces? ¿Me apoyarán? —Los ciudadanos manifestaron su emoción elevando las manos. Muchos de ellos ya habían quedado convencidos con solo presenciar cómo ponía en su lugar a Philipe—. Bien —dijo atrapando la corona que uno de ellos le arrojó tras arrebatársela a su devastado hermano, cuyos amigos lo abandonaron por temor a enfrentarse a la furia de su nueva gobernante—. Como su reina... —Se aclaró la garganta—. Mi primera orden será dada como hada madrina. Llegó el momento de cumplir deseos.

—Larga vida a la reina —murmuraron los cuatro, emocionados, inclinándose.

—Gracias. —Sonrió—. Tú —sentenció señalando a Adeline—. Este pueblo necesita ciertas reformas en infraestructura. Te quiero trabajando en ello. Y como verás... —Se humedeció los labios—. Tendrás los recursos necesarios para desarrollar cada prototipo que desees.  —Miró a Nies—. Estoy segura de que requerirás de sus servicios como herrero, por lo que trabajarán juntos. Si lo desean podrán hacer uso de los talleres del castillo. —Philipe sollozó. Los talleres del palacio ahora eran su colección de joyas—. Es así como los nombro encargados de la tecnología de Goldgog.

Nies y Adeline intercambiaron una mirada—. Gracias, Señora.

La felicidad llenaba el lugar. El corazón de Nies nunca había latido tan rápido como en ese momento, lo tendría todo. Estaba tan embriagado por la emoción que se dejó llevar por el momento y tomó entre sus brazos a Adeline, alzándola del suelo y estampando un beso tronado en sus labios. Abrió los ojos como platos cuando se dio cuenta de su atrevimiento. Su ninfa del tiempo lo veía de la misma manera, para acto seguido sonreírle y fundirse en un apasionado beso.

Todos estaban tan felices que no se percataron de la única persona que derramaba desprecio y odio por todo su ser. Philipe en un arranque de locura y desesperación, agarró una espada de un guardia que le había dado la espalda para atacar a Berenice, pero Lord Rolling se lo impidió. Atravesando la espada en el pecho del ex monarca y retorcerla hasta que lo vio perder el brillo de sus iris. Después,  dirigió sus  penetrantes ojos a su reina.

Berenice se acercó a Benjamín—. ¿Y usted, Lord Rolling? ¿Qué es lo que desea? ¿Uno de estos autos de vapor? ¿Mujeres? ¿Licor? ¿Joyas? ¿Tierras a...?

—A ti —contestó.

—Pues.... —Berenice, ante la mirada atónita de todos, se guindó a su cuello—. Le aconsejo que desee algo que ya no esté en su poder. Mi corazón ya le pertenece.

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