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Parte I

Londres, Inglaterra. 31 de Octubre de 19...

—¡Te advertí que este era el camino equivocado, querido!—reprochó Joanne a su esposo—Debiste tomar el sendero de la derecha, el de "El Robledal".

William resopló por encima de su bigote. No le gustaba cuando su mujer le indicaba qué hacer y menos cuando presumía tener la razón, pero sabía que era mejor guardar silencio o acabaría enredado en una disputa sin fin y aquel era un día de celebración.

Por otro lado, en medio de una oscuridad opresora como la de aquella noche, todos los senderos se veían iguales. ¿Quién, excepto su meticulosa esposa, podría haber distinguido un roble de un castaño?

La familia llevaba un buen rato en el coche, viajando por una senda interminable, rodeada por un espeso bosque de árboles centenarios. La única fuente de luz provenía de los faroles del vehículo y se perdía en la nébula espectral generando un lento avance.

—¿Entonces no llegaremos a tiempo a la fiesta? —cuestionó la hija menor, Clara, con voz consternada.

La pequeña de saltarines rizos rubios, que iba en el asiento trasero del vehículo, lucía un encantador fancy dress, un vestido adornado con lazos y encaje que, combinado con la máscara de porcelana que cubría su rostro, la hacían parecer una autentica muñeca fantasma.

—¡Pues yo espero que sí! —se apresuró a responder la hermana mayor, Victoria—. He invertido mucho tiempo y dinero en la selección del vestuario apropiado —añadió, vanidosa. La joven dama lucía un fancy dress al estilo María Antonieta. Su amplio vestido apenas si cabía en el coche y ni hablar de la aparatosa peluca.

››Además, ¿quién sabe?—prosiguió—. ¡Mi futuro esposo podría estar aguardándome en esa fiesta!

—Con el tamaño de ese escote, yo espero que sí —masculló su madre.

Su padre carraspeó, ahogándose con su propia saliva.

—Deberías guardarte esos comentarios, querida. Y tú controlar esos pensamientos. No es apropiado para una joven en tu posición —reprendió su progenitor, tras recuperar el habla—. Y... por supuesto que llegaremos a la fiesta, pequeña —dijo, suavizando el tono, en respuesta del interrogante de su hija menor—. Recuerda que lo mejor del Halloween inicia a la medianoche —indicó, dirigiéndole una sonrisa a la niña a través del espejo retrovisor.

Así como su esposa e hija mayor eran capaces de exasperar al buen samaritano en pocos instantes, su hija menor tenía el poder de apaciguarlo.

La infante le devolvió la sonrisa y pensó que su padre era el Mefistófeles —a priori del fancy dress que llevaba puesto— más bueno del mundo. Aunque no es que Clara hubiera interactuado con demasiados demonios en su corta edad.

William sintió que su "muñequita" era su amuleto de buena suerte tras divisar el panorama que yacía delante.

—¡Ajá! Lo ves mujer, allí está la propiedad —exclamó triunfal, golpeando el volante—. Te dije que estábamos en el camino correcto.

¡Y pensar que por un momento estuvo a punto de dudar de sus propias capacidades de orientación!

Joanne, que portaba un traje de diablesa, debió mantener su lengua bípeda atada ante la imponente fachada de estilo victoriano que destacaba aún sobre la niebla.

—¡Es cierto, es cierto! Puedo oír los murmullos de los invitados desde aquí—festejó la niña, dando brincos en el asiento.

—¡Clara! Quédate quieta o se me caerá la peluca —se quejó su hermana, sosteniendo la falsa corona con ambas manos.

La infante le sacó la lengua aunque, para su fortuna, su fraterna no pudo verla.

Su padre, en tanto, contuvo una carcajada —aunque fue imposible disimular la mueca risueña de sus labios, aún bajo su poblado bigote—. Incluso sus orbes sonreían tras el antifaz. Lo cierto era que a esa distancia el único sonido que se podía distinguir era el ronroneo del motor. Pero el intento de su pequeña hija por infundirle apoyo lo enterneció.

—Deja el júbilo y apúrate a aparcar. No queremos perdernos lo que resta de la velada porque otro invitado nos ganó el lugar —apremió su ofuscada esposa—. Aunque dudo mucho que alguien en su sano juicio se atreva a llegar tan tarde como nosotros —siseó con malicia, borrando toda mueca de satisfacción.

¡Con toda razón! La invitación decía a las ocho en punto y la familia había llegado quince minutos tarde. Y si había algo que caracterizaba a los ingleses, al igual que a los relojes suizos, era su extrema puntualidad.

Cuando Joanne recibió la invitación a la celebración de Halloween en "Golden House", una de las más exquisitas propiedades de Londres perteneciente a la acaudalada familia Harrison, estaba exultante de felicidad pues su mayor anhelo se había vuelto realidad.

Si existía un motivo real que justificara el hecho de haber contraído nupcias con William era el de ascender en sociedad. Porque, aunque su marido no era considerado del tipo "atractivo" para las jovencitas superfluas como ella, lo que le faltaba a Mr. Harper en galanura lo compensaba su opulenta cuna y sobre todo su apellido.

¿Qué importaba si estaba algo excedido de peso o si era unos cuantos años mayor que ella? El linaje de su cónyuge le abría las puertas a los extractos más elevados de la burguesía y de la aristocracia (incluso podía codearse con algún que otro noble de bajo rango—pero noble al fin— de vez en cuando), puesto al que no podría aspirar sino a través de su ventajoso matrimonio arreglado ya que las arcas familiares habían menguado tras una larga racha de malos negocios.

Pese a sus vicisitudes, tenía que agradecer que la buena suerte seguía sonriéndole a las muchachas bellas de buena familia (incluso cuando su estatus yacía mancillado) y, sobre todo, tenía que recordar que la dulzura y extrema gentileza debían ser sus características primordiales, como bien replicaba su sabia madre, al menos hasta el momento en que el matrimonio se hubiera consumado (cosa que ya había pasado hacía ya algunos años, claro está).

En la actualidad, la mujer en la que se había convertido podía darse el lujo de mostrar de vez en cuando su verdadero carácter, igual de áspero y punzante que el de su progenitora, cabe añadir.

Su primera impresión al entrar a la propiedad, tras un recibimiento poco menos que formal, fue la de una absoluta decepción. Mucho había oído hablar, e incluso había leído en los periódicos de renombre Londinenses, sobre las magnificencias que caracterizaban a "Golden House" y que le hacían merecedora del nombre, pero lo más suntuoso que advirtió en aquella mansión fue la ampulosa lámpara de araña, cuyos cristales llovían en forma de brillantes gotas, balanceándose desde los altos techos del amplio recibidor. A la vez, sintió cierto regocijo, pues en lo referente a suntuosidades, "Harper House" no tenía nada que envidiarle a la casa vecina. Aunque tuvo que reconocer que, en cuanto a la decoración alusiva, la anfitriona no había escatimado en gastos. Entonces reflexionó sobre el hecho de que, tal vez, la ausencia de mobiliario y de objetos valiosos tenía que ver justamente con eso, pues era costumbre ante una celebración vaciar el interior de la estancia para dedicar la mayoría de los espacios a la misma, en especial cuando las frías temperaturas—como las del mes de Octubre—impedían trasladar la fiesta al exterior. Una buena anfitriona lo sabría y no permitiría que sus fastuosos diseños estuvieran expuestos a cualquier tipo de daño.

Una vez más, el gusanillo de la envidia se removió en el interior de la diablesa, que se prometió esmerarse para dar la mejor fiesta de Halloween y convertirse en tema de conversación de la alta sociedad el siguiente año.

Mientras la familia avanzaba hacia el Gran Salón, guiados por una parca ama de llaves, Joanne observó en detalle el decorado: no faltaban las calabazas y los nabos tallados, ni las mazorcas de maíz pintado o en forma de terroríficos porta velas, lo que le aportaba aquella flama fantasmal a la atmósfera.

La pequeña Clara extendió sus bracitos para alcanzar las ramas secas que formaban cuerpos esqueléticos, los cuales colgaban con largas sogas desde las vigas expuestas del techo, mientras otras estaban cubiertas con muselina blanca aparentando ser espectros mecidos al ritmo de la brisa que lograba filtrarse a través de las grietas de la piedra o por medio de las tuberías de la propiedad.

Al llegar al recinto, donde yacían la mayoría de los engalanados invitados, William posó su mirada en la mesa principal y su rechoncho estómago rugió ante las exquisiteces que formaban parte del banquete: sándwiches con diferentes rellenos, patatas asadas, purés, gachas dulces, deliciosas sopas y numerosos postres, entre los que figuraban nueces rellenas de dulces, tartas frutales, magdalenas y, por supuesto, manzanas, las reinas de la noche mágica.

Pocos eran los vicios que caracterizaban a Mr. Harper y aunque algunos lograban pasar desapercibidos (incluso a la mirada inquisidora de su mujer), su adicción a la comida era evidente para todos.

Clara revoloteó, como los otros niños, alrededor de la mesa de dulces, probando las nueces y almendras confitadas a la espera de la hora de los juegos y trucos. ¡La parte más lúdica y divertida de la jornada!

Además de los variados platillos, también había diversidad de flores: begonias, pensamientos, crisantemos y dalias que conformaban el resto del singular decorado y se extendían a lo largo y a lo ancho del Salón en ornamentales arreglos o en forma de coloridas y perfumadas guirnaldas otoñales que se mezclaban con los primorosos sombreros y elegantes tocados de las damas.

Sobre un pequeño escenario, montado bajo la bóveda cristalina con vista a los astros, yacía un regio piano de cola, digno de una casa como aquella. Victoria se dedicó a observar el instrumento mientras se preguntaba si alguno de los invitados estaría dispuesto a tocar una pieza esa noche. Ciertamente no era su caso. Ella no había sido bendecida con el don de la música, ni el de la costura y el bordado, la pintura o la poesía...Aunque sí era muy buena para la danza. Lamentablemente esa no era una fiesta de baile.

A pesar de ello, el peculiar gentío, que había adoptado la forma de personajes literarios y de figuras históricas de distintas épocas y culturas (tanto occidentales como orientales), no dudaba en exhibirse y contonearse por la pista, cual pavos reales. Victoria advirtió que ninguna de las jóvenes lucía un atuendo tan majestuoso como el suyo. En cuanto a los caballeros, pocos eran de su agrado. Quizá muchos tuvieran un buen apellido y una fortuna notable, pero la mayoría eran gordos, calvos o demasiado viejos.

"¡La belleza escasea en estos tiempos!" Pensó con aflicción. Aunque su ojo entrenado supo reconocer algún que otro buen partido entre tanto desperdicio de hombre.

La cena transcurrió con normalidad y duró hasta media noche, tiempo que Joanne aprovechó para interactuar con algunas damas de la aristocracia y, por supuesto, con la anfitriona de la casa, que resultó ser una mujer mucho más joven y hermosa de lo que había imaginado. Pensó que los periódicos no le habían hecho justicia, ni a ella ni a su esposo, que ocupaba la otra cabecera de la mesa y que era más mesurado que su cónyuge —en palabras como en vestuario—.

Mientras Miss. Harrison vestía un traje isabelino que era una visión en blanco, que destacaba de su largo cabello azabache y la hacía parecer un verdadero ángel, Mr. Harrison se había saltado la parte del disfraz y llevaba puesto un tradicional traje negro.

La sagaz dama también percibió que las discrepancias entre la pareja no sólo abarcaban el vestuario, sino que además eran opuestos en temperamentos. Miss Harrison le pareció más animada, carismática y sociable, aunque tras esa fachada de amabilidad forzada percibió a la fiera asomando tras sus pupilas doradas. En tanto, su esposo, era un hombre más serio y reservado, hasta nostálgico se podría decir, pero sobre todo sincero. Sí, había bondad tras las sombras que se ceñían en sus orbes y que empañaban aquel atrayente verde esmeralda.

Miss Harper se preguntó cómo era posible que dos opuestos pudieran convivir, posiblemente como lo hacían ella y su esposo. Al menos Miss Harrison tenía la suerte de tener un galán a su lado, en cambio ella...

Aquellos pensamientos ocupaban su mente cuando el péndulo del viejo reloj marcó las doce y la dinámica de la velada sufrió un abrupto cambio.

—Espero hayan tenido una maravillosa cena queridos míos. Mas, el tiempo de reposo y paz ha terminado. Ahora, ¡qué comiencen los juegos! —anunció la anfitriona, esbozando una amplia sonrisa lobuna.

Tras lo dicho la estancia se sumió en penumbras.

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