v. Circo.
Peter espió tras la lona roja a la gente del público con una sonrisa, curioseando por lo bajo con Harley, admirando el esplendor de las personas que pagaban por verles.
Todos vestían tan hermosos, con sus trajes caros, sus sombreros altos, sus tirantes rayados.
Las mujeres llevaban el cabello ordenado, los labios rojos, la falda por debajo de la rodilla.
Vestían colores tan hermosos y se veían tan elegantes y alegres que Peter se sentía avergonzado de tener que salir así vestido, con las únicas prendas que tenía.
También observó que había niños esparcidos entre las personas, ilusionados, maravillados con el espectáculo que brindaba Strange con sus trucos de magia.
Le ponía nervioso porque siempre tenía que salir luego de él.
No era como si su show y sus participaciones fuesen algo realmente excepcional, así que la inseguridad de que nadie le aplaudiera siempre estaba, aún si jamás le había ocurrido.
—¡Ahí esta! En la fila del medio. ¡Te lo dije, Peter! Viene todas las noches a verte a ti— señaló Harley con soberbia, apuntando groseramente con el dedo a aquel hombre que iba a cada función del circo de Freaks durante el último mes.
Peter había quedado prendido de él la primera noche que le vio sentado, analizando cada parte de su cuerpo bajo el reflector. Se veía tan elegante, tan distinguido e inteligente, que, por primera vez en años, se sintió cohibido frente a tantas personas y estuvo a punto de bajarse del escenario de la vergüenza.
Él era tímido. No era una gran novedad que de repente el pánico escénico le atacara, pero, ¿qué otra opción tenía? Él cerraba el show, así no lo quisiera.
Pensó que sería cosa de una noche, pero en la siguiente función, el hombre también apareció.
Y la siguiente, y así durante todas las noches que le siguieron. El señor Strange hasta había reservado ese lugar para él, porque aquel hombre de traje fino y barba prolijamente recortada, iba a todas las funciones que habían, en todos sus horarios.
Todos, corroídos por la curiosidad, presionaron al mago, presentador y director del circo, para que les dijeran como se llamaba.
Stephen murmuró un suave, "Lean el periódico de hace tres días" y todos corrieron, literalmente, a revolver entre las cosas acumuladas, encontrando el periódico en cuestión, notando que evidentemente, el hombre aparecía en la portada.
Anthony Edward Stark. Un importante y adinerado hombre de negocios, muy famoso, muy importante, visitando el pueblo por motivos desconocidos. Se decía que había viajado con su prometida y que, al tercer día de llegar allí, ella se fue, sin el anillo de compromiso.
Así que todos los freaks del circo comenzaron a apostar, a armar teorías, a soñar despiertos.
¿Qué tanto dinero tendría encima ese hombre para pagar tantos boletos tan seguido? ¿Sería un cazatalentos de aficionados? ¿Un pervertido en secreto? ¿Un asesino que tapaba sus huellas? ¿Un cirujano maravillado con sus deformidades? ¿Alguna especie de lunático? Tal vez un hombre aburrido, tal vez un hombre solitario con demasiado dinero sin nada en qué gastarlo.
Podía ser cualquiera de esas cosas, porque creerlo o no, se hablan topado con gente así. Gente que quería comprarlos para abrirlos a la mitad y ver cómo eran también por dentro. Hubo otro que quiso matarlos y embalsamarlos, poniéndolos en la vitrina de un museo.
Había quienes pagaban a Strange en privado para poder cumplir sus morbosas fantasías sexuales con el que se le antojara, siendo casi siempre Peter, Harley y Natasha los requeridos para el peor de los trabajos.
Pero estaba bien, no era lo peor que habían hecho.
Personas como ellos, estaban olvidados en la misma nada, atrapados allí dentro para siempre. Agradecían tener de comer y donde dormir, así como ser una especie de familia entre todos.
Era lo más cerca que podían estar de la felicidad, y no les daban derecho a quejarse.
—¿Vas a hablarle luego de la función? — Peter se encogió de hombros, mirando risueño al hombre que parecía aburrido viendo el show de magia. Claro, ¿y decirle qué? No estaba seguro de que fuera por él, pese a que todos le decían que así era.
Decían que su rostro mostraba interés cuando Peter aparecía. Que, si estuviese interesado en Natasha y sus tres senos, ya habría pagado por ella o siquiera se quedaría hasta el final de la función, que era cuando él aparecía.
—No seas tonto, no tengo nada que decirle.
Y era cierto, ¿qué le podía contar? Se la pasaba allí encerrado, entrenando, practicando sus actos, limpiando y conviviendo con otros freaks. No podía ir al pueblo porque nadie los quería allí. No podía visitar los lugares a los que iban cuando movían el circo, porque la policía no se los permitía.
Sus experiencias sexuales pagas de dos minutos eran todo lo que tenía para contar, y ni siquiera era algo realmente agradable.
Lo único que Peter atesoraba como más valioso, eran sus visitas. Le podía contar de la cantidad de horas que se le quedaba viendo cuando él no lo notaba.
Por ejemplo, ahora mismo, tenía la cabeza a un costado, el semblante aburrido, los brazos cruzados y estaba ligeramente inclinado hacia atrás.
Movía mucho las cejas y nunca le había visto sonreír. En sus ojos podía ver tanta sabiduría que Peter moría de ganas por escucharle hablar.
¿En qué tipo de negocios trabajaría? ¿Cuantos idiomas sabría hablar? Seguro sabía escribir y leer. Peter podía leer un poco, pero escribir era más difícil y nadie jamás se había molestado en enseñarle.
¿Por qué su prometida se había ido sin su anillo de compromiso? Peter creía que alguien que se comprometía era porque estaba enamorado. Si lo estaba, ¿por qué ella se había ido? ¿Se había enterado que fue a ese circo y le dio asco?
¿Por qué iba a ver la misma función una y otra vez? ¿Se sentía solo? ¿Tenía mucho tiempo libre?
Por más que se había esforzado, las teorías ya no le alimentaban el corazón. Él quería saber. Quería nutrirse de sus palabras y derretirse ante el tacto de sus manos.
Suspiró lleno de anhelo y retrocedió cuando las luces bajaron. Harley le había dejado una palmada en los hombros antes de ir a preparar las cosas del acto final, dejando a Peter sumido en todo su pesar.
Soñar era gratis, pero era sumamente doloroso cuando la realidad aparecía sin avisar y te recordaba que la fantasía no era algo palpable y que, en algún momento, los cuentos que se inventaba antes de dormir no podrían mantener su corazón latiendo.
Peter se miró en el espejo inclinado que estaba al fondo y se sintió pequeño.
Su ropa era la misma de siempre. Sus pantalones cafés, su camisa crema abierta dos botones y arremangada hasta los codos. Sus rizos castaños por todos lados.
Peter era consciente de que no era alguien normal. Que podía ser muy inteligente, aprender rápido, ser amable, ser cuidadoso y gentil, pero que los brazos que le salían de las costillas le cerraban todas las puertas en la cara.
Cuatro brazos. Había nacido con ellos, crecido con ellos.
Los odiaba. Y odiarlos, dolía.
Porque sus brazos no le habían hecho nada. La gente decía que él era un paria por algo que no había elegido. Él y sus compañeros no tenían opciones, no tenían futuro, solamente porque la gente no quería que lo tuvieran.
Y era frustrante porque era algo que no podía controlar, ni mucho menos cambiar, porque nadie quería escucharlos.
Viendo su reflejo todos los días y cada noche antes de salir a dar a su función, se recordaba porque no podía ir a hablarle a ese hombre. No podía plantarse frente a él como un igual, fingiendo que esos dos brazos de más no estaban ahí, aparentando una normalidad que jamás sería suya.
Joder, nadie que no sea un degenerado querría acercarse a él.
—¡Damas y caballeros! ¡Denle una bienvenida al chico araña!
Peter se sobresaltó al recordar que ya era su turno y se limpió las lágrimas con rapidez, ensayando una sonrisa rápida, tomando todo el aire que le fue posible.
Subió las escaleras, saludó con todas sus manos y la gente chilló de asombro. Allí, en el medio, notó como el señor Stark se acomodaba mejor en su asiento y se erguía un poco, siguiendo cada uno de sus movimientos con la mirada, haciendo que se le revolviera el estómago de gusto.
Peter sabía que solo podía soñar. Que podía fingir, en su cabeza, que estaba allí por él. Inventaba historias de amor donde ese hombre había quedado prendado de su exótica anatomía y que había decidido dejar atrás su compromiso, conformándose con verle de lejos. Esas y más cosas que Harley llamó tonterías, pero que a Peter le servían para respirar un día más.
Para subirse a ese escenario cada día y sonreír como si realmente valiera la pena hacerlo.
Comenzó a lanzar las bolas de colores por los aires y atraparlas con destreza al ritmo de la música, haciendo caras, riendo, animando al público como bien sabía hacer.
Intentaba no mirarle demasiado entre actos para no desconcentrarse, pero esa vez se animó a hacerlo y pudo verlo, realmente claro.
Una sonrisa. Una mirada de orgullo, un asentimiento. Todo a la vez. Todo junto.
Sintió que el cuerpo se le volvía gelatina, mientras se le coloreaban las orejas hasta las puntas. Casi tropieza y deja caer las bolas, pero se recuperó como todo un profesional cuando recordó que, por cada fallo, le quitaban de su paga diaria.
Hizo su acto por los siguientes cinco minutos y, al terminar, hizo una reverencia, agradeciendo con asentimientos los aplausos, saludando a los niños que le gritaban, alegres y echando un último vistazo al Señor Stark, que siempre se ponía de pie por él, aplaudiendo únicamente su acto, prometiendo volver con un sutil guiño de ojo.
Y dolía tener que conformarse, porque verle de lejos era todo lo que podía hacer. Alguien como Peter no tenía permitido enamorarse. Así que lo hacía en silencio, viendo su fotografía del periódico que había recortado y guardado con aplomo bajo su almohada. Se había acostumbrado a buscar más de ellas, pequeñas, en blanco y negro, a guardarlas en una pequeña caja de lata, donde nadie se las pudiera robar.
Después de todo, su más grande temor era que el Señor Stark no volviera la noche siguiente.
Pasaba el día ansioso, temeroso de no verle aparecer, de encontrarse con su asiento vacío y sus pobres esperanzas aún más marchitas que el día anterior.
Sabía que aun si sus sueños de niño se cumplieran, no podría estar con él.
Peter no podía dejar el circo. No solo porque no había otro lugar donde pudiese vivir, sino que allí, en ese lugar, los freaks se habían convertido en la más amorosa familia. El señor Stark seguramente tenía una vida y no podría perseguir el destino del circo durante más tiempo, porque ellos se irían en cuestión de días a otra ciudad y probablemente, no volverían a verse.
Peter no era como Visión que podía leer mentes o como Wanda, que adivinaba el futuro en su bola de cristal.
Era demasiado inseguro para su propio bien, demasiado consciente de sus deformidades. Estaba lo suficientemente roto como para creer que alguien como Anthony podría estar desperdiciando tanto tiempo en él.
Lo que en realidad desconocía por completo, era que no solo desperdiciaba tiempo, sino también dinero.
Porque en el exacto instante en que Tony le vio aparecer, supo que su compromiso no iba a durar y que el chico había sellado sus destinos para siempre.
Después de todo, quien compraba un boleto, podía comprar el circo. Así lo afirmaba los papeles que guardaba receloso dentro de la chaqueta, solo para asegurarse que Peter Parker, jamás pudiese dudar de su palabra, ni tampoco, irse de su lado.
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