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iv. Noche de Halloween.

Peter apoyó la punta de sus pies en el borde del edificio y se quedó agachado, respirando el aire húmedo y sintiéndose sobrecogido por la brisa fresca del otoño nocturno.

Admiró la ciudad en silencio, contemplando específicamente los pequeños puntitos de colores que correteaban de un lado al otro, disfrazados para la ternura y cargando canastas repletas de dulces.

La noche recién empezaba, a decir verdad. Los últimos vestigios del atardecer se escondían entre la llanura de cemento y daba paso al núcleo de uno de los eventos más complicados del año.

La noche de Halloween.

Peter solía disfrutar esas festividades cuando era un niño.

Recordaba haberse disfrazado de muchas cosas de niño, todos trajes hechos en casa, porque no tenían demasiado dinero para cosas complicadas.

Llegó a taparse con una sábana con huecos para los ojos, a inventarse un poncho con algún viejo chal de May y a pintarse heridas falsas en el rostro con sus labiales más rojos para parecer un zombi.

Ahora, con veintiún años, Peter ya no podía gozar los santos beneficios de obtener dulces gratis durante toda la noche, solo por vestir adorable y ser pequeño.

No, ahora pertenecía al grupo de individuos que se disfrazaba sexy para poder ligar en alguna fiesta de disfraces en la universidad.

Lejos habían quedado esos tiempos donde uno quería ser el más aterrador o el más adorable; en la universidad no había lugar para semejantes. Se vivía la magia universitaria solo una vez y el cuerpo no sería eternamente joven, así que todos aprovechaban esa excusa para vestir de forma provocativa.

Él, por su parte, no tuvo mucha opción. Había alquilado un disfraz de la guerra de las galaxias que, increíblemente, se le veía demasiado bien. Pero ahí lo había dejado, en la esquina de uno de los baños de la universidad.

Lo intentó, de verdad lo intentó.

A una ínfima y egoísta parte suya le dolía, claro que sí. Peter era tan humano como cualquiera y sabía que la juventud pasaba rápido y se le escapaba de las manos a prisas.

Y, aun así, él elegía perderse eventos efímeros pero significantes para su crecimiento, haciéndola de guardia nocturno entre las calles de la ciudad.

Muy pocas personas reparaban en ciertos hechos, especialmente durante una noche festiva.

Halloween era la excusa perfecta para verse como uno quisiera, sin que nadie tuviese derecho a reír o a señalar con el dedo. Podían pedir dulces, corretear por las calles vestidos de lo que más desearan ser y pasar la noche paseando entre casas adornadas de cosas graciosamente espeluznantes.

Al ser una de las noches más divertidas del año, nadie notaba que podía llegar a ser la más peligrosa.

Peter sí lo sabía.

Lo había visto, lo había vivido, lo había sentido.

Quisiera poder relajarse. Ir de sala en sala bailando al ritmo de la música y consiguiéndose sus buenos ligues para descomprimir un poco el inevitable estrés facultativo.

Quisiera poder al menos invitar a alguien a ser su pareja, a bailar, a disfrazarse de algo gracioso en compañía, pero no podía.

Nadie podía entenderlo. Tuvo que desistir de tener pareja, desistir de pasarla bien, abstenerse de la sana diversión juvenil.

Todo por lo ocurrido el año pasado.

Peter decidió ser un chico normal esa vez. Se disfrazó, bebió y se divirtió. Se acostó con dos personas y amaneció envuelto en sábanas ajenas con una enorme sonrisa de satisfacción en el rostro.

Le duró toda la primera hora de la mañana. No fue hasta que encendió el televisor de su habitación compartida que se enteró que una niña de cinco años había desaparecido a dos malditas calles de donde él estuvo durante toda la noche.

Y por más que salió despavorido hacia el complejo, solo alcanzó a observar por cámaras de seguridad que la niña fue dejada sola dos malditos segundos y desapareció, mientras su madre hablaba con la madre de otra niña, quitándole la vista de encima solo por un miserable instante.

Llevaba un vestidito de princesa lleno de brillo y el cabello rubio hasta la cintura. Unas alitas de hada transparente que se le torcían cuando corría y una risa estridente y muy bonita.

De nada sirvió buscarla a partir de su última ubicación. De nada sirvió rastrearla con toda la tecnología existente para hallarla. De nada sirvió que su mentor intentara ayudarle en la búsqueda. La encontraron muerta tres días más tarde.

Y Peter simplemente no se lo pudo perdonar.

No quiso volver a beber, no quiso volver a ir a fiestas, no quiso volver a tomarse un respiro. Pasaba con extrema ansiedad sus días intentando ser una persona normal, intentando no pegarse la máscara al rostro y jamás volver a quitársela. Ignoraba citas, invitaciones, cualquier cosa que pudiera hacer en su tiempo libre.

Vivía patrullando. Estudiaba con el traje puesto en la cornisa de algún edificio, atento a los ruidos, a la radio de la policía, a cualquier maldita cosa.

Y cuando la noche de Halloween llegó, pese a que Ned intentó convencerlo de que ese año no iba a pasar nada, no pudo mantener su promesa de quedarse allí una miserable hora.

Lo sabía, sabía que desde el exacto momento en que sintió la responsabilidad manejarle el cuerpo al salvar su primera vida, que ya no podría tener una vida normal.

Que muchas cosas que ocurrían eran su culpa así y él no fuese el causante de nada. Que el derecho a divertirse y a descansar lo había perdido en el instante en que esa niña apareció muerta.

Porque Peter podía soportar mucha culpa, mucho peso y mucho dolor. Pero el descuido, esa asquerosa irresponsabilidad que había cometido, jamás se le soltaría de la cabeza.

Y no importaba cuanto tiempo le tomara, no se iba a ir a dormir hasta ver que cada niño de esa ciudad volviera sano y salvo con sus padres.

—Tu disfraz es bastante predecible. Ya sabes, se supone que tienes que vestirte diferente a como lo haces el resto del año— tan concentrado estaba mirando con detenimiento cada detalle, que casi no lo oye llegar.

Escuchó el familiar zumbido de los propulsores y el seco choque de la armadura con el techo del lugar. Tony salió de allí tan elegante y casual como siempre, destilando ese aroma exquisito que le rodeaba por las carísimas colonias que usaba.

Si había una cosa de lo que Peter jamás podría cansarse, era de él. De lo que jamás podía escapar así no quisiera distraerse.

—Irónico que eso venga de su boca, señor Stark— murmuró, viendo cómo iba vestido con la ropa de siempre y nada disfrazado—. Creí que tenía una fiesta.

Tony llevaba años sin organizar fiestas. Ni en su mansión ni en el complejo. No más solía hacer reuniones puntuales de negocios o por algún cumpleaños, pero nada de lo que se recordaba como las famosas y ostentosas fiestas de Tony Stark. Ahora, solo asistía a algunas. La soltería siempre le había sentado de maravilla y a sus cincuenta años, parecía volverse más atractivo, más misterioso, más afrodisíaco, así que no era sorpresa cuando salía en noticias que el soltero más codiciados de todos los tiempos no se aburría en la cama, visitando fiestas solamente para ligar rápido, hacer lo que tenía ganas de hacer y volver a su casa.

Y a Peter le sorprendía que, pudiendo estar divirtiéndose en alguna parte, decidiera perder el tiempo allí, con el frio que hacía.

—Tenía cinco fiestas, pero aquí me ves. Cuidándole el trasero a un mocoso cabeza dura.

No era como si él se lo hubiese pedido de todas formas, pero nada podía reprocharle. Después de todo, si él era cabeza dura, era porque Tony se lo había enseñado.

—No me pienso mover de aquí. Pierde su tiempo si pretende hacerme cambiar de opinión.

Para su sorpresa, su mentor no le respondió de la forma ácida que esperaba, sino que, en su lugar, le extendió una taza de café humeante y una caja de dulces con motivos de Halloween, decorando los postres.

Titubeó un poco antes de tomarla, porque era algo bastante raro. Tony no era alguien en absoluto desagradable, pero no solía ser tan atento. Si un poco cuando se trataba de su seguridad, pero no lo suficiente como para molestarse en alcanzarle algo de comer.

De hecho, solía ser al revés.

Más raro se sintió al confirmar que el café estaba justo como solía pedirlo. Con extra crema y un toque de canela.

—Muévete, voy a sentarme ahí— pidió, golpeándole el brazo con la punta del zapato.

Y se sentó. Sin decirle nada, ni siquiera tirando un chiste inapropiado al aire, como en esas tardes en el taller en el que parecía estar coqueteando, pero al final cambiaba de tema y todo quedaba en la nada. Solía usar chistes en doble sentido, roces innecesarios, y hasta se quedaban viendo durante mas segundos de lo socialmente aceptable antes de que la cosa pasara a ser algo obviamente gay.

Y Peter admitía que disfrutaba todas y cada una de esas cosas.

Exceptuando, por supuesto, cuando Tony se burlaba, carraspeaba o fingía que nada de eso había pasado.

El silencio entre ellos solía ser normal, de todos modos. Peter pasaba sus fines de semana enteros en su taller, vigilando rincones de la ciudad con sus cámaras mientras trabajaba o convivía con él, pero nunca en una situación como esa.

Sentados al borde de un edificio, comiendo algo, juntos. Solo porque sí.

Y por más que no era un silencio necesariamente incómodo, sí sentía la abrupta necesidad de justificarse antes de que su mentor abriera la boca.

—Sé que no puedo estar en todos lados, no necesito escuchar eso—se le adelantó, estando al cien por ciento seguro de que a eso había ido. A regañarle por estar ahí en vez de divertirse como alguien de su edad—. Pero puedo estar en algunos lugares. Y eso es mejor que nada, ¿sabe? —intentó disuadirle, al notar que siquiera le estaba mirando —. Puedo estar aquí. Puedo llegar rápido al otro extremo si me necesitan. Puedo-

—Que poder, puedes. Yo también puedo. Sin embargo, no me ves aquí todas las noches.

Le cabreaba que hiciera eso. Peter había deseado por años ser como él, igualar sus pasos, no cometer sus errores.

En el camino, había encontrado los suyos. Sus fallas, sus metas, sus propios ideales a los cuales aferrarse. Había encontrado un ritmo, cierto balance entre sus patrullas y su vida real. Había logrado dejar esa obsesión adolescente con tener puesta la máscara en todos sus ratos libres para demostrarle a ese hombre que valía la pena tenerle a su lado.

Todos esos años de progreso y madures se fueron al caño cuando esa niña desapareció y odiaba que nadie lo pudiera entender.

Peter jamás había sido de los que abrazara el miedo y se quedara rodeado por él, pero si eso significaba no volver a cometer un error de ese tamaño, entonces bien, se apuntaba a la cobardía.

—¡Eso no es justo! Jamás... yo jamás...— balbuceó algunas incoherencias al chocar de lleno con sus ojos, atentos, fijos en él. Jamás era fácil gritarle, mucho menos si lo tenía tan malditamente cerca. Al final, se tragó las lágrimas al revivir el asqueroso momento en que se enteró que una niña había muerto mientras él bailaba con el chico que le invitó a la fiesta y suspiró, visiblemente derrotado—. Tenía cinco años. Salió a divertirse y terminó desapareciendo. ¿Cómo puede pedirme que vaya a una fiesta cuando eso podría volver a ocurrir?

No le pudo aguantar mucho la mirada luego de decir eso. Clavó sus ojos en los niños que pasaban debajo de ellos e intentó, por todos los medios, no largarse a llorar como un niño.

Era una carga insoportable. Había pasado un año entero y él aun no podía dormir pensando en ello. Porque no era como las demás personas que no había podido proteger.

Era diferente.

Él había aprendido a aceptar que no se podía salvar a todos. Siempre lo supo. Daba todo de sí mismo para evitar muertes o heridas fatales, pero a veces no daba abasto y por más doloroso que fuera, tenía que aceptar que estaba bien. Que debía aferrarse a las cosas que sí podía hacer, a la gente que sí pudo salvar.

Pero esa noche, él estuvo a dos calles de esa niña. Sabía que debía patrullar, al menos una hora. Pero no quiso hacerlo. Decidió ir a divertirse un rato, porque nada podía pasar si él descansaba solo una noche. No era como si pudiese controlar nada, pero eso no cambiaba que, de no haberse puesto celoso por ver a Tony coqueteando con su cita de turno esa tarde, él no hubiese tenido la asquerosa necesidad de olvidarse del entorno y rendirse ante el toque ajeno.

—Yo no te he pedido que vayas a ninguna fiesta, Parker— desvió la vista y se centró en él, esforzándose por entender que demonios se traía—. No he venido a darte clases de moral ni a soltarte un castigo por estar espiando a la gente como un desquiciado— masculló con esa mueca desinteresada tan sarcástica y exquisita que a Peter siempre le hacía reír—. Vengo en son de paz.

—Eso no suena mucho como usted— murmuró, espantando las lágrimas que se le habían acumulado y sonriendo un poco más tranquilo, ahora que sabía que Tony no estaba ahí para echarle las mismas broncas que los demás.

De un movimiento casi ensayado, Tony le quitó la máscara de las manos y se la puso, tomándole completamente desprevenido.

—Hoy voy disfrazado de idiota, aprovéchalo. Tienes hasta las doce de la noche. Luego me pondré de malas.

Claro que Tony iba a entender su culpa. De hecho, nadie mejor que él para entenderla.

Comprendió que no estaba allí para pedirle que lo olvide o para arrastrarle a alguna fiesta donde no conocía a nadie, como él creía.

Tony sabía que él no tenía la culpa, pero respetaba que sintiera que sí lo era. No le decía tonterías que no necesitaba escuchar, no le venía con cuentos ni promesas. Analizaba la situación y actuaba acorde a lo que Peter requería, siempre. Tal vez solía ser más disimulado, pero en esa ocasión, serlo era contraproducente.

El chico necesitaba un apoyo que iba más allá de un abrazo donde refugiarse para llorar. Las opciones eran variadas, pero la solución era solo una; acompañarle.

Si una persona normal podía hacer eso gratis, él, que era billonario, ¿Cuánta compañía y apoyo podía ofrecerle?

Viéndole hacer el ridículo con su máscara puesta mientras se quejaba de cómo demonios respiraba con eso pegado a la cara, Peter sonrió, llevando de improvisto su mano a la suya para apretarla, agradeciendo en silencio el generoso gesto, recibiendo una dulce caricia en respuesta.

A lo lejos, mientras sus manos se entrelazaban a la vista de nadie, podía ver el destello de sus otras Marks, vigilando algunos puntos de la ciudad, regalando dulces, asegurándose de que todo iba en orden y que ese año, al menos desde donde podían estar atentos, ningún niño faltara en sus casas.

Lo subí re tarde, pero lo subí♥

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