iii. Campamento.
Cuando era niño, Harley odiaba esas tonterías.
Odiaba el aire libre, odiaba el bosque, odiaba los bichos, las fogatas, las malditas cabañas junto al lago. Le parecían de las cosas más espantosas y aburridas del puto mundo.
No podían culparlo. Él vivía en un lugar exactamente igual a ese. Tenía su jodida casa al lado de un bosque. Del otro lado, si caminaban o conducían lo suficiente, tenía un pequeño pero horrendo lago. Tenía que pasársela buscando leña en invierno para que su madre dejara de quejarse del frio que hacía y también había acostumbrado sus sentidos a los ruidos que venían de los altos árboles que rodeaban la zona, porque, aunque los depredadores no acostumbrasen a acercarse demasiado al pueblo, siempre había que estar alerta.
Así que sí, de niño, esos lugares le ponían de malos modos. Porque subirse a un bus, tener un viaje de aproximadamente una hora para bajarse en un lugar exactamente igual al cual intentaba escaparle, era un sinsentido que le nublaba el juicio de rabia. Soportar niños que no conocía de nada, compartir la cabaña, participar en actividades al aire libre y ser picado por mosquitos.
Algo que tranquilamente se podía evitar si pasaba el día encerrado en su casa, jugando videojuegos.
Ahora, siendo un adulto, Harley había entendido que de las cosas que más odiabas bien podían salir buenas experiencias, buenas relaciones, y mucho aprendizaje.
Si bien de niño había ansiado con salir de ese lugar para visitar las grandes ciudades del mundo, ahora no podía evitar emocionarse con la llegada del otoño. Solía ser, desde siempre, la única estación del año que parecía merecer la pena en su pueblo.
Los arboles parecían encenderse desde la punta de sus copas y bajar en tonos dorados y cobrizos hasta el piso. Todo se transformaba. Todo moría y dejaba regalos en la puerta de su casa.
Las ardillas se veían más a menudo y había muchas hojas para patear camino a la escuela. Era el único momento en el que disfrutaba realmente estar afuera, mientras la muerte danzaba alrededor del viento y se llevaba los restos de lo que alguna vez había estado vivo.
Su madre, tomando aquello de excusa, pensó que el niño necesitaba convivir más con el aire fresco, tener amigos nuevos, pasar menos tiempo frente al televisor y hacer más ejercicio.
Así que, en su ignorancia, le envió a un campamento otoñal a una miserable hora de donde vivía. Y Harley nada más llegar, lo había odiado.
Era curioso, que ahora, con dieciocho años, esperase ansioso por llegar a las puertas del campamento. Ya no como un pequeño explorador, sino como consejero.
Tenía como tarea exclusiva, vigilar a los mocosos y cuidar que nada malo les fuera a pasar.
Un asco de trabajo, si le preguntaban.
No era un chico de paciencia. No le gustaban nada los niños para ser franco; nada más podía sonreírle con honestidad a su hermana menor, que nada lo molestaba y le cubría cuando quería salir de fiesta a altas horas de la noche sin avisar a donde.
Así que tenía la cabeza zumbando, la garganta seca y un pesar insoportable.
Los chicos se la habían pasado cantando, gritando, tirándose del cabello, tomándole el pelo y quejándose de cuanta maldita tontería se pudiera.
Si fuera por él, iría en la parte de atrás del bus, callado, durmiendo una siesta, pero pocos eran los que estaban allí para soportar semejante tontería y él era uno de ellos. Tenía que vigilar que no sacaran la cabeza por la ventana, que no se estuvieran peleando ni robando las cosas.
Así que sí, odiaba ese trabajo ocasional que tomaba todos los años, pero amaba el jodido campamento.
No era tan grande ni extenso como prometía el folleto, pero a los padres no les importaba. Pagaban lo que sea por tener a los niños fuera de sus casas, para que otros les escucharan los inventos, para que otros jugaran sus juegos, para que otros disfrutaran de su existencia.
Y Harley aprovechaba eso. Era fácil venderles algo de paz a los malos padres, era casi afrodisiaco ver como sus facciones se llenaban de alivio al saber que tendrían la casa sola durante una bendita semana.
Así que ahí estaba, organizando grupos, eligiendo donde iban a dormir y dejando a los niños instalarse.
Se tomó un tiempo para observar el lago, para acariciar con delicadeza los troncos casi negros de los árboles que le rodeaban y para sentir el dulce viento acariciar su rostro.
Era indescriptible la notable diferencia que había con el bosque al lado de su casa. No eran los mismos árboles, ni siquiera sabía decir de qué tipo eran. El viento olía diferente, las raíces parecían hundirse al verlo pasar, para no dejarlo caer. Las hojas eran más suaves y todos, absolutamente todos los arboles estaban erguidos derechos, como si fuesen soldados listos para acatar órdenes.
Siempre le sorprendía como los niños no lo notaban, como los pocos consejeros que alguna vez fueron sus compañeros, tampoco podían sentir la energía que salía de entre las ramas.
Pero estaba bien, mejor para él. Nadie necesitaba notarlo, nadie merecía hacerlo.
Con el pasar del día, mientras todos realizaban las respectivas actividades, Harley revisaba con la mirada, la copa de los árboles.
Y es que allí, en esa época y específicamente ese día durante todos los años, las hojas cambiaban rápidamente de color.
Dejaban de ser verdes cuando él llegaba y comenzaban a balancearse ansiosas, dándole una cálida bienvenida.
Y él sonreía como tonto, energético, ansioso por llegar a la mejor parte de todas, esa que oscilaba entre la hora de dormir y la de cenar.
Esa, donde todos se sentaban alrededor de una gran fogata y se contaban historias de terror, mientras las hojas permanecían quietas, amarillas, casi blancas, escuchando todos sus relatos, siseando entre los árboles, esperando cada vez con menos paciencia.
Era un ritual que llevaba a cabo durante todos los años, su favorito, en el cual más se esmeraba.
Porque luego de saborear sus malvaviscos, de tomar su bebida caliente y escuchar sus historias, los niños se iban a dormir, asustados, perseguidos por todos los estragos de su imaginación. Cuando se acostaban, la habitación parecía más grande. El viento golpeaba las ventanas, los animales corrían angustiados, las luces no se prendían.
Más de uno se pasaba a la cama de otro compañero, otros se aglomeraban en la esquina de una habitación para armar planes en caso de que un monstruo se apareciera a la mitad de la noche.
Los niños sudaban el miedo hasta por los ojos y allí, cuando todos permanecían sentados en las camas, sin intenciones de pegar un ojo, Harley entraba con ellos a tranquilizarles y a convencerles de que afuera, no había nada.
Nada de nada. Ni un lobo, ni una ardilla. Ni un asesino serial. Nada de eso. Nada de lo que él les había inventado.
Les hacía ponerse sus abrigos, tomar sus linternas y caminar por el bosque con él, despacio, cantando, riendo un poco, haciendo bromas, buscando que le pierdan el miedo e intenten ver lo que él veía cuando paseaba por allí. La armonía entre sus colores, la cálida oscuridad de su corteza, la gravedad de los silbidos que producía el viento.
Los niños confiarían en él. El bosque se estremecería de gusto cuando Harley hiciera una artimaña para distraerles y volver al campamento, dejándoles allí solos, viendo si alguno encuentra el camino de vuelta.
Pero no suelen encontrarlo. Porque nadie puede ver lo que Harley ve ni sentir lo que siente.
Así que el consejero se sienta en las escaleras de su cabaña, fumando un cigarro que siempre reserva para la ocasión y escucha, muy a lo lejos, los gritos. El miedo, la incertidumbre. La ignorancia.
Niega con la cabeza, rodando los ojos, sin entender a qué demonios le pueden tener miedo, si ese bosque no es más que el exacto reflejo de todo lo que él encuentra fascinante.
Pero no pierde esperanzas. Espera, como cada año, que algún niño salga de ese bosque. Que encuentren el camino de regreso tal y como él lo hizo aquella primera noche, cuando su madre decidió enviarle a aquel lugar cuando tenía solo ocho años.
Esa noche, donde su anterior consejero escolar los perdió de vista y jamás volvió por ellos.
La noche donde fue el único sobreviviente, porque el bosque decidió que Harley era necesario, que era su amigo, que jamás podría lastimarlo. Porque Harley no gritó, no tuvo miedo, no salió corriendo. Harley abrazó el árbol más alto y oscuro que encontró y supo que no tenía nada que temer.
Esa misma noche, Harley se enamoró del bosque. De la mano morena que le condujo de vuelta al campamento, que le dijo con voz grave llamarse James y que juró que siempre iba a protegerlo.
Cada año, en esa misma fecha, James necesitaba alimentar a algunas criaturas oscuras que le ayudaban a mantener la fortaleza entre sus árboles. Necesitaba absorber sangre pura desde sus raíces para poder mutar las hojas, para mantener a los animales, para dejar correr el viento.
Así que, sentado desde donde estaba, Harley observó las copas pálidas de los arboles cuando los gritos cesaron, contemplando maravillado, como todas las hojas se volvían del más bonito rojo al mismo tiempo. Ni un color cobre, ninguna en amarillo. Rojo puro. El carmín más vivido de todos.
El rojo contrastaba con el negro puro de sus troncos y las hojas se agitaban con energía, invitándole a acariciarlas.
Soltó el humo con una sonrisa y se puso de pie, ingresando de nueva cuenta al bosque.
Admiró la espesura, felicitó el buen trabajo y se estremeció al sentir la mano cálida que se apoyaba en su hombro, siempre gentil, siempre demasiado grande para sus hombros redondeados.
Vio sus ojos oscuros, su piel oscura y se dejó enredar, una vez más, por el camino que sus dedos marcaron por su cintura.
Mas corto que la estatura de Robert Downey Junior, pero algo es algo♥
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