|Una bruja hecha de luz|
N/A: está historia toca algunos temas sensibles.
★★★
Nació contra su voluntad. Peor aún, nació contra la voluntad de su madre.
Madeleine sabía a lo que se arriesgaba si aquella pobre niña salía de su vientre. Solo se encontraría con tragedias. Una detrás de otra. Pues desde el momento en que fue concebida, la criatura que se hospedaba en su cuerpo no hacia más que recibir malas noticias.
La primera es que Madeleine, su madre, apenas y tenía diecinueve años cuando supo de su embarazo. Lo que para cualquiera de su tribu hubiese sido algo bien recibido, para ella no fue así. El fruto de su vientre fue más que planeada, pero por la matriarca de su suelo. Necesitaba a quien sacrificar en el próximo ritual a Nix, dentro de dieciocho años. Y no iba a sacrificar a alguien puro de la tribu.
Por desgracia le tocó hacer los honores, algo que de mala ganas acepto, más que nada sin saber, el día que la gente de su antiguo reino la entrega al clan de bruja del bosque muerto.
El rey Arturo no quería problemas con esas mujeres de magia negra. Y como ella era una huérfana de dieciséis años, la entregaron como si fuera un objeto.
La segunda es que la pequeña alma llegaría en pleno invierno, sino es que en el día más frío del año.
Aquélla noche, la luna se había borrado del firmamento, al igual que todas las estrellas. Una espesa capa gris oscuro, cubría el cielo. Y este lloro con pena cuando se oyó el pobre llanto de la bebé.
Todos ahí estaban de acuerdo con que del cielo caía la lluvia, pero esa noche aseguraron que fueron lágrimas de penas lo que toco el frío suelo.
Y la tercera mala noticia es que era perfectamente imperfecta. Ideal para el ritual. Una mirada bicolor, un suave y anaranjado cabello, y el cuerpo cubierto de por diminutas manchas. Y un débil hilo mágico. Tan débil que pensaron que su magia era tan inexistente como la de su madre.
Tras envolverla en una suave tela, se la pasaron a la joven madre. Madeleine la vio con angustia, sin embargo sonrió. Y lloro. No por felicidad, no la quería en su seno, tan sana y poco salva.
-Oh, mí pequeña Circe.- gimoteo.-¿Que hice? ¿Qué nos hice?
La bebé se mantuvo en calma frente a la desazón de su madre. Madeleine siempre supo que estaba destinada a la tragedia, pero en ocasiones pensaba que está nunca se la transmitiría a nadie más. Qué moriría pronto, y dejaría en la tierra un cuerpo joven. Y allí viendo el pequeño ser que anidaba en su pecho agotado, supo de lo mucho que se había equivocado.
Madeleine no quería verla, pero un leve balbuceó le hizo bajar la mirada. Sabía que si la conocía más a fondo le dolería aún más su pérdida. Y otras vez se equivocaba. Circe le dio un pequeña sonrisa, y entonces supo que, a pesar de recién conocerla, sabía todo de ella.
Y otra vez lloro. Esta vez de felicidad. En plena desdicha, se sentía feliz por tenerla ahí, pese a todo el esfuerzo para evitar que ocupará sus brazos.
Paso un por su suave mejilla, haciendo que otra vez sonriera.
-Oh, mí pequeña Circe, para mí eres perfecta.- murmuró.
Algunos años atrás.
Madeleine había perdido todo. Su familia, y lo que conocía fue asoleado por la desgracia que acarreaban las batallas. El único rayo de luz que pudo volver a ver, fue cuando los caballeros del reino vecino se comparecieron de ella, y otra sobreviviente más, Guinevere.
Ahora volvía a ser la doncella de aquella joven, y suspiraba en secreto por alguien más.
Fueron dos años, donde su vida parecía no cobrar ningún sentido más que salvaguardar la belleza de alguien más. Años donde, notaba una apacible mirada azul sobre ella, que aún sabiendo que tenía dueña, Madeleine no podía evitar sentirse enamorada.
Y es que Arturo las salvo a las dos, y eligió enamorarse de una. Ella también había elegido hacerlo aún sabiendo las consecuencias. Que su amor no fuera visto, o correspondido era el menor de todos sus males. Aseguraba que podría vivir de esa forma, porque él sería feliz al lado de alguien, y haría feliz a ese alguien. Aunque no fuera ella.
Deseaba que eso se mantuviera así por más tiempo. Pero como la desgracia la alcanzó una vez, otra vez se hizo presente en su vida. Una vida que parecía nunca haberle pertenecido, sino más que al destino.
-Madeleine -la llamo Arturo.
Este la había buscado por todo el castillo, olvidado que su lugar preferido era en lo alto de una torre. Dónde podía ver las puestas de sol, y bordar flores que irían en algún vestido.
Al oír que la llamaban, volteó con delicadeza, y el rey quedó petrificado al verla. El sol caía suave sobre su cabellera anaranjada, y hacía brillar las pecas de su rostro como las constelaciones del cielo nocturno. Para él, Madeleine era la mujer más hermosa que sus ojos hayan podido ver, pese a estar comprometido con alguien más, no dejaba de pensar que se había adueñado de sus ojos.
Y entonces, todo se hizo más difícil de decir.
Se acercó a ella, y tomo lo que tenía en sus manos.
-Su majestad -murmuro, e hizo una pequeña reverencia.
-Hay algo que debo decirte, que debo pedirte.
Por un instante, la mirada de Madeleine se llenó de ilusión. Ilusión, lo que casi nunca tenía, y que esa tarde volvía a sentir.
-No -exclamo Guinevere, entrando al cuarto-. Arturo no lo hagas.
En un momento de confusión, Madeleine soltó sus manos, y se puso de pie. Sus mejillas ardían de la vergüenza, y su corazón latía despavorido.
Arturo vio a la futura reina a punto de quebrar en llanto, y luego llevo la vista a la joven mujer en la misma situación que ella.
-¿Qué ocurre? -pregunto asustada.
-Lo siento, no puedo oírlo -dijo Guinevere.
Salió de allí, y se quedó a un costado. No pudo evitarlo, aunque quisiera que la dejarán de ver como una mujer de belleza frágil, lloro en el pasillo. Las lágrimas no le alcanzaban para cubrir el gran desconsuelo que sentía en ese momento, y eso que ella no era a quien le darían una terrible noticia.
-¿Ya lo hizo? -pregunto alguien más.
Al alzar la vista, se encontro con Morgana. No sonreía, ni se la veía apenada. Era difícil saber lo que estaba sintiendo.
Guinevere dejo su lugar, y corrió hasta ella, para poder abrazarla y seguir llorando en su hombro. Tomando a la hechicera con las defensas bajas, y sorprendiendola.
-¿Por qué no haces que se detenga? - murmuró.
Y antes de poder responderle, vio salir a Madeleine y por detrás, el rey Arturo. Su postura rígida, y su semblante endurecido, indicaba que actuaba como la máxima autoridad del reino. Lo que para Morgana era un impedimento el tener que intervenir.
-Porque es demasiado tarde -murmuro, y la abrazó con más fuerza.
•
A los diecinueve años la casaron a la fuerza con un hombre de su nuevo hogar. Y no pasó tanto tiempo para quedar embarazada. Ni mucho menos para saber que sería del futuro de aquella criatura.
Los primeros meses no hizo más que llorar, así como la noche en perdió todo por primera vez. En plena primavera se sentía en el peor de los inviernos.
Por primera vez en mucho tiempo tenía algo, aún así, como todo lo que supo tener, no era suyo por completo. Cuando tuvo a Circe en sus brazos, estaba segura de nunca querer soltarla. La quería para siempre a su lado, y todas las noches hacía lo que nunca, le rezaba a alguna deidad por un futuro con algo de luz para su niña.
La vio crecer a lo lejos, y siempre quiso correr a su lado. Ya se había acostumbrado a no tener nada, ni una familia, ni buena salud, ni un mínimo de felicidad. Pero Circe, le provocó lo que nadie más pudo.
Querer un poco más.
Así que día a día, pese a no poder ir muy lejos por su frágil salud, salía junto a la niña de cabellos anaranjados a recoger flores, a respirar la fresca brisa del verano, a meter los pies en el pobre arroyo que crecía a un lado.
Trataba de ser la madre que nunca creyó que lograría ser. De sonreírle cuando le contaba una nueva historia, de consolarla cada cumpleaños cuando le arrebataban un poco más su inocencia.
-No quiero cumplir más años -logro decir Circe, tras el décimo tatuaje.
Era el segundo que le hacían en la cintura, y su hermana guardiana, Maiaia, le había asegurado que los próximo serían menos dolorosos.
-Eso dices siempre -sollozo Circe.
-Bueno, esta vez lo digo en serio, pequeña -dijo la pelinegra dando una sonrisa.
En la pequeña cabaña entro una mujer de larga cabellera blanca, y la única que tenía la habilidad de llenar de dulzura el aire con solo una sonrisa.
-Y tu hermana tiene razón -dijo.
Su voz profunda llamó la atención de la niña y las otras dos mujeres. Solo madre e hija sonrieron a la par, mientras que Maiaia hizo un pequeña reverencia.
-Scarlett -exclamo Circe.
Se puso de pie, acomodo su vestido, y fue a recibirla con un abrazo.
-Te he dejado un pequeño regalo -dijo correspondiendo el abrazo-. Mai, ve con ella, es un tanto venenoso.
-¡Es una planta! -grito emocionada Circe, aún sin haber salido a ver.
Corrió fuera, y por detrás fue Maiaia.
Scarlett sonrió animada frente a la energía de la niña, y luego llevo la vista a la madre. Madeleine llevaba la misma sonrisa que ella. Le gustaba que su hija fuera feliz con algo tan simple como una planta.
-No debiste -dijo Madeleine.
-Es solo una Azalea -dijo, y fue a sentarse a su lado-. La traje de tierras extrañas, muy lejos de aquí.
-Me alegro que puedas ir muy lejos de aquí -sonrió con pena.
Madeleine agachó la mirada, y se perdió en sus propias manos. Allí descubrió lo mucho que extrañaba bordar flores, y lo mal que ahora lo haría por la falta de práctica.
-Podría bordar algunas flores -murmuro.
Scarlett sonrió frente a la idea, y puso una mano en el hombro de la mujer. Tenía veintinueve años, sin embargo parecía un poco mayor, y estaba más marchita de la vez qué la conoció antes que naciera Circe.
-Algún día puedes venir conmigo a un lugar lejos de aquí -dijo Scarlett y tomo su mano-. Solo dilo, y lo haré.
Por un instante Madeleine pensó en rogarle que se fueran. Que las tomara a ella y su pequeña hija para irse lo más lejos posible de aquél sitio. No le importaba perder la dignidad que le quedaba si eso le ayudaba a tener algo de libertad.
Sin embargo, recordó. La vez que lo intentó, y la cazaron como si fuera un animal. Cómo es que se metieron en sus sueños, y amenazaron las vidas de quienes le estaban dando una mano.
-Algún día tendré el valor de hacerlo, pero no será hoy Scarlett -dijo-. No me hacen falta problemas.
Cuando Scarlett estaba por protestar frente a lo que dijo Madeleine, alguien entro al cuarto.
-Lady Ateria, Morrigan la solicitá.
-Enseguida -dijo, y se puso de pie-. Madeleine, solo dilo, y no habrá ningún problema.
Tras eso último, le dio una sonrisa, y de marchó. Madeleine suspiró apenada. Y por dentro deseaba que fuera tan fácil.
Antes de irse a donde la esperaban, se detuvo a hablar con Circe. Para la niña, esa mujer era un extraño rayo de luz solar. Era pálida, y no encontraba otra ocasión que no fuera con ella o su madre en que la viera sonreír. Pero le daba alegría verla, dotaba sus días de un poco más de calor y color.
-Circe -la llamo.
La pequeña pelirroja dejo la planta, y se acercó. Scarlett acomodó algunos cabellos que caían sobre su rostro manchado de pecas, e inocencia.
-Me gusta mucho la Azalea -dijo Circe sonriente-. La dejaré bajo un árbol. Allí le dará sol, y tendrá sombra.
-Eres una niña sabía Circe Hestigo -dijo Scarlett.
No lo podía evitar, pero en su voz había pena.
-Recuerda no tocar tanto sus flores -dijo, y la niña asintió.
Se acercó a Circe, y le hablo en secreto a su oído. Y la niña lo apreciaba, porque así descubría nuevos conocimientos, solo para ella.
-Y si vas hacer una infusión, recuerda -murmuro y se apartó para verla.
-No es para mí, o mamá, o para ti o la hermana Maia -continuo sonriente.
-Exacto. Serás una gran hechicera y curandera. Por cierto, aún queda un regalo más. Pero lo vas a recibir en un tiempo -susurro aquello último.
Cuando se puso de pie, su expresión cambio por completo al ver a un hombre. No iba a negar que le causaba disgusto verlo ahí, pero no podía hacer mucho sin espantar a Circe.
-No le des ideas a la niña -hablo.
-Que poco gusto me da verte Bayron -dijo y dio una amplia sonrisa.
-Lo mismo digo Scarlett -llevo la vista a la niña, y se puso en cuclillas-. Circe ven acá -ordeno.
Cuando Circe, atemorizada, lo iba hacer, Scarlett la detuvo.
-Circe ya tuvo suficiente -hablo con firmeza-. Ve con tu madre, te espera. Quiere tu compañía, cariño.
La pelirroja corrió en dirección a la cabaña, sin esperar a que alguien cambie de opinión. Seguida únicamente por la cruel mirada verde del hombre.
-No te le acerques -dijo, Scarlett, y dio un paso al frente.
-Es mí hija, no me puedes detener -dijo dando una sonrisa.
Algo que Scarlett odiaba ver. No solo a su sonrisa, sino a él mismo.
-Que la hayas engendrado no te convierte en su padre -hablo con saña-. No hiciste nada que otro no haya hecho antes.
Al querer seguir el camino, Bayron la detuvo del brazo, y ambos cruzaron miradas, que podrían causar terror. Pero en ellos, no hacia más que alzar una extraña energía a su alrededor.
-Ten cuidado con lo que dices, y haces, bruja —murmuro.
-Mejor fíjate en tus asuntos -sonrió, y se soltó del agarré-. Si me llegó a enterar que algo les sucedió, eso será lo último que hagas.
Años después.
Circe volvía a tener esos sueños. Era algo recurrente desde los diez años, y que dejó de ver a Scarlett. Y lo que veía entre sus horas de descanso era a ella, la bruja de cabello blanco, en un gran castillo, hablando con otro hombre. Uno de armadura plateada, y extraño bastón.
Cuando se dio cuenta, estaba viendo al techo. El lugar estaba apenas iluminado por la luz que entraba entre los pequeños agujeros de las paredes.
-¿Hija? ¿Te encuentras bien?
Circe se sentó lento, y reprochó por haber sido tan ruidosa. O era que su madre tenía el oído especializado para oír cada cosa que le sucedía.
Salió de su "cama" y se acercó a donde estaba Madeleine. Circe no era la única que se vio afectada por la desaparición de la bruja de cabellos blancos. Su madre parecía haber dejado de sonreír desde aquella vez. Y no podía culparla de perder las energías, Scarlett era la única que las trataba como a su par.
-Un sueño, el de siempre -hablo la pelirroja más joven-. Esta vez, vi a otra mujer.
-¿Si? -logro sonreír.
-Madre, era hermosa. Una mirada verde, y un cabello parecido al mío -contó-. No sé quién será.
Madeleine la vio, y supo de quien hablaba. Entonces creyó que era momento de darle eso que Scarlett le entrego cinco años atrás. Todavía no cabía en si, tanto tiempo ocultó.
Y justo cuando estuvo a punto de señalar donde estaba escondido eso tan importante, Bayron se hizo presente, de la forma en que él lo hacia. Provocando miedo en ambas. Más que nada en Circe, pero está trataba de no demostrarlo.
-Sal niña -ordeno.
-Aun no hemos desayunado -hablo con voz temblorosa Circe.
-Que salgas -insistió.
Circe trago aire, y se quedó allí, aún lado de Madeleine. Aterrada de irse, aterrada de quedarse.
-Hija, ve -hablo Madeleine-. Por favor.
No quería hacerlo, pero tampoco le agradaba la idea de desobedecerla. Entonces, contra su voluntad, salió pero no sé alejó tanto. E hizo algo que le habían dicho muchas veces que no hiciera, pero le era imposible no hacerlo, quedarse a oír la conversación.
Supo que espiar no era lo peor que podía hacer esa mañana. Aterrada con lo que escuchó salió de allí, en busca de una solución al problema que era ese hombre que se hacía llamar padre suyo.
Se acercó donde estaban calentando agua, y lleno dos vasos de madera. Esperando a que nadie lo noté, se acercó a la planta de Azalea. Relucían con el poco sol de la mañana, y sabía a la perfección los efectos de estas en una bebida.
-Esto debería bastar -dijo tras machacar una flor dentro.
Apurada, llegó a la cabaña, y entró justo cuando el silencio reinaba. Daba miedo estar allí.
-Hice, hice té -hablo.
-Nadie te lo pidio -dijo Bayron.
-Es la misma hierba que uso con Morrigan -dijo Circe.
Eso captó la atención del hombre. Entonces tomo uno de los vasos, y en silencio agradeció que haya tomado el correcto. Le alcanzó el otro a su madre.
-Para que te mejores madre -dijo sonriente.
-Eres tan dulce mí niña -dijo Madeleine.
Circe se aseguró que su madre tomaría hasta la última gota de agua caliente para evitar sospechas, y vio por encima del hombro cuando escuchó la respiración agitada de Bayron.
Vio el fondo del vaso, y luego llevo la vista a la joven hechicera.
-¿Qué es esto? -pregunto con voz entre cortada.
-Es té -respondio Circe.
-Me envenenaste -hablo apurado.
-O quizás no toleras lo mismo que Morrigan -insistió.
Circe esperaba que la toxicidad de la Azalea sea un poco más letal, o lo hiciera más rápido. Pero apesar del notorio efecto, Bayron también estaba enojado, y era eso lo que le impedía perder por completo sus funciones.
Dio un manotazo, alcanzó los cabellos de Circe, y la arrastró fuera de la cabaña. Los desesperados gritos de la niña, y su madre llamaron la atención de todos a su alrededor.
-No esperaré a que tengas dieciocho años, te entregaré a Nix ahora -exclamo arrojandola al suelo.
Circe no sabía de qué estaba hablando, pero había dejado de entender todo en el momento en que amenazó su vida con una espada. Y cuando esta estuvo a punto de caer sobre su cabeza, alguien la detuvo.
-¿Qué ocurre? ¿Qué crees que haces? -cuestionó Morrigan.
-Ella, ella me envenenó -respondio apurado-. No voy a esperar tres años para matarla, lo haré ahora.
-Él quiere tu lugar -confeso Circe-. Le pidió a mí madre otro hijo para poder desterrarte. Dice que un varón lograría lo que yo no.
Morrigan vio a Madeleine, y está asintió. Y con ese silencio, le ordenó a Circe que se alejara. La joven pelirroja salió corriendo, y se fundió en un abrazo con su madre. Ambas entraron a la cabaña, y se metieron en la cama por lo que restó del día.
•
Al mes siguiente, llegó, como cada año, el próximo tatuaje. El número quince, y el segundo en su pierna. Todavía le quedaban dos en la otra pierna, y el último en la muñeca.
Si le dolió, pero no tanto. Ya se había acostumbrado a los tatuajes. Porque sabía que después de eso, le iban a dar, aunque sea pequeño, un obsequio.
Se dirigía de nuevo a la cabaña, secando alguna lágrima que dejó escapar por el dolor de la magia sobre su piel.
-¿Qué es eso?
Percibía un extraño aroma provenir de la cabaña, y cuando lo noto, una luz blanca pasaba por debajo del umbral. Se apuro en llegar, y al entrar, noto que eso que brillaba era su madre.
-¿Madre?
La luz se apago, y Circe se acercó a ella. Tomo una de sus manos, helada, más fría que en otras ocasiones.
-¿Circe, eres tú?
-Aquí estoy -respondio con voz temblorosa.
Madeleine giro la cabeza para verla, y le sonrió. Era apenas una mueca, pero era tan brillante. Hasta Circe pudo percibir un poco más de vida que en otras ocasiones.
-Estoy muriendo hija -hablo-. Pero tú no debes tener miedo.
-No, madre, ¿De que hablas? Tu no . . . -se pauso.
No podía seguir hablando sin sentir que se quedaba sin aire, o que la vista se cubría de lágrimas que le impedían ver a la mujer débil frente a ella.
-Circe, hija mía, lo más preciado que tengo en esta vida -hablo-. Hoy muero, pero seguiré viviendo en tus recuerdos. Estaré a tu lado, hasta el último de tus alimentos.
Tomo la mano de su hija, y la vio con atención. Sus uñas estaban manchadas con tierra, y tenía una que otra marca por trabajar con la misma. Eran manos lindas, un poco menos delicadas que las suyas, pero mucho más fuertes.
-Y para eso falta mucho. Muchos años, muchas vidas -continuo-. Yo muero, pero tú vivirás por las dos. Por eso, irás al bosque, y buscarás el último regalo que te dejo Scarlett.
-Madre no -balbuceo-. No puedo continuar sin ti.
-Si, lo, lo lograras. Siempre lo has hecho -sonrió, y dejo caer unas lágrimas-. Ahora ve, ve por el . . .
Sus ojos azules de apagaron, pero sus lágrimas comenzaron a brillar. Cubriendo el cuerpo de Madeleine, como un manto blanco. Circe, sin poder creer lo que estaba viendo, se hizo hacia atrás cayendo de espalda.
Y lo que sucedió después, le quedó muy poco grabado en la memoria. Morrigan entrado a la cabaña, y Maia sacándola de la ahí. Para después volver a entrar y encontrarse con nada. El cuerpo de Madeleine se había hecho luz, partículas de la misma quedaron flotando por la sala. Ni siquiera lograba recordar cómo es que llegó a tener el libro; un libro con escritos de otra hechicera, en sus manos.
New York, 1950
Circe entro al cuarto que su esposo usaba para pintar cuando no iba al estudio en la galería. Sabía que lo iba a encontrar allí. Pues desde que le pidió aquel cuadro no hacía más que pasar las horas tratando de hacer algo perfecto. Para ella, todo lo que hacia era perfecto. Pero claro, según él, su amada esposa merecía más que la perfección.
-Fredd ¿Quieres algo para beber?
Pronto él se hizo presente, con una gran sonrisa, y la cubrió con un fuerte abrazo.
-Lo hice, lo logré -exclamo-. He alcanzado la perfección, y solo para ti.
-Amor, sabes que para mí todo lo que haces esta perfecto -dijo, y dio una ligera sonrisa.
A veces temía la manera en que Frederick expresaba el amor que sentía por ella. Y solo esperaba que nada lo llevará a la locura. No quería eso para el pintor que hechizo su corazón.
-No, Circe, no entiendes -dijo emocionado.
Tomo la mano de su mujer, y la apuro a entrar hasta el fondo del cuarto.
-Capture la esencia con la que tú me hablas de ella -dijo-. Mira.
Descubrió un caballete, y dejo ver el cuadro nuevo. Una mujer de larga cabellera anaranjada, y ojos azules pálidos estaba pintado en el. La luz que uso era de un atardecer, que hacia resaltar la belleza, y sus lunares brillaban como una constelación en su rostro. Tan suave, y lleno de paz.
Circe tomo aire, y parpadeó a la par que dejaba escapar un suspiro nostálgico.
-Tienes razón, Madeleine te ha quedado perfecta -dijo, dando una sonrisa.
★★★
Hola mis soles ¿Cómo les va?
Ah, perdón por traerles una historia, un tanto triste. Siento que la vida de Circe antes de Camelot no era lo mejor.
La verdad es que hacia mucho que tenía esto, y me faltaba algo para continuarlo. Y lo que me faltaba era Scarlett.
Amo los personajes como Scarlett que odian a todos menos a dos personas. Y es que los nigromantes, según yo, son de naturaleza odiosa.
Ah, en fin. Iba a centrarse mucho más en la historia de Madeleine, pero pero pero pero, nos quedemos con esto.
Bueno, sin más que decir ✨ besitos besitos, chau chau ✨
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