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De ensueño.

Abrió los ojos con cierta pesadez. El sol cayendo sobre el horizonte teñía los muros de la habitación de un suave oro rosa. Sentía el calor de la tarde acumularse bajo los edredones tejidos. No pudo evitar sonreír, el aroma al pan recién horneado hacia cosquillear su estómago, y la obligaba a estirarse en su lugar.

Era una extraña sensación. Como si fuera de los más habitual, y que aún así, no sabía lo que en realidad estaba sucediendo. ¿Qué procedía? ¿Debía quedarse más tiempo en la cama?

—Despertaste —exclamó su mamá, desde la puerta de la habitación.

Su voz era una suave melodía que la obligaba a actuar sin pensar demasiado en aquello que la rodeaba y le costaba poner en palabras.

—¿Hace mucho que duermo? —preguntó, lento fue saliendo de la cama—. ¿Es pan casero?

La mujer de larga cabellera rubia le sonrió con dulzura, y Arabella se sintió por completo  enamorada de esa mueca, del brillo de sus ojos celeste, y los hoyuelos de sus mejillas.

–Si, cuando tu papá vuelva lo comeremos con una mermelada que hice —respondió Elizabeth—. Vamos, sal de la cama, ayúdame en el huerto.

Arabella saltó de la cama con emoción, y fue detrás de la mujer. Se detuvo cuando ella lo hizo y esperó a que terminara de esconder su largo cabello dentro de un velo rosa. No podía deja de verla con admiración, le encantaba esa pieza de tela que llegaba hasta por debajo de la cadera, el perfume a rosas que impregnaba el aire, y como todo a su alrededor se volvía un cuento.

—Vamos —ordenó Elizabeth

Emocionada, Arabella pasó a su lado, y en segundos la mujer la detuvo una vez más.

—No, espera —dijo, con parsimonia.

Buscó algo entre los bolsillos de su mandil, y sacó un lazo del mismo color que su velo. Hizo que Arabella girara sobre sus talones, y trenzó su cabello. Sus manos trabajan con delicadeza por sus dorados cabellos, dándole un leve escalofrío.

Arabella no podía creer nada de lo que estaba pasando. Aun así, no le busco sentido, y se dejó llevar por las caricias de su madre. 

—Ahora si —dijo sonriente.

Antes de salir le dio un canasto de mimbre, y se dirigieron al huerto que estaba frente a la pequeña casa.

Vivían a las afueras de Camelot, sobre una calle por donde pasaban varias personas, entre estas quienes trabajan dentro del castillo, y algunos caballeros que volvían de sus rondas.

Arabella no dejaba de saludar a todo aquel que pasaba por allí. No entendía la razón, pero le agradaba ser cordial, y que todos dijeran su nombre como si la conocieran de hacia mucho tiempo.

—Recuerda que en tu canasto va a ir la mala hierba —dijo Elizabeth.

—¿No la vamos a tirar? —preguntó Arabella.

—No, puedo hacer buenos filtros, y conjuros —respondió Elizabeth.

Arabella vio un poco confundida las hierbas que iba dejando en su canasto. Hacía un par de años que sus padres le venían dando clases de magia, y en algunas ocasiones, leía por su cuenta algunos escritos. Por lo tanto, sabía, a través de unas anotaciones de Elizabeth, que aquello no se usaba para buenos medios.

—¿Esto no te podría meter en problemas? —preguntó Arabella—. ¿Alguien te ha pedido algo prohibido?

Elizabeth tensó la boca, y llevó sus ojos al canasto. No esperaba que Arabella estuviera tan atenta a todo. Pues era una niña que vivía prácticamente en las nubes. Soñando con príncipes y dragones. Y aunque le enseñaran de magia, esta apenas la expresaban. Con Víctor no creían que tuviera vocación de bruja.

—Bueno, no haré lo que me pidieron —dijo Elizabeth—. Creen que porque necesitamos el dinero somos capaces de aceptar lo que sea.

 Se acercó a ella, y se agacho hasta quedar a la altura de sus ojos. 

—Quienes me han pedido un filtro en base a esto, pensaran que les estoy dando algo que puede funcionar —explico—. Estos yuyos, son un trueque mágico. No esta prohibido. 

—¿Los vas a engañar? —murmuró Arabella, y una sonrisa de picardía se dibujó en su rostro.

—Un poco si —respondió Elizabeth—. Van a creer que funciona, les gustará tanto que van a querer más, y así.

—Mamá —exclamó Arabella, sonriendo divertida.

—Continua con eso, que quiero juntar la mayor cantidad de verduras posibles —dijo Elizabeth y se enderezó—. Eso le sucede a las personas que usan mal la magia, se les paga con magia falsa. 

 Alguien aclaró la garganta detrás de ella, y de los nervios dio un salto en el lugar. Arabella juró haber visto a su madre perder el suave color trigueño de su piel, volviéndose una hoja blanca. 

—¿Le enseñas a tu hija a ser una mala bruja? 

 Cuando reconoció su voz, giró en el lugar. Corrió rápido hasta la verjas de madera que separaba la calle de la casa, y saludó con entusiasmo al caballero que oyó toda la conversación. Arabella no sabía bien de quién se trataba, razón por la cual se acercó. Tenia una armadura de brillante, aun si el sol no lo hiciera lo suficiente. El cabello rubio resplandecía como si fuera una corona de oro, y sus ojos azules, como dos orgullosos zafiros. 

 A ella le encantaba los caballeros, era su parte favorita ir a Camelot con su madre. 

—Le enseño que no todos los mágicos hacemos lo que sea por un par de monedas —respondió Elizabeth. 

—Bella debe aprender que a veces es mejor romper un poco las reglas —añadió otro hombre. 

 Esta vez, la joven bruja, reconoció en el acto su voz, y no tuvo que acercarse para indagar. Corrió a su encuentro, y cuando Víctor pasó la verja de madera, saltó a su cuello, para abrazarlo con fuerza. 

—Mi pequeña princesa —murmuro Víctor. 

—Hola cariño, le daba una lección de moral a nuestro amigo Lancelot —dijo Elizabeth. 

 Se acercó a él, y dejó un suave beso en su mejilla. Antes de alejarse, lo vio con preocupación, pues justo ahí donde lo besó había una pequeña cicatriz, apenas empezando a curar. 

—Que hombre tan afortunado —dijo Lancelot—. La vida te ha sonreído con dos mujeres hermosas. 

—Querrás decir una mujer y una niña — dijo Víctor. 

—Una niña muy hermosa, deberás usar un truco para multiplicar tus ojos, porque en cualquier momento te traerá un esposo —dijo Lancelot. 

 Víctor no dijo mas nada, le dio un beso a Elizabeth, y tomó a Arabella de la mano, para llevarla dentro. Tanto ella como su madre sabían lo poco que le agradaba al hombre aquellos que usaban armaduras, mas aun si venían de Camelot. 

 Elizabeth se quedó en el jardín un rato mas, y Arabella acompañaba a su padre a ver todo lo que traía de su ultimo viaje. Desde cristales pálidos, manchados de tierras, otros cuarzos rosas, y plantas secas de todo tipo, hasta algunos frascos con tierra de colores. En su bolsa mágica, también traía algunas frutas que no eran de la zona, carnes secas, y especias que solo eran para sazonar alimentos. 

—A mamá le va a fascinar —comentó Arabella—. La semana que viene habrá feria, y estoy segura que se llevaran todo lo que haga. 

—Tu madre siempre logra que le arrebaten todos los platos de sus manos —dijo Víctor—. Tiene un ojo perfecto para las comidas. 

—Oh, me alegro saber eso —exclamo Elizabeth desde la entrada—. Y tu padre sabe cuando ser grosero. 

 Se cruzó de brazos, y se quedó allí parada en su lugar. Acción que Víctor comprendió en el acto. Se acercó a ella, luciendo su mejor sonrisa coqueta. Esta parecía no surtir ningún efecto en su mujer. 

—Bien, mañana iré a Camelot, buscaré específicamente a Lance, y le pediré disculpas por haberme ido sin despedirlo —dijo con cierto sarcasmo—. Aunque no es algo que sienta —añadió por lo bajo. 

 Arabella al oír que ambos irían a Camelot, sus ojos brillaron con alegría, y se acercó a ellos dando de saltos. 

—Definitivamente no vendrás con nosotros —se adelanto Víctor—. Y no se negocia. 

 Elizabeth le dio un codazo al costado, y Víctor la vio con reproche. En lugar de disculparse, la mujer despeino su corta cabellera castaña, sacándole una carcajada.  

—Bien, detente mujer —exclamo entre risas—. Iras. Con la condición de no alejarte de nosotros. Y tu me deberás cepillar el cabello, no lo quiero enredado.

 Elizabeth sonrió con picardía y se fue por el cepillo de cabello. Mas tarde, tras la cena, y con la caída de la noche fría, la joven bruja durmió abrazada a sus padres, con el calor de la estufa solo para ellos.           

 En la mañana siguiente, Arabella despertó con los primero rayos del sol. Una sonrisa se dibujó en sus labios, casi en la misma velocidad en la que saltaba de la cama. Con ese mismo entusiasmo sacó del sueño a sus padres.  

—Vamos mamá, vamos papá —exclamo, y salió del cuarto. 

 En lugar de seguirle el ritmo a una jovencita de quince años, Elizabeth se acurruco cerca de su esposo, y este la abrazó. Solo fue cuestión de unos minutos para volver a caer rendidos el uno contra el otro. 

 Mientras esperaba el desayuno, se fue a vestir a su habitación, y antes de eso, se quedo viendo por la ventana. Divisaba el castillo, y sus muros. El sol lo hacía verse deslumbrante, y mucho mas glorioso de lo que alguna vez imaginó. Tras regar sus plantas, fue a buscar que ponerse. 

 Un pantalón que le hizo su madre, y se ajustaba a sus piernas, de un color tierra rojizo. Una falda, que le llegaba hasta las las rodillas, con un tajo al costado, y encima una blusa rosa, regalo de una mujer misteriosa. Encima de esta, se puso una pieza de cuero, como un cinturón con tirantes. Unas botas gruesas fue lo ultimo. Se trenzó en cabello, dejándolo caer sobre su pecho, y en los labios se puso un brillo que una hechicera le regaló. Víctor no estaba a favor de que llevara los labios pintados, sin embargo no le podía reprochar nada, cuando solo lo hacia una vez cada tanto.  

 Lista, y orgullosa de como se veía, se fue al comedor. Sus padres la recibieron con asombró. 

—Que hermosa —exclamó Elizabeth. 

—Si, hemos hecho un trabajo impresionante —dijo Víctor—. Que miedo que vengas con nosotros, vas a enamorar al castillo entero. 

—Papá —exclamó Arabella, y sus mejillas se tiñeron de rojo. 

—Si, dejemos ese tema para cuando tenga mas años —añadió Elizabeth—. Ahora ve a lavarte las manos, así desayunas.  

Cuando terminaron con los preparativos, ataron los caballos a la carretilla, y Arabella se subió. Tanto su mamá como su papá iban caminando a los lados, y charlando sobre las entregas que debían hacer.

Durante el viaje, Arabella no dejaba de ver a su alrededor. En el cielo no había ni una nube, y la brisa era dulce. Hacia un poco de calor, lo que podía notar a algunos caballeros a lo lejos descansando bajo alguna sombra. Siempre esperaba ver algún pequeño ser mágico, pero estos parecían no estar a las afueras del bosque.

Tras veinte minutos, ya estaban cruzado el puente que los llevaría dentro de Camelot. Los cantos del mercado, y las risas de los niños no se hicieron esperar. El aroma a pan recién horneado, y dulce en el aire inundaron sus fosas nasales. Arabella suspiró encantada, estar allí era un sueño que pocas veces podía cumplir.

—Bien, debo ir a la torre a hablar con ...

Víctor hizo una pausa, y Elizabeth leyó de inmediato lo que quería decir.

—Tu y ella, ambos se van a meter en problemas —murmuró la mujer—. Más tu, ella solo será regañada, a ti te pueden llevar a la horca.

—Vamos Eli, no seas dura y miedosa —dijo Victor—. No ha pasado nada hasta ahora, no invoquemos la mala suerte.

—Tu y tu mala suerte —Elizabeth se cruzó de brazos—. Estoy harta de huir de ella, y tu pareces no tener problema.

—Escucha —dijo Víctor.

La tomó de las manos, y beso ambas.

—Confia en mi, esa noche fue mi miedo hablando —murmuró—. Han pasado quince años, y mira donde estamos. Arabella está con nosotros, y eso es lo que más importa.

Elizabeth no dijo nada, tan solo suspiro. Las cartas no se equivocaban, pero ella parecía querer creer que si. Más aún después de tantos años viviendo en paz, y lejos de aquel peligro que alguna vez leyó en sus lecturas.

Pero Víctor parecía ir por allí sin cuidado, ni temor a nada, tanto que ella lo sentía por él.

—Bien, solo ten cuidado —dijo Elizabeth y le dio un suave beso en los labios.

Víctor se fue, y Elizabeth le dio permiso a Arabella para que fuera a explorar un poco el lugar.

—Recuerda —dijo la mujer.

—Lo se —Arabella sonrió—. Nada de meterme en el castillo, ni tampoco en problemas. Lo sé mamá.

—Y tampoco le digas a tu padre —añadió Elizabeth.

Le dio un rápido beso en la mejilla, y salió corriendo en alguna dirección.

No tardó en meterse en un pequeño salón. Allí habían un par de niños más de su edad, hablando entre ellos, hasta que la vieron pasar. Fueron rápidos en notar que Arabella no era del lugar, pues ahí todos llevaban uniformes de escuela.

—Wuau, nunca antes había visto una forajida en mi vida —dijo uno de los muchachos.

—Yo, yo no lo soy —respondió Arabella.

Una jovencita se acercó a ella, y tomó su trenza. La analizó de las raíces a la punta, y sonrió de una manera que a Arabella le causó cierto pánico.

—Ella es hija de los hechiceros que vienen de afuera —dijo, con cierta malicia en su voz—. Podría reconocer el olor a hierba. Mi madre les ha comprado antes, hasta que le rey dictaminó que era personas inaceptables.

—Si, no —Arabella tartamudeo.

—Eres una bruja —afirmó la niña, y jalo de la trenza.

Arabella se fue hacia abajo por el tirón de su cabello, y quedó de rodillas. De a poco los demás la rodearon, y ella se vio en apuros. Su madre le había advertido que no todos en Camelot estaban de acuerdo con los mágicos. Entre las personas más importantes, estaba el rey Arturo.

Ante el terror de verse encerrada, no tuvo mejor idea que hacer un conjuro de luz. Exclamó un par de palabras que recordaba, y de sus pequeñas manos brotó con potencia una ola brillante de color rosa. Quienes la rodeaban se fueron hacia atrás, cubriéndose los rostros, fue ahí que Arabella aprovechó para huir. 

—Vayan por la bruja —dijo la niña que había jalado de su cabello. 

 Arabella corrió tan rápido como la falda le permitía. La idea de arrancársela comenzaba a rondar en su cabeza. En medio de la desesperación, pues oía sus voces detrás, se metió por un jardín, y de allí por una puerta abierta. La cerró y se apoyó contra esta. 

 Mientras recuperaba el aliento, miró a su alrededor. Estaba en una cocina, rustica, llena de bolsas de comida, entre panes recién hechos, papas cocidas, dulces de fruta, y algún guiso cocinándose en la chimenea. Su estomago gruñó, y recordó que no desayunó tan bien por haber hablado de lo que haría en Camelot durante la hora del desayuno. Se le hizo tentadora la idea de sacar un panecillo. 

—Mamá me va a regañar por esto —dijo, y se mordió el labio. 

 Miró mejor donde estaba, y se cruzó con una mujer que no dejaba de verla fijo. 

—¿Qué haces ahí quieta? —preguntó, a modo de regaño. 

—¿Disculpe? —preguntó Arabella, sin entender. 

 La mujer puso en sus manos bandejas colmadas de comida. 

—Ve, el rey esta esperando el primer plato —ordenó la mujer. 

—No trabajo acá —dijo Arabella, nerviosa.

—Si, claro niña —dijo la mujer—. Ve, el rey Arturo espera.

 Quizás por fuera no se le notó, pero el pánico la envolvió por completo. ¿El rey Arturo? ¿El hombre que puso leyes contra los mágicos? La mujer le dio un toque en la espalda, y la hizo caminar. 

—Papá me va a castigar por el resto de la eternidad —murmuró. 

 Con lo mucho que su papá le molestaba estar allí, pese a que en esos momentos hablaba con alguien que lo podía meter en problemas, si se enteraba que le estaba por llevar el almuerzo al rey la iba a dejar encerrada hasta los últimos días de su vida. 

 Pensando en como salir de esa situación, fue por los pasillos, tratando de ubicarse, pues tampoco tenia idea de donde estaba. No veía por donde iba, y terminó por chocar contra alguien. Las charolas cayeron al suelo, y el sonido metálico retumbo contra los muros, y Arabella creyó que se podía oír hasta su corazón. 

—¿Te encuentras bien? —preguntó un muchacho. 

 Arabella quería llorar. Ahora si estaba en graves problemas. Tiró el almuerzo del rey, y estaba en su castillo como una mágica infiltrada. No dejaba de verse ahorcada en la horca. Alzó la vista, dejando al descubierto sus ojos marrones brillantes por las lágrimas. 

—No —balbuceo—. No, no debería estar acá, me van a matar. 

 El muchacho frente a ella sonrió de una manera, suave y cálida, que logró apaciguar el caos en su interior. Su mirada ámbar brillaba llena de gentileza, y Arabella suspiro tan enamorada como nunca antes lo estuvo en su corta vida. 

—No te preocupes —dijo él. 

 Hizo un movimiento circular con sus manos, y estas se iluminaron de color azul. Envolvió el desastre que estaba extendido en el suelo, y la charola volvió a estar en su estado inicial. La comida sobre los platos, y los vasos llenos hasta el tope con la bebida. 

 Arabella lo vio con sorpresa. Era magia, en un estado avanzado. Porque aquel truco no era algo se podía hacer con facilidad. Se necesitaba mucha energía y concentración, además de las palabras correctas. O, al menos eso decía el libro que leyó. 

—Listo, problema solucionado —dijo, y le sonrió—. Si, la magia no es una salida para los problemas, pero puede evitar que te metieras en mas problemas de los que ya estas. 

Por un momento, solo por un instante, pensó en que se quería casar con él. Era magnífico con la magia, suave con sus palabras. Con una sonrisa cariñosa, y mirada dulce. Claro, además era muy guapo. Llevaba el cabello negro atado en una coleta baja, y una capa sobre sus hombros anchos. Podía ver una fracción de su pecho por la camisa apenas abierta.

Sintió calor de solo pensar que sería agradable trenzar su cabello oscuro, y acariciar sus mejillas trigueñas.

Luego recordó, que su papá la metería en un convento. No para mantenerla lejos de los muchachos, sino como castigo por hacer todo lo contrario a lo que le dijeron.

Casarse con él, ya no entraba en sus posibilidades. Moriría sola y desdichada.

—¿Estas bien? —le volvió el muchacho al verla tan callada.

—¿Si lo sabes no? —preguntó Arabella, y alzó la charola del suelo—. Digo, viéndome es obvio.

—Si, se que no eres de acá, y eso ya es bastante grave —dijo él—. No te he visto antes ¿Quién eres?

 Nadie, pensó Arabella. Solo la hija de dos comerciantes mágicos. Una joven con la cabeza en las nubes, siempre deseando estar dentro de un castillo. Y que cuando esta, no deja de meterse en problemas tontos. 

—Arabella —respondió con cierta inseguridad. 

—Que lindo nombre, Arabella —dijo él y sonrió. 

 Extendió la mano al frente, y al notar que ella no iba a poder estrecharla, la volvió a dejar en su lugar. ¿Cometió un acto sin pensarlo? Antes no lo hubiese hecho. 

—Un gusto —dijo—. Me llamo Hisir ... 

 A punto de completar su nombre, el graznido de un gallo cubrió el sonido de su voz. Confundida volvió a preguntar su nombre, y otra vez, el animal comenzó a cantar. Alzó el volumen, y comenzó a ver plumas marrones por todos lado. Al igual que el muchacho ya no lo era, sino aquella molesta ave. Vistiendo una capa azul oscuro y con una extraña cabellera negra.

¿El mago es un gallo? Fue lo último que se preguntó. 

 De golpe, despertó, y se dio cuenta que un gallo estaba en la ventana de la biblioteca, cantando alocado, y agitando sus plumas marrones.  

—¿Cómo llegaste hasta allí? —preguntó Arabella, y le tiró con una almohada—. Maldición. 

 Cuando se dio cuenta, se había quedado dormida leyendo un cuento que le llegó hace poco. Todo fue un sueño. Sus padres vivos, un Hisirdoux de magia madura, ella lejos del castillo, y de Morgana. Un pueblo en su contra.  

—Vaya —dijo con cierta pesadez. 

 Era un sentimiento extraño. Nunca había pensado en sus padres hasta esa tarde, o como seria su vida si ellos seguirían allí. Sin embargo, cuando Hisirdoux entró en la biblioteca, y se sentó a su lado, apoyando la cabeza en su hombro, dejó de sentirse tan ajena a esa realidad. 

—Ah, ha sido un largo día —dijo el muchacho. 

—¿Quieres que te trence el cabello
me cuentas? —pregunto ella, y le sonrió. 

—Si, sería genial —exclamo Hisirdoux—. Espera, iré por algo para merendar. No puedo permitir que la princesa trabaje con el estomago vacío. 

—Bien, iré contigo —dijo Arabella y se puso de pie—. Después de todo, siempre consigo los mejores panecillos.      

☆☆☆

Hola mis soles invernales, ¿cómo les va? Espero que bien. Yo disfruto de las vacaciones (por el momento prolongadas, y sin mesas de exámenes, pero porque me obligan)

Ya estoy descongelada. Si, como buena señora, me senté bajo el sol, y me puse a corregir esto.

Ja, hablemos de un sueño de Arabella. Es que pobre, se quedó huérfana re joven. Igual, si sueña eso de los padres, es porque Morgana le dijo que eran así. Y si, eran así.

Aunque Víctor no era tan reacio a estar en el castillo. Supongo yo que con el tiempo y las prohibiciones si, pero al principio (cuando conoce a Morgana) no te hacía tanto drama.

Si, en el sueño es todo lo contrario a la realidad. Hasta Hisirdoux lo es. Aun así, se "enamora" de él.

¿esto me da una idea? Obvio, hay cosas que me alimentan. Algún día, cuando termine con Las Hijas del Destino. Ah, meto chivo. Vayan a leer, que ya esta el 1er capitulo 😎

Sin más que decir ✨✨Besitos besitos, chau chau✨✨

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