THREE
GIЯL STAЯK
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𝐍𝐀𝐑𝐑𝐀 𝐀𝐑𝐈𝐀
TWO YEARS LATER
(5 años desde el chasquido)
Tuve suficiente dinero en mi poder para subsistir durante aquellos dos años y aún conservaba bastante para varios años más. No era un problema que me preocupara. Sin embargo, eso no me detuvo a la hora de buscar un trabajo. Era consciente de que mi estancia en Australia podía alargarse y con ello la falta de efectivo sería un hecho. No tenía la opción de sacar más de mi cuenta, no al menos sin que mi tío pudiera descubrir mi paradero. Por ello me busqué una vía de ingresos.
Un empleo de camarera fue la mejor opción que encontré, sobre todo por mi creciente sensación de ansiedad ante la presencia de personas. En aquel bar cerca de la playa solo me necesitaban los findes de semana, por lo que el resto de la semana podía estar solo conmigo misma.
Aunque no sé hasta qué punto eso era bueno... En ninguno, no lo fue.
— Y entonces... ¡Puff! Polvo y más polvo —. Jeff, un hombre que debía rondar los sesenta, volvía a explicarnos su historia de aquel día, cinco años atrás —. Al principio me alegré —, sonrió mientras jugaba con su quinta copa de whiskey. Hice un esfuerzo por soportarlo, como cada domingo —, se había terminado el oír la insufrible voz de mi mujer todos los días de mi vida —. Se aclaró la garganta y procedió a imitarla —: "Jeff limpia esto, Jeff no has recogido los zapatos, Jeff deja de beber... Jeff, Jeff, Jeff..." Qué alivio no escucharla más.
Cerré los ojos e intenté respirar hondo, pero la alegría que le había causado que la mitad del planeta desaparecía me enfermaba. Yo a penas lo había superado y ya habían transcurrido cinco años. Escucharlo hablar solo me llenaba de ira, ya que no entendía el sufrimiento de todos aquellos que habíamos perdido a quienes realmente queríamos. Y solo... solo porque él era el que debería dejar de existir, no su pobre mujer.
Mi paciencia se quebró.
— Cállate ya y haznos un favor a nosotras — escupí sin mediar mis palabras.
En mi vida laboral había conseguido reprimir mi verborrea sin filtro, o al menos lo conseguía la mayor parte del tiempo. Sin embargo, en mi día a día no controlaba lo que decía y tampoco me preocupaba por hacerlo, solo soltaba lo que sentía sin importarme las consecuencias, ni el dolor de los otros. Suficiente tenía con el mío.
— Zorra asquerosa — masculló entre dientes antes de coger su copa de la barra y mirarme con asco. Tambaleándose se encaminó hacia una de las mesas en la que se encontraban un par de nuestros clientes recurrentes, que ya estaban acostumbrados al hombre.
— Borracho de mierda.
— Puedo ver que alguien no está de humor hoy — Sheila, mi compañera de trabajo, habló a mi izquierda causando que girara la cabeza en su dirección —. ¿Un mal día? — cuestionó mientras se preparaba un mojito bajo la barra.
La chica era... peculiar, no se puede negar. Sin embargo, su estilo y forma de ser me atraía de alguna manera retorcida. Tal vez porque parecía tan destruida como yo. Vestía completamente de negro, a excepción de un par de accesorios en morado. Su melena negra y encrespada junto a su maquillaje del mismo color le otorgaban un aire misterioso y duro.
— Unos malos años — corregí con sinceridad, recibiendo una breve risa nasal de su parte.
Volví la mirada a Jeff que comenzaba a incomodar a unos clientes de la mesa contigua, que tenían bastante pinta de visitantes. Desde la distancia aún podía escuchar como les aseguraba que el chasquido fue lo mejor que me pasó a su vida.
Lo mejor...
Lo mejor...
Lo MEJOR...
— Me largo — informé sintiendo como una opresión comenzaba a adueñarse de mi pecho —. Necesito cinco minutos, aire, o te juro que lo mato.
Sheila río de nuevo antes de asentir y animarme a irme. La cosa estaba tranquila por ser domingo, así que podíamos suplirnos con frecuencia. Por ello tomé una botella de agua y un par de cosas de mi bolsa antes de encaminarme a la puerta trasera, habilitada para el personal y que deba a la carretera que separaba el local de la playa.
Crucé sin apenas mirar y me senté en el pequeño muro que bordeaba la arena. Me recibió una brisa con olor a agua salada y crema solar. Crucé mis piernas, alcé el rostro al cielo y cerré los ojos. Un suspiro se coló entre mis labios y abandonó mi cuerpo con pesadez.
Llevaba años sometiéndome así, agotada física y mentalmente. Solo habían pasado cinco años y aquel sentimiento de dolor seguía clavado como el primer día. Revivía diariamente pequeños fragmentos, tanto de aquel día como de los mejores momentos vividos antes. No podía superarlo. Escuchar a Jeff, o a cualquiera, hablar de ello no ayudaba en absoluto. Aunque tampoco me esforzaba mucho en seguir adelante. Era mejor dejarse arrastrar por la pérdida.
— ¿Un cigarro? — cuestionó una voz masculina, que ya consideraba familiar.
Abrí un ojo al tiempo que giraba ligeramente el rostro a la derecha. El chico se hallaba sentado a un par de metros con un cigarro entre los dedos de una mano y jugando con el mechero con la otra. Me observó de soslayo antes de dedicarme una sonrisa burlona.
— ¿Qué haces aquí? — interrogué de vuelta mientras bajaba el rostro complemente en su dirección. Acercó su mano, ofreciéndome de nuevo el tabaco —. No fumo.
— Hacerte una visita — se limitó a responder mi pregunta antes de darle una calada.
Mi mirada se dirigió al mar al tiempo que asentía. Mis manos sacaron del bolsillo el pequeño bote que había cogido de mi bolsa y lo abrí sin dudar bajo su mirada inquisitiva. Volqué un poco de su contenido en mi palma, mostrando dos pastillas blancas que no tardaron en desaparecer por mi garganta acompañadas del agua que había tomado del bar.
— Aah — suspiró Neil, asintiendo casi imperceptiblemente con la cabeza —. Ya comprendo, prefieres algo más fuerte que el tabaco.
— Son antidepresivos — me limité a responder. No era un chico de fiar, al menos no en referente a temas personales. Él solo asintió.
— Tengo lo que me pediste — comentó. En cambio, era de fiar si querías información o algo por el estilo. Hacía su trabajo como nadie.
Sin molestarme en volver a mirar, extendí mi mano en su dirección, esperando que aquello que le pedí descansara en ella en pocos segundos. Sin embargo, nunca llegó a ocurrir, ya que solo escuché un sonido negativo saliendo de sus labios. Giré a verlo y él me devolvía la mirada con una sonrisa divertida.
— Cariño —, apeló con sorna y falsa dulzura —, sabes perfectamente que no hago las cosas gratis — añadió al tiempo que se acercaba y apartaba un mechón fucsia de mi rostro. Sabía a lo que se refería.
— Mi turno termina en media hora.
— Aquí te espero.
***
Una vez terminé mi jornada volví con Niel, quien me esperaba sentado sobre su moto. Me subí de paquete y rodeé su cintura con mis brazos para que, con su manera inapropiada y excesiva de conducir, no me causará un accidente. A los pocos segundos noté el viento golpearme el rostro y mis ojos se cerraron automáticamente.
Por primera vez en mucho tiempo sentí que el dolor se disipaba, que mi cuerpo era abrazado por la ligereza y que podía volar. Mis problemas y mi ser roto se habían esfumado. Solo era parte del viento, aquel que volaba sin control y sin preocupaciones.
Entonces frenó. Neil aparcó delante de mi casa y la realidad se plasmó ante mí como un golpe. Doloroso y cruel. Agité la cabeza y me obligué a centrarme en lo importante. Hice que el castaño esperara fuera antes de traspasar mi puerta. Ni siquiera alcé la mirada de mis pies mientras recorría todas las estancias hasta dar con el cajón de dentro del armario en el que, años atrás, dejé todo el dinero, entre otros objetos.
Cogí lo necesario sin desviar la mirada hacia lo que lo acompañaba y volví a la entrada. Se encontraba caminando de un lado a otro del porche, pero al escuchar la puerta se giró hacia mí. No medí mi movimiento y simplemente le lancé el fajo de billetes al pecho antes de volver a extender mi mano con exigencia.
— Eres una mujer ruda, ¿eh? — bromeó entre risas, sin conseguir ninguna reacción en mí.
Lo observé con seriedad y no tardó en sacar aquella carpeta marrón, idéntica a las que ya me había entregado varías veces anteriormente, y que arranqué de sus manos antes de que pudiera ofrecérmela.
— Siempre es un placer hacer negocios contigo — afirmó contando el dinero. Lo miré con repulsión.
— Lárgate — ordené al tiempo que volvía a entrar y cerraba la puerta en su cara, sin darle oportunidad a añadir nada más.
Respiré profundamente con la mano libre apoyada en la puerta. Me tomé unos segundos antes de darme la vuelta y adentrarme en aquella casa que ya hice mía. Las luces que encendí eran tenues, dándole al lugar un aire melancólico, más del que la decoración y el desorden ya le otorgaban.
Dejé la libreta en la mesa del comedor, que ya había habilitado como escritorio, y me senté enfrente. Apoyé la espalda en el respaldo y la observé unos instantes. Tenía un nudo que iba a más en la garganta. En su interior podía haber algo grande u otra pared con la que chocar. Entonces, ante aquel pensamiento, alcé la mirada.
Mi casa se había convertido en un completo desastre. En las esquinas y sobre algún mueble descansaban cajas repletas de archivos, desde los años veinte hasta la actualidad. Esparcidos por las estanterías y mesas se hallaban montones de libros repletos de información subrayada. Pero, el núcleo eran las paredes. Se encontraban completamente empapeladas, desde informes hasta fotos y recortes, pasando por post-its, ecuaciones e hilos que clasificaban si aquella vía seguía activa o no.
Todos eran de color naranja, aquel que representaba que todavía había una posibilidad. No había logrado que ninguno se pasara al verde y me negaba rotundamente a catalogar algo con el rojo. No había esa opción, siempre podría encontrar algo que alargara aquella vía. Y, así, alcanzar mi objetivo.
Volví mi concentración a la carpeta que descamaba ante mis ojos y me ordené a mí misma abrirla. Tenía que mantener la esperanza de que algo en esos archivos me llevarían a la solución. Por ello, la abrí sin dudar más. Leí las primeras palabras y maldije hacia Neil. El muy cabronazo lo había logrado. Se había hecho con informes de la mejor universidad en física cuántica del país.
"Avances en la física cuántica. Suena a un futuro prometedor, ¿no crees?". Neil y sus ocurrencias en forma de nota en el margen, conseguía devolverme algo de fe. Nunca la perdí, solo hacía falta mirar a mi alrededor. Pero no siempre significaba algo bueno. A veces eso te podía hundir más.
Durante las dos siguientes horas, me enfrasqué en una lectura intensiva de todos los informes. Subrayé, anoté y recorté fragmentos y más fragmentos. Además de compaginarlo con más búsqueda de información en el ordenador. No dejé de leer, de absorber y de moverme de un lado a otro. Reí, gruñí, sonreí, lloré y grité. Sobre todo grité.
Alguna de las secciones dichas en aquellos papeles llegó a servirme, sin embargo, la mayoría no. Eran un camino sin salida, otra pared con la que chocarse. Como siempre, no llegaba a nada. En aquellos dos años cualquier vía abierta terminaba en el limbo o cerrada, por más que me negara a esa posibilidad.
Tiré los papeles al suelo de un manotazo al tiempo que un grito desgarrador brotaba de mi garganta. Mi respiración se entrecortó y en menos de un segundo mis ojos se encontraban en llanto. Una opresión volvía a dominar mis pulmones y sentía que la cabeza me iba a estallar. No dudé en tomar el camino fácil, el recurrente cuando me ocurría aquello.
Tomé en mis manos varios de los botes que tenía esparcidos por la casa y me hice una combinación de pastillas. Seleccioné las justas y de las correctas para no sobrepasar aquel límite que me apartaría de la vida. También procuré que la mezcla no me causara una intoxicación o una reacción errónea. Con el tiempo, y tras volverme más adicta a la sensación anestésica que me producían las pastillas, logré saber exactamente qué tomarme y cuánto para caer rendida y disipar el dolor sin perjudicarme.
Una vez en mi estómago la reacción fue rápida. A trompicones logré alcanzar el sofá y, sin fuerza, aparté las cajas y papeles que lo cubrían antes de dejarme caer sobre él. Mis párpados comenzaron a pesar y el dolor a desaparecer. Me dejé abrazar por aquella sensación y quedé inconsciente.
***
— ¡Despierta! — una voz se escuchó a lo lejos, amortiguada —. ¡Joder, Aria! —. Sentí como mi cuerpo convulsionaba con sacudidas. No supe si era alguien o si me movía por inercia —. ¡Va, despierta, por favor! —. Finalmente, reconocí la voz.
Noté, entonces, como empezaba a reaccionar. Mi cuerpo pesaba diez mil toneladas, sin embargo, intenté moverlo. Mis párpados parecían pegados, pero me esforcé en abrirlos. Cuando lo logré sentí unos dedos presionando sobre la piel de mi cuello y en mi vista nublada distinguí un rostro conocido.
— ¡Joder! — gritó al tiempo que daba un salto y posaba la mano en su pecho. Cerré los ojos instintivamente ante el retumbar que causó su chillido en mi cabeza —. Pensaba que estabas muerta.
— No — logré negar con la voz rasposa. Me ayudó a incorporarme cuando vio que no podía hacerlo por mí misma —. Sé controlarme.
— Permíteme que lo dude — respondió con dureza.
Cuando mis ojos lograron disipar la neblina, pude observarlo con mayor nitidez. Su pelo castaño se encontraba alborotado e iba a más cada vez que se pasaba las manos por él con frustración. Sus ojos miel me miraba con desaprobación, pena, dolor y, sobre todo, preocupación. Su cuerpo delgado estaba completamente rígido por la tensión y el estrés.
— Necesito agua — sentencié antes de ponerme en pie y dirigirme hacia la cocina. Gadiel me siguió observándome atentamente —. Deja de mirarme así.
— Esto tiene que terminar — sentenció con seriedad, causando que bajará la botella de agua de mis labios para verlo directamente —. No puedes seguir así.
— No empieces.
— ¿Que no empiece? — preguntó, incrédulo —. ¡Parecía que estabas muerta, Aria! — gritó al tiempo que se acercaba a mí.
Gadiel era un chico de mi edad que vivía en el edificio desde hacía unos cuatro años. Al principio nuestra relación fue meramente normal, hasta que me enteré de que trabajaba en una farmacia y accedió a ayudarme a tomar pastillas. Sin embargo, él no esperó que terminara utilizándolas de una manera tan dañina. Ahora la confianza entre ambos era tanta que tenía una copia de mis llaves.
— Pero no lo estaba — respondí con simpleza al tiempo que me encogía de hombros. Lo rodeé y, arrastrando los pies, volví a la sala, donde me esperaban los informes que volvería a revisar.
Sentía como Gadiel me observaba con lupa, cada uno de mis gestos, hasta la mueca más imperceptible. Su mirada dura se clavaba en mi nuca con intensidad y escuché un bufido cuando empecé a leer el primer informe que había en la carpeta. Intenté ignorarlo completamente, pero él se hizo notar.
— No van a volver.
Su frase me atravesó por la espalda como si de una puñalada a traición se tratara. Me quedé sin respiración por unos cortos segundos antes de inspirar con fuerza. Giré sobre mis talones con lentitud y me enfrenté a sus ojos fijos en mí. Parecían serios, pero dejaban ver el dolor al decir aquellas palabras. Él también había perdido gente.
Sin embargo, no logré empatizar, simplemente hice lo que siempre hacía en esos casos. Atacar.
— Ojalá consiga traer a mis seres queridos de vuelta y a los tuyo no — escupí con odio. Vi como sus ojos reflejaban el daño que le habían causado mis palabras, pero no lo mostró más allá —. Esto no solo lo hago por mí, lo hago por todos.
— No — susurró, negando con la cabeza —. Esto lo haces porque no puedes avanzar, porque estás anclada en aquel momento de tu vida y no puedes superar que están muertos.
— ¡No están muertos! — grité desesperada —. ¡Están... están... no sé donde están, pero no están muertos! ¡Muertos no!
Se quedó completamente callado, mientras yo sentía como un agujero negro se iba abriendo paso en mi pecho. Desesperadamente, busqué uno de los botes por la sala e intenté abrirlo con mis manos temblorosas.
— Aria, basta — no gritó esta vez, pero el tono fue suficientemente autoritario como para frenar mis manos, que ya lo habían conseguido abrir. Lo observé por encima de mi hombro —. Eres adicta — pronunció.
Aquellas dos palabras se clavaron profundamente en mi cabeza. Era la primera vez que alguien las pronunciaba, al menos en referente a mí. Ni siquiera Gadiel había llegado a decirlo hasta ahora. Y por algún extraño motivo era consciente de que tenía razón, no iba a desmentirlo.
— Eso no te va a ayudar — continuó, refiriéndose a las pastillas. Las observé unos instantes antes de alzar de nuevo la mirada.
— ¿Y qué hago entonces? ¿Cuál es la otra alternativa? — lo encaré —. ¿Dejar sentir el dolor? ¿Que me duela tanto que no pueda respirar, ni comer, ni dormir? ¿Esa es la otra opción? — la voz empezaba a fallarme —. Pues escojo la otra —. Con dos pastillas en la palma acerqué mi mano a los labios, pero la suya consiguió impedir que las ingirieran.
— No tienes control — acotó, arrebatándomela el bote. Intenté volver a cogerlo, pero lo alzó lo suficiente como para no tener acceso —. Llevo meses y meses — su tono salió marcado y con bastante énfasis —, dejándote la libertad que te pertenece, pensando que en algún momento seguirás alguna de mis indirectas y dejarás toda esta mierda —. Soltó una pequeña risa cínica y yo me quedé estática observándolo —. Pero me equivoqué —. Se agachó levemente hasta que su rostro quedó a mi altura —. Vas a morir si sigues así —. Tragué saliva —. Y no merece la pena ese final solo por esas personas.
Esa última frase fue lo que causó que no lograra su objetivo. Y algo en mí estalló, sin embargo, fue interno.
— Fuera — sentencié, tomándolo por sorpresa. Frunció el ceño, confuso.
— ¿Qué?
— Que te largues — repetí con más fuerza al tiempo que empezaba a empujarlo hacia la puerta.
Intentó pararme, aunque no con mucha fuerza, ya que se podría haber librado de mis empujones con facilidad. Sin embargo, prefirió intentar defenderse con la palabra, pero lo ignoré completamente y una vez tras la puerta de la entrada, la cerré en sus narices, aún escúchalo a través, y puse la llave en la cerradura para que no pudiera utilizar la suya.
Se podían oír los gritos diciéndome que no hiciera una locura, que frenara esto y que le dejara entrar. Seguido de cerca por los golpes en la puerta que retumbaban por las paredes. Ignoré todo ello y me dirigí hacia mi habitación, aquella que también se encontraba repleta de papeles y basura, mucha basura.
Me dejé caer sentada al borde de la cama y cerré unos segundos los ojos. Cuando los abrí de nuevo, ante mí aparecieron las fotos que tenía pegadas en la pared. Una de cada uno de ellos. Y el dolor volvió con fuerza.
Ned, MJ, May... Peter.
Agarré el bote de pastillas de la mesita de noche y me metí unas cuantas en la boca antes de pasarla con el café frío que se encontraba en el mismo mueble. Me tiré sobre el colchón y lloré. Sollocé y gemí hasta que mis energías se acabaron y, sin poder resistirme más, me quedé dormida.
***
Escuché un zumbido amortiguado a mi lado, por lo que rodé hacia el costado contrario del colchón, acomodándome en él para continuar con mi sueño. Sin embargo, el sonido se repitió, aquella vez con más nitidez. Pude identificarlo como el de una llamada, fuerte y agudo. Fruncí el ceño, aún con los ojos cerrados, y enterré mi rostro en la almohada, esperando que dejara de sonar.
Al silenciarse, suspiré satisfecha. O al menos lo estaba hasta que unos instantes después volvió a sonar. Soltando un gruñido, que se ahogó en la almohada, estiré el brazo hasta alcanzar aquel móvil que me había comprado a los poco meses de instalarme en Australia. Ese número únicamente lo tenían Gadiel, Sheila y mi jefe, por lo que supuse que se trataba de alguno de ellos.
En cambio, una vez abrí los ojos, un segundo antes de poner la pantalla delante de mi rostro, la llamada se cortó. Lo más extraño fue que al encenderlo no había ninguna notificación de llamada perdida. Agité la cabeza, restándole importancia, y lo relacioné con un fallo técnico a la hora de notificar. Así que dejé el aparato de nuevo en su lugar y volví a dormir.
El timbre de la llamada tornó a sonar a los pocos minutos, despejándome de nuevo. Gruñendo estiré, de nuevo, la mano hacia él obteniendo el mismo resultado. Un silencio al tenerlo ante mis ojos y ninguna señal de aquellas llamadas fantasmas. Verdaderamente desorientada, quise seguir durmiendo, esperando que fuera un sueño o un mal despertar por las pesadillas.
No obstante, aquel ruido no estaba dispuesto a dejarme en paz. Con rapidez me incorporé, quedando sentada sobre el colchón y observé la pantalla de mi móvil. Estaba apagada y, para mi sorpresa, el sonido no se había enmudecido. Continuaba resonando en el silencio del lugar.
Me congelé, al tiempo que mi respiración se cortó. Creí que, definitivamente, me había vuelto loca. Incluso pensé que Gadiel tenía razón y que las pastillas me hicieron un daño grave, aunque de una forma distinta a la que él creía. Me estaban causando alucinaciones.
Respiré hondo, relajándome, y cerré los ojos para concentrarme en localizar de dónde provenía el ruido. De lo que estaba segura era de que se encontraba dentro de esas cuatro paredes que conformaban mi habitación. Aunque sonara amortiguado. Tardé unos segundos, pero lo localicé. Giré el rostro con lentitud, observando por encima de mi hombro, hasta toparme con el mueble que retenía el sonido.
Se me heló la sangre al ver que provenía del armario. Y no un armario cualquiera, sino aquel que en su día utilicé para guardar todo lo que había traído de Nueva York y que era demasiado doloroso o peligroso para tenerlo a simple vista. En él atesoré el dinero, alguna ropa antigua, fotos viejas, las sudaderas de Peter, mi traje y...
Tras acercarme con pasos temblorosos, abrí la puerta del mueble. Me recibió la ropa y la bolsa con el dinero dentro, junto con un pequeño cajón que dudé en abrir. Sin embargo, en cuanto la llamada se repitió, mis manos lo abrieron de golpe. Igual de rápido que el sonido se silenció.
Mi antiguo móvil, aquel que tuve cuando aún vivía con Peter, cuando pasé esos tres años con mi tío, estaba en la esquina de ese cajón. La pantalla estaba negra y mi mano se acercó con cuidado, esperando que volviera a sonar en cualquier momento. No ocurrió.
Lo tomé con mi mano y, después de durar unos instantes, intenté desbloquear el teléfono, pensando que si el sonido provenía de él, debía estar encendido. Aunque aquello también me extrañaría, ya que nunca lo había dejado encendido, ni pensaba hacerlo jamás. Sin embargo, estaba completamente apagado.
Tragué saliva mientras retrocedía hasta quedar sentada en el borde de la cama. Pensé que me estaba volviendo loca, que todo había sido una alucinación por las pastillas, una imaginación del subconsciente o alguna chorrada de esas. Pero quería asegurar, algo me empujaba a intentarlo. Así que apreté el botón y lo encendí.
Tras un par de meses en los que mi tío insistió en llamarme y llamarme, esperando una respuesta, empezó una especie de rutina completamente contraria. Me llamaba una vez al mes y dejaba un mensaje en el contestador hablando de él, de Pepper, de Happy, de Morgan... de todo. Yo había adquirido la rutina de encender el móvil una vez al mes, únicamente. Así que tres meses después supe que siempre llamaba el segundo día del mes, por lo que empecé a encenderlo y escucharlo al día siguiente.
En cambio, en esos momentos había pasado la mitad del mes y no debería tener ni una sola notificación de llamada. Mucho menos las siete que encontré una vez introduje el pin. Todas y cada una de ellas eran de mi tío. Aquello me preocupó, sobre todo al tener en cuenta que había pasado más de un año en el que no rompió su monotonía. Hasta ahora.
Algo en mi interior se removió e, inconscientemente, mi mano se acercó al bote de pastillas. Sin embargo, frené antes de alcanzarlo. Dudé unos segundos antes de ponerme en pie de un bote y encaminarme al balcón que poseía la habitación. Apoyé los brazos en la barandilla, aún con el móvil en una de mis manos, y dejé caer la cabeza hacia abajo.
Respiré hondo, buscando todo mi valor, antes de alzar la vista de nuevo y observar la pantalla. Mis dedos tambalearon, pero no me acobardé cuando marqué el buzón de voz y llevé el móvil a mi oído.
Llamada 1:
Un simple bufido.
Llamada 2:
— Aria, por favor, llámame. Es... es importante.
La voz de mi tío me afectó, como siempre ocurría cuando lo escuchaba en sus mensajes. Lo echaba de menos, demasiado. Aquello nunca lo negaría.
Llamada 3:
— No sé si escuchas esto, ni siquiera sé si aún conservas el móvil, pero espero que así sea porque... bueno, tengo que comentarte que... Por favor, llámame.
Su tono se mantenía calmado, pero lo conocía suficiente como para saber que había algo detrás. Y aquello me puso en alerta.
Llamada 4:
— Joder, Aria. Contesta.
Llamada 5:
— Te voy a ser sincero, me mata no saber nada de ti. Espero que estés bien, quiero creer que lo estás. Confío en ti y sé que, aunque estás en una época mala, eres una superviviente. Una Stark —. Un suspiro hondo —. Necesito hablar contigo sobre... es mejor que sea en persona. Por favor, contéstame.
Su voz calmada y afectada, se clavó en mi mente mientras mis respiraciones se agitaron y tuve que cerrar los ojos ante la siguiente. Odiaba causarle dolor, me había ido para evitárselo.
Llamada 6:
— Te dejo tiempo, Aria, pero no contestas — gruñó—. No puedo esperar más. Necesito que vuelvas. Yo... Joder, no he dejado de intentarlo, te lo prometo — se agitó, poniéndome, aún más, en alerta —. No me he rendido en todo este tiempo y... Vuelve, joder, necesito que vuelvas. Porque yo... Lo he hecho.
Se cortó. La llamada murió ahí y yo ya me encontraba completamente erguida, con mi cuerpo en tensión, mil pensamientos en la cabeza, sin ningún sentido, o con demasiados pájaros, y con la mano libre aferrada a la barandilla. Retuve el aire en los pulmones ante el último mensaje.
Llamada 7:
— Lo he logrado, Aria — susurró, afectado —. Lo he resuelto —. Mi respiración se agitó. No estaba hablando de lo que creía que estaba hablando —. Puedo... —. No podía ser posible. Observé las paredes de mi habitación empapeladas de investigación —. Puedo tráelos de vuelta.
Mi mundo empezó a girar y a girar.
— Puedo recuperar al niño, a Peter.
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