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Secretos que pesan

Cuando llegamos a casa, todos estaban en la sala. Mi padre, al verme, se levantó lentamente. Sus ojos reflejaban furia y decepción. Tragué saliva, mi corazón latiendo con fuerza en mi pecho.  

Era irónico, me había enfrentado a seres poderosos, duelos donde la muerte acechaba al menor error, pero nunca había sentido este miedo paralizante. Ante mi padre, solo quería desaparecer. 

Un silencio incómodo llenó la sala; la tensión se podía cortar con un cuchillo. Mi padre no era un monstruo, no iba a matarme, pero su mirada era suficiente para helarme la sangre. Un miedo irracional, oprimía mi corazón. 

—¿DÓNDE CARAJOS ESTABAS? —gritó mi padre, su voz retumbando en la sala. —. Desthan, esto ya fue una maldita burla. ¿Quién te crees que eres? ¡RESPÓNDME!

Permanecí en silencio, incapaz de articular una sola palabra. 

—¡No me ignores! —rugió mi padre.
—¿Acaso te has quedado mudo? ¡Contesta de una vez! 

Mi padre se abalanzó sobre mí, sus manos agarrando mis brazos con fuerza bruta. Sus dedos se hundieron en mi carne, dejando marcas rojas y dolorosas en mi piel. El agarre era tan fuerte que sentí mis huesos crujir. 

—¡MALDITA SEA, CONTESTA! —gritó, zarandeándome con violencia. —Ya perdí la paciencia contigo. ¡Habla de una buena vez! 

Él me zarandeaba con fuerza, y al ver que yo no decía nada, más se enfurecía. Con un empujón brusco, me soltó, haciendo que cayera al piso.  

Él me miró con desprecio, una mirada que me atravesó como un puñal y me dejó sin aliento. Luego, se pasó la mano por su cabello, frustrado y furioso. 

—¿No hablarás? ¿No dirás NADA? 

—Alfret, por favor —intervino mi madre, con la voz temblorosa. 

—NO, Aymar ¡Este maldito aprenderá a obedecer, aunque sea por las malas! 

Antes de que pudiera reaccionar, su puño se estrelló contra mi mejilla. Un dolor sordo se propagó por toda mi cara. Antes de que pudiera procesar el golpe, su mano volvió a impactar mi siene.

Caí al suelo, con la cabeza dando vueltas y la vista nublada.  Mi padre iba a volver a agarrarme, pero mi madre, con un grito de furia, se interpuso entre nosotros, empujándolo con todas sus fuerzas.

Él retrocedió tambaleándose; en un arrebato, alzó la mano con la intención de pegar a mi madre. 

—¿Vas a pegarme? —desafió mi madre, con la voz temblorosa. —¡ADELANTE! Y juro, Alfret, que ahora mismo empaco mis cosas y me voy. Me voy y jamás me volverás a ver. ¿ME OÍSTE? 

Mi padre bajó su brazo, respirando con dificultad. Se pasó las manos por su pelo y su cara, frustrado y furioso. Yo, con la cabeza gacha, miraba el suelo.

Una lágrima cayó al piso, y cerré los ojos con fuerza.  Siempre, siempre era mi culpa. A veces me preguntaba si no sería mejor dejar de vivir o irme lejos de aquí. Mi padre y mi madre comenzaron a discutir a gritos, y a la discusión se unió Den. Sentí unas manos tocarme el brazo. Abrí los ojos y miré a Baioled. 

—Ven, levántate —me dijo, con voz suave. 

Apenas me levanté, Den se dio la vuelta y me miró con furia. Su rostro enrojeció, y sus ojos se entrecerraron en una expresión de odio. Me señaló con un dedo acusador y caminó hacia mí, con la intención de golpearme. 

—Esto es tu culpa —espetó Den. —Tú eres el causante de todo lo malo que pasa en esta familia. 

Me empujó con fuerza, haciéndome tropezar hacia atrás. El golpe me tomó por sorpresa, y sentí un dolor agudo en la espalda al chocar contra la pared.  

Den levantó su mano, listo para asestarme un nuevo golpe, pero Baioled se interpuso entre nosotros, empujándolo lejos de mí. 

—Basta, Den —dijo Baioled, con voz firme. —La culpa la tengo yo. Fui yo la que fue a buscarlo a las minas y le pedí que me acompañara a un lugar, porque no quería ir sola. 

Los tres la miramos sorprendidos. Yo, porque estaba mintiendo; ellos, porque no sabían cómo tomárselo. 

—Lo siento —añadió Baioled, con la mirada baja. —No creí que las consecuencias llegarían hasta este punto. 

—¿Por qué no me pediste a mí que te acompañara? —preguntó Den, con el rostro enrojecido por la ira. 

—Porque Desthan es mi esposo —respondió Baioled, con voz firme. —Es a él a quien le debo respeto y explicaciones. Y también es a él a quien debo pedir lo que sea que necesite. 

—NO LE DEBES NADA —gritó Den, fuera de sí. —¡¿Me oíste?! ¡NADA!

Baioled retrocedió ante el grito de Den, y su espalda chocó contra mí. La tomé de la cintura suavemente y la aparté a un costado. Miré a Den con frialdad, una mirada que nunca he mostrado.

—A mí me puedes gritar y hasta pegar —le dije con voz amenazante—, pero a ella la dejas fuera de esto. Porque si le vuelves a gritar, Demetri, juro que me vas a conocer. 

—¿Ah, sí? —se burló Den. —¿Qué vas a hacer? ¿Llorar como un niño de mamá? Siempre has sido eso: un inútil y patético hombre. 

—¡BASTA! —gritó mi madre, con voz autoritaria. —Esta discusión se acabó. Desthan, vete arriba a tu habitación. Baioled, ve con él. Y tú, Den, desde mañana irás a las minas. No te permito que le hables así a tu hermano, y mucho menos que le grites así a Baioled. Tú y yo seguiremos esta conversación en la oficina, Alfret. 

Jamás había visto a mi madre tan enojada. Se dirigió a la oficina, y mi padre la siguió sin decir nada más, ni contradecir las indicaciones que acababa de dar. 

—Vamos a la habitación, necesitas que te cure eso. 

Miré a Baioled, luego volví a mirar a Den. Su mirada era un cuchillo helado, cada hebra de furia cortando el aire entre nosotros. No era solo enojo, había algo más oscuro, una decepción añeja que crecía como una hiedra venenosa.  

La mano de Baioled en mi brazo era un suave tirón, una orden silenciosa que se sentía extraña y reconfortante a la vez.

La seguí. Sentía que hoy la brecha entre mi hermano y yo se había convertido en un abismo insalvable, un cañón de silencio y rencor donde antes había complicidad. Dudaba de que alguno de los dos hiciera algo para escalarlo. 

Tal vez el problema era yo. Mi vida me había llevado a un punto donde los secretos y mi falsa personalidad se interponían entre mi familia y yo.  

Los secretos, a la larga, pesan y mortifican, traen demasiadas consecuencias. Pero esta era la vida que yo mismo elegí, el papel que yo mismo tomé. Solo me queda seguir viviendo esta doble vida.

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