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Descubierto y sin escape

Yoni me informó que había recibido órdenes de mi padre de vigilarme de cerca. Me preguntaba cómo diablos iba a escapar de su vigilancia.

El trabajo en las minas era una tortura: el ruido ensordecedor de los martillos golpeando el metal resonaba en mis oídos, el calor abrasador me envolvía como un sudario, y el aire, espeso y cargado de polvo, me dificultaba respirar. Era como si el infierno se hubiera mudado a la Tierra.

La gente gritaba y se maldecía unos a otros, como si estuvieran poseídos por demonios. Tenía que tener cuidado de no cruzarme en su camino, o me arrollarían sin dudarlo.

El cansancio me pesaba como una losa, y mis manos y muñecas dolían hasta el extremo. Suspiré frustrado. Ya eran más de las dos de la tarde, y seguía atrapado en ese infierno, bajo la mirada vigilante de Yoni.

De repente, vi a Yoni entrar en el baño. Una sonrisa maliciosa se dibujó en mi rostro. Me levanté disimuladamente y, sin que nadie me viera, corrí hacia la puerta del baño y la cerré con llave desde afuera. Eso retrasaría su salida.
Salí corriendo de las minas y respiré profundamente el aire fresco y libre del calor sofocante que había adentro. ¡Qué alivio!

Me dirigí a los establos, donde Sombre estaba pastando tranquilamente en el prado. Lo llamé con un silbido, y él, como siempre, acudió a mí al instante.

Sin perder tiempo, salté sobre su lomo sin montura y galopamos a toda velocidad hacia la salida. No era prudente llevarlo hasta el barrio de Aised, pero la prisa me dominaba. No tenía otra opción.

Apenas desmonté, con el polvo del camino aún en mi ropa, advertí a gritos que nadie se acercara a Sombra. Sus cascos golpeaban el suelo con impaciencia, y sus ojos lanzaban miradas de advertencia a cualquiera que se acercara.

Sombra era un espíritu libre, indomable. Su orgullo relinchaba ante la sola idea de ser tocado por manos extrañas.

Aised, con el cabello recogido en un moño desordenado y las manos manchadas de hierbas, revolvía pociones en un caldero. Sin siquiera saludarme, me extendió una lista escrita con caligrafía apresurada.

—¡Desthan, por todos los dioses! ¡Necesito esto y lo necesito YA! ¡Antes de que caiga el sol! Si no lo consigues, todo el trabajo se irá al traste —exigió, con la mirada fija en el caldero.

Miré la lista con el ceño fruncido. Eran tantos ingredientes que dudaba poder conseguirlos en una semana. ¿Cómo pretendía Aised que los consiguiera antes del anochecer?

—En la mesa hay un libro —dijo Aised, sin apartar la vista del caldero—. Ahí encontrarás los nombres, fotos, para qué sirven y dónde pueden hallarse los ingredientes de la lista.

Suspiré y volví a salir, no sin antes tomar el libro con sumo cuidado. Sin él, no sabría ni lo que estaba buscando.
Pedí ayuda a varios jóvenes para reunir los ingredientes. Al caer la tarde, teníamos casi todo. Solo faltaba un último ingrediente.

—Lleven todo a Aised —les dije a los jóvenes—. Yo iré al mercado negro a buscar lo que falta.

El mercado negro era un laberinto de callejones oscuros y húmedos, donde el aire olía a especias exóticas, sudor y secretos. Los puestos, iluminados por faroles parpadeantes, ofrecían desde objetos robados hasta ingredientes prohibidos.

Tan ensimismado estaba en mi inspección del tallo del lirio acuático que, ante la pronunciación de mi nombre, di tremendo respingo del susto. Me di la vuelta para mirar a Baioled, la cual me miraba con el ceño fruncido.

—¿No deberías estar en las minas? —La voz de Baioled me sobresaltó. Apareció de entre las sombras, con el ceño fruncido y los brazos cruzados. Su mirada, dura como el acero, me taladraba con reproche—. Cuando tu padre se entere, te va a ir peor, Desthan.

Esto era lo que me faltaba. ¿Y ahora qué hago? Miré a Baioled, sopesando mis opciones. Si corría y escapaba, crearía más problemas que soluciones. Miré a mi alrededor, lamentando no estar acompañado.

—Estuve todo el día ahí —respondí, sin ser del todo sincero.

—No te creo nada —replicó ella, con la mirada fija en mí—. ¿Qué haces aquí?

—Yo te pregunto lo mismo —contraataqué, con una sonrisa cínica—. ¿Qué haces tú aquí, a estas horas y en este lugar tan... peculiar? ¿Acaso te has unido al club de los traficantes de lirios acuáticos?

Ella se cruzó de brazos y me miró con molestia.

—No es de tu incumbencia.

—Mi presencia aquí, Millore, tampoco es de tu incumbencia —respondí, con una sonrisa aún más cínica.

Me dirigí al vendedor y le pagué el precio del tallo de lirio acuático. Luego, me alejé de Baioled, pero ella me siguió.

—Desthan, te vas a meter en un lío del demonio.

—Ajá, bien por mí —respondí, sin detenerme.

—Eres un idiota, Desthan. Además, este lugar, de noche, es peligroso, y ya está anocheciendo.

Me detuve y suspiré profundamente. Me di la vuelta y la miré. ¿Qué hacía ella aquí? Intuía que, si no le decía con detalles qué hacía yo, ella tampoco me diría nada.

—Este lugar es peligroso para los que no lo conocen —dije—. Yo sí lo conozco. Y deja de seguirme, Baioled.

—Te seguiré hasta que me digas qué haces aquí.

—Bien —acepté el desafío—. Tú dime qué haces aquí, y entonces te lo diré.

Ella me fulminó con la mirada, se cruzó de brazos y miró hacia otro lado. Sonreí divertido. Su actitud me recordaba a Tami cuando le negaba sus dulces. Finalmente, suspiró y volvió a mirarme.

—Estoy aquí por... asuntos personales —dijo, con un tono evasivo.

—Asuntos personales, ¿eh? —repetí, arqueando una ceja—. Muy bien. Yo estoy aquí para... comprar un ingrediente para una poción. ¿Contenta?

—¿Qué clase de poción? —preguntó ella, con curiosidad.

—Una poción... para ignorar a las mujeres entrometidas —respondí, con una sonrisa maliciosa.

Baioled me miró con incredulidad, luego gruñó molesta.

—Bien —dijo—. Busco a Aised Bosch. Me dijeron que por aquí podría encontrarla.

Arqueé las cejas de manera interrogante. ¿Para qué rayos ella quería ver a Aised? Y quien sea que le dio esa información se estaba burlando de ella. Aised no venía aquí si no fuera estrictamente necesario. Venía yo, o mandaba a otros.

—¿Para qué tú buscas a esa mujer? —pregunté—. Hasta donde sé, ella vende pociones.

—Si te lo digo, ¿no te burlarás? —replicó ella, con cautela.

—No, no lo haré — dije sin mirarla. Mi atención estaba puesta en un grupo de hombres que nos observaban desde la oscuridad de un callejón cercano. Sus figuras se mimetizaban con las sombras, pero sus ojos brillaban con un brillo siniestro.

—Siempre te burlas de mí —dijo Baioled con amargura—. Siempre lo has hecho desde niños.

La miré. Era verdad. Y lo hacía solo porque odiaba que ella prefiriera a Den y nunca me prestara atención a mí. Suspiré. Eso de amar a la mujer que amaba a mi hermano, y que ahora era mi esposa, era como beber un veneno dulce. Un trago amargo que me quemaba por dentro.

—¿Quién te dijo que vinieras a este lugar a buscar a esa mujer? —insistí.

—Un señor que vende pociones —respondió Baioled—. Dijo que ella podía tener lo que buscaba, y que aquí la señora Bosch vendía sus cosas.

Todo esto me olía a trampa. Baioled era valiosa para los enemigos de mi padre y del mismo Den. Y si ya se sabía que ella era mi esposa, entonces también lo era para mis enemigos. Ella creció con nosotros, era como una hija para mis padres. Tenía que protegerla.

—Sé que me odiarías más por esto, Baioled, pero no confío en ti. Así que si quieres venir conmigo y saber en qué estoy metido, tendrás que hacer un juramento de sangre conmigo.

Ella me miró con los ojos muy abiertos, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Su boca se entreabrió en un gesto de sorpresa, y sus cejas se arquearon en un signo de incredulidad. Luego, un gruñido gutural escapó de su garganta.

—¿En qué carajos estás metido, Desthan? —exigió saber—. ¡Y te lo dije, yo no seré cómplice de tus asuntos ilegales!

—Entonces tendrás que irte y dejarme ir —le respondí con firmeza—. Porque créeme, Baioled, yo iré, aun si eso significa que mi padre me castigue de por vida o me desherede. No me importa lo que tenga que hacer, pero iré.

—¿Pero adónde tienes que ir? —quiso saber—. ¿Qué es tan importante que estás dispuesto a que tu padre te haga eso?

—Haz el juramento y lo sabrás todo —le respondí—. Pero piénsalo bien, porque aunque quieras luego contar a otros sobre mi vida, no podrás.

Ella me miró con esos ojos celestes refulgiendo en rabia y furia, pero también su mirada reflejaba la duda.

El leve temblor de su espada en su mano mostraba la lucha interna que tenía. Subio lentamente la espada y la llevó hasta la palma de su mano izquierda. Se hizo un corte y me miró con una frialdad que denotaba desprecio.

—Haz el juramento de una pura vez.

Saqué de mi bolsillo una navaja y también me hice un corte en la palma de mi mano derecha. Tomé su mano con cuidado y acerqué mi palma a la suya.

La sangre fluyó de nuestras heridas y se mezcló en una danza macabra. Ella miró la sangre con asco, cosa que me hizo sonreír. Odiaba la sangre, pero entrenaba para ser una guardia al servicio del rey.

—¿Juras que no revelarás nada de lo que oigas ni veas de mí, ni de las personas que están involucradas conmigo a otra persona? —le pregunté con solemnidad.

—Lo juro. —respondió con frialdad.

Ella retiró la mano luego de eso, como si yo tuviera alguna clase de enfermedad contagiosa. Me miró con desprecio, como si fuera un insecto repugnante. A pesar de estar acostumbrado a su desprecio, su mirada y acto, me hirió.

—¿Y bien, de qué se trata todo este circo? —preguntó Baioled, con la mirada fija en mí.

—Tenemos que irnos de aquí —le respondí—. Creo que alguien te puso una trampa.

—¿Por qué crees eso? —inquirió, con el ceño fruncido.

—Porque Aised casi nunca viene aquí —le expliqué—, y también porque hay personas que desde hace rato nos observan desde las sombras.

Ella me miró sorprendida y luego miró a su alrededor. Yo no los veía, pero sí sentía sus miradas como dagas clavándose en mi espalda. La piel se me erizaba y un escalofrío recorría mi espina dorsal. Esas miradas nos observaban, atentas a todos nuestros movimientos, acechándonos entre las sombras.

Me preguntaba por qué no atacaban. Estaba seguro de que la seguían a ella. Si fuera a mí, ya hubieran actuado. Para todos, yo era un cero a la izquierda, un hombre inútil que no sabía empuñar una espada.

—Yo no veo a nadie —dijo Baioled, con voz confundida.

—Se ocultan en el callejón más oscuro —le aseguré—. Vámonos de aquí.

—¿Adónde? —preguntó, indecisa.

—Tú solo ven conmigo —le respondí, tomándola del brazo.

Ella se veía hecha un mar de dudas, pero igual me siguió. Me aseguré de que esos tipos no nos seguían y nos dirigimos hacia la casa de Aised.

La noche había caído sobre el mercado, sumiéndolo en una oscuridad profunda y misteriosa. La luz de la luna apenas alcanzaba a iluminar los callejones, creando sombras alargadas y amenazantes. Ya me imaginaba el regaño que me daría Aised por tardar y por llevar a otra persona sin su permiso.

A medida que nos adentrábamos en el laberíntico barrio de Zoc, la tensión en el rostro de Baioled se intensificaba. Las estrechas calles, iluminadas por faroles parpadeantes, parecían susurrar secretos inconfesables. El aire, cargado de olores extraños y murmullos indistintos, la mantenía en alerta máxima.

—¿Dónde mierda me estás llevando, Desthan? —preguntó, con la voz tensa.

—Tranquila —le respondí—. Mientras estés conmigo, nada va a ocurrirte.

En un callejón especialmente oscuro, me detuve. Sentía una mirada puesta en nosotros, pero ya estaba acostumbrado a esa mirada en particular. Siempre producía un escalofrío ser el centro de atención de esa mirada ámbar.

—Maira, ¿puedes bajar un momento? —llamé.

Baioled me miró extrañada, pero retrocedió y desenvainó su espada. En ese momento, una figura emergió de la oscuridad, saltando ágilmente desde el tejado de un edificio y aterrizando frente a nosotros con la gracia de un felino.

Era una mujer vestida completamente de negro, con el cabello oscuro como la noche y una mirada fría y penetrante de color ámbar.Su mirada fría y penetrante, como el hielo, me atravesó con una intensidad que heló la sangre en mis venas. Si no conociera su lealtad, habría jurado que estaba lista para matarme.

—¿Tu hermano está con Aised?—pregunté.

Ella solo negó levemente. Maira no podía hablar. La gente de los Zacano le había cortado la lengua. Era por eso que su hermano mayor los abandonó y vinieron a trabajar conmigo.

Eran dos sombras letales, dos fantasmas sanguinarios que sembraban el terror a su paso.

Pero Maira era una mujer fría y seria. Su hermano Marx era más sociable, aunque sus tácticas de tortura eran terroríficas.

—¿Dónde está entonces? —insistí.

Ella levantó un poco la cabeza, señalando hacia arriba, hacia el otro lado del callejón. Seguí su mirada y, efectivamente, su hermano estaba en el tejado del edificio más alto de ese barrio, un edificio abandonado.

Asentí hacia su dirección y, cuando volví a mirar hacia Maira, ella ya no estaba. Bufé. Con esa mujer siempre era lo mismo. Nunca he podido saber cómo diablos desaparece sin dejar rastro alguno, pero podía sentir su mirada vigilante en nosotros.

—¿Dónde fue la mujer? —preguntó Baioled, sorprendida. Ella también había mirado hacia Marx y, por ende, no vio por dónde fue Maira.

—No intentes buscarla —le respondí—. No la hallarás. Ella solo se deja ver cuando así lo quiere.

Miré hacia el lugar donde antes estaba Marx. Ya no estaba. Rodé los ojos.

—Tampoco encontrarás a su hermano —le dije a Baioled—. No por nada los llaman los fantasmas sanguinarios.

Desaparecen como fantasmas y ambos son peor que el demonio.
Ella me mira sorprendida, y esta noche creo que varias veces me miraría así. Baioled Millore, esta noche no dejaría de sorprenderse. Miré arriba, donde sabía que Maira estaba.

—Maira —llamé—, por favor, hazle saber a tu hermano que quiero hablar con él.

Seguí mi camino y Baioled me siguió, por algún motivo estaba más tranquila, tal vez consciente de que no la atacarían si estaba conmigo.

Llegamos a la casa de Aised, y yo entré como un torbellino, sintiéndome allí tan cómodo como en mi propia casa. Algunos chicos estaban allí, algunos cortando ingredientes y otros revolviendo algo en algunas ollas.

El aire estaba impregnado de un aroma embriagador, una mezcla exótica de hierbas y especias que cosquilleaba en la nariz y despertaba el apetito.

—Señora Aised, el jefe llegó —gritó una chica castaña que revolvía una olla.

Rodé los ojos. Desde que empecé a pagar a algunos por cuidar a Aised y también a ayudar a algunos con temas de protección o en lo que me pidieran, ellos me empezaron a llamar así, jefe o cobra, aun si yo les he repetido varias veces que no me llamen así.

—¿Dónde diablos te habías metido, mocoso? —Aised salió de la cocina, con el ceño fruncido y las manos manchadas de hierbas. Su ropa estaba salpicado de manchas de colores extraños, y su cabello castaño estaba recogido en un moño desordenado—. Llevo esperando horas ese ingrediente, es el último que me...

Aised enmudeció y paró en seco al mirar a Baioled. Luego me miró a mí con una pregunta muda en su mirada.

—Ya sé que debí primero pedirte permiso —me apresuré a decir—, pero sucedieron algunas cosas fuera del control de mis manos.

Le pasé la bolsita donde estaba el ingrediente, el cual ella, por inercia, tomó. Yo pasé de largo hacia la cocina. Moría de hambre y de sed.

—Chicos, díganle a Marx que me busque en la cocina —les dije—. Tengo tanta hambre que me comería un pan rancio.

—En el horno está una pizza —me respondió Aised—. Sabía que llegarías con hambre.

—Eres la mejor, Aised —le dije, agradecido.

Entré en la cocina en busca de esa delicia. No había almorzado ni desayunado, y ya no aguantaba el hambre. Ni siquiera calenté la pizza. No había tiempo para eso. ¡Que se calentara en mi estómago! Además, era pizza casera, mi debilidad.

—Ve con tu esposo, querida —oí que Aised le decía a Baioled—. Lamento ser una mala anfitriona, pero estoy en medio de una preparación de poción muy delicada.

Hice una mueca disconforme al oír la palabra "esposo". Me incomodaba esa palabra, porque sabía lo que para ella significaba. Ella entró en la cocina y me miró.

Yo estaba sentado en la mesa de la cocina, comiendo la pizza y, sí, ¡con nada de modales, cabe destacar! Aunque, por la herida de mi labio, no podía comer tan rápido como quería.

—¿Por qué no me dijiste que conocías a la señora Aised? ¿Quiénes son estas personas, Desthan? ¿De dónde los conoces y por qué te llaman jefe?. —Su voz resonaba en la cocina, demandando respuestas.

La miré a los ojos, sintiendo el peso de su mirada. La idea de confesarle la verdad me revolvía el estómago. Era como desnudarme ante ella, mostrarle mis cicatrices y miedos.

—Son muchas preguntas, Baioled, respondí, tratando de ganar tiempo.

—Desthan, me hiciste jurar por mi sangre, —replicó ella, cruzándose de brazos. "¡Respóndeme! ¿Qué está pasando?.

—Uy uy uy, jefe, —interrumpió Marx con su tono burlón habitual. Él se recostó en el umbral de la puerta sonriendo burlonamente —Eso se oyó a una grave amenaza. Yo que usted, caería de rodillas e imploraría perdón.

Sus payasadas me sacaban de quicio. Ojalá tuviera la seriedad de su hermana, la frialdad que tanto admiraba en ella.

—Déjate de estupideces, Marx, —lo corté. —Necesito que mandes a algunos hombres al mercado negro. Quiero saber quién seguía a Baioled Millore, o tal vez me seguían a mí, en realidad no lo sé. Se escondieron en el callejón Sucred. También quiero que encuentres a una mujer.

—A la orden, jefecito, —respondió Marx con una sonrisa burlona. —¿Y a quién se supone que debo buscar?.

—Llama a Liu y que haga un retrato hablado. Supongo que recuerdas cómo era la mujer que te envió al mercado negro, ¿no?.

Miré a Baioled, buscando su confirmación. Ella asintió, y Marx salió de la cocina, presumiblemente en busca de Liu. Sentía la mirada de Baioled fija en mí mientras terminaba mi porción de pizza, cada bocado se me hacía más pesado bajo su escrutinio.

—Te lo contaré todo, pero en casa. En unas horas nos vamos, seguramente Yoni ya le fue a decir a mi padre que me escapé y mi madre debe estar preocupada por ti.

—Desthan, tu padre va a estallar. ¿Qué te hizo escapar? —la voz de Baioled reflejaba preocupación y enojo.

—Para poder ayudarme, estoy creando una poción para una niña muy querida por él.

Entorné los ojos hacia Aised, pero su sonrisa inocente no me engañaba. Rodé los ojos, volviendo a mi pizza, aunque la preocupación me quitaba el apetito. Sentí la mirada de Baioled, una mezcla de sorpresa y curiosidad, pero preferí ignorarla. No quería lidiar con sus preguntas ahora.

En ese momento, Marx volvió a entrar en la cocina acompañado por una chica que, hasta el día de hoy, cada vez que miraba su cabello, me preguntaba cómo lograba semejante mezcla de colores.

—Hola, cobra, —me saludó Liu con su habitual energía. —¿A quién vas a envenenar hoy?. —Le devolví la sonrisa, divertido.

—Eso es lo que quiero averiguar, Liu. Quiero que hagas un retrato hablado de la mujer que envió a Baioled al mercado negro. Ella te dirá las características.

—¡A sus órdenes, capitán!, —respondió Liu con entusiasmo.

Liu siempre nos hacía reír con su energía desbordante. Baioled, en cambio, parecía hipnotizada por su cabello, una explosión de colores que desafiaba cualquier lógica.

Luego de que Baioled le diera las características de la mujer a Liu y yo diera unas cuantas indicaciones a los chicos, por fin fuimos a casa, aunque primero discutimos porque ella se negaba a subir en Sombra, pero luego no tuvo de otra.

Sabía que, apenas llegara, me esperaban gritos y probablemente unos buenos golpes y más castigos, obviamente. O tal vez, esta vez me desheredaría.

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