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1. Sin muerto no hay entierro.

La forma en la que le conocí fue la manera más rara que se me ocurre para conocer a alguien.
Pero antes de conocerle yo tenía un pasado perfecto.

Era la típica niña que iba con vestidos rosas, el pelo recogido con horquillas y zapatos de charol. La que iba al colegio con todos los deberes hechos, la que lo daba todo en gimnasia, la que siempre tenía el brazo levantado para responder. La que iba a clase de piano e inglés tres tardes a la semana. La que estaba en el coro del colegio. La que no se saltaba una clase. La que jugaba de cine a la comba y a la rayuela en el recreo. La que no ponía ninguna pega. Y, lo peor de todo, la que le recordaba al profesor poner deberes.

Todo el mundo ha conocido a una niña así. Y todo el mundo miente si dice que no le han dado ganas de darle una bofetada.

Fui así de perfecta hasta los diecisiete años. Donde seguía siendo la niña de los ojos de mis padres, sacaba unas notas de escándalo y mi armario era un puñado de vestidos rosas.

Pero entonces le conocí, como ya he dicho antes, de la manera más rara posible.

Mi familia llevaba tres años y medio asimilando la muerte de mi tía abuela Marisa. Tenía noventa y nueve años recién cumplidos, pero no sabía ni cómo se llamaba. La pobre siempre me había dado pena; llevaba así como diez años. Yo apenas tenía recuerdos de ella cuerda. Era monja, pero un día se escapó del convento y se fue a vivir con mi tía María. No tenía ni idea del porqué se escapó.
Fuimos al entierro sin estar realmente tristes. En realidad fue un alivio que terminara de sufrir, a lo que hacía no podía llamarse vivir.

Era la primera vez en mi vida que yo iba al cementerio, y para ser sincera iba con un poco de miedo. Era octubre y hacía frío, pero a pesar de eso, llevaba un vestido rosa. ¡Qué novedad! Nadie de mi familia iba de negro, no era la única.
Recuerdo que el viento me azotaba en las piernas y que sólo quería un poco de calor. Así que busqué la cafetería, pero me metí en el sitio equivocado.

Entré en una sala con más puertas, y como no sabía lo que era, en lugar de salir de allí, abrí una de las puertas. Me topé con mi tía abuela Marisa tumbada en una camilla y con ella maquillándole.

— ¿Quién coño eres? — Preguntó levantándose. — Me has dado un susto de muerte, capulla.

— P-perdón. — Contesté nerviosa. — Buscaba la cafetería.

— Está en otro edificio, esta zona es parte del tanatorio, — Dijo acercándose a mí, como a la defensiva. — ¿es que no sabes leer, pedazo de pija? ¡Lo pone en la puerta!

— Hey, no me hables así. — Dije en un intento de defenderme. — Es la primera vez que estoy aquí, perdón por equivocarme.

— ¿Y por qué sigues aquí? ¿Eh? ¿Vas disfrazada de niñata pero te ponen los muertos o qué?

Me quedé impactada. Nunca me habían hablado así; ni con esas palabras ni con ese tono. Además la chica daba miedo. Iba vestida de negro, con unos pantalones ajustadísimos y unas botas de cuero. Y a pesar de que fuera otoño, llevaba una camiseta de tirantes. Tenía muchos pircings en una oreja, los ojos muy maquillados y mascaba chicle violentamente. Llevaba el pelo recogido en una coleta que dejaba ver su nuca rapada, el color era como marrón cobrizo.
Lo que más me daba miedo eran sus ojos. No voy a mentir, eran bonitos, pero la mirada de locura que tenía en ese momento hacían que cualquiera echara a correr.

— S-sólo he venido a un entierro.

— El de esta tipa, ¿verdad? — Dijo apartándose un poco de mí. — La estoy maquillando de cine para que acabe comida por los gusanos. ¿Te lo puedes creer?

— Eh... Pues... Yo, como que... Mejor me voy.

— No, ahora te quedas. — Contestó cogiéndome del brazo para estirar de mí.

— De verdad, voy a llegar tarde al entierro, yo...

— Eh, morena, esta vieja es la única que tiene un entierro pendiente. Y sin muerto no hay entierro, no vas a llegar tarde.

Se dio la vuelta para seguir con su trabajo y me fijé en que tenía un tatuaje en la espalda, pero que no podía ver con la camiseta.

— Dime, ¿cómo te llamas? — Preguntó echándome un vistazo por el rabillo del ojo.

— Silvia. — Contesté por educación. — ¿Y tú?

— Oye, Silvia, ¿qué relación tenías con ella? — Preguntó cambiando de tema.

— Era mi tía abuela.

— Y llegó a los noventa y nueve tacos, la admiro. — Comentó como si nada.

Yo estaba demasiado impactada para tener una reacción lógica a la situación.

— Era monja. — Contesté. — No me has dicho tu nom...

— Joder, una monja. — Me interrumpió. — Pues soy un poco satánica para ella, vaya.

Me quedé callada, esperando a que me dijera al menos su nombre. Pero no dijo nada, ella también se quedó en silencio mientras maquillaba el cadáver de mi tía abuela.

— Oye, Sil, ¿te puedo llamar Sil?

— En realidad...

— Me da igual, te voy a llamar así. Sil, ¿nunca antes habías visto un muerto?

— Pues no.

— Son una pasada. Son como muñecos, pero que tuvieron vida, ¿sabes? Es bastante guay.

— Yo no creo que sea guay.

— Me la suda lo que creas.

— Vaya, gracias.

— No me fío de ti.

— ¿Perdona?

— Mira, — Dijo dándose la vuelta en el taburete. — nunca me fiaría de alguien que se colase en una sala de maquillaje de un tanatorio con un vestido rosa.

— ¿Debería fiarme yo de alguien que maquilla muertos con una camiseta de tirantes en octubre y que ni si quiera me dice su nombre?

Ella río con fuerza, separándose del cadáver mientras daba unas palmadas lentas. Negó con la cabeza, relajando un poco su risa.

— Llámame Lara.

— Encantada, Lara.

— No seas tan... Joder, ¿por qué eres tan pija?

— ¿A qué te refieres?

Encantada, Lara. Repitió poniendo una voz aguda, y después de eso hizo una pedorreta con la boca. — Me aburres.

— Eh, has sido tú la que me ha dicho que me quedara.

Lara se levantó y se acercó a mí. Me cogió de la mano y me llevó hasta la camilla. Puso mi mano en el pecho de mi tía abuela y yo la aparté rápidamente.

— ¿Estás loca?

— Prefiero decir que estoy fuera de onda, pero vale.

— ¿Por qué has hecho eso?

— Hey, así ya puedes decir que has tocado un fiambre de casi cien años.

— En serio, estás loca.

Fui a irme, pero ella me detuvo con una frase:

— Al menos dame tu número.

— ¿Para que me digas pija, aburrida y me hagas tocar fallecidos? No, gracias.

Y me fui de allí corriendo.

El resto del día fue raro, pero normal. No volví a ver a Lara, pero había algo ahí que hacia que no parase de pensar en ella. Así que un día volví, y cuando paró de cachondearse de mí, le di mi número.

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