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Al día siguiente Ellis despertó a las cinco de la mañana para ir al gimnasio con un par de sus compañeras de equipo. Me sorprendía que no parasen ni los sábados. Tanta energía y vitalidad me hacía preguntarme si, quizás, yo tenía un problema por simplemente querer pasar el día completo en la cama. Aunque esa noche en particular no había logrado cerrar los ojos ni por un minuto.
Cuando ella dejó la habitación, me senté en la orilla del colchón y observé las prendas que había realizado con tanta emoción para la fiesta de Halloween. Las había colgado de un gancho en la pared para poder contemplarlas cuando quisiese y porque no teníamos más espacio en el ropero.
Suspiré.
Lo que para ellos significaba una fiesta más a la cual asistir para mí era una rareza. Algo que solo había escuchado de otras personas y podido observar en películas. La primera fiesta de verdad a la que asistiría. Por esa razón, me desanimó el tirar lo planeado por la borda. Aún iría, estaría con Ellis, seguramente me encontraría a Thomas también, ¿por qué debía complicarme y sentirme de esa manera?
Estaba siendo dramática, pero ¿cómo parar el revoltijo extraño en mi pecho?
Había una forma. Me puse de pie, reemplacé mis prendas de dormir por un buzo amarillo con diseños bordados en el centro, un overol de mezclilla y el delantal azul que utilizaba para pintar. Guardé unos pinceles, una paleta de fresa y retazos de tela dentro de un bolso pequeño. Luego, tomé los potes de pintura que guardaba bajo la cama y los apilé como pude en mis brazos.
Necesitaba dejar salir ese sentimiento molesto de alguna manera y conocía el lugar perfecto para ello.
🌻🌻🌻
Unas horas más tarde me encontraba exhausta, recorriendo con la mirada los bordes del dibujo recién terminado. Parpadeé varias veces cuando lo noté, en el momento justo en que el impulso cegador de inspiración fue disipándose.
—¿Qué demonios? —susurré.
Llevaba varios años realizando girasoles en distintas superficies y jamás había dibujado una de las flores quebrada. Debía ser un error. Me había dejado llevar un poco mas de lo normal y acabado con un diseño distinto a mi estilo. Nada raro o inusual, solo un pequeño error. Solo uno.
Entonces, ¿por qué sentía que estaba intentando engañarme a mí misma?
Negándome a ver la realidad que tenía en frente. Esa que llevaba ahí desde hacía bastante tiempo arrastrándome lentamente hacia el fondo, prometiendo una estabilidad que nunca terminaría de ahogarme, pero tampoco me permitiría flotar realmente.
Pensé en todo lo sucedido durante los días anteriores. En las palabras de mi madre. En mis clases. En los trabajos que me costaban un poco más cada día. En la extraña sensación instalada en mi estómago. En Ellis y... Thomas. Nada había cambiado. Todo se mantenía igual, con algunas pequeñas excepciones. Debido a eso, no terminaba de comprender la causa de ese nuevo sentimiento creciendo a pasos agigantados.
O quizás sí que lo sabía, pero me rehusaba a admitirlo y poner en palabras la maraña de emociones que habían estado flotando como una nube negra sobre mi cabeza, intentando sin éxito hacerme reaccionar, porque hacerlo significaría saltar a un océano tempestuoso y aprender a nadar contracorriente.
Y yo no sabía nadar.
Inspiré hasta que mis pulmones se llenaron del olor penetrante causado por la pintura plástica que acababa de utilizar en la pared del laundromat de mi universidad. Conté mentalmente hasta diez antes de exhalar y dejar ir todo lo negativo.
Gruñí frustrada.
Era incapaz de dejar el girasol de esa manera. Tomé asiento sobre una de las lavadoras y admiré la obra que me había llevado toda la mañana. El enojo abriéndose paso en mi interior hasta hacerme formar puños con las manos. Me pregunté una vez más en qué pensaba mientras lo pintaba, por qué no había siquiera seguido las líneas del croquis inicial y por qué me había dejado llevar de una manera tan impropia en mí.
Es que, aunque no quisiese admitirlo, esa flor casi marchita no lucía mal, solo un tanto sombría y fue esa realización lo que me asustó. Me aterró porque suponía todo lo opuesto a la Heather que conocía, a la que todos conocían, y mis dibujos siempre habían representado una parte de mí. Eran como una extensión de mi persona. Era sentarme y dejar que fluyera ese impulso imposible de poner en palabras, porque las palabras sobraban.
Sacudí la cabeza y traté de salir del camino por el que empezaban a dirigirse mis pensamientos. Comenzaba a darme una jaqueca. Por lo que me decidí por la ruta más sencilla: culpar a la pared en donde lo había dibujado. Sabía que un muro tan desgastado y agrietado como el del laundromat de la universidad no podía considerarse un lienzo perfecto, sin embargo, necesitaba concentrarme en algo más que mis pensamientos y un par de hojas pequeñas no habrían sido suficiente. Mejorar lo deprimente del espacio que se había convertido en uno de mis favorito del campus era un plus.
El laundromat era el rincón perfecto para desconectar. Un tanto escondido y completamente vacío los fines de semana. Esto lo suponía porque solía ocuparlo para lavar mi ropa los sábados y en ninguna de esas ocasiones llegué a cruzarme con otro alumno. Ni una sola vez.
Limpié con un trapo los restos de pintura amarilla de mis manos y saqué del bolsillo de mi delantal el chupetín de fresa. Quité la envoltura del caramelo y giré la cabeza exaltada cuando la campana de la puerta de entrada retumbó en el pequeño espacio. Murmuré una palabrota y consideré la posibilidad de esconderme. Nadie me había otorgado permiso de jugar a la pintora en una propiedad que no me pertenecía, pero cuando intenté moverme fue demasiado tarde, los ojos del intruso tropezaron con los míos.
Se detuvo por un momento bajo el umbral de la puerta. La luz blanca que colgaba del techo le creaba distorsionadas sombras sobre el rostro. Su mirada viajó hacia el dibujo a mis espaldas. Lo contempló sin miramientos, tan absorto en los detalles que, por un segundo, me hizo sentir expuesta. Luego, la intensidad de sus ojos se enredó con los míos. Un leve e inesperado cosquilleo se instaló en mi estómago. Creí vislumbrar un indicio de sorpresa en su expresión, pero la rapidez con la que apartó la vista me hizo imposible el confirmarlo.
Tenía el presentimiento de haberlo visto antes.
Caminó en completo silencio hacia la lavadora color celeste colocada entre las rosadas pastel. Me llamó la atención que estuviera vestido con unos pantalones de algodón con cuadros azules, unas pantuflas de pingüinos y una remera azul marino con las palabras «Súper Hermano» escritas en color naranja y una caligrafía un tanto descuidada.
Tenía el aspecto de cualquier universitario en época de exámenes. Puede que él hubiese llevado esa moda entre alumnos a un nivel superior, luciendo lo que para otros serían prendas de dormir.
A mi parecer se trataba de libertad de expresión, algo como: «Estoy muy cansado como para vestirme y puedo hacer lo que desee porque soy dueño de mi cuerpo, de mi vida y de mi ropa». Me reí silenciosa al imaginar el monólogo interno que suponía el desconocido había tenido antes de salir de su habitación.
Me removí en el lugar notando lo enfadado que parecía estar al meter la única prenda que llevaba consigo en la máquina para luego cerrarla con más fuerza de la necesaria. Observé la escena en silencio. Los pensamientos que había tenido minutos atrás siendo reemplazados por la curiosidad de ver a alguien haciendo sus quehaceres un sábado tan temprano. Aquello rompía con la creencia que me había acompañado desde el inicio de clases. Quizás, haber asumido que cada sábado estaría vacío fue un error de mi parte.
Él apretó el botón de encendido. Nada sucedió. Lo apretó nuevamente ejerciendo una fuerza absurda con su dedo índice. Me mordí la lengua para evitar soltar una carcajada. Terminé por realizar un diminuto sonido, ocasionando que se volteara.
El deseo de correr y esconderme debajo de un puente hizo presencia, pero me obligué a mantenerme firme y sostenerle la mirada.
Los rizos castaños de su flequillo cubrían gran parte de su frente. Una trenza de hilo en tonos azules caía hasta la altura de su ojo derecho, afianzando mi argumento anterior, no parecía preocuparle lo que los demás universitarios o profesores pudieran decir de su apariencia, esto incrementó mi interés. Quise adivinar a qué carrera pertenecía, no lo había visto vagando por la facultad de artes o economía, habría recordado esa trenza tan particular y era muy extraño el ver a un estudiante de derecho vistiendo prendas tan únicas.
—¿Por qué no funciona? —preguntó con el ceño fruncido y sin un ápice de cordialidad, terminando con los divagues que comenzaban a formarse en mi interior.
«Buenos días para ti también», pensé realizando una mueca.
—Necesita de su combustible para funcionar —respondí divertida en su lugar. Él ladeó la cabeza y me observó como si yo hubiera perdido la mía—. Monedas, necesitas monedas.
Soltó una palabrota cuando lo único que encontró al revisar los bolsillos de su pantalón fue una cajetilla de cigarrillos. Fruncí la nariz. Solo un adicto a la nicotina llevaría una caja hasta en los bolsillos de su pijama.
El castaño tomó asiento en la banca de metal frente a la lavadora y suspiró antes de sacar un cigarrillo. Presa de una repentina necesidad, decidí acercarme al imaginar lo que estaba a punto de hacer. No pensé. No razoné. Solo actúe. Reemplacé el cigarrillo que estaba por atrapar entre sus labios por el chupetín que aún sostenía en mi mano. Un arma por un dulce, ¿existe algo mejor? Tal vez... no hacer el ridículo de esa manera.
Nos mantuvimos estáticos. Sin pestañear, creo que ni siquiera respirábamos. Atónitos por lo que mi torpeza acababa de ocasionar. No pude reaccionar ni para dejar de sostener el dulce. Él pestañeó, lento, sorprendido. Sus ojos siguieron la dirección del chupetín hasta mis manos.
—No puedes fumar aquí —me obligué a pronunciar con la garganta reseca—. Es de fresa, te ayudará.
No existía algún cartel con las palabras «prohibido fumar», pero estábamos en un espacio reducido con escasas y pequeñas ventanas casi a la altura del techo, usado para dejar la ropa limpia y no con hedor a tabaco, un poco de sentido común no le habría venido mal. Podría argumentar lo mismo con respecto a mi pintura, pero había utilizado unas especiales que no olían demasiado. Aparte, el olor a pintura es riquísimo y a ese lugar le hacía falta un poquito de vida. No podían culparme por querer alegrar los corazones de quienes hicieran uso de dicha instalación.
Desde esa distancia pude notar el verde refulgente de sus ojos. Lo redondeados y grandes que eran. Tenía la mandíbula estrecha y marcada. Los dos lunares sobre su pómulo derecho, a unos milímetros debajo de su párpado inferior, se robaron unos segundos extras de mi tiempo. Envidié sus pestañas, lo cortas, abundantes y arqueadas que eran. También me fijé en que no parecía haberse lavado el rostro al despertar.
Una sensación extraña me envolvió. Algo me gritaba que sí lo había visto antes, pero no lograba hacer memoria.
«¿Quién eres?», quise preguntarle.
Di un respingo cuando los músculos de sus hombros se tensaron al tomar el chupetín para quitarlo de su boca. La abrió para decir lo que intuí sería una queja, sin embargo, se detuvo un momento para saborear el gusto que el dulce le había dejado en los labios. Aproveché ese segundo para bajar mi mano y poner distancia entre nosotros.
Pequeños relieves se formaron en su frente al juntar las cejas.
—Sabe raro.
Crucé los brazos sobre mi pecho.
—Delicioso querrás decir. Los hace mi amigo.
Se encogió de hombros demostrando lo poco que le interesaba tal información.
—No deberías hacer eso.
—¿Qué?
—Forzar un dulce por la garganta de un desconocido. Podría ser alérgico o tener diabetes.
Mis mejillas se calentaron. No había pensado en aquella posibilidad. Lo cierto era que no había pensado en absolutamente nada al hacerlo. Solo me había dejado llevar. Lo que hacía a menudo y muchas veces me traía consecuencias no muy gratas. Era algo que no podía controlar al cien por ciento.
Por suerte, no noté ninguna reacción de su parte que me hiciera salir corriendo por la enfermera. Tampoco parecía tener intención de quitar el dulce de su boca.
—Lo siento —murmuré un tanto incómoda.
«Tu torpeza no tiene límites, Heather», habría mencionado mi madre si hubiese estado presente en ese momento. No lo tenía, mi ineptitud era como una bola gigante creciendo a pasos agigantados, engulléndolo todo a su paso. Hasta mi capacidad de razonar. Repetí en mi mente el mantra que ella había creado para mí: «debo pensar antes de actuar», y escondí las manos en el bolsillo de mi delantal.
Él exhaló como un padre que se ha cansado de explicarle a su hija porque lo que hizo es incorrecto.
Decidí rebuscar en mis bolsillos por cambio extra, desesperada por aligerar la pesadez que ahora se percibía en el ambiente. Encontré las monedas que me habían dado en la cafetería y las coloqué en la ranura correspondiente de la lavadora, después apreté el botón de encendido. Esta hizo un sonido extraño antes de ponerse a andar. Nunca llegaban a quitar toda la suciedad, pero dejaban la ropa relativamente decente.
—Por cierto, has olvidado el detergente —le avisé sentándome a su lado—. Va a lavar la prenda igualmente, pero puede que la mancha no se quite, si es que tiene alguna.
Volvió a maldecir y quise reírme porque verlo frustrado por algo tan trivial me parecía un tanto divertido y porque necesitaba liberar el nudo que se había formado en mi pecho.
—¿Tienes?
—Puede que te sorprenda, pero no soy una tienda andante —repliqué un tanto enfadada por no haber recibido ni un mísero «gracias» luego de haberle donado mis últimas monedas y mi ultima paleta—. No tengo. No he venido a lavar ropa.
—¿Vandalizando el lugar? —inquirió apuntando los girasoles con el chupetín— ¿Eres Brezo?
Ladeé la cabeza y arqueé una ceja.
— ¿Brezo?
—Tu firma. Son flores de Brezo. He visto un par de dibujos alrededor del campus con el mismo estilo.
Oh.
—Oh. —No creía que algún universitario fuera a fijarse en ellos. No al punto de lograr descifrar mi firma, aunque Willow ya había mencionado algo sobre mis dibujos el día anterior—. Me llamo Heather, es otro nombre para las mismas flores.
—Te llamaré Brezo —dijo y añadió algo que me pareció totalmente innecesario—: Aunque no creo que haya necesidad de hablarte nuevamente en un futuro.
—¿Siempre tienes tan buen humor o ha pasado algo que hizo a tu rostro iluminarse de alegría y repartir corazones por todo el campus?
Necesitaba callarme.
Soltó aire.
—Hoy se ha potenciado debido al idiota de mi compañero de cuarto.
Relajó los hombros, dejó caer su espalda sobre la silla y echó la cabeza hacia atrás. El verde en sus ojos parecía más claro bajo la luz blanca. Sus pupilas parecían haber desaparecido. Un rizo cayó sobre la punta de su nariz y se me antojó moverlo. Empujé la idea hasta el fondo. No podía continuar dejando que la idiotez me controlase de esa manera.
—¿Es la razón por la que estás aquí intentando lavar por primera vez una prenda? —pregunté en su lugar. Era bastante evidente que no lo había intentado antes.
Metió el chupetín, que momentos atrás no quería, en la boca nuevamente y lo movió de una mejilla a la otra. Fue un gesto un tanto infantil, lo que dibujó una media sonrisa en mi rostro.
—Llegas a acostumbrarte al sabor, —comentó ignorando mi pregunta—, ¿de verdad lo hizo tu amigo?
Asentí orgullosa.
—Thomas dice que son fáciles de hacer, amo las paletas, pero si como una de las que venden en los negocios todos los días mi estómago y mi bolsillo no me lo perdonarían, por lo que las prepara sin todos los químicos y esas cosas extrañas que supongo le agregan a las comerciales. Aunque no se demasiado sobre el tema, tal vez solo sea una mentira blanca que me digo a mi misma para disfrutarlas sin reparo.
Había hablado demasiado. Él formó una línea con su boca y luchó por detener la sonrisa electrizante que amenazaba con deslumbrarme. No la había visto aún, pero estaba segurísima de que debía ser magnífica. Era una corazonada.
—¿Crees que la máquina logre quitar el olor a vomito? —preguntó de repente con cierta suavidad en su voz.
Me perdí en el espiral causado por la lavadora. Intentaba recordar si alguna vez la había utilizado para lavar alguna prenda con vomito y así darle una respuesta concreta, pero no logré hacer memoria. Si existió algún incidente parecido era probable que lo hubiese eliminado de mis recuerdos. Odiaba el vomito y el simple hecho de pensar en esto me provocaba devolver el poco desayuno que había ingerido antes de comenzar a pintar.
—No lo creo —dije finalmente.
—Voy a matar a Foster —masculló él para si mismo.
—Pobre Foster. Espera... ¿Foster Watts?
Formó un arco con las cejas y me observó extrañado. Como si estuviera estudiando una especie de animal nunca antes descubierta.
—¿Lo conoces?
—¿Sería tan horrible conocerlo? —repliqué confundida por su repentina reacción.
No respondió.
Llevó su vista hacia el espiral frente a nosotros y yo seguí la acción pensando en lo absurdo de toda la situación. Si no fuera por la velocidad en que la prenda giraba podría haber jurado que formaba parte del equipo de voleibol de nuestra universidad. «El mejor equipo del estado», me corregiría Ellis y luego se enfrascaría en una conversación de porqué nuestro equipo era incluso mejor que el de la universidad de Millbrook, perteneciente al Estado vecino y considerado uno de los mejores del país.
Miré la pintura reseca entre mis dedos y me di una palmada un poco fuerte en la frente al recordar que no había arreglado el error en mi dibujo aún y ya no tendría tiempo de hacerlo. Debía prepararme para almorzar con mi familia. Tendría que esperar hasta el sábado siguiente, cuando el laundromat estuviera completamente vacío, aunque ahora dudaba que lo estuviese, y quise golpearme nuevamente por haber perdido demasiado tiempo, pero la sensación incómoda de alguien observándome me obligó a girar la cabeza.
La mirada de él me perturbó por un momento. Había olvidado su presencia.
—¿Q-qué? —inquirí nerviosa.
Mis habilidades para socializar apestaban desde siempre, sin embargo, ese día en particular, sentí que había empeorado. Repiqueteé los dedos de mi mano derecha sobre el pulgar, uno a uno, y esperé incomoda ante su mirada analizadora.
No dijo nada. El sonido de la lavadora nos distrajo. El espiral se había convertido en un tornado furioso y deseoso de ser liberado. El centrifugado sonoro de esa chatarra me hacía pensar que explotaría en cualquier momento, provocando que millones de resortes y objetos metálicos saliesen despedidos en mil direcciones distintas. Buscar refugio detrás de las sillas metálicas o simplemente salir corriendo sonaba tentador. Me imaginé lo que un titular como: Estudiantes son aniquilados por una furiosa máquina de lavar ropa, le haría a la reputación de la ULC.
¿Habría sigo castigo suficiente para hacer arrepentir a mi madre por forzarme a estudiar en esa universidad?
Mis pensamientos comenzaban a imitar el espiral.
Necesitaba distraerme.
Mi vista cayó hacia la diminuta apertura que dejaban sus pantalones al final, debido a que mantenía las piernas estiradas al frente. El número veinte dibujado en sus medias me robó una sonrisa y entonces, me olvidé de todo lo demás.
¡Hola, hola, pequeños girasoles!
¿Cómo han estado?
¿Qué opinan de este encuentro un poco caótico por parte de Heather? Aunque ya la conocemos, pobre, no funciona de otra manera jaja ♥️
Me dejan una estrellita y comentarios si les gustó?
Gracias por pasarse 💛
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