EL RECODO DEL CAMINO
Seguí el consejo de mi padre sin desviarme un solo día. Aunque la tentación, a veces, era insoportable. Ni siquiera le pregunté a Diana Barry por cómo les fue su viaje a la ciudad, donde ella y Ana pasaron unos días con la señorita Barry, tía de Diana, poco tiempo después de que salvase a Ana en el puente.
Desde el día de la laguna, en que ella se negara a perdonarme, no doy muestras de reconocer la existencia de Ana Shirley. Hablo y bromeo con las otras muchachas, cambiando libros y acertijos con ellas, discuto lecciones y planes y algunas veces acompaño a su casa a alguna después de las oraciones o de la reunión del Club de Debates, sin embargo, a Ana Shirley simplemente la ignoro y estoy seguro de que a ella no le parece agradable ser ignorada. Incluso cuando la descubro mirándome, ya no siento ese viejo resentimiento en su mirada y tengo esperanzas de que, a pesar de que su orgullo no le permita hablarme, Ana, por fin, me ha perdonado.
Aun así, la observo desde la distancia e intento seguir sus pasos para cuando por fin me dé una oportunidad de ser su amigo, pueda demostrarle que soy el mejor de los compañeros y el más entretenido. Incluso he leído Ben-Hur, una novela que sé que Ana también ha leído, por si quiere discutir sobre ella conmigo.
Así de tontos somos los chicos cuando nos enamoramos, o eso fue lo que me dijo mi padre cuando me vio con la novela en las manos. Sí, y es que llevo demasiados años suspirando por una chica que no se digna ni a decir mi nombre en voz alta y mucho menos a mirarme o dirigirme la palabra.
Cada vez la veo más frecuentemente y es casi imposible no intentar volver a hacer las paces con ella, no obstante, me mantengo firme en mi decisión de dejar que sea ella la que dé el siguiente paso. Incluso no desistí en mi empeño cuando la señorita Stacy hizo una clase con los alumnos que nos preparamos para ir a la Academia de la Reina, a pesar de ser solo siete alumnos, por lo que Ana y yo coincidimos en ese grupo.
Sé que para Ana fue un mal trago que Diana no se estuviese preparando para ir a la academia con ella y hubiese intentado consolarla, si no me hubiese prometido a mí mismo que no me acercaría a ella bajo ningún concepto.
En las clases de preparatoria para el examen se hace notoria nuestra rivalidad. Si no puedo ser amigo de Ana, al menos, puedo ser un digno rival. Así que me esfuerzo en ser el primero de la clase.
Para evitar acercarme demasiado a Ana Shirley, me decidí en aquella época en burlarme sin piedad, continua e inmerecidamente, del pobre Charlie Sloane.
Estudiamos muchísimo, pero en cuanto llegó la primavera, todos nos rezagamos un poco, era tan delicioso salir a disfrutar de los verdes campos. Así que nos alegramos cuando comenzaron las vacaciones.
Aunque disfruté del verano y no tuve mucho tiempo libre para pensar en amores no correspondidos, cuando caía rendido en la cama, no podía evitar pensar en Ana y sus trenzas, su tez pálida, en sus grandes y curiosos ojos grises y en su alegría y vivaz imaginación. Estoy seguro de que será una mujer hermosa, aun así, hay algo en ella que, además de guapa, hace parecer vulgar a la más bella de las mujeres.
Muchas noches la imaginación volaba tanto que me levantaba demasiado deseoso de dejarme llevar por las hormonas, si no había mojado las sábanas ya.
Sí, Ana era como un virus y me había infectado completamente. Ni siquiera las semanas que pasé ayudando a mis tíos con la tala de árboles pude evitar pensar en ella.
Después del verano, la señorita Stacy retornó a la escuela de Avonlea y nos halló a todos ansiosos por comenzar a estudiar otra vez. Especialmente, los que nos preparábamos para el ingreso a la academia, pues a finales de año, ensombreciendo ya ligeramente su camino, se alzaba esa cosa horrible conocida como «el examen de ingreso», ante cuya sola idea se nos caía el alma a los pies.
El invierno pasó rápido, feliz y lleno de ocupaciones. El trabajo en la escuela era muy interesante y la competencia tan absorbente como en otros tiempos. Nuevos mundos de pensamientos, sentimientos y ambiciones y frescos y fascinantes campos de conocimientos ignorados, parecían abrirse ante los alumnos. El éxito se debía al tacto, cuidado y tolerante guía de la señorita Stacy. Hacía que sus alumnos pensaran, exploraran y descubrieran por sí mismos, fomentaba que se apartaran de senderos trillados hasta un punto que sorprendía por completo a la señora Lynde y a los síndicos de la escuela, quienes miraban de reojo todo lo que se apartara de los viejos métodos establecidos.
Aparte de nuestros estudios, la vida social en Avonlea volvió a estar llena de acontecimientos.
El Club del Debate prosperó y celebró varios festivales; hubo una o dos fiestas que casi llegaron a ser grandes acontecimientos, paseos en trineo y patinaje.
No me daba cuenta de cuánto había crecido yo mismo y cómo pasaba el tiempo, hasta que observé lo alta que estaba Ana Shirley. Se había convertido en una alta muchacha de quince años, mirada seria, semblante pensativo y cabecita orgullosa. Si Ana ya me hacía suspirar desde que la conocí, esta jovencita me tenía loco y muchas veces no podía evitar preguntarle a su amiga Diana por ella, prometiéndome ella que nuestras conversaciones quedarían entre nosotros y que jamás le hablaría a Ana Shirley sobre ellas.
Me pasaba los días observándola en la distancia y las noches soñando con ella, dejando que mi cuerpo se desahogara, cada cierto tiempo, pensando en su pelo color fuego, sus dulces manos, sus largas piernas y su deliciosa boca.
Pero no solo los cambios en mi amada eran físicos, también se había vuelto más tranquila y hablaba menos. Estaba seguro de que se estaba convirtiendo en una joven aún llena de fantasía e imaginación, aunque mucho más prudente, por lo que no deseaba decir todos sus pensamientos en voz alta. Era una pena, porque adoraba escuchar todo lo que a ella se le pasaba por su cabecita alocada.
También dejaron de reunirse las chicas que formaban el club de cuentos e imagino que en parte era porque iban creciendo y la falta de tiempo nos les dejaba unas horas para reunirse y discutir sobre cuentos que ya no les interesaban tanto.
Con el fin de junio llegó el final de curso y del reinado de la señorita Stacy en la escuela de Avonlea. Todos los alumnos nos despedimos con el ánimo muy triste. Ojos enrojecidos y pañuelos húmedos eran testimonio de que las palabras de despedida de la maestra habían sido tan conmovedoras como las del señor Phillips tres años atrás.
Me atrevo a decir que a todos nos fue bien en Beechwood, donde llegamos un lunes y regresamos a casa el viernes de la misma semana. Yo agoté todas mis fuerzas durante los exámenes y estoy seguro de que Ana también.
Nos habíamos cruzado en la calle media docena de veces, sin dar muestra de reconocernos, y cada vez Ana había erguido un poquito más la cabeza, los que me hizo gracia y me enterneció a partes iguales. Sabía que toda la juventud de Avonlea estaría conjeturando cuál de ambos saldría primero y que Ana no estaría tranquila si no quedaba por delante de mí. Incluso habían hecho apuestas en el pueblo sobre quién quedaría por delante del otro.
De manera que, al final de la quincena, comencé a rondar el correo junto a Charlie y Ana me imitaba junto a Jane, Ruby y Josie. Cuando habían pasado tres semanas sin que se conociera la lista, comenzamos a sentir que ya no podíamos resistir mucho más la tensión. Pero finalmente llegaron los resultados.
Todos aprobamos, pero el gran honor no fue el quedar el primero de toda la isla, sino hacerlo junto a Ana Shirley y que nuestros nombres se escribieran otra vez uno al lado del otro.
Mi madre estaba muy orgullosa y mi padre aún más, pero nada era comparado con Matthew Cuthbert y su hermana, que parecían no poder albergar tanta alegría, sobre todo el viejo de Matthew.
Yo, por mi parte, seguía resignado a ser solo un mero espectador en la vida de Ana, aunque sabía que de alguna manera también ella lo era de la mía. Pude comprobarlo en el festival del hotel donde Ana fue invitada a recitar para recaudar fondos para el hospital de Charlottetown.
Ese día estaba preciosa, su silueta blanca y su cara espiritual contra el fondo de palmas hizo que no pudiera evitar sonreír apreciativamente. En cuanto noté que Ana estaba siendo víctima de un ataque de miedo, continúe sonriéndole para alentarla. Pude apreciar su desesperación y vergüenza, pero repentinamente, sus asustados ojos dilatados me vieron, respiró profundamente e irguió la cabeza con orgullo.
Sé que no lo hizo por la tranquilidad que intenté transmitirle, sino porque, ante todo, no quería fracasar delante de mí. Aun así, no pudo importarme menos. Lo único que incumbía era que recuperó el valor y la decisión, el miedo y los nervios se desvanecieron y comenzó a recitar.
Su voz clara y dulce llegó hasta los rincones más lejanos del salón sin un temblor o una interrupción. En un instante, se recuperó y, como reacción de aquel horrible momento de parálisis, recitó como nunca lo había hecho. Cuando terminó, hubo un estallido de aplausos. Ana volvió a su asiento sonrojada por la timidez y el placer. Me hubiese gustado poder ir hacia ella, pero no solo fue imposible porque el público pidió un bis, sino porque ella no me soportaba y gracias a esa aversión que tenía hacia mí, se pudo sobreponer de su momentáneo ataque de nervios.
En parte, me sentí útil, no obstante, mi corazón dolía y cada vez estaba más seguro de que sufriría toda mi vida. Ni siquiera la charla que tuve con mi padre de regreso a casa pudo consolarme esa noche.
Y a pesar de que sentía su menosprecio, esa noche volví a soñar con ella. En esa ocasión dejé llevar demasiado lejos mi imaginación y le hice cosas que ni siquiera yo había experimentado. Eso sí, ella acabó mucho más sonrojada de lo que lo estuvo cuando le aplaudieron en el recital y su piel desnuda y sudorosa brillaba bajo mis manos que la sostenían firme.
Las próximas tres semanas fueron de tanta actividad, que no tuve tiempo para compadecerme a mí mismo y cuando me quise dar cuenta, ya estaba de camino a la academia.
El primer día trascurrió rápidamente en un torbellino de excitación, trabando amistad con los nuevos estudiantes, aprendiendo a conocer a los profesores de un golpe de vista y eligiendo las clases.
Ana, al igual que yo y aleccionada por la señorita Stacy, escogió el segundo curso. Esto significaba obtener el título de maestro en un año en vez de en dos; aunque también significaba más trabajo. Jane, Ruby, Josie, Charlie y Moody Spurgeon, que no estaban tan aguijoneados por la ambición, siguieron el primer curso.
No me di cuenta de lo solos que estábamos, hasta que me encontré en una habitación con otros cincuenta estudiantes, todos desconocidos, excepto mi Ana, que se sentaba al otro lado del aula.
No podía negar que estaba contento de estar en el mismo curso. La vieja rivalidad seguiría adelante y, de faltarme, apenas si hubiera sabido qué hacer. Si era lo único que podía compartir con Ana en este momento, prefería la rivalidad a que le fuese totalmente intrascendente.
Así que me decidí a ganar la medalla de oro porque supe que Ana también quería ganarla. Haría como antaño, sería un rival digno de la pelirroja. Si no la conseguía, me hubiese gustado optar por la beca Avery, aunque era en inglés, donde Ana me sobrepasaba claramente.
A falta de que Ana me prestase atención, disfruté de la amistad de Ruby Gillis. Era agradable hablar con ella, me recordaba a mis días en Avonlea y sentía una punzada de esperanza cuando Ana Shirley miraba un poco contrariada desde la clandestinidad al ver que le llevaba la maleta a la otra joven.
A veces la compañía de Ruby se volvía un poco monótona. No podía intercambiar ideas sobre libros, estudios y ambiciones con ella, como podría hacerlo con Ana, no obstante, debía conformarme. En ese sentido, Ana y yo éramos almas gemelas, porque Ana era una joven inteligente que poseía ideas propias y una firme determinación a obtener lo mejor de sí.
Seguía nuestra rivalidad con la misma intensidad, a pesar de que en Ana había perdido la dureza que nunca tuvo por mi parte.
A pesar de las lecciones, los estudiantes hallábamos ocasiones para divertirnos. Yo no solía frecuentar los mismos círculos que mi queridísima Ana, sin embargo, notaba que cada día era más solicitado por las jóvenes damas solteras, aunque en ninguna ocasión quise intimar con ellas. Ya me había acostumbrado a mi celibato.
La mañana en que fueron colocados los resultados de todos los exámenes en los tableros de informes de la academia, nadie quería ir el primero para ver quién había ganado la beca o la medalla de oro. Un compañero me hizo saber, nada más llegar, que yo era el ganador de la medalla, pero lo que yo quería saber era si Ana Shirley había ganado la beca.
Al ver su nombre, sentí un orgullo enorme. Así es el amor, son más importantes los logros de las personas que amas que los tuyos propios.
Me alegraba mucho por ella, aunque una parte de mí la echaría de menos, ya que después de discutirlo con mis padres, decidimos que trabajase al menos un año como maestro antes de ir a estudiar a Redmond. Tenía pensado ser médico, por lo que aún me quedaban muchos años por delante y reunir un poco de dinero antes de empezar, me haría bien.
Estaba seguro de que ella iría a Redmond y yo la seguiría en un año o dos. Lo único que me quitaba el sueño era que conociera a algún chico en mi ausencia y se enamorara. Eso sería un terrible desenlace a todos mis años de amarla y desearla en secreto.
La vida siguió apacible durante el verano, hasta que hace poco más de un mes Matthew Cuthbert falleció, dejando desoladas a su hermana y a esa niña que adoptaron años atrás. Mis padres fueron a presentar sus respetos y muestras de afecto a la familia, pero yo no quise molestar a Ana en un momento tan doloroso para ella. Sabía que la ayudaba más no yendo, así que me quedé en casa, preocupado por ella.
Una semana después coincidí en la iglesia con la señorita Cuthbert. Mis padres se acercaron a hablar con ella y a ofrecerle su ayuda para lo que necesitase. Marilla fue muy educada, como siempre que había coincidido con ella, no obstante, antes de despedirse de mí, me miró con dulzura y me dijo que me había convertido en un chico muy guapo.
No sé la razón, sin embargo, parecía que con sus palabras me alentaba a seguir amando a Ana. Posiblemente, fuesen imaginaciones mías, pero sentía que en Marilla tenía una aliada, tal y como mi padre me había advertido en su día.
Se me parte el corazón ver a Marilla y a Ana tan solas y tristes, aunque poco podemos hacer los demás cuando alguien fallece y sus seres queridos tienen que vivir con su pérdida.
Yo ya me había preparado para no ver a Ana el próximo año académico. Yo me quedaría en Avonlea a enseñar y Ana Shirley se iría a Redmond. Pero Diana Barry me informó de que Ana no quería dejar a Marilla sola y que trabajaría de maestra y en unos años podría ir a Redmond.
Ella, al igual que yo, quería seguir estudiando en casa. Sería tan maravilloso poder hacerlo juntos, discutiendo sobre el griego y el latín. Incluso podría darle la mano, si ella me lo permitiese, acariciar su pelo color fuego, y, si la fortuna me sonriese, podría dejar posar un beso en sus labios.
Como ya yo tenía la escuela de Avonlea, a Ana le darían la escuela de Carmody. Por supuesto que no podía permitir algo así. Seguro que intentaría quedarse en su amada Tejas Verdes e ir todos los días al colegio para que Marilla no estuviese mucho tiempo sola. Así que hablé con los del Sindicato y les expuse el caso, diciéndoles las razones por las que dimitía en la escuela de nuestro pueblo y recomendaba a Ana Shirley para el puesto.
No fue nada difícil convencerles. Al fin y al cabo, la muerte de Matthew Cuthbert era reciente y todos podían entender lo honorable de mis acciones. Al menos, me sentí útil en poder ayudar a Ana de alguna forma.
Así que hoy me levanté pensando que iba a ser un día como cualquier otro, sin tener ni idea de que iba a cambiar mi suerte para siempre.
Había estado informando a mis padres de que al final iba a enseñar en White Sands, ya que Ana se iba a quedar en el pueblo y ella debía cuidar de Marilla. Mis padres entendieron mi decisión y me felicitaron por ser tan considerado con una compañera.
Todo está tranquilo, por lo que decido dar un paseo, aunque ya haya anochecido.
Salgo de mi casa silbando y a pocos metros veo una figura que reconocería en cualquier sitio. Es la misma que me atormenta en las noches de insomnio y que sueño con poseer de mil maneras diferentes. Mi silbido muere en los labios cuando reconozco a Ana. Me quito cortésmente la gorra y me dispongo a cruzar en silencio, si Ana no me hubiera detenido, alargando su mano para ofrecérmela.
—Gilbert, quiero agradecerle que me cediera el colegio. Ha sido un gran detalle de su parte y quiero que sepa cuánto lo agradezco —me dice, con las mejillas rojas.
Embriagado por su cercanía y porque después de tantos años se dirigiese a mí y pronunciase mi nombre, tomo ansiosamente la mano que me ofrece.
—No fue nada particularmente bueno de mi parte, Ana. Me gustó prestar algún pequeño servicio. ¿Vamos a ser amigos después de esto? ¿Me has perdonado de verdad mi vieja culpa? —le pregunto, esperanzado, mientras Ana ríe y trata sin éxito de retirar su mano.
—Ya te perdoné aquel día en el embarcadero. Fui una estúpida cabezota. Desde entonces, debo confesarte, lo he sentido terriblemente —me contesta y mi corazón comienza a latir desbocado.
—Seremos los mejores amigos. Hemos nacido para serlo, Ana. Has burlado al destino mucho tiempo. Sé que nos podemos ayudar el uno al otro de muchas maneras. Tú vas a continuar estudiando, ¿no es así? Yo también. Vamos, te acompañaré a casa —le digo, jubilosamente.
No solo acompaño a mi amada hasta su casa, sino que nos quedamos media hora hablando en su puerta. Hacía tanto tiempo que deseaba esto, que casi me es imposible separarme de ella e irme a casa. No obstante, soy un caballero y no quiero poner a Ana en un aprieto. Ya vi cómo Marilla miraba por la ventana en dos ocasiones, aunque la señorita Cuthbert me sonreía.
Mis instintos no me habían fallado y ahora, más que nunca, estoy seguro de que si en algún momento pretendía a Ana, Marilla Cuthbert no se opondría.
—¿Qué te pasa, hijo? —me pregunta mi padre, cuando se encuentra conmigo a unos metros de la puerta de nuestra casa.
—Es Ana, padre, ya me ha perdonado —le cuento, felizmente.
—Lo de ya es muy relativo, hijo. Han sido cinco largos años, pero me alegro por ti y tu felicidad —me dice mi padre antes de entrar justo detrás de mí en la casa.
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