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REYNA XXII


"Mal momento"—pensó Reyna—. "Este es un muy muy muy mal momento para esto".

Lastimosamente, hacían ya varios días desde que no controlaba sus sueños, sino que estos la controlaban a ella.

Era una madrigada sangrienta, el suelo temblaba bajo el peso de miles de botas, los estandartes hondeaban en el cielo y el viento soplaba inclemente. El mayor ejército que Reyna jamás había visto marchaba hacia ella, varias legiones romanas trabajando en conjunto como la máquina de matar más grande que existía.

Desde la dirección opuesta, un segundo ejercito con la mitad del tamaño del primero hizo acto de presencia. Reyna reconoció el signo de Tannit de sus estandartes. Era un ejercito expedicionario cartaginés.

El cónsul romano ordenó que los vélites se pusieran en movimiento y entrasen en combate con la infantería ligera de Cartago que también se encontraba avanzada. Así empezaron los primeros enfrentamientos de aquel largo día. Los guerreros más jóvenes de ambos bandos luchaban en pequeños grupos avanzando y retrocediendo alternativamente sin que ninguno de los dos bandos consiguiera vencer con claridad. Las posiciones de la infantería pesada se mantenían fijas hasta que el líder púnico decidió terminar con aquellas escaramuzas y dar comienzo a la auténtica batalla.

El general cartaginés, al contrario que el cónsul romano, que estaba en uno de los flancos con la caballería, se situó en el centro mismo de su ejército. Había confiado a su general Himilcón la caballería gala e ibera para que barriese a los jinetes romanos, mientras que a su hermano pequeño Magón lo retuvo consigo en el centro para tener a alguien de máxima confianza que le ayudase a dirigir las complicadas maniobras que había diseñado para con sólo treinta mil infantes enfrentarse a unas legiones romanas que le doblaban en número. A su otro hombre de confianza, Maharbal, le había mandado la misión más complicada: detener con sólo los dos mil númidas el avance de la caballería romana aliada al mando del cónsul, Terrencio Varrón. Sabía que Himilcón no tardaría en abrirse camino y no dudaba de que, si bien Maharbal pudiera ser que no consiguiera una victoria, era seguro que por allí no avanzaría Varrón con comodidad.

—¡Que avancen las falanges de galos e iberos!—dijo el líder púnico; los había situado en el centro, entre otras muchas cosas porque desconfiaba de su lealtad y nada mejor que hacerles entrar en combate los primeros para asegurarse de que no huirían si las cosas se torcían.

Reyna observó cómo las primeras líneas del centro de la formación cartaginesa avanzaban hacia los romanos, sin embargo, la infantería africana de los extremos permanecía en sus posiciones. Aquello era extraño. Estaba segura de que había leído sobre aquella táctica en algún volumen de historia militar, o que había sido instruida en ella en sus años en el Campamento Júpiter, pero su mente estaba nublada. Tenía la absoluta certeza de que debería saber lo que sucedía, como tener una palabra en la punta de la lengua, pero era incapaz de hallar las respuestas a sus preguntas.

La infantería gala e ibera avanzaba además de una forma peculiar, adelantándose más en el centro y menos en las alas, creando unas líneas de soldados curvas. El líder púnico estaba dibujando una formación convexa cuyo diámetro en su parte inferior alcanzaría casi dos kilómetros, dejando en la base sendos grupos de infantería pesada africana sin moverse.

Varrón ordenó el avance del ejército romano. Las legiones de Roma, en perfecta formación en línea recta, se adentraron en la llanura, pisando con sus decenas de miles de sandalias, pisadas que se unieron a los millares de los galos e iberos, contribuyendo todos con aquel movimiento de millares de hombres a levantar grandes nubes de polvo que despegaban de la tierra seca de aquel territorio sin siembra en medio de un caluroso verano. La brisa de la mañana se había transformado en un intenso viento que ascendía desde el sureste hacia el noroeste, arrastrando consigo todo el polvo que levantaban las grandes masas de soldados en movimiento, barriendo el valle justo en dirección opuesta al avance romano.

Reyna comprendió entonces la brillante estrategia del general cartaginés. El polvo cegaba a los romanos en su avance, dificultando su visión. Para ver tenían que protegerse el rostro, pero llevando una espada en una mano y un escudo en la otra aquello era complicado y ¿de qué desprenderse? La espada era imprescindible. Algunos optaron por abandonar el escudo, pero la lluvia de dardos y jabalinas que lanzaban los iberos hizo que la mayoría decidiese mantener en sus manos ambas herramientas y semicerrar los ojos para disminuir la molestia del polvo en movimiento veloz por el valle del Aufidus.

En el cuerpo a cuerpo la importancia del factor viento disminuyó un poco, aunque seguía siendo molesto y un obstáculo añadido que Terencio podría haberles ahorrado planteando la lucha en perpendicular al río. Claro que aquello era mucho pedir al cónsul al mando.

Los enardecidos legionarios avanzaron contra los mercenarios de Cartago. Pronto avanzaron al tiempo que galos e iberos perdían terreno dejando cadáveres de compatriotas en su retirada, cuerpos acuchillados por las espadas romanas que eran pisoteados por las legiones en su incontenible avance. Hubo un pequeño receso al replegarse el enemigo con rapidez y reagruparse en nuevas líneas dejando unos veinte pasos entre un ejército y otro. Los romanos aprovecharon para reemplazar sus primeras líneas, agotadas ya por el esfuerzo, por la retaguardia dando paso a los triari.

Los galos e iberos continuaban replegándose. La antigua formación convexa de las tropas cartaginesas había desaparecido en el continuo repliegue de su infantería hasta el punto de invertirse y empezar a crear una especie de bolsa, un saco sostenido en ambos extremos por las impertérritas falanges de la infantería pesada africana, que seguía sin entrar en combate. Los iberos y los galos estaban siendo barridos por los romanos, pero en su persecución atraían a las legiones hacia aquel saco que parecían guardar las tropas africanas.

En el ala derecha romana, el encuentro entre ambas fuerzas fue contundente y muchos jinetes de ambos bandos cayeron en el primer enfrentamiento. Las bestias relinchaban nerviosas, intentando evitar pisotear los cuerpos de los caídos, pero no siempre podían evitarlo y algunos tropezaban poniendo en peligro el equilibrio de sus jinetes, que no disponían de estribos sobre los que apoyarse.

Los iberos llevaban entre ellos honderos baleáricos, que aprovecharon la lucha cuerpo a cuerpo que se estableció para lanzar piedras contra las líneas de jinetes romanos más retrasadas. El segundo cónsul de Roma, Emilio Paulo, se esforzaba por mantener la formación de sus hombres y evitar que fuera desbordada por la superioridad numérica de la caballería enemiga, cuando una piedra que cruzó el aire silbando impactó en su cabeza. El casco mitigó el golpe en gran medida, pero el viejo cónsul sintió un chasquido en su cráneo, como si algo se soltase por dentro y, por un instante, perdió la consciencia. El temple de su caballo y la recuperación del sentido evitaron que el cónsul cayera al suelo, pero desde aquel momento sintió una extraña debilidad en todo el cuerpo, más allá de la normal por sus años.

—¿Se encuentra bien, mi general?—le preguntó uno de los lictores de su escolta.

El cónsul asintió y respondió conminando a que sus hombres impidieran el avance del enemigo, pero no se encontraba bien y al fin puso pie a tierra. Su guardia personal hizo lo mismo para defender a su general y, poco a poco, perdida toda posibilidad de reorganizar las líneas, todos los jinetes desmontaron. Himilcón mantuvo, no obstante, a parte de sus jinetes a caballo acosando a los romanos mientras otros jinetes luchaban desde tierra contra el enemigo. En pocos minutos la caballería romana estaba diezmada y cediendo terreno en una huida sin ningún orden. Los lictores rogaron al cónsul que volviese a montar para poder retirarse de allí y hacerse fuerte en el centro de las legiones romanas, a salvo de la caballería enemiga. Muy a su pesar, Emilio Paulo reconoció que allí no quedaba nada por hacer, que la posición estaba perdida y que lo mejor era refugiarse entre la infantería para, desde allí, ayudar en la batalla.

—Espero que Varrón haya tenido mejor suerte con los númidas. Vamonos de aquí—comentó Emilio Paulo, una mano en las riendas y otra en el casco. Galopando, él y su guardia personal se retiraron hacia las posiciones en las que se encontraban las legiones luchando contra la infantería ibera y gala.

Himilcón vio cómo su cometido estaba siendo conseguido a la perfección. La caballería romana había sido barrida, tal y como su general había anticipado. Ahora quedaba seguir con la parte del plan que le correspondía. Reagrupó a todos sus jinetes y les ordenó que le siguieran.

Himilcón se lanzó entonces hacia el norte, bordeando las legiones romanas sin entrar en combate con ellas, alejándose hacia el horizonte seguido por sus miles de jinetes, sorprendidos de aquella maniobra, pero disciplinados siguiendo a su general. Eso sí, la nube de polvo de sus caballos fue un envenenado regalo para los confusos legionarios que veían con los ojos semicerrados cómo la caballería enemiga victoriosa, en lugar de lanzarse sobre ellos, se alejaba hacia el norte.

En el ala izquierda Romana, Terencio Varrón estaba satisfecho consigo mismo. Las cosas no podían marchar mejor. Las legiones avanzaban mejor incluso de lo que él mismo había previsto. El centro de la infantería cartaginesa cedía ante la contundencia del avance romano penetrando como una cuña, de forma que pronto conseguirían partir la formación de Cartago en dos. A partir de ahí la superioridad numérica de sus fuerzas acabaría con los enemigos de Roma en unas pocas horas. Un jinete le comunicó que Emilio Paulo tenía problemas con la caballería cartaginesa en el otro flanco. El pobre viejo. Seguramente terminaría cediendo. Aquello sería un inconveniente pero, con un poco de suerte, el viejo caería en el combate y así, aunque eso supusiera un pequeño contratiempo al tener luego que luchar contra ambas caballerías enemigas, podría después disfrutar por sí solo de la gloria de aquella victoria. Ya imaginaba su gran triunfo en Roma.

Frente a ellos estaba la caballería africana. Númidas decían que eran. Varrón ordenó que avanzara la caballería. Los doblaban en número. Terminarían primero con estos africanos y luego iría a resolver el desastre que hubiera organizado el viejo en el otro flanco. Avanzaron al encuentro de los númidas. Sin embargo, éstos rehuían el combate frontal. Se replegaban y, cuando los romanos se detenían, retornaban para atacar por los flancos. Cuando la caballería romana nuevamente se ubicaba para repeler el ataque de los númidas, éstos volvían a replegarse. Así llevaban una hora. Ya se cansarían. Mientras, las legiones avanzaban. Era cuestión de tiempo.

Todas las piezas cayeron en su lugar dentro de la cabeza de Reyna. La retirada de las fuerzas de Cartago era una trama, atrayendo a las legiones a una bolsa flanqueada por la infantería pesada púnica, que aún no había entrado en combate. Además, el ala derecha romana ya había caído, pero en lugar de lanzarse contra el grueso del ejército, la caballería cartaginesa había rodeado el campo de batalla. Buscaban evitar al ejercito para así apoyar a los númidas del ala izquierda, destruyendo por completo la cabellaría romana. Sólo entonces los jinetes púnicos se unirían al grueso del ejercito.

Reyna no pudo hacer nada más que observar con asombro y terror como la infantería pesada africana compuesta de dieciséis falanges de mil veinticuatro hombres cada una repartida en dos bloques iguales en cada uno de los extremos de la formación cartaginesa empezó a avanzar, pero con mayor velocidad en los extremos más alejados de la batalla y mucho más despacio en los lados más próximos al centro del combate, allí donde se encontraban las legiones romanas. De esta forma en unos minutos, como si de dos puertas se tratara, se fueron plegando sobre los flancos de las legiones enemigas.

Era un embolsamiento, un artístico embolsamiento y aniquilación por parte del ejercito cartaginés.

—Más de ochenta mil hombres masacrados por un ejercito con la mitad de sus números—dijo una voz a sus espaldas—. Cuando el relámpago cayó sobre Roma, no estuvimos listos. Pasó antes, y volverá a pasar a menos que lo detengas.

Reyna se giró para encarar a su interlocutor. Se trataba de un tribuno militar romano, mayor que ella en edad, pero igualmente joven para los estándares del ejercito durante la República Romana. No obstante, sus ojos eran los de un anciano, que han pasado miles de penurias y han visto la crudeza del campo de batalla.

—Eres tú—reconoció Reyna—. Eres el general romano de mi primera visión...

—¿Sabes dónde estás? ¿Sabes qué es lo que estás viendo?

La mente de Reyna lentamente comenzó a despejarse, trabajando a toda prisa para encontrar respuestas.

—Es la batalla de Cannae, durante la Segunda Guerra Púnica—comprendió—. Uno de los mayores desastres militares en la historia de Roma, quizá del mundo entero.

Un nueva voz hizo eco a través del fragor de la batalla, helando los nervios de Reyna:

—Así es. Quizá esto sea sólo un recuerdo, pero se tornará en premonición si no actúas a tiempo. La Roma que tanto amas caerá para siempre presa de sus ineficaces leyes y sistemas. La legión está en manos de un incompetente y más pronto que tarde serán embolsados y aniquilados por su propio relámpago.

Reyna se volvió para encontrarse con la imponente presencia de quien con total seguridad era el general del ejército cartaginés, montando sobre un elefante de batalla que barritaba enérgicamente.

—Recuerda Zama—le insistió el tribuno romano.

—Sólo entendiendo cómo terminó la pesadilla serás capaz de despertar—añadió el líder púnico.

Reyna retrocedió, sujetándose la cabeza con fuerza.

—Zama... Zama... sé que he oído antes ese nombre—murmuró—. Pero... ¿Dónde? ¿Qué se supone que debo recordar? ¿Qué es lo que debo hacer?

Ambos hombres guardaron silencio, mirándola con severidad.

Los ojos de Reyna se fijaron entonces en el caballo que el tribuno montaba, su color café claro tan parecido a la mantequilla de maní, aquella mirada que le resultaba tan conocida y la llenaba de tristeza y culpabilidad.

—Escipión...

Retrocedió un par de pasos, aturdida. Se volvió hacia el elefante que el líder púnico montaba. Los elefantes de guerra fueron un arma común durante las guerras púnicas, pero hasta donde Reyna sabía, no se habían usado en Cannae. Más importante aún, era la completamente anacrónica armadura de la bestia: una enorme coraza de kevlar negra con la palabra ELEFANTE impresa en el lateral.

—Aníbal...

Reyna abrió los ojos de par en par, sintiendo el pulso de su corazón acelerarse. Levantó la mirada y observó estupefacta a los dos hombres que se alzaban ante ella, montando a las bestias que ella conocía para finalmente hacerle entender quienes eran.

Publio Cornelio Escipión el Africano y Aníbal Barca, el Relámpago de Cartago. Dos de los genios militares más grandes de la historia humana, estrategas sin rival que se batieron a duelo al final de la Segunda Guerra Púnica. El profetizado destructor de Roma y su eterno salvador. La pesadilla de la ciudad del Tíber y aquel traicionado por esa misma patria que tanto defendió.

—La Batalla de Zama—comprendió finalmente—. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver esa batalla con la guerra contra Gaia? ¿Por qué debo recordarla?

Tanto Aníbal como Escipión guardaron silencio. El sonido de la batalla cada vez se notaba más distante, el mundo comenzó a desvanecerse a su alrededor.

—Te hemos ayudado tanto como hemos podido, pretor—dijo Publio.

—A partir de ahora, depende de ti—añadió Aníbal—. Qué tus dioses te protejan, si es que pueden.

El sueño se sumió en la completa oscuridad. Un silencio amortiguado llegaba a los oídos de Reyna conforme lentamente pero con seguridad recobraba la conciencia.

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