REYNA VII
Las hordas habían llegado.
Repartidos en grupos de veinte o treinta, los turistas pululaban entre las ruinas, se apiñaban en las villas y deambulaban por los senderos de adoquines, contemplando boquiabiertos los frescos y mosaicos de vivos colores.
Reyna temió que los turistas reaccionaran ante la estatua de Atenea de doce metros de altura que había en medio del patio, pero la Niebla debía de haber estado haciendo horas extra para nublar la vista a los mortales.
Cada vez que un grupo de turistas se acercaba, se detenían en la entrada del patio y miraban decepcionados la estatua. Un guía turístico británico anunció:
—Ah, andamios. Parece que la zona está siendo restaurada. Es una lástima. Sigamos.
Y se marchaban.
Al menos la estatua no rugía: "¡MORID, INCRÉDULOS!", ni reducía a los mortales a polvo. En una ocasión Reyna había lidiado con una estatua de la diosa Artemisa que hacía eso. No había sido el día más tranquilo de su vida.
Al parecer, el aura mágica de la Atenea Paternos atraía a los monstruos y los mantenía a raya a partes iguales. De vez en cuando, Reyna veía con el rabillo del ojo relucientes espíritus blancos vestidos con ropa romana que revoloteaban entre las ruinas y miraban consternados la estatua frunciendo el entrecejo.
—Esos lémures están por todas partes—murmuró Gleeson—. De momento mantienen la distancia, pero cuando anochezca más vale que estemos listos para marcharnos. Los fantasmas siempre son peores de noche.
Reyna no necesitaba que se lo recordasen.
Observó como una pareja de ancianos vestidos con camisetas y bermudas de tonos pastel a juego andaban con paso tambaleante por un jardín cercano. Se alegró de que no se acercasen más. El entrenador Hedge había instalado alrededor del campamento toda clase de cuerdas trampa, lazos y ratoneras enormes que no detendrían a ningún monstruo que se preciase, pero que perfectamente podían derribar a un ciudadano mayor.
A pesar de la cálida mañana, Reyna estaba temblando por culpa de sus sueños. Era incapaz de decidir cuál era más aterrador: la inminente destrucción de la Nueva Roma, la forma en que Octavio estaba envenenando a la legión desde dentro o como había quedado atrapada en medio de una batalla entre Roma y Cartago.
"Tu misión es un encargo absurdo".
El Campamento Júpiter la necesitaba. La Duodécima Legión la necesitaba. Sin embargo, Reyna estaba en la otra punta del mundo, viendo cómo un sátiro preparaba wafles de arándanos precocinados con un palo sobre una fogata.
Quería hablar de las pesadillas, pero decidió esperar a que Nico se despertase. No estaba segura de tener valor para relatarlas dos veces.
El chico seguía roncando. Reyna había descubierto que una vez que se dormía tardaba mucho en despertarse. El entrenador podía bailar claqué con sus pezuñas de cabra alrededor de la cabeza de Nico, pero el hijo de Hades no se inmutaba.
—Toma.
Hedge le ofreció un plato de wafles asados al fuego con rodajas de piña y kiwi frescos. Todo tenía un aspecto sorprendentemente bueno.
—¿De dónde ha sacado las provisiones?—preguntó Reyna asombrada.
—Eh, soy un sátiro. Somos muy eficientes haciendo equipajes—mordió un bocado de wafle—. ¡Y también sabemos vivir de la tierra!
Mientras Reyna comía, el entrenador Hedge sacó un bloc y empezó a escribir. Cuando hubo terminado, dobló el papel, hizo un avión con él y lo lanzó al aire. Una brisa se lo llevó.
—¿Una carta a su esposa?—aventuró Reyna.
Bajo la visera de la gorra, los ojos de Hedge estaban enrojecidos.
—Mellie es una ninfa de las nubes. Los espíritus del aire envían mensajes en aviones de papel continuamente. Con suerte, sus primas ayudarán a que la carta cruce el océano hasta que le llegue a ella. No es tan rápido como un Mensaje Iris, pero quiero que nuestro hijo tenga algún recuerdo mío, por si... ya sabes...
—Volverá a casa—prometió Reyna—. Y verá a su hijo.
Hedge apretó la mandíbula y no dijo nada.
Reyna sabía hacer hablar a la gente. Lo consideraba esencial para conocer a sus compañeros de armas. Pero las había pasado canutas para convencer a Hedge de que se abriese con respecto a su esposa, Mellie, que estaba a punto de dar a luz en el Campamento Mestizo. A Reyna le costaba imaginarse al entrenador de padre, pero sabía lo que era crecer sin padres. No iba a permitir que el hijo del entrenador Hedge pasara por eso.
—Sí, bueno...—el sátiro mordió otro trozo de wafle, incluido el palo en el que lo había tostado—. Ojalá nos moviésemos más rápido—señaló con la barbilla a Nico—. No veo cómo este chico va a aguantar un salto más. ¿Cuántos más necesitaremos para volver a casa?
Reyna compartió su preocupación. Al cabo de once días, los gigantes planeaban despertar a Gaia. Octavio planeaba atacar el Campamento Mestizo el mismo día. No podía ser una casualidad. Tal vez Gaia estaba susurrándole a Octavio al oído e influyendo en sus decisiones de forma subconsciente. O peor aún: tal vez Octavio se había confabulado con la diosa de la tierra. Reyna no quería creer que incluso alguien como Octavio fuese capaz de traicionar conscientemente a la legión, pero, después de lo que había visto en sueños, no podía estar segura.
Una idea comenzó a formarse en su cabeza. Quizá la nueva fortaleza física de Octavio y Gaia estuviesen relacionados de alguna forma...
Terminó de desayunar mientras un grupo de turistas chinos pasaba por delante del patio arrastrando los pies. Reyna había estado despierta menos de una hora, y ya estaba impaciente por ponerse en marcha.
"Recuerda Zama", le habían advertido los generales.
El nombre le resultaba familiar. Sabía que era algo que conocía, debería de haber entendido el mensaje a la perfección, pero sus múltiples sueños se mezclaban entre sí y con el cansancio y dolor de los últimos días, haciéndole imposible concentrase en aquel pensamiento.
—Gracias por el desayuno, entrenador—se levantó y se desperezó—. Si me disculpa, donde hay turistas hay servicios. Tengo que usar el cuartito de pretor.
—Adelante—el entrenador hizo tintinear el silbato que colgaba de su cuello—. Si pasa algo, pitaré.
Reyna dejó a Aurum y a Argentum de guardia y se abrió paso tranquilamente entre los grupos de turistas hasta que encontró un centro de información con servicios. Se aseó lo mejor que pudo, pero le resultaba irónico estar en una ciudad romana de verdad y no poder disfrutar de un buen baño romano caliente. Tuvo que conformarse con unas toallitas de papel, un dispensador de jabón roto y un secador de manos asmático. Y los retretes... cuanto menos se hablase de eso, mejor.
Al volver pasó por delante de un pequeño museo con un escaparate. Detrás del cristal había una hilera de figuras de yeso, todas inmovilizadas en plena agonía. Una niña estaba acurrucada en posición fetal. Una mujer agonizaba retorciéndose, con la boca abierta para gritar y los brazos tendidos hacia arriba. Un hombre se hallaba arrodillado con la cabeza agachada, como aceptando lo inevitable.
Reyna se las quedó mirando con una mezcla de horror y repugnancia. Había leído acerca de esas figuras, pero nunca las había visto. Después de la erupción del Vesubio, las cenizas volcánicas habían sepultado la ciudad y se habían endurecido hasta envolver de roca a los pompeyanos moribundos. Sus cuerpos se habían desintegrado y habían dejado bolsas de aire con forma humana. Los primeros arqueólogos echaron yeso en los agujeros y crearon esas figuras: escalofriantes réplicas de antiguos romanos.
A Reyna le parecía perturbador e inapropiado que los momentos de agonía de esas personas se exhibiesen como ropa en el escaparate de una tienda, pero no podía apartar la vista.
Toda su vida había soñado con viajar a Italia. Había dado por sentado que su sueño nunca se haría realidad. Los semidioses modernos tenían prohibido visitar las tierras antiguas; era una zona demasiado peligrosa. Sin embargo, quería seguir los pasos de Eneas, hijo de Afrodita, el primer semidiós que se había instalado allí después de la guerra de Troya. Quería ver el río Tíber original, donde la diosa loba Lupa había salvado a Rómulo y a Remo.
Pero ¿Pompeya? Reyna nunca había querido ir allí. El lugar de la catástrofe más tristemente célebre de Roma, una ciudad entera engullida por la tierra... Después de las pesadillas de Reyna, le resultaba demasiado familiar.
Desde que había llegado a las tierras antiguas, sólo había visto un lugar que desease visitar: el palacio de Diocleciano, en Split, y ni siquiera esa visita había sido como ella había imaginado. Reyna solía soñar con ir allí en compañía de Jason para admirar el hogar de su emperador favorito. Se imaginaba compartiendo paseos románticos con él por la antigua ciudad y picnics al atardecer en los pretiles.
En cambio, Reyna no había llegado a Croacia con él, sino perseguida por una docena de furiosos espíritus del viento. Se había abierto paso a la fuerza entre los fantasmas del palacio. Al salir, unos grifos la habían atacado y habían herido de muerte a su pegaso. Lo más cerca que había estado de Jason había sido cuando encontraron una nota que él le había dejado debajo de un busto de Diocleciano en el sótano.
Sólo tenía recuerdos dolorosos de ese sitio.
"No te amargues"—se reprendió a sí misma—. "Eneas también sufrió. Y Rómulo, Diocleciano y todos los demás. Los romanos no se quejan de las penalidades".
Mirando las morbosas figuras de yeso del escaparate del museo, se preguntó qué había pasado por las cabezas de esas personas cuando se habían acurrucado para morir entre las cenizas. Probablemente no habían pensado: "¡Bueno, somos romanos! ¡No debemos quejarnos!".
"Ingrata patria, ne ossa quidem mea habes"—pensó Reyna, tratando de recordar dónde había oído antes aquella frase—. "Tierra ingrata, ni mis huesos tienes"
Una ráfaga de viento sopló a través de las ruinas emitiendo un cavernoso gemido. La luz del sol brilló contra la ventana y la deslumbró por un momento.
Reyna alzó la vista sobresaltada. El sol estaba justo en lo alto. ¿Era posible que fuese ya mediodía? Había salido de la Casa del Fauno justo después de desayunar. Sólo había estado allí unos minutos... ¿no?
Se apartó del escaparate del museo y se marchó corriendo, tratando de quitarse de encima la sensación de que los pompeyanos muertos susurraban detrás de ella.
El resto de la tarde transcurrió con una tranquilidad desconcertante.
Reyna siguió vigilando mientras el entrenador Hedge dormía, pero no había gran cosa de la que protegerse. Los turistas iban y venían. Alguna que otra arpía y algún que otro espíritu del viento pasaban volando por lo alto. Los perros de Reyna gruñían en señal de advertencia, pero los monstruos no se detenían a luchar.
Los fantasmas se escondían alrededor de los límites del patio, aparentemente intimidados por la Atenea Partenos. Reyna los comprendía perfectamente. Cuanto más tiempo permanecía la estatua en Pompeya, más ira parecía irradiar, cosa que a Reyna le provocaba comezón y le ponía los nervios a flor de piel.
Finalmente, justo después de que se pusiera el sol, Nico se despertó. Engulló un sándwich de aguacate y queso, la primera vez que había mostrado un apetito considerable desde que se habían ido de la Casa de Hades.
Reyna detestaba arruinarle la cena, pero no disponían de mucho tiempo. A medida que la luz del día se iba, los fantasmas empezaban a acercarse más y en número más elevado.
Relató a Nico sus sueños: la tierra engullendo el Campamento Júpiter, Octavio aproximándose al Campamento Mestizo, los generales que le advertían sobre una batalla y el cazador de ojos brillantes que había disparado una flecha a Reyna en la barriga.
Nico se quedó mirando su plato vacío.
—Ese cazador... ¿puede ser un gigante?
El entrenador Hedge se movió nerviosamente.
—Preferiría no averiguarlo. Yo digo que no nos detengamos.
Nico hizo una mueca con la boca en señal de disgusto.
—¿Está proponiendo que evitemos una pelea?
—Escucha bien, yogurín: me gusta luchar como al que más, pero ya tenemos suficientes monstruos de los que preocuparnos. Lo último que necesitamos ahora es que un gigante cazarrecompensas nos siga la pista por todo el mundo. No me gustan esas flechas enormes.
—Por una vez estoy de acuerdo con Hedge—dijo Reyna.
Nico desdobló su saco de vestir e introdujo un dedo a través de un agujero de flecha que había en la manga.
—Tal vez... podría pedir consejo—Nico parecía reticente—. Thalia Grace...
—La hermana de Jason—dijo Reyna.
Ella no conocía a Thalia. De hecho, no se había enterado de que Jason tenía una hermana hasta hacía poco. Según Jason, era una semidiosa griega, una hija de Zeus que había dirigido a un grupo de seguidoras de Artemisa. A Reyna le daba vueltas la cabeza sólo con pensarlo.
Nico asintió.
—Las cazadoras de Artemisa son... cazadoras. Si alguien puede saber algo sobre ese gigante cazador es Thalia. Podría intentar enviarle un Mensaje iris.
—No parece que la idea te entusiasme—advirtió Reyna—. ¿Los dos... os lleváis mal?
—Nos llevamos bien.
Aurum gruñó en voz baja, lo que significaba que Nico estaba mintiendo.
Reyna decidió no insistir.
—Yo también debería intentar contactar con mi hermana Hylla—dijo—. El Campamento Júpiter tiene pocas defensas. Si Gaia ataca allí, tal vez las amazonas puedan ayudarlos.
El entrenador Hedge frunció el entrecejo.
—Sin ánimo de ofender, pero... ¿qué va a hacer un ejército de amazonas contra una ola de tierra?
Reyna reprimió su temor. Sospechaba que Hedge tenía razón. La única defensa posible frente a lo que había visto en sueños sería impedir que los gigantes despertasen a Gaia. Y para eso tenía que depositar su confianza en la tripulación del Argo II.
La luz del día casi se había ido. Alrededor del patio, los fantasmas estaban formando una horda: cientos de romanos relucientes armados con porras o piedras espectrales.
—Seguiremos hablando después del siguiente salto—decidió Reyna—. Ahora mismo tenemos que largarnos de aquí.
—Sí—Nico se levantó—. Con suerte, esta vez podremos llegar a España. Deja que...
La horda de fantasmas desapareció, como un montón de velas de cumpleaños apagadas de un sólo soplido.
Reyna se llevó una mano al mango de su espada.
—¿Adónde han ido?
Nico recorrió las ruinas con la vista. Su expresión no era tranquilizadora.
—No... no estoy seguro, pero no me parece que sea buena señal. Estad atentos. Voy a ponerme el arnés. Sólo serán unos segundos.
Gleeson Hedge se levantó sobre sus pezuñas.
—Unos segundos que no tienes.
A Reyna se le encogió el estómago.
Hedge hablaba con voz de mujer: la misma que Reyna había oído en su pesadilla.
Desenvainó su sable.
Hedge se volvió hacia ella con el rostro inexpresivo. Sus ojos eran de un color negro puro.
—Alégrate, Reyna Ramírez-Arellano. Morirás como romana. Te unirás a los fantasmas de Pompeya.
El suelo retumbó. Unas espirales de ceniza se arremolinaron en el aire por todo el patio. Se solidificaron y se transformaron en toscas figuras humanas: carcasas de barro como las del museo. Miraban fijamente a Reyna, con unos ojos que eran agujeros dentados en sus caras de roca.
—La tierra te tragará—dijo Hedge con la voz de Gaia—. Como se los tragó a ellos.
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