REYNA VI
La mayoría de las veces Reyna podía controlar las pesadillas.
Había entrenado su mente para empezar todos los sueños en su sitio favorito: el jardín de Baco en la colina más alta de la Nueva Roma. Allí se sentía a salvo y tranquila. Cuando las visiones invadían su sueño—como siempre les sucedía a los semidioses—, podía contenerlas imaginando que eran reflejos en la fuente del jardín. Eso le permitía dormir plácidamente y evitar despertarse a la mañana siguiente empapada en sudor frío.
Esa noche, sin embargo, no tuvo tanta suerte.
El sueño empezó bastante bien. Se encontraba en el jardín una tarde cálida; el cenador estaba cargado de madreselva en flor. En la fuente central, la pequeña estatua de Baco escupía agua en la pila.
Las cúpulas doradas y los tejados de tejas rojas de la Nueva Roma se extendían debajo de ella. A casi un kilómetro hacia el oeste se alzaban las fortificaciones del Campamento Júpiter. Más allá, el Pequeño Tíber torcía suavemente alrededor del valle, siguiendo el borde de las colinas de Berkeley, perezosas y doradas a la luz del verano.
Reyna sostenía una taza de chocolate caliente, su bebida favorita.
Espiró con satisfacción. Merecía la pena defender ese sitio: por ella, por sus amigos, por todos los semidioses. Los cuatro años que había pasado en el Campamento Júpiter no habían sido fáciles, pero habían sido la mejor época de su vida.
De repente el horizonte se oscureció. Reyna pensó que podía tratarse de una tormenta. Entonces se dio cuenta de que una ola gigantesca de limo oscuro avanzaba arrollando las colinas y volvía del revés la faz de la tierra, sin dejar nada a su paso.
Reyna observó horrorizada como la marea de barro llegaba al linde del valle. El dios Término mantenía una barrera mágica alrededor del campamento, pero sólo sirvió para retrasar la destrucción un momento. Una luz morada explosionó hacia arriba como cristales rotos, y la marea se abrió paso a raudales, hizo trizas árboles, destruyó caminos y barrió el Pequeño Tíber del mapa.
"Es una visión"—pensó Reyna—. "Puedo controlarla".
Trató de alterar el sueño. Se imaginó que la destrucción era sólo un reflejo de la fuente, una inofensiva imagen de vídeo, pero la pesadilla continuó con todo lujo de detalles.
La tierra engulló el Campo de Marte y arrasó todo rastro de las fortalezas y las trincheras de los juegos de guerra. El acueducto de la ciudad se vino abajo como una fila de bloques de construcción de juguete. El Campamento Júpiter también se desplomó: las atalayas cayeron con gran estrépito, y muros y cuarteles se desintegraron. Los gritos de los semidioses fueron silenciados, y la tierra siguió avanzando.
Un sollozo se formó en la garganta de Reyna. Los relucientes santuarios y monumentos de la Colina de los Templos se desmoronaron. El coliseo y el hipódromo fueron arrollados. La marea de tierra llegó a la línea del pomerio y entró en la ciudad ruidosamente. Las familias atravesaron el foro corriendo. Los niños gritaban aterrados.
El senado implosionó. Villas y jardines desaparecieron como cosechas bajo un arado. La marea se agitó cuesta arriba hacia los Jardines de Baco: el último vestigio del mundo de Reyna.
Tú los dejaste indefensos, Reyna Ramírez-Arellano—una voz de mujer brotó del terreno negro—. Tu campamento será destruido. Tu misión es un encargo absurdo. Mi cazador va a por ti.
Reyna se apartó de la barandilla del jardín. Corrió a la fuente de Baco y agarró el borde de la pila, mirando desesperadamente el agua. Deseaba que la pesadilla se convirtiese en un inofensivo reflejo.
CRAC.
La pila de la fuente se partió por la mitad, fracturada por una flecha del tamaño de un rastrillo. Reyna miró asombrada las plumas de cuervo, el astil pintado de rojo, amarillo y negro, como una serpiente de coral, y la punta de hierro estigio clavada en sus entrañas.
Alzó la vista entre una bruma de dolor. En el borde del jardín, una figura oscura se acercaba: la silueta de un hombre cuyos ojos brillaban como faros en miniatura y deslumbraban a Reyna. Oyó un susurro de hierro contra cuero cuando sacó otra flecha de su carcaj.
Entonces el sueño cambió.
El jardín y el cazador desaparecieron, junto con la flecha clavada en el estómago de Reyna.
Se encontraba en una viña abandonada. Ante ella se extendían hectáreas de parras muertas colgadas de hileras de enrejados de madera, como retorcidos esqueletos en miniatura. Al fondo de los campos había una casa de labranza construida con tabillas de cedro con un porche alrededor. Más allá, el terreno descendía hasta el mar.
Reyna reconoció el lugar: la bodega de Goldsmith, en la costa septentrional de Long Island. Sus grupos de exploradores se habían hecho con ella con el fin de usarla de puesto de avanzada para el ataque de la legión al Campamento Mestizo.
Había ordenado al grueso de la legión que permaneciera en Manhattan hasta que ella les dijera lo contrario, pero era evidente que Octavio le había desobedecido.
La Duodécima Legión había acampado en el prado situado más al norte. Se habían atrincherado con su habitual precisión militar: trincheras de tres metros de hondura y muros de arcilla con pinchos alrededor del perímetro, y una torre de vigilancia en cada esquina, armada con ballestas. En el interior, las tiendas estaban dispuestas en pulcras hileras blancas y rojas. Los estandartes de las cinco cohortes ondeaban al viento.
A Reyna debería habérsele levantado el ánimo al ver a la legión. Era un pequeño ejército, compuesto por apenas doscientos semidioses, pero estaban bien adiestrados y organizados. Si Julio César resucitaba, no tendría problemas para reconocer a las tropas de Reyna como dignos soldados de Roma.
Pero no tenían derecho a estar tan cerca del Campamento Mestizo. La insubordinación de Octavio hizo apretar los puños a Reyna. Estaba provocando a los griegos adrede con la esperanza de entablar batalla.
La visión de su sueño se acercó al porche de la casa de labranza, donde Octavio estaba sentado en una silla dorada que se parecía sospechosamente a un trono. Además de la toga con ribete morado de senador, la insignia de centurión y el cuchillo de los augurios, había adoptado una nueva distinción: un manto de tela blanca sobre su cabeza, que lo identificaba como pontifex maximus, sumo sacerdote de los dioses.
A Reyna le entraron ganas de estrangularlo. Ningún semidiós del que se tuviera memoria había asumido el título de pontifex maximus. Al hacerlo, Octavio se estaba elevando casi al nivel de emperador.
Más preocupante, quizás, era la apariencia del chico. A cada segundo parecía más fuerte. Había pasado de ser un delgado sujeto con complexión de espantapájaros a poseer un cuerpo marcado y bien definido. El cambio había empezado antes incluso de que Reyna dejase a la legión, pero tras varios días, ahora el augur se notaba más alto y fornido. Algo no estaba bien, algo no era natural, pero Reyna no entendía cómo es que había sucedido.
A la derecha había informes y mapas esparcidos sobre una mesa. A la izquierda, un altar de mármol colmado de fruta y ofrendas de oro, sin duda para los dioses. Pero a Reyna le parecía un altar dedicado al propio Octavio.
A su lado, el portador del águila de la legión, Jacob, permanecía firme, sudando con la capa de piel de león mientras sostenía la vara con el estandarte del águila dorada de la Duodécima Legión.
Octavio se hallaba en medio de una audiencia. Al pie de la escalera, un chico con unos vaqueros y una sudadera con capucha arrugada permanecía arrodillado. El compañero de Octavio de la Primera Cohorte, el centurión Mike Kahale, estaba a un lado, cruzado de brazos y echando chispas por los ojos con evidente desagrado.
—Vamos a ver—Octavio examinó un trozo de pergamino—. Aquí veo que eres un descendiente de Orco.
El chico de la sudadera alzó la vista, y a Reyna se le cortó la respiración. Bryce Lawrence. Reconoció su melena castaña, su nariz rota, sus crueles ojos verdes y su sonrisa torcida de satisfacción.
—Sí, mi señor—dijo Bryce.
—Oh, no soy ningún señor—los ojos de Octavio se arrugaron—. Sólo un centurión, un augur y un humilde sacerdote que hace todo lo posible por servir a los dioses. Tengo entendido que te han expulsado de la legión por... ejem, problemas disciplinarios.
Reyna trató de gritar, pero no podía hacer ningún ruido. Octavio sabía perfectamente por qué habían echado a Bryce. Al igual que su antepasado divino, Orco, el dios del castigo en el inframundo, Bryce era totalmente despiadado. El pequeño psicópata había sobrevivido a las pruebas de Lupa sin problemas, pero nada más llegar al Campamento Júpiter había demostrado que era imposible de adiestrar. Había intentando prender fuego a un gato por diversión. Había asestado una puñalada a un caballo y lo había enviado en desbandada a través del foro. Incluso existían sospechas de que había saboteado una máquina de asedio y había provocado la muerte de su propio centurión durante los juegos de guerra.
Si Reyna hubiera podido demostrarlo, Bryce habría sido castigado con la muerte. Pero como las pruebas eran circunstanciales, y como la familia de Bryce era rica y poderosa y tenía mucha influencia en la Nueva Roma, se había librado y había recibido una sentencia más leve: el destierro.
—Sí, pontífice—dijo Bryce despacio—. Pero, si me lo permite, esas acusaciones no se pudieron demostrar. Soy un romano leal.
Mike Kahale parecía estar haciendo todo lo posible para no vomitar.
Octavio sonrió.
—Creo en las segundas oportunidades. Has respondido a mi llamada de reclutamiento. Tienes las credenciales adecuadas y cartas de recomendación. ¿Juras que obedecerás mis órdenes y servirás a la legión?
—Desde luego—dijo Bryce.
—En ese caso te puedes reincorporar in probatio hasta que hayas demostrado tu valor en combate—dijo Octavio.
Hizo un gesto a Mike, quien metió la mano en su riñonera y sacó una placa de identificación de probatio sujeta con un cordón de cuero. Colgó el cordón alrededor del cuello de Bryce.
—Preséntate en la Quinta Cohorte—dijo Octavio—. Les vendrá bien sangre nueva, una perspectiva distinta. Si tu centurión Dakota tiene algún problema, dile que hable conmigo.
Bryce sonrió como si acabaran de darle un cuchillo afilado.
—Con mucho gusto.
—Una cosa más, Bryce—la cara de Octavio tenía un aspecto casi macabro bajo el manto blanco: sus ojos eran demasiado penetrantes, su nueva aura de poder emitía una luz maligna, fría y oscura, paradójica—. Por mucho dinero, poder y prestigio que la familia Lawrence aporte a la legión, recuerda que mi familia aporta más. Te estoy apadrinando personalmente, como estoy haciendo con los otros nuevos reclutas. Obedece mis órdenes y progresarás rápido. Puede que dentro de poco tenga un trabajito para ti: una oportunidad de demostrar tu valor. Pero si me haces enfadar, no seré tan indulgente como Reyna. ¿Lo entiendes?
La sonrisa de Bryce se desvaneció. Parecía que quisiera decir algo, pero cambió de opinión. Asintió con la cabeza.
—Bien—dijo Octavio—. Y córtate el pelo. Pareces una de esas ratas graecae. Puedes retirarte.
Cuando Bryce se marchó, Mike Kahale sacudió la cabeza.
—Con ese, ahora hay dos docenas.
—Es una buena noticia, amigo mío—le dijo Octavio con tono tranquilizador—. Necesitamos mano de obra extra.
—Asesinos. Ladrones. Traidores.
—Semidioses leales que me deben su puesto—dijo Octavio.
Mike frunció el entrecejo. Tenía unos brazos gruesos como cañones de bazucas. Poseía unas facciones anchas, una tez de color almendra tostada, el cabello negro largo y puntiagudo, y unos orgullosos ojos oscuros, como los antiguos reyes hawaianos. Reyna no sabía cómo un defensa de fútbol americano de Hilo había acabado siendo hijo de Afrodita, pero en la legión nadie le daba la vara con ese asunto cuando lo veían triturar rocas con las manos desnudas.
"La Reencarnación de Hércules", le llamaban algunos. Ciertamente su imagen, complexión y espada de tamaño extra extra grande ayudaban a consolidar dicha idea.
A Reyna siempre le había caído bien. Lamentablemente, Mike era muy leal a su padrino. Y su padrino era Octavio.
El pontífice se levantó y se desperezó.
—No te preocupes, viejo amigo. Nuestros equipos de asedio tienen rodeado el campamento griego. Nuestras águilas tienen superioridad aérea total. Los griegos no irán a ninguna parte hasta que estemos listos para atacar. Dentro de once días, todos mis ejércitos estarán en posición. Mis pequeñas sorpresas estarán preparadas. El 1 de agosto, la fiesta de Spes, el campamento griego caerá.
—Pero Reyna dijo...
—Ya hemos hablado de eso—Octavio sacó la daga de hierro de su cinturón y la lanzó a la mesa, donde se clavó sobre el plano del Campamento Mestizo—. Reyna ha perdido su puesto. Se fue a las tierras antiguas, un acto que va contra la ley.
—Pero la Madre Tierra...
—Se está despertando a causa de la guerra entre el campamento griego y el romano, ¿verdad? Los dioses están ocupados luchando contra ella, ¿verdad? ¿Y cómo resolvemos ese problema, Mike? Eliminando la división. Aniquilando a los griegos. Sin división, Gaia perderá su empuje y los dioses podrán derrotarla fácilmente. Volverá a sumirse en su sueño. Los semidioses seremos fuertes y estaremos unidos, como en los viejos tiempos del imperio. Además, el primer día de agosto es una fecha muy propicia: el mes que lleva el nombre de mi antepasado Augusto. ¿Y sabes cómo unió él a los romanos?
—Se hizo con el poder y se convirtió en emperador—dijo Mike con voz grave.
Octavio descartó el comentario con un gesto.
—Tonterías. Salvó Roma convirtiéndose en primer ciudadano. ¡Quería la paz y la prosperidad, no el poder! Créeme, Mike, tengo intención de seguir su ejemplo. Salvaré la Nueva Roma y, cuando lo haga, me acordaré de mis amigos.
Mike desplazó su considerable peso a la otra pierna.
—Pareces seguro. ¿Tu don de la profecía ha...?
Octavio levantó la mano en señal de advertencia. Miró a Jacob, el portador del águila, que seguía en posición de firme detrás de él.
—Puedes retirarte, Jacob. ¿Por qué no vas a pulir el águila o algo por el estilo?
Jacob dejó caer los hombros aliviado.
—Sí, augur. ¡Digo, centurión! ¡Digo, pontífice! ¡Digo...!
—Vete.
—Ya me voy.
Cuando Jacob se hubo marchado cojeando, el rostro de Octavio se ensombreció.
—Mike, te dije que no hablaras de mi, ejem, problema. En respuesta a tu pregunta: no, parece que todavía hay algo que interfiere en el don que Apolo me concedió—echó un vistazo con resentimiento al montón de animales de peluche mutilados y apilados en el rincón del porche—. No puedo ver el futuro. Tal vez el falso Oráculo del Campamento Mestizo esté obrando algún tipo de brujería. Pero como ya te dije, en el más absoluto secreto, Apolo habló conmigo claramente el año pasado en el Campamento Júpiter. Él bendijo personalmente mis esfuerzos. Me prometió que sería recordado como el salvador de los romanos.
Octavio extendió los brazos y mostró su tatuaje con la imagen de una lira, el símbolo de su antepasado divino. Siete barras oblicuas representaban los años de servicio: más que cualquier oficial de rango, incluida Reyna.
—No temas, Mike. Aplastaremos a los griegos. Detendremos a Gaia y a sus seguidores. Luego atraparemos a esa arpía a la que los griegos han dado refugio, la que memorizó nuestros libros sibilinos, y la obligaremos a que nos entregue los conocimientos de nuestros antepasados. Cuando eso ocurra, estoy seguro de que Apolo me devolverá el don de la profecía. El Campamento Júpiter será más poderoso que nunca. Dominaremos el futuro.
La expresión ceñuda de Mike no desapareció, pero alzó el puño a modo de saludo.
—Tú eres el jefe.
—Sí, lo soy—Octavio desclavó su daga de la mesa—. Y ahora ve a ver a esos enanos que capturaste. Los quiero bien asustados antes de que vuelva a interrogarlos y los mande al Nifhel.
El sueño cambió una vez más.
El terrible e inclemente sol de Africa golpeaba a Reyna en los ojos. Nubes de polvo la rodeaban. Un terrible y ensordecedor bramido hizo que el miedo se apoderase de su ser mientas sentía el suelo temblar bajo sus pies.
Cientos, miles de legionarios formaban filas tras ella, golpeando espadas y escudos en señal de desafío.
Una mano férrea se cerró sobre el hombro de Reyna, obligándole a mirar al imponente hombre que parecía dirigir aquel ejercito.
—Tienes que estar lista, pretor—dijo aquel hombre—. El general llegará cuando menos se lo esperen, y si no lo detienes, el relámpago caerá sobre Roma una vez más.
Cientos de rugidos de guerra resonaron por el cielo. El sonido de batalla y metal contra metal se apoderó de la visión.
—Tienes que recordar cómo terminó la pesadilla—dijo un segundo hombre, desenvainando una espada y disponiéndose a entablar combate con el primero.
—¿Quienes son ustedes?—preguntó Reyna—. ¿De qué me están hablando?
El segundo hombre atacó. Los estandartes y banderas de su ejercito hondeaban al viento tras su espalda, llevando en ellos el signo de Tanit.
La legión romana respondió al embate enemigo, y pronto el suelo se cubrió de cadáveres de ambos bandos.
—Cartago...—reconoció Reyna—. Cartago y Roma... esto es...
Los generales de ambos ejércitos, los hombres que se cernían ante Reyna, la miraron a los ojos y le apuñalaron en el vientre al mismo tiempo con sus espadas.
Un dolor agudo le recorrió el cuerpo hasta el cráneo. Quería gritar, pero no le salía la voz.
—Los fantasmas están inquietos—dijo el general cartaginés.
—La patria es ingrata con los que mejores servicios le prestan—añadió el general romano—. Pero si cae, todos caeremos con ella.
Ambos hablaron al unísono:
—¡Salva a Roma! ¡¡Recuerda Zama!!
El mundo quedó en silencio. El campo de batalla se tornó en completo vacío de un negro absoluto y Reyna se desvaneció.
—Eh, despierta—Reyna abrió los ojos de golpe. Gleeson Hedge estaba inclinado por encima de ella, sacudiéndole el hombro—. Tenemos problemas.
Su tono serio le reactivó la circulación de la sangre.
—¿De qué se trata?—se incorporó con dificultad—. ¿Fantasmas? ¿Monstruos?
Hedge frunció el entrecejo.
—Peor. Turistas.
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