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PIPER XIX


Cuando le relató a Percy su sueño, los lavabos del barco empezaron a explotar.

—De ninguna manera vas a bajar ahí conmigo—dijo Percy.

Leo corrió por el pasillo agitando una llave inglesa.

—¿Tenías que cargarte las tuberías, amigo?

Percy no le hizo caso. El agua corrió por la pasarela. El casco retumbó mientras estallaban más tuberías y se desbordaban más lavabos. Piper supuso que Percy no tenía intención de causar tantos desperfectos, pero su expresión ceñuda le hizo querer desembarcar lo antes posible.

—No me pasará nada—aseguró—. Katropis ha predicho que los dos bajaremos, así que es lo que tiene que pasar.

Percy lanzó una mirada furiosa a la daga de Piper, como si fuera culpa suya.

—¿Y ese tal Mimas? Supongo que es un gigante.

—Es probable—contestó ella—. Porfirion lo llamó "nuestro hermano".

—Y una estatua de bronce rodeada de fuego—dijo Percy—. Y esas... otras cosas que has dicho. ¿Maquis?

Makhai—corrigió Piper—. Creo que significa "batallas" en griego, pero no sé exactamente cómo aplicarlo a este contexto.

—A eso mismo me refiero—siseo Percy—. No sabemos lo que hay allí abajo. Iré por mi cuenta. Si los gigantes quieren nuestra sangre, lo último que debemos permitir es que un chico y una chica bajen juntos. Quieren a uno de cada para su gran sacrificio.

—¿Qué se supone que haga al respecto?—protestó Piper—. Ya sabes cómo funcionan las profecías, las cumples al momento de intentar evitarlas.

El chico soltó un gruñido, destrozó la pared más cercana con un puñetazo y se largo hecho una furia.

—Has lo que quieras—espetó.

Piper respiró profundamente, le dio una palmada a Leo en el hombro, lamentándose por todo el trabajo de plomería que tendría que hacer, y subió detrás de Percy antes de que la cubierta inferior se inundara de agua de lavabo.







Una hora más tarde los dos estaban en una colina con vistas a las ruinas de la antigua Esparta. Ya habían registrado la ciudad moderna, que curiosamente a Piper le recordaba a Albuquerque: un montón de edificios bajos, cuadrados y encalados repartidos a través de una llanura al pie de unas montañas purpurinas. Percy había insistido en inspeccionar el Museo de Arqueología, luego la gigantesca estatua metálica del guerrero espartano que había en la plaza pública y más tarde el Museo Nacional de las Olivas y el Aceite de Oliva (sí, existía de verdad). Piper había aprendido más sobre el aceite de oliva de lo que jamás había querido saber, pero ningún gigante les atacó. Tampoco encontraron estatuas de dioses encadenados.

Percy parecía reacio a inspeccionar las ruinas de las afueras de la ciudad, pero al final se quedaron sin sitios donde mirar.

No había mucho que ver. Según Percy la colina en la que estaban había sido la acrópolis de Esparta (su punto más elevado y su principal fortaleza), pero no se parecía en nada a la enorme acrópolis ateniense que Piper había visto en sueños.

La erosionada pendiente estaba llena de hierba marchita, rocas y olivos enanos. Debajo, las ruinas se extendían a lo largo de unos cuatrocientos metros: bloques de piedra caliza, unos cuantos muros derruidos y algunos agujeros embaldosados en el suelo a modo de pozos.

—¿Qué es lo que harías de estar en mi lugar, Leo...?—murmuró Percy, mientras contemplaba la estatua de un antiguo monarca desde la distancia.

—¿Hacer una broma y fabricar un explosivo?—sugirió Piper, confundida de que el nombre de su amigo saliese a colación.

Percy señaló el monumento con su espada.

—Hablo del Rey Leónidas Primero de Esparta—se explicó—. Aquel que desobedeció a los dioses, el rebelde más fuerte de la historia humana. Las leyendas sobre ese hombre y su espalda son innumerables...

—¿Crees que él sea una pista?

El chico negó con la cabeza.

—No, sólo desearía que los dioses me concediesen aunque fuese un poco de la fuerza de voluntad de ese hombre—dijo, con aire distante—. Desde el surgimiento de la raza humana, miles de pueblos han estado en constante ascenso y descenso, entre ellos estaba el pueblo más honorable y fuerte de la historia.

—Esparta—supuso Piper.

Percy asintió.

Piper se acordó de la película más famosa de su padre, "El rey de Esparta", donde los espartanos aparecían representados como superhombres invencibles. Le pareció triste que su legado hubiera quedado reducido a un campo de escombros y a una pequeña ciudad moderna con un museo del aceite de oliva.

—En Termópilas, 480 a.C. se cuenta la historia de una batalla legendaria contra un millón de tropas persas con tan sólo trescientos hoplitas espartanos—prosiguió Percy—. Se cuenta que ellos eran inquebrantables, eso era Esparta. Y ese hombre, Leónidas, jamás se arrodilló ni agachó la cabeza ante ningún dios. Fue la persona más poderosa que alguna vez hubiese existido en Esparta, el rey más fuerte...

—Suena... a un entrenador Hedge de la antigua Grecia.

Percy soltó un bufido.

—Ojalá Nico siguiese aquí, abría deseado poder contactar con el espíritu de Leónidas para pedirle consejo... para que me prestase su fuerza—murmuró, con un débil hilo de voz—. ¿Cómo pudo un simple humano desafiar al destino mientras que yo, el rey de los semidioses, se rompe a pedazos frente a Gaia?

—Perseus...

—Se dice que los ojos de los niños brillaban cuando hablaban de ese hombre, que al anciano le hervía la sangre que debería haberse secado, que a los soldados se les subía la adrenalina, que era el mejor hombre al que alguien podría aspirar a ser. En todas las épocas y naciones desde entonces, han nacido innumerables héroes y grandes hombres. Pero, aún así, me atrevo a afirmar que el Rey Leónidas Primero de Esparta fue el hombre que recibió sobre su espalda la mayor admiración de la humanidad...

Piper notó la mirada perdida del chico, sus dedos jugueteaban distraídamente con el anillo en su dedo. A pesar de sus palabras sobre el antiguo rey de Esparta, su mente parecía estar recordando a alguien más, una figura mucho más importante e inspiradora para Percy que cualquier héroe humano.

—Estás pensando en Annabeth—comprendió.

Las pupilas de Percy se dilataron. Sus colores se tornaron turbios y desagradables.

Desde que había vuelto del Helheim, no había sido el mismo. Su presencia había cambiado, se había tornado más hostil y desmedida, cambiado su orgullo por odio, y serenidad por perpetuo estado de furia y desasosiego.

Era como si hubiese despertado alguna clase de dios demoníaco que, aunque parecía balancearse en un precario estado de control, podría ser fácilmente manipulado en contra del resto de la tripulación del Argo II, como había pasado en Olimpia.

—Lo que pasó no fue tu culpa, Percy...—comenzó Piper—. Tu estado anímico es delicado, y lo has llevado bastante bien, para lo que tuviste que soportar. Incluso si Niké te revolvió un poco el cerebro, Frank pudo detenerte a tiempo.

Percy cayó al suelo de rodillas, repentinamente pálido.

—Tú no entiendes nada...—gruñó, más un sollozo—. En el Tártaro... fue mi lanza la que hirió a Annabeth... ese monstruo... el dios foso... nos hizo enfrentarnos entre nosotros. Y cuando estuve al borde del Caos... Annabeth me miraba... y me temía...

Tal vez Piper simplemente estaba reaccionando a la inquietud de Percy, pero también empezaba a sentirse agitada.

Pensó en lo que Jason había dicho la noche anterior: "Una parte de mí quería cerrar los ojos y dejar de luchar".

Se había esforzado por tranquilizarlo, pero aun así le preocupaba. Como el cazador cherokee que se transformó en serpiente, todos los semidioses tenían bastantes espíritus malos dentro. Defectos fatales. Algunas crisis los sacaban a la luz. Había líneas que era mejor no cruzar.

Si eso era aplicable a Jason, ¿cómo no iba a ser aplicable a Percy? Ese chico había pasado por un infierno en sentido literal y había vuelto tras perder a la persona que más le importaba en el mundo. Hacía que los lavabos explotaran incluso sin querer. ¿Qué ocurriría si se volvía completamente hostil?

—Dale tiempo—Piper se sentó al lado de Percy—. Al igual que tú, deseo torturar a Gaia hasta licuar todos sus colores y sustituirlos por el miedo. El sacrificio de Annabeth no será en vano. Al final del día, no fuiste tú quién la mató...

—Se supone... se supone que debía ser un rey...—murmuró. Sus ojos vacíos reflejaban el verde de los olivos—. Ya han sido tres... tres veces en las que soy usado como un arma contra ustedes. Primero en Kansas... luego en el foso... y en Olimpia... están más seguros lejos de mí, igual que Annabeth lo hubiese estado...

—Tú no la enviaste a esa mazmorra a recuperar la Atenea Paternos—insistió Piper—. Tú no la dejaste caer sola al Helheim, en donde hubiese muerto completamente sola y sin conseguir nada.

Percy lanzó un golpe de revés, lanzando a Piper lejos de él.

—¡Debí detenerla antes de que se separara de mí en Roma!

La chica se recompuso con calma, limpiándose la sangre que salía de su boca.

—Entonces no tendríamos la estatua, y no podríamos reconciliar a griegos con romanos, esencialmente garantizándole la victoria a Gaia.

El chico dio un puñetazo al suelo, creando un cráter a su alrededor.

—¡Ya lo sé!—bramó—. Es sólo que... Adamas, mi tío, me advirtió que tendríamos que hacer sacrificios. Quise creer que algún día Annabeth y yo podríamos haber tenido una vida normal... El verano pasado, después de la guerra contra los titanes, me di el lujo de desearlo. Entonces Gaia despertó, perdí la memoria y desaparecí durante meses. Luego nos caímos por aquel foso...—una lágrima se deslizó por su mejilla—. McLean... si hubieses visto la cara del dios Tártaro, como un torbellino de oscuridad, devorando monstruos y pulverizándolos... Nunca me he sentido tan indefenso... tan insignificante...

Piper tomó las manos del chico. Le temblaban mucho. Se acordó de su primer día en el Campamento Mestizo, cuando Annabeth le había enseñado el lugar. Annabeth estaba afectada por la desaparición de Percy, y aunque Piper estaba muy desorientada y asustada, consolar a Annabeth le había hecho sentirse útil, como si pudiera tener un lugar entre aquellos semidioses con poderes absurdos.

Annabeth Chase había sido la persona más valiente que jamás conoció. Por ella y en su memoria, tendría que evitar que el chico por el que había dado su vida perdiese la cabeza, al menos por completo.

—Eh—dijo con delicadeza—. No intentes bloquear esas emociones. No podrás. Deja que te invadan y se vayan otra vez. Tienes miedo.

—Dioses, sí, tengo miedo...

—Estás furioso.

—Porque el universo entero parece conspirar en mi contra—dijo—. Porque Atenea envió a Annabeth a aquella misión en Roma. Por el Tártaro. Por Gaia. Por los gigantes. Porque los dioses son un montón de idiotas y por mi propia debilidad...

—¿Conmigo también estas molesto?—preguntó Piper.

Percy hizo el intento de fulminarla con la mirada, pero no fue capaz.

—Sí... por ser tan jodidamente entrometida...

—Gracias.

—Y... por ser una buena amiga—concluyó—. Lo fuiste para Annabeth... y espero poder corresponder a ello dignamente...

—Ya lo estás haciendo, Percy—Piper le sonrió—. Sé una o dos cosas sobre perder la cordura. Mantén la sanidad mental que te queda y yo haré lo propio, ¿trato?

—Eres una molestia...

Piper trataba de mantenerse optimista, pero sus propios temores brotaron de su interior: temía por Jason y sus amigos en el Argo II, y por ella misma, en el caso de que no fuera capaz de hacer lo que Afrodita le había aconsejado: "Al final, sólo tendrás el poder para una palabra. Deberá ser la palabra adecuada o lo perderás todo".

—"No está en las estrellas llevar nuestro destino, sino en nosotros mismos"—le dijo a Percy—. Pase lo que pase, soy tu amiga. Tú... acuérdate, ¿de acuerdo?

"Sobre todo si no estoy cerca para recordártelo"—pensó Piper.

Percy empezó a decir algo, pero de repente un rugido sonó en las ruinas. Uno de los fosos bordeados de piedras, que Piper había confundido con pozos, expulsó un géiser de llamas de tres pisos de altura y se apagó igual de rápido.

—¿Qué demonios es eso?—preguntó Piper.

Percy suspiró.

—No lo sé, pero tengo la sensación de que es algo que deberíamos investigar.







Había tres fosos uno al lado del otro, como los agujeros de una flauta dulce. Eran totalmente redondos, con un diámetro de sesenta centímetros, adoquinados con piedra caliza alrededor del borde, y descendían todo recto a la oscuridad. Cada pocos segundos, aparentemente al azar, uno de los tres fosos lanzaba una columna de fuego al cielo. Cada vez que eso ocurría, el color y la intensidad de las llamas eran distintos.

—Antes no han hecho eso—Percy rodeó los fosos describiendo un amplio arco. Todavía temblaba y estaba pálido, pero era evidente que su mente ya estaba concentrada en el problema que los ocupaba—. No parece que sigan ninguna pauta. El tiempo, el color, la altura del fuego... No lo entiendo.

—¿Los hemos activado de alguna forma?—se preguntó Piper—. A lo mejor la ola de calor que notaste en la colina... Bueno, que los dos notamos.

Parecía que Percy no le hubiese oído.

—Debe de haber algún tipo de mecanismo... una placa de presión, una alarma de proximidad...

Unas llamas salieron disparadas del foso central. Percy las contó en silencio. La siguiente vez, un géiser estalló en el de la izquierda. Frunció el entrecejo.

—No puede ser. Es irregular. Tiene que seguir alguna lógica.

A Piper le empezaron a resonar los oídos. Había algo en esos fosos...

Cada vez que uno se encendía, una horrible emoción la invadía: miedo, pánico, pero también un intenso deseo de acercarse a las llamas.

—No es racional—dijo—. Es emocional.

—¿Cómo pueden ser emocionales unos fosos con fuego?

Piper sostuvo la mano sobre el foso de la derecha. Enseguida, las llamas subieron. Apenas le dio tiempo a retirar los dedos. Las uñas le echaban humo.

—¡Piper!—Percy se acercó corriendo—. ¿En qué estabas pensando?

—No estaba pensando. Estaba sintiendo. Lo que buscamos está ahí abajo. Estos fosos son la entrada. Tendré que saltar.

—¿Estás loca? Aunque no te quedes atascada en el tubo, no tienes ni idea de lo profundo que es.

—Tienes razón.

—¡Te quemarás viva!

—Es posible—Piper se desabrochó la espada y la lanzó al foso de la derecha—. Te avisaré si no hay peligro. Espera a que te diga algo.

—Ni se te ocurra...—le advirtió Percy.

Piper saltó.

Por un momento permaneció ingrávida en la oscuridad; los lados del caliente foso de piedra le quemaban los brazos. Entonces el espacio se abrió a su alrededor. Instintivamente, se acurrucó y se hizo un ovillo, y absorbió la mayor parte del impacto al caer al suelo de piedra.

Las llamas salieron disparadas delante de ella y le quemaron las pestañas, pero Piper recogió su espada, la desenvainó y la blandió antes incluso de dejar de rodar. Una cabeza de dragón de bronce, decapitada limpiamente, se bamboleó por el suelo.

Piper se levantó tratando de orientarse. Miró la cabeza de dragón caída y sintió una culpabilidad momentánea, como si hubiera matado a Festo. Pero aquel no era Festo.

Tres estatuas de dragón hechas de bronce se alzaban en fila, alineadas con los agujeros del techo. Piper había decapitado al del medio. Los dos dragones intactos medían casi un metro de altura, con los hocicos apuntando hacia arriba y las humeantes bocas abiertas. Estaba claro que eran el origen de las llamas, pero no parecía que fuesen autómatas. No se movieron ni trataron de atacarla. Piper cortó tranquilamente las cabezas de los otros dos.

Aguardó. No salieron más llamas.

—¿Piper?

La voz de Percy resonó muy por encima de ella, como si estuviera gritando por la boca de una chimenea.

—¡Sí!—gritó Piper.

—¡Maldita sea, niña estúpida! ¿Estás bien?

—Agradesco tu preocupación. Espera un momento.

Su vista se adaptó a la oscuridad. Escudriñó la cámara. La única luz venía de la brillante hoja de su espada y de los agujeros de arriba. El techo estaba a unos diez metros de altura. Lo lógico hubiera sido que Piper se hubiera roto las dos piernas en la caída, pero no iba a quejarse.

La cámara era redonda, aproximadamente del tamaño de la plataforma de un helicóptero. Las paredes estaban hechas de toscos bloques de piedra con inscripciones griegas grabadas: miles y miles, como grafitis.

En el otro extremo de la estancia, sobre un estrado de piedra, se levantaba la estatua de bronce de un guerrero de tamaño humano—el dios Ares, supuso Piper—, con unas pesadas cadenas de bronce alrededor del cuerpo que lo sujetaban al suelo.

A cada lado de la estatua había dos puertas oscuras de tres metros de altura, con unas espantosas caras de piedra labradas sobre los arcos. A Piper le recordaron las gorgonas, salvo que tenían melenas de león en lugar de serpientes a modo de cabello.

De repente Piper se sintió muy sola.

—¡Percy!—gritó—. La caída es larga, pero se puede bajar sin peligro.

El chico descendió de un salto, con la espada ya en mano.

—Piper McLean—se quejó—. No vuelvas a hacer eso. Prometí que no perdería a nadie más, y eso incluye muerte por exceso de estupidez.

—Hey, "Con ligeras alas de amor franqueé estos muros"—Piper dio una patada a la cabeza de dragón decapitada más cercana—. Supongo que estos son dragones de Ares. Es uno de sus animales sagrados, ¿verdad?

—Y allí está el dios encadenado... ni siquiera se parece un poco. ¿A dónde crees que dan esas puertas...?

Piper levantó la mano.

—¿Oyes eso?

El sonido era como un redoble, con un eco metálico.

—Viene de dentro de la estatua—concluyó Piper—. Los latidos del dios encadenado.

Percy hizo girar su espada. A la tenue luz, su cara era de una palidez fantasmal, con los ojos desprovistos de color.

—No... no me gusta esto, Piper. Tenemos que largarnos.

La parte racional de Piper estaba de acuerdo. Se le puso la carne de gallina. Sus piernas se morían por echar a correr. Pero había algo en esa estancia extrañamente familiar...

Su ojo rojizo refulgió intensamente, ardiendo en una llama carmesí.

—Es hermoso como tus clores se funden con el miedo—sonrió, comprendiendo lo que sucedía—. El santuario está intensificando nuestras emociones. Es como estar cerca de mi madre, sólo que este sitio irradia terror, no amor. Por eso empezaste a sentirte agobiado en la colina. Aquí abajo es mil veces más fuerte.

Percy examinó las paredes.

—De acuerdo, necesitamos un plan para sacar la estatua. Tal vez subiéndola con una cuerda, pero...

—Un momento—Piper echó un vistazo a las caras de piedra de encima de las puertas—. Un santuario que irradia miedo. Ares tenía dos hijos divinos, ¿no?

—Fobos y Deimos...—Percy apretó el mango de su espada—. Pánico y Miedo. Luché contra ellos en Staten Island.

Piper prefirió no preguntar qué hacían los dioses gemelos del pánico y el miedo en Staten Island.

—Creo que las caras de encima de las puertas son suyas. Este sitio no sólo es un santuario de Ares. Es un templo del miedo... Maravilloso, podría acostumbrarme.

—Sí, seguro te sientes como en casa, maldita demente.

—No es mi culpa que me resulte tan acogedor.

Una risa profunda resonó por toda la cámara.

A la derecha de Piper apareció un gigante. No cruzó ninguna de las dos puertas. Simplemente salió de la oscuridad, como si hubiera estado camuflado contra la pared.

Era pequeño para ser un gigante: unos siete metros de alto, lo que le dejaba suficiente espacio para blandir la enorme lanza que tenía en las manos. Su armadura, su piel y sus patas con escamas de dragón eran de color carbón. En las trenzas de pelo negro como el petróleo brillaban cables de cobre y tarjetas de circuitos rotos.

—Muy bien, hija de Afrodita—el gigante sonrió—. Efectivamente, este es el templo del Miedo. Y estoy aquí para convertiros en creyentes.

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